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EE.UU. :: 04/09/2005

Notas sobre Nueva Orleans: "Esta tienda pertenece ahora a todo el mundo"

Pierre Loeb (La Felguera-Madrid Comitte)
El aparente vacío de poder existente en las ciudades del Sur devastadas por la monstruosa fuerza del huracán Katrina, especialmente en la célebre ciudad de Nueva Orleans, no es más que el primer estadio y episodio de la desaparición del poder gubernamental y social y su consiguiente colapso total por parte de la acción espontánea y desesperada de cientos de saqueadores que poblaban los supermercados y comercios del centro.

La turista Denise Bollinger eligió un mal día para hacer turismo por la, antiguamente radiante, Canal Street. Atónita, contemplaba las imágenes de saqueos en masa en pleno centro de Nueva Orleans. La afirmación de que "esta tienda pertenece ahora a todo el mundo" (El País 31/08/2005), lanzada espontáneamente por un participante en el pillaje, refleja la nueva situación creada en las calles de la que fue una de las históricas capitales del jazz. En pocos días, los americanos y el mundo entero, han podido comprobar las consecuencias del dilema de transgredir el orden y la ley, convirtiéndose en potenciales criminales, o tomar directamente los bienes sin su valor de cambio, retrasando cualquier juicio de valor más alla de la satisfacción inmediata, no ya de deseos abstractos sino de apremiantes necesidades. De la catastrofe se ha pasado, en pocas horas, al de una absoluta ruptura con todo vestigio de cuerpo legal alguno.

El aparente vacío de poder existente en las ciudades del Sur devastadas por la monstruosa fuerza del huracán Katrina, especialmente en la célebre ciudad de Nueva Orleans, no es más que el primer estadio y episodio de la desaparición del poder gubernamental y social y su consiguiente colapso total por parte de la acción espontánea y desesperada de cientos de saqueadores que poblaban los supermercados y comercios del centro. La cuestión del poder y su inexistencia aparente -proclamada con insistencia por medios de comunicación y autoridades a modo de "anarquía y caos"- constituye una falacia manifiesta, según la cual la reacción por parte de los enfurecidos ciudadanos empobrecidos en exceso bajo la desidia de sus cargos electos y su expresión en forma de violencia y saqueos no es ya, de por sí y realmente, un nuevo y primitivo nuevo poder urbano. Se equivocan, aunque ante la tragedia nadie este experimentando ese poder por encima de calmar el apetito o repeler las enfermedades desatadas ante el peligro sanitario.

Los paralelismos que, ingenuamente, han vertido decenas de dañados sobre el hecho de que la ciudad se había convertido en "el centro de Bagdag" señalaba aún más la vergüenza norteamericana que destruye ciudades enteras reduciéndolas a escombros y que ahora contempla los efectos de una vasta destrucción similar a un país arrasado por el napalm. La estética de la pobreza y la destrución se tornan, en las anegadas calles de Canal Street, en un paisaje apocalíptico que es terriblemente familiar en lugares de guerra real como, precisamente, Bagdag y todo Irak. La guerra que siempre habita en las ciudades (Bretch) ahora se ha convertido en una película hiperrealista al estilo de algún film de terror clásico. De pronto, entre partidos de béisbol, noticias de jóvenes americanos luchando en remotos países y de la miseria aséptica, el americano medio se echa las manos a la cabeza e intenta preguntarse como es posible que sus conciudadanos griten por millares de gargantas "Help!" ante la presencia de una cámara de televisión.

La certeza de que la ley no impera y que las autoridades carecen de legitimidad y liderazgo ha impedido a George Bush, descender de los helicópteros especiales sobre los que, a una distancia prudente para evitar disparos, ha observado con gesto consternado la hecatombe humana y material. Posiblemente, pueda estar pensando que la crisis de Nueva Orleans le puede costar su puesto en la Casa Blanca, mientras su popularidad cae en picado. Ese efímero poder se ha manifestado en los tiroteos que sufrieron varios helicópteros militares que sobrevolaban la ciudad, así como los saqueadores no han vacilado en disparar sobre los efectivos de la Guardia Nacional que, bajo la ley marcial y la orden de disparar a matar -legalizándose con ello el asesinato legal de los moradores- patrullaban las calles, no exentos de gran dificultad.

