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Los nuevos esclavos
Por Carolina Fernández

Digo yo que las razones que llevan a una persona a arriesgarlo todo y embarcarse en un viaje incierto, deben ser razones muy poderosas. Son miles los que, sin más equipaje que su desesperación, deciden apostarlo todo a una carta y lanzarse al mar en una barcucha infantil, o colarse en la bodegas de un barco, las tripas de un camión o el tren de aterrizaje de un boeing. El caso es arriesgarse a conseguir algo mejor. Digo yo, desde mi cómoda mesa de trabajo, que para alguien que vive en el infierno, cualquier cosa es mejorar.

Son muchos. Son hordas de seres humanos que buscan un agujero en la frontera del mundo desarrollado para colarse dentro y conseguir una madriguera digna. Pero se encuentran con que el flamante primer mundo los recibe con cara de bulldog y en cuanto puede los manda por donde han venido. Antes eran unos pocos, pero cada vez son más, y más, y más desesperados, y con más miseria sobre sus hombros. Son el cruel precio de un desequilibrio propiciado, alimentado y defendido por el primer mundo, que una vez más no quiere entender que nadie se puede aislar del resto del planeta y que tarde o temprano el desequilibrio pasa su factura.

El caso es que aquí seguimos, como si nada, jugando a cerrar fronteras. Nos gastamos mucho dinero construyendo alambradas, pensando que así haremos inexpugnable nuestro islote de bienestar. Las alambradas valdrán para controlar al ganado, pero no detienen riadas humanas, que son como el agua desgobernada: se cuelan por las rendijas, se filtran por donde parece que no había grieta y nos llega hasta el cuello casi sin que nos enteremos.

Hace varios meses, dos jóvenes africanos, muertos tras soportar un largo viaje a Europa escondidos en el tren de aterrizaje de un avión, dejaron una carta explicando las razones de su "aventura". Recordaban, entre otras cosas, que el mundo le debía a Africa una oportunidad, porque antes todo el mundo había ido a Africa a robarles todas las oportunidades. Dejaron, para el que lo quisiera ver, una lección de memoria histórica. Reclamaron al "viejo continente" un poco de decencia. Nada más.

Lo incomprensible de todo esto es que realmente Europa necesita la inmigración, porque se muere de puro viejo. Nacen menos niños y los mayores cada vez viven más, lo que traducido quiere decir que somos una sociedad en decadencia. La ONU recomienda ya una entrada masiva de extranjeros para poder controlar estos desajustes demográficos. España mismo, de seguir como hasta hoy, será dentro de unos años el país con la población más vieja del mundo, y tendrá serias dificultades para mantener el actual sistema de vida.

Hace falta sangre nueva, y brazos para trabajar, pero cuando vienen no los queremos. Tampoco se facilitan acuerdos entre los países implicados, para que se establezca un flujo de inmigrantes con un mínimo de derechos y garantías legales. No sabemos si aún así lograríamos terminar con la saña de las fuerzas de seguridad, que incluso habiendo leyes que regulan la repatriación, se las pasan por la entrepierna, y sencillamente envían a los intrusos por donde han venido sin contemplar los derechos que sí les concede la actual ley, como por ejemplo la asistencia letrada o la no expulsión para aquel que colabore con las fuerzas de seguridad para desmantelar redes de tráfico de personas. Para qué perder el tiempo con burocracias. Y que den gracias si no tiran de narcóticos para hacer la operación más llevadera.

Por supuesto, lo milagroso sería que alguien se preocupase por solucionar el problema desde su raíz, eso sería sencillamente espectacular, increíble, es decir, dejar de estrangular con deudas impagables a estos países e invertir en su desarrollo, que al fin y al cabo es también la garantía del nuestro.

Aquí, en nuestra querida Españavabién, seguimos la misma política cegata y simplona. En la anterior legislatura costó dios y ayuda sacar adelante una ley de Extranjería que, si bien no era perfecta, sí abría muchas puertas y tenía unos aires, al menos, de renovación. Pero tuvo la mala suerte de nacer con el certificado de defunción debajo del brazo. Nuestro presidente se puso rojo de rabia cuando salió adelante, contra sus pronósticos, y puso a dios por testigo de que desharía el camino andado si le llegaba la oportunidad. Y la oportunidad le llegó.

Ya sabemos que las leyes siempre van por detrás, a rastras de la realidad. No tenemos que esperar a que el problema sea mayor, porque ya nos desborda hoy. Y el hecho de no ser un poco más ágiles para tomar las medidas adecuadas no hace otra cosa más que favorecer la bonanza de las mafias que se dedican al transporte de hombres y se están forrando a base de quitarles los cuatro cuartos que han reunido para jugárselos a la ruleta rusa, léase cruzar el estrecho navegando encima de un chicle. Las mafias se enriquecen a costa de estos nuevos esclavos. El comercio de seres humanos se está convirtiendo en un negocio lucrativo y preocupante que veremos crecer en los próximos años.

Luego, en nuestros desayunos de cruasán y café con leche, despachamos a ritmo de titulares las andanzas de los balseros, los muertos del fin de semana en el estrecho, la pila de cadáveres asfixiados que han aparecido en un camión de hortalizas, o la epopeya de esas mujeres embarazadas que se lanzan al mar, con su tremenda barriga como pasaporte, esperando llegar con fuerzas para parir en lo que ellas consideran el paraíso. O la cara esperanzada de ese magrebí que le muestra a un policía un papelajo matasellado que él ha pagado a precio de oro creyendo que compraba un permiso de trabajo.

Debería darnos vergüenza. O si no, al menos, que se nos atraviese el cruasán.

(Confidencia)

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