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El voto, un reverenciado papelito como cimiento de la democracia
Pablo Antoñana - Escritor

No sé si es meterme en berenjenal ajeno o andurriales que no me atañen, o sí, o es materia de mi pertinencia pues pago puntual las contribuciones y derramas que me asignan y con ello gozo, no disfruto, del derecho al voto; ese reverenciado papelito que metido por la rajita de la urna, como grano en la tolva, sirve de poco, pues ya recogido «adiós muy buenas, si te he visto no me acuerdo». Pero ése es otro cantar. Y no quisiera ofender, o enojar siquiera una pizquita, al elegido, que tiene la sartén por el mango, para amagar y dar, propietario absoluto ya de nuestros destinos. Pues tan picajoso, incumplidor de promesas, ostentoso de un poder no recibido por merodees propios y sí de procedencia extraña, sí elegido por no se sabe quién, cómo, ni tampoco por qué. La ceremonia de la votación es raíz y cimiento de la democracia.

Ese sueño que perseguimos año tras año, y nunca se cumplía. Un hombre un voto, y todos los votos sumados, la voluntad general, la conciencia de esa abstracción llamada pueblo. Conocimos la democracia con apellido, «orgánica», articulada en el artificioso capricho de los tercios, «el municipio», «el sindicato», «la familia». Y los representantes, procuradores, asistían como autómatas a decidir lo ya decidido. Eran «claque» o alabarderos de teatro. Mientras creímos y esperamos en un tiempo que iba a venir y al fin vino. Ahora ya echamos el papelito como la cedulita del «cumplimiento pascual», y el «comulgó», escrito en ella, se convirtió en el «votó», con la creencia de que nuestras justas peticiones iban a ser atendidas, como las echadas en el cepillo de San Antonio Bendito de Padua.

La urna casi sagrada en que soñamos, ya no fue de cristal adornado, que en boca de José Antonio, «su mejor destino es estar rota», y «la dialéctica de los puños y las pistolas», locuciones bárbaras en que fuimos instruidos, adoctrinados. Un tiempo en que aún creíamos, nos pareció, y que nunca jamás iba a volver. Los políticos, gente mediocre, la política, denostada como cosa de masones, judíos y separatistas en los discursos del Caudillo que comenzaban poco más o menos así: «españoles, el siglo XIX...» Ahora los políticos no eran figurones de aquel siglo tan infanado, sino gente nueva, desnudos de malicia, anunciando: «un hombre un voto», «el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo». Había muerto aquel parlamento caricatura llamado Cortes, al que los elegidos por nadie sabía quien iban sólo a decir «sí», «amén jesús», con la convicción de que no podían decir no, y quien se negaba recibía el prudente consejo de quedarse en los pasillos fumando tabaco de picadura.

Ahora sería distinto, se nos dijo, lo creímos, íbamos a dejar de ser nadie, puro número estadístico, súbditos resignados, serviríamos para más que para ser contados como a ganado estabulado, tantos nacidos, tantos muertos (todos), tantos espantajos que ya no eran «portadores de valores eternos», como fuimos por cuarenta años de paz. Ibamos a ser alguien. Salieron de sus cavernas los predicadores, los salvadores de pueblo, se nos llenaron los oídos de promesas electorales que, según ellos «se dicen para no ser cumplidas», gentes «pico de oro» que ocuparon con mucha prisa, muchísima, los huecos dejados por los huidos. O nadie había huido, sólo mudado de disfraz, estaban los mismos, aunque ahora decían con la boca llena y el corazón vacío «nosotros los demócratas», y sobre su camisa vieja lucía la nueva de «quita y pon», dijeron los padres de la República, a los meses de instaurada.

Al pensamiento único de aquellos años suministrado por el poder y sus púlpitos, los periódicos, la radio, le ha seguido otro pensamiento único, abastecido por el poder de siempre, el poder oculto del dinero, ahora residiendo en las multinacionales, las empresas periodísticas, también dinero, no informan sino forman, nos hacen creer que la libertad de expresión (en sus manos) está asegurada, el Estado se vacía de contenido y comienza a desentenderse del ciudadano. Al Parlamento llegan leyes pactadas, y se hace innecesaria su intervención, los tres poderes, muros maestros de la democracia, se funden en uno. «Montesquieu ha muerto» (Guerra). A este paso el mismo Estado se privatizará (Saramago) y sólo hay un solo partido con dos rostros, cumpliéndose las palabras de José Antonio: «Ya no hay derechas ni izquierdas». De seguir así llegaremos pronto a cantar con música de difuntos. «Adiós, democracia, adiós».

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