La afirmación de la existencia de un ténue y nuevo poder en Nueva Orleans no es sólo una sensación aparente sino una realidad. El imperio de la ley se ha visto abocado al desprestigio cuando se vieron a agentes policiales participando en los expolios junto a cientos de anónimos ciudadanos. Pero el sistemático robo sólo ha sido efectuado en un clima de fiesta en un primer momento (quizás negando la posibilidad de que la desazón y al tímidez de la ayuda gubernamental tardase días en llegar), toda vez que no existía conciencia por parte de los saqueadores de que se enfrentaban a ningún poder, a diferencia de los históricos largos y cálidos veranos americanos de los sesenta y sus disturbios (Watts, Newmark) o Los Angeles hace trece escasos años.

El robo fue efectuado en un clima de vergüenza mayoritario entre las clases medias que, de pronto, se vieron en la casi indigencia. Los más pobres, negros en su inmensa mayoría, no han dudado ni por un instante en dejar vacías las estanterias de los comercios para poder sobrevivir, además de acaparar mercancias de todo tipo, incluído banales fetiches de consumo. Esta nueva situación ha terminado por difuminar las clases sociales que, en estos dias inmediatos a la tragedia, pueblan las calles de Nueva Orleans. Los ricos, en cambio, a salvo el dinero líquido, lamentarán a lo sumo la destrucción de alguna de sus propiedades, tras huir en masa días antes de la tragedia.

Después de los grandes saqueos iniciales asistimos al robo organizado por la misma policía que, sorprendentemente, a sabiendas de la imposibilidad de frenar el pillaje, procedió a repartir las mercancías según lo que consideraba más equitativo. Este tipo de conatos demuestran la imposibilidad de aplicar los cánones de moral o inmoral, legal o ilegal, a actos como el pillaje y sistemático saqueo de bienes de consumo, puesto que éstos -ya de por sí imposibles de vender a posteriori por su deterioro físico, al menos aparente- son la única posibilidad de supervivencia.

La lección de Nueva Orleans señala con suma vergüenza la hipocresía de desastres similares que, cada cierto tiempo, sacuden partes del planeta pobres y que, por supuesto, no gozan de la cobertura mediática del caso estadounidense. Tanto en estos casos como en el presente hemos de rechazar el análisis acerca de la hecatombe como un "desastre natural" y visualiza en sus efctos más trágicos y abruptos en descenso por el que se precipita el equilibro del planeta. Es, por lo tanto, el anticipo de macronecrológicas que vendrán, mientras las lágrimas adquieren el color de todo tipo de banderas y nacionalidades.

En medio del caos, el poder tradicional dejó de existir y, en este sentido, se comprobó como raudamente matones y grupos de hombres armados imponían sus propia leyes. Este dato no hecha por tierra otro más importante: la necesidad de organizar el poder popularmente para evitar el autoritarismo. Pero no podemos llevarnos a engaños ante lo que no es, en absoluto (al menos al día de hoy) una revuelta popular dirigida contra el poder, sino tan sólo (y ya es suficiente para aprender una lección de ello) la vasta potencia de determinación de los grupos sociales empobrecidos por sobrevivir que superan todo tipo de coerciones. Destruída ya la posibilidad de belleza en un mundo no alienado asistimos a la contemplación del propio desastre. Pobres matando a pobres. Los cadáveres, arrinconados en las cunetas, no son más que el epitafio de la desidia estatal que, sin lugar a dudas, pudiera haber minimizado la colosal tragedia al no preveer que casi el 80% de la ciudad se sumergiera bajo el agua al no resistir los diques de contención el empuje del huracán. Pero, es más, si la contemplación de la muerte es epitafio en Occidente, hacia el Sur se transforma en la muerte por hambre, por enfermedades fácilmente curables hace varios días en los límpios y tecnicamente cualificados hospitales de la devastada Nueva Orleans. Sus habitantes deberían observar la diferencia, no clamar al cielo, sino verse a sí mismos con la suficiente honestidad para afirmar la inoperancia de un proyecto global. Pero esta tarea se vuelve imposible porque está rota la comunicación posible entre dos vasos comunicantes sin comunicación alguna porque el poder ha desarrollado el hábito de la inexistencia de la poesía en el mundo en que vivimos.

2 de septiembre, 2005

Fuente:
http://www.klinamen.org/article450.html

 

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