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México :: 18/02/2005

Muertos Incomodos (capítulo diez)

Okupazión Auditorio Che Guevara

CAPÍTULO X
"SI DESAPAREZCO DEL PRESENTE"

-Ya no me llama. Jesús María Alvarado ya no me llama -dijo el funcionario progresista con una cierta tristeza. El perro, con una mirada mucho más triste todavía, parecía confirmarlo.
-No, ahora me llama a mí -dijo Belascoarán sacando y tendiéndole la cinta del contestador.
Había aparecido a las dos de la madrugada, "Vi su luz encendida y por eso llamé", dijo a modo de excusa, mientras impúdicamente sacaba de sus ensueños al detective. Ahora funcionario y perro cojo estaban acabándose la última reserva de cocacolas, sentados en el suelo de la sala de Belascoarán, aunque Héctor les había ofrecido el sillón.
-Me da como tristeza, ya me estaba gustando lo de estar mezclado en una locura, en una investigación.
Lo reconozco, es un poco morboso... Como que mi vida a veces se vuelve medio aburrida -dijo Monteverde.
-A mí me gusta cuando mi vida se vuelve medio aburrida; duermo un montón... duermo horas y horas, duermo días y días, leo todos los libros que no había podido leer, veo películas de Stan Laurel y Oliver Hardy.
Al perro pareció gustarle la idea porque puso cara de El Gordo cuando El Flaco no entendía nada, y se comió los restos de un chorizo viejo que Belascoarán le había regalado.
-Oiga, qué bueno que sigue hablando Alvarado. Aunque le hable a usted y no a mí. ¿Y está usted cerca de descubrir algo sobre ese Morales?
-Que hay más de uno -dijo Héctor enigmático, como cura de pueblo hablando de la santísima trinidad.
-Aunque no me mande mensajes yo sigo pagando su investigación -dijo Monteverde con un cierto tono de firmeza, poniéndose en pie y tendiéndole a Belascoarán un sobre.
-¿Y qué estoy investigando? ¿Quién es el Jesús María Alvarado que nos llama? O será acaso, ¿quién es y dónde anda el Morales que un
día lo asesinó?
-Usted diga, usted es el detective.
-La segunda, lo digo porque no podría aceptar su dinero si quiere que el centro de todo esto lo pongamos en descubrir al nuevo Alvarado.
-Por mí... Yo últimamente empezaba a pensar en él como en un amigo que nos quería contar cosas... sí, claro, está bien, téngame al tanto.
El perro se acercó rengueando a Belascorán y le lamió los pies descalzos. El detective lo interpretó como un gesto de solidaridad y encendió un cigarrillo.
Abrió un ojo, el ojo, y dijo en voz alta:
-El perro se llama Tobías.
No sabía por qué hablaba en voz alta en las mañanas. Quizá porque necesitaba del sonido de su propia voz pastosa para acabar de despertar. El sol espléndido de invierno que entraba por la ventana hacía relucir las paredes blancas del cuarto. Encendió un cigarrillo y saltó de la cama tropezando con una pila de novelas históricas, gruesas, de pasta dura, que prometían centenares de horas de lectura.
Camino al baño se preguntó también en voz alta:
-¿Cuál es mi Morales? ¿Cuál es mi pinche Morales?
Cojeando doblemente, Héctor Belascoarán Shayne, detective independiente mexicano, se miró al espejo y decidió que había llegado el momento de pasar a la acción. ¿Cuál acción? Decidió que todo sería mejor si se lavaba la cara con agua bien fría.
Héctor contempló la enorme galería. Lo que había sido una de las crujías de la cárcel, ahora acotado por un mostrador. Tras él, las celdas. Asu lado varias mesas. La mirada de un par de estudiosos se alzó de los polvorientos manuscritos para evaluarlo. No debió parecerles gran cosa el tuerto detective, porque volvieron a lo suyo.
Fritz le hizo una seña para que salieran al patiecito que había a un costado de la galería. Un par de árboles bastantes tristones, una fuente sin agua, un par de pájaros mutantes, de esos a los que la contaminación ha vuelto extremadamente inteligentes en la ciudad de México.
-Pausa para fumar -dijo compartiendo sus Delicados con filtro.
