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Argentina :: 09/01/2017

Sin Ricardo Piglia: El escritor que enseñaba a leer

Juan Forn

En el tedio de las siestas de verano, todas las persianas bajas, toda la casa en silencio, un chico de tres años observa desde la penumbra a su abuelo sentado en un sillón, inmóvil, concentradísimo en el libro que sostiene en las manos. Al nieto le gusta copiar todo lo que hace el abuelo, así que arrima una silla a los estantes de la biblioteca, saca un tomazo y va a sentarse en los escalones de la puerta de su casa, con el libro abierto sobre las rodillas y la misma expresión de su abuelo. La casa queda a una cuadra de la estación de Adrogué. Cada media hora pasan por la calle los que bajan del tren. A la hora de la siesta son pocos, en ese verano de 1943. Uno de ellos, el único que repara en él, frena su marcha, le muestra sin decir palabra al chico que tiene el libro al revés y sigue su cansino camino. En 1943, la familia de Borges todavía pasaba los veranos en el Hotel Las Delicias de Adrogué. De manera que ese pasajero que le enderezó el libro al chico bien pudo ser ya sabemos quién.

Así entró Ricardo Piglia en la literatura argentina. No es casualidad que su modus operandi fuera básicamente ése, años después: su don mayor era ponernos al derecho el libro que leíamos al revés. Piglia decía las cosas de una manera tal que uno no podía seguir viéndolas como las veía hasta entonces. Ejemplo perfecto: cuando sacó de la galera su teoría de que todo cuento no cuenta una sino dos historias a la vez.

Uno lee eso y en cada cuento que lea después en su vida va a buscar la segunda historia, la historia subterránea que cuenta ese cuento. El mismo efecto producía cuando cruzaba la historia y la literatura argentinas: José Hernández escribiendo los discursos de Alsina, Mansilla los de Roca, Macedonio los de Hipólito Yrigoyen, y Sarmiento, en cambio, el único escritor presidente, leyendo en su asunción un discurso que le escribió Avellaneda. O cuando “inventó” un relato inédito de Arlt, que en realidad era el viejo cuento “Tinieblas” del ruso Andreiev, traducido de tal manera al castellano que daba Arlt puro. Lo hizo en Nombre falso, mi favorito entre sus libros, seguido muy de cerca por Crítica y ficción (que empezó siendo un rejunte de cinco o seis reportajes que le habían hecho, y que fue reescribiendo y ampliando cada vez que lo reeditaba hasta las casi 300 páginas de su versión final, que a mi gusto conforman su mejor libro de ensayos, su ars poetica).

Mi otra debilidad pigliana es Prisión perpetua, donde aparece el formidable Steve Ratliff, ese norteamericano con mal de amores que abandonó una promisoria carrera literaria en Nueva York para desembocar en Mar del Plata siguiendo a una mujer que se había casado con otro. Piglia lo conoció de adolescente en las mesas de adelante del Ambos Mundos, las mesas patibularias donde sólo se bebía, ésas que había que sortear para llegar al salón comedor y que las familias de antes encaraban con la mirada baja, como un peaje a pagar para poder sentarse a comer el mejor puchero de Mar del Plata. En las mesas de adelante, en cambio, bebían y fumaban los que no tenían o no querían tener familia. En esas mesas, el ya cachuzo Ratliff le abrió la puerta de la literatura yanqui al joven Renzi, se la desplegó entera ante sus ojos.

Yo me pasé años esperando la publicación de los diarios de Piglia para saber lo que me faltaba de la historia, porque en Prisión Perpetua, Ratliff quedaba bebiendo solo en su mesa del Ambos Mundos, esperando que aquella mujer que había terminado matando a su marido saliera de la prisión de Dolores. Por fin empezaron a aparecer, el año pasado y, en el primer tomo, ¡alegría!, aparecía Ratfliff. Pero apenas: tan poquito que me mandó de vuelta a Prisión perpetua y eso me permitió experimentar una vez más esa cosa mágica de releer un libro y encontrarse con un nuevo libro: esta vez descubrí que toda la historia de Ratliff ya estaba toda contada ahí.

Hay escritores que nos enseñan a leer: después de leerlos, leemos mejor. Lo que nos enseñan, en realidad es que todos los buenos escritores enseñan a leer. A cada persona que me ha hecho más elocuente la literatura yo le profeso gratitud y devoción eternas, y Piglia era de esa categoría. Hablo como lector. No lo traté mucho personalmente, pero permítanme contar cómo lo conocí: era 1987, yo acababa de publicar mi primer libro, era un perfecto desconocido, laburaba de pichi en Emecé, estaba en la vieja librería Fausto de Santa Fe hablando con un pibe que trabajaba ahí (Pablo Pazos, hoy dueño de la librería Arcadia) y de pronto me señala a Piglia que entra con una pila de libros bajo el brazo. “Es una máquina. Se lleva de a pilas los libros que salen, los lee y los trae de vuelta. Andá, acercate, que el otro día vi que se llevaba el tuyo en una pila”. Yo me acerqué a Piglia y le dije quién era. “Ah, sí, la novelita salingeriana. Hay un personaje ahí al que le ponés dos nombres distintos, fijate”.

Tenía razón: era un personaje mínimo, que aparecía sólo dos veces en el libro, tan poquito aparecía que cuando le cambié el nombre se me pasó que lo nombraba dos veces, no una. El tipo se llevaba a razón de diez libros por semana, si se llevó mi libro es que se llevaba cualquier cosa que se publicara, y sin embargo había pescado al vuelo un pifie que se me había pasado no sólo a mí sino al corrector de Emecé y a todos los compadres de confianza a quienes di el libro a leer antes de que se publicara. Qué pedazo de lector. Qué lujo.

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