Belascoarán le largó de una parrafada el resumen que había venido armando en el camino a la prisión convertida en
archivo: -Creo que puedo conectar al compañero de cárcel y después asesino de Alvarado con la Brigada Blanca, pero nada
después del 80. Si hubiera hecho carrera en las policías políticas de este país a ti te tendría que sonar. Morales. Estos cuates ascienden. Un Morales. El de la foto, nariz afilada, muy flaco y con lentes de miope. Si tenía 25 años en el 71, ahora debe tener un poco menos de 60. ¿Existe públicamente ese personaje? ¿Te suena? -No -dijo Fritz. -Y mira que le rasqué a mis notas y a los albums de fotos, y conversé con un montón de gente, y enseñé la foto que vimos el otro día. Nada, naranjas de la China. Se esfumó. Pero eso es muy común en la historia de la guerra sucia en México. Hay personajes que aparecen en estos vericuetos, hacen sus marranadas, les toca alguna lotería, se roban algo grande, hacen un favor y se esfuman. Por ahí andarán: Próspero empresario de una cadena de mueblerías en San Antonio, Texas; narcotraficante muerto anónimo en Ecuador, se piensa que era mexicano; honesto presidente de la asociación de padres de familia
de un colegio de monjas...
-Tú tienes algo -afirmó Belascoarán.
-¿Cómo sabes?
-Porque eres poblano, y los poblanos cuando tienen misterios son como los de Pénjamo, sonríen y se ladean -dijo el detective.
-Sí, tengo. Jesús María Alvarado tenía un hijo.
¿Te acuerdas de lo que te conté la primera vez, de aquel chavito que yo recordaba, y una señora mayor... La señora era la madre de Alvarado y el chavito, su hijo.
-¿Y cuántos años tendría ahora?
-Mi edad, dos años menos, algo así. Pasados los 40 calculó Héctor.
-Y se llama Angel Alvarado Alvarado.
-¿Y por qué el apellido doble?
-Sepa, sería que Alvarado era padre soltero.
¿Un Alvarado hablando por su padre? ¿Recuperando la voz de su padre muerto porque ha descubierto en el presente a Morales? ¿Al Morales que recuerda de cuando era niño? Héctor tiró el cigarrillo que estaba fumando y encendió otro.
-Y tiene un teléfono para que lo llames.
Héctor tomó el papelito que Fritz le tendía sonriendo.
-Y un empleo que te va a encantar. Dobla monstruos en las caricaturas. Hace voces de osos y dragones y renos. Hace doblajes para la tele. Es la voz de Scubydoo y de Barnie.
-¿Quién es Barnie?
-Según mis sobrinas, no me hagas caso, es como un dinosaurio morado.
-Con esa definición podía ser ministro del actual gobierno.
-Será. Cosas más raras hemos visto en estos años.
En la oficina, Gilberto Gómez Letras y Carlos Vargas parecían muy atareados. Héctor saludó con un gruñido y fue directo a su mesa, marcó el teléfono del Alvarado hijo y lo dejó sonar. Cinco timbrazos, seis. Nadie en casa ni en la oficina ni en la lonchería. Se volvió hacia donde reposaba el montón de papeles dentro de un fólder verde titulado "Morales". Tenía que separar a los Morales. Al menos a los tres que según sus conversaciones con Elías Contreras se habían definido.
El asesino de Alvarado, el zapatista traidor y el operador de matanzas y negocios en Chiapas.
Una vez que hubiera logrado separarlos, encontrar los hilos que surgían de cada una de sus historias para poder moverse hacia algún lado. Todo deja hilos, todo tiene cola, todo deja rastros. Era coherente que el ex guerrillero chaquetero se hubiera vuelto oreja, lo hubieran puesto en Lecumberri para sonsacar a los presos políticos y luego hubiera matado a Alvarado al salir de la cárcel. Era coherente que este mismo personaje hubiera formado parte de la Brigada Blanca y que hubiera sido uno de sus torturadores; sería sin
duda el mismo que se había fugado con el archivo en el 83. Había que eliminar al que había hecho negocios sucios en el temblor, ese tenía otra descripción física y podría ser el Morales de Chiapas y de Contreras. Y eso nos llevaba a relacionar aquel Morales, el que llevaba en la nada 20 años con el delirio del Morales de Juancho y de Bin Laden que era conectado a la historia por la voz del muerto. Ese era su Morales. Ayudado por los martillazos de Carlos y los frecuentes madrazos que Gómez Letras le daba a una llave oxidada con
un tubo, Héctor trató de cambiar de perspectiva: Lo que parecía obvio, se volvió verdadero. Un niño descubre (se encuentra accidentalmente, tropieza, reconoce) muchos, muchos años después de que sucedió, al asesino de su padre y se pone a hacer llamadas
telefónicas, porque no sabe qué hacer con esa información.
El rostro de certeza de Héctor no pudo pasar desapercibido para sus vecinos que lo miraban de reojo.
-¿Y usted es muy culto? -preguntó de sopetón Gómez Letras.
-¿Quién? ¿Yo? -respondió Belascoarán atrapado fuera de la base.
-Sí, usted.
-No hombre, yo soy ingeniero. Para las cosas que importan soy autodidacta, las aprendí oyendo, mirando, caminando y, sobre todo, leyendo.
Pero sobre todo de los todos, las aprendí escuchándolos a ustedes.
-Te dije, güey, sabiduría popular -le dijo
Gómez Letras arrojándole una tuerca a Carlos Vargas que la recibió en el cogote y se zarandeó tantito.
-¿Así nos llevamos, pendejo? -dijo Vargas sobándose el chipote y avanzando sobre el plomero con su martillo tachuelero en ristre.
-Sabiduría popular mis huevos, usted anda todo el pinche día leyendo la enciclopedia, puro conocimiento pendejo.
Gómez Letras huyó escondiéndose tras el escritorio de Héctor.
-Sálveme jefe, está poseído de furia homicida.
-Doctor Vargas, si lo va a matar favor de no salpicar con sangre, sangre de plomero putañero, muy mal rollo -dijo Héctor alzando las manos para protegerse del inminente ataque.
-Mamón... furia homicida... Se lo perdono todo si me sopla un huevo.
El sonido del teléfono salvó la situación. Carlos Vargas dejó a un lado el martillo, tomó el auricular con la derecha y se siguió sobando la cabeza con la izquierda. Escuchó un instante en silencio y luego dijo:
-Su amigo Gritz-Pitz tiene un recado importante para usted, detective Belascoarán.
Héctor respiró hondo, encendió un cigarrillo y tomó el aparato.
-¿Quieres hablar con uno de ellos? Puso condiciones
-dijo Fritz al teléfono.
-¿Uno de ellos?
-Uno de ellos.
-¿Cuáles condiciones?
-Yo no puedo decir quién es, tú no puedes preguntar, y no se trata de hablar de él, sólo de tu Morales. Y no puedes grabar la conversación.
-¿Y para qué "uno de ellos" quiere hablar conmigo?
-Todo el rato se pasan mandándonos mensajes a los que estamos trabajando sobre la etapa de la guerra sucia, cantos de amor de sirenas: que si tenemos un rato, que les gustaría conversar con nosotros. Ahora que todo se está destapando quieren hablar pero no quieren. Quieren contar una parte de su versión, quieren inventar una versión. Eran clandestinos, nunca salían en las fotos y no les daban medallas. Sienten que "otros" los embarcaron, que "otros" les dieron las órdenes. Si algo odian más que a la izquierda es a los presidentes a los
que obedecían. Son además una punta de psicópatas mitómanos, les gustaría tener otra historia.
-A nadie le gusta ser la bruja de Blancanieves
-dijo Héctor -¿Y le vas a hacer caso a las condiciones de uno de esos tipos?
-Por ahora sí, si te hace falta destaparlo, ya veremos. Te espera en media hora en el café La Habana, a 20 metros de tu oficina. Es un hombre de unos 60 años. Para que lo reconozcas va a traer una Constitución en la mano.
-No mames. Eso es un abuso.
-Así dijo.
El café La Habana fue durante mucho tiempo tierra de nadie, hoy es tierra de nada. Las meseras o se han avejentado o no les gusta el café que sirven. El café no es tan bueno como solía, y de todas maneras a Héctor no le gustaba el café. En los años 60 los periodistas del Partido Comunista convivían con los agentes federales de la cercana Secretaría de Gobernación. Era un café donde si se escuchaba atentamente podría parecer que se sabían cosas. Ahora, si se escucha atentamente se oyen los rumores de la música narcorranchera,
y si se mira atentamente hay en las tristes mesas, varios narcorrancheros jubilados. La nostalgia no suele reparar los desperfectos. El hombre sentado en solitario con la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos frente a él, algo que a Belascoarán le parecía un cuento de Disney en versión aburrida (ojo, la bruja de Blancanieves de travesti Blancanieves), no tenía rostro, era alguien que se aproximaba a la vejez con la cara promedio que les gusta a los que hacen encuestas o comerciales chafas de la Lotería Nacional. Era medianamente moreno, tenía un mediano bigote con canas, era de altura mediana, complexión mediana, pelo negro pero no mucho y un traje
gris rata. Quizá en el señor Anónimo lo único que lucía era la corbata, rojo granate brillante, brillosa, y un gran anillo con una piedra del mismo color en el anular de la mano izquierda, no la derecha, con esa se dispara y no tiene chiste estorbarle al gatillo.
Héctor trató de disimular su cojera. Siempre lo hacía cuando se relacionaba con el enemigo, y puso su más fiera mirada en el ojo bueno, esperando que el parche en el otro la mejorara. Se sentó enfrente del personaje sin decir palabra.
El tipo dijo en seco:
-Había una guerra. Una bola de escuincles culeros que se creían la mamá del Che Guevara y que pegaban tiros en la nuca a soldados del ejército mexicano. ¿Qué, los íbamos a dejar? No, no los habían dejado. Los habían perseguido, a ellos y a sus familias, los habían asesinado, los habían torturado, habían matado a sus hijos, habían violado esposas enfrente de sus
compañeros, habían escondido los cadáveres y mentido a las madres de los desaparecidos.
Héctor había conocido a más de uno, torturadores y torturados, había escuchado historias que le habían robado el sueño durante meses. Y lo peor es que las había oído diez años después que habían sucedido. Porque él era un marciano cuando todo esto pasó. El estaba siendo un ingeniero feliz cuando todo esto pasó.
-¿Qué, no han entendido que nosotros somos la justicia?
Sí, claro, Héctor lo había entendido. Lo que no entendía era el uso del "ellos", "otros ellos", "ustedes" y "nosotros" que hacía el personaje.
-No me vengan ahora con mamadas. Si hubieran ganado nos hubieran puesto a todos enfrente de las rejas de Chapultepec y nos hubieran fusilado: paredón, paredón, como en Cuba cuando Fidel.
-¿Conoció usted a Jesús María Alvarado?
-Oí hablar de él, pero nunca lo vi -dijo el Anónimo jugando con su anillo.
-¿Conoció usted a un tal Morales?
-Era un pobre diablo, era de ellos, pero chaqueteó. Nunca le tuvimos mucha confianza, e hicimos bien, fíjese. Bueno eso de no tener confianza. Terminó robándose cosas. A nosotros nos robó -el tipo intentó una sonrisa, no le salió bien.
-Nos robó a nosotros papeles, para cubrirse. Pero no era tan güey, nunca los sacó, nunca nos intentó hacer un chantajito pendejo.
-¿Cuándo dejó a su equipo?
-No era de mi equipo.
Usted dice "ellos" y "nosotros". De qué habla cuando dice "nosotros".
El Anónimo no contestó y se limitó a darle un sorbo largo a su café.
-¿Cuándo dejó usted de verlo?
-Allá por el 83. No sé si le dieron comisión en provincia, o nomás se desapareció, o se fue a comprar cigarros, ahorita vengo... chaqueteó otra vez.
Chaquetero una, chaquetero muchas...
-¿Y sabe usted algo de su vida privada? ¿Esposa? ¿Tenía otro trabajo? ¿Dónde vivía? ¿Amigos?
-Era un solitario. Por eso de que a sus amigos y a su esposa se los había chingado. Y trabajo... Vendía muebles -y al decirlo se le salió una risa un tanto fuera de lugar. -Vendía muebles viejos... Vivía en la Santa María, creo... ¿Y a usted por qué le interesa ese pobre pendejo del Morales? Ahora le tocó a Héctor guardar silencio. Con un gesto le señaló a una mesera que iba pasando con refrescos que le trajera uno a él también.
Durante un instante Héctor y el Anónimo se miraron.
-Morales no es un nombre, es un seudónimo.
¿Cuál era el nombre real de Morales? ¿Usted lo sabe?
-Yo sé todo -dijo el Anónimo sonriendo.
Héctor no le devolvió la sonrisa. Encendió un cigarrillo.
-Se llamaba Juvencio. Me acuerdo porque no podría haber nombre más pendejo en todo el pinche mundo. Y el apellido no lo tengo en la memoria, pero le voy a dar una pista. Una pista bien chingona. Una vez alguien le dijo: "Te apellidas igual que el ministro de Juárez".
-¿Cuál Juárez?
-Ahora me va a salir con que los de izquierda ya no saben quién es Juárez... Don Benito, chingá.
-Ah.
Y parece ser que la evocación fantasmal del presidente liberal Benito Juárez le revolvió la memoria, porque el anónimo dijo:
-Sabe qué, que en lugar de andarnos chingando con los papeles esos que andan sacando, deberían ponernos una estatua, una pinche estatua en la Alameda, con...
Y de repente dejó la palabra en el aire, se puso de pie. La conversación había terminado. Le tendió la mano al detective. Héctor la ignoró y tomó la nota, él iba a pagar el refresco y el café, no iba a permitir que se lo pagara.
-Están pagados -dijo el Anónimo y se fue caminando lentamente hacia la puerta.
Con un poco de suerte el tráfico terrible de la calle Bucareli a las 12 de la mañana iba a hacer justicia divina y algún microbús lo atropellaría. Pero Dios no existe, porque el Anónimo, con su pasito cansino, cruzó la calle sorteando los coches e ignorando el repiquetear de uno u otro claxon.
Tenía un par de hilos para seguir la investigación, pero para sacarse de la boca el mal sabor que le había dejado la entrevista con el Anónimo, Belascoarán salió del café La Habana y tomó un taxi rumbo a Chapultepec.
Un vientecillo gélido corría por las terrazas del castillo de Chapultepec. Cuando el sol no sale en las mañanas en la ciudad de México es una mala señal. Los chilangos, que son como lagartijas aunque jamás lo reconocerán, se ponen nerviosos y hablan de onda polar y otras cosas que puede que en Siberia o Gotemburgo estén bien vistas, pero que aquí nunca arribaron. Cuando llegó al patio donde estaban los carruajes, el guía se estaba echando un mini mitin a escondidas, con voz suavecita, pero no menos enfática:
-... una vergüenza que tengan aquí las carrozas de Maximiliano, que están muy bonitas y muy lujosas, al lado del carruaje de Juárez, donde estuvo la patria.
Cuando el grupo se alejó, Héctor se quedó dándole vueltas al carruaje de Juárez. Había leído una novela donde se contaba la historia de la república itinerante, perseguida por los ejércitos franceses a lo largo de 4 mil kilómetros. Un carruaje donde viajaba la legalidad republicana y una escolta de soldados descalzos, porque el presidente no tenía ni para pagar sus botas ni para pagarse a sí mismo su salario. De la ciudad de México a Paso del Norte en los confines de Chihuahua, que por algo hoy se llama Ciudad Juárez. Mientras el carro siga y esté rodando sobre territorio nacional, la República existe. Era una historia bien bella.
Se acercó, esperando un descuido de los celadores, a sobar la rueda del carruaje estirando la mano sobre el cordón rojo que establecía el perímetro de seguridad. La rueda estaba brillante como si muchas manos la hubieran sobado a lo largo de los años.
Decidió comer en su casa. Pasó al mercado de Michoacán a comprar unas chistorras con el Teacher, y aguacates, papitas, jitomate y fruta en el puesto de verduras. Le dio tres vueltas al asunto y se decidió por un melón chino magullado pero que tenía buena calada.
Al entrar en su casa la lucecita del contestador telefónico estaba parpadeando. Héctor se lo tomó con calma, dejó las papas hirviendo en la cocina y el jitomate rebanado con sal y pimienta agarrando aire, y se sentó con una cocacola en el sillón del destino. Apretó la tecla.
-Don Héctor, le habla Jesús María Alvarado.
Nomás se me ocurrió. No tenía nada mejor que hacer y dije, vamos a hablarle al detective. Me recuerda el chiste ese del que va al médico un sábado en la tarde y le dice: Doctor, estoy muy preocupado porque tengo tres huevos, y el médico le dice, pues vamos a hacerle un tacto, una auscultación, ¿así se dice, no? Y comienza a revisarle, y luego le dice: Pues no, se ve normal, sólo tiene usted dos testículos. Y el paciente le dice: No, a fuerzas, lo que pasa es que era sábado en la tarde y no tenía nada que hacer y me dije: vamos a ver al doctor para que me toque un rato los huevos...
Pues eso. Y de pasada decirle que yo fui hace años tras Alvarado, pero él me encontró antes y me puso el cañón de la pistola en la nuca
y me mató y eso...
La voz se interrumpió. Sólo grababa mensajes de un minuto y medio.
Una vez que se hubo limpiado de la camisa las huellas del melón, Héctor hizo una llamada a Fritz y luego salió paseando hasta La Torre de Lulio, una librería de usado a unas cuadras de su casa, sobre la calle Nuevo León, y se consiguió por módico precio las obras completas, cartas, discursos, notas y escritos de Benito Juárez en 15 tomos. El problema no fue conseguirlas, sino cargar con las tres bolsas de plástico de supermercado de regreso a su casa. Luego, como si hubiera regresado a sus peores días de estudiante universitario,
revisó los 15 tomos de portadas de horrible color naranja, de arriba para abajo buscando todos los nombres de los ministros de Juárez.
Oscurecía cuando dio la tarea por terminada, absolutamente seguro de que algo se le había pasado por alto, que seguro había algún cambio de ministro en algún gabinete aquí o allá.
Marcó el teléfono del hijo de Alvarado y escuchó los reglamentarias timbrazos que nadie contestaba.
De repente, Héctor recordó algo, un poema que había anotado. ¿De quién? Y había guardado en un libro.
¿Qué libro? ¿Qué estaba leyendo cuando lo anotó? Estaba leyendo Robin Hood. Buscó en uno de los libreros del pasillo hasta localizar la despastada edición de Thor, cuyo lomo amarillo se estaba cayendo. Sacudió el libro hasta que un papelito se deslizó volando hacia el suelo.
El poema del autor que no podía recordar, decía:

Si desaparezco del presente
y
habito en el pasado
no hay duda
que terminaré siendo real.

Las dos niñas correteaban alrededor del sillón. Debía parecerles muy divertida una casa sin muebles, porque recorrían gozosas los pasillos
y aceleraban para entrar en la sala, a punto de caerse al darle la vuelta al sillón. Niñas disciplinadas se habían quitado los zapatos al entrar
en la casa y los habían dejado formaditos en la puerta.
-¿Para qué querías a mis sobrinas? Mira si te tengo confianza, que tú nomás llamas y dices y yo te las traigo. Pero me costó un huevo que su mamá me las prestara. No puedes andarle diciendo a las mamás, "préstame a tus hijas, ahorita te las traigo, vamos a ver a un detective -dijo Fritz.
-Quiero que oigan algo, niñas.
Deberían tener seis o siete años, no más, pero sin duda eran disciplinadas y se frenaron en seco, poniendo su atención en el señor tuerto.
-Quiero que cierren los ojos y escuchen una voz, y luego me digan de quién es la voz que van a escuchar.
Las niñas asintieron moviendo la cabeza y cerraron los ojos. Belascoarán apretó el play de la contestadora telefónica.
-Mira, mano, habla Jesús María Alvarado.
Espero que tu cinta dure un rato porque te voy a contar una historia que me pasó. Una historia bien pendeja, bien loca. Estaba yo en Juárez en una cantina, y como todas las mesas estaban...
-Mira, es Barnie y dijo "pendeja", dijo "pendeja"
-susurró la mayor de las niñas, la otra asintió sonriendo y abriendo los ojos.

Desde la ciudad de México.
Paco Ignacio Taibo II.
México, febrero de 2005

 

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