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Pensamiento :: 31/07/2007

?Auschwitz es la verdad de nuestras democracias?: Civilización, docilidad y fascismo

Pedro García Olivo ? La Haine
En la medida en que consintamos que la docilidad acampe a sus anchas en nuestro corazón y en nuestro cerebro, seremos los padres morales y los artífices difusos de todos los Holocaustos venideros...

“Se valora más la paz que la verdad”
Voltaire

1)

Desde el campo de la sicología -sicología social, sicología de la paz, sicología clínica,...- se han aportado algunos conceptos, elusivos y tambaleantes, con la intención de esclarecer el enigma de la docilidad contemporánea, abordado como enigma de la parálisis (no-reacción, ausencia de respuesta, ante el peligro, la amenaza o incluso la agresión). Partiendo de las tesis de Norbert Elias, que interpreta la civilización de los individuos como formación y desarrollo gradual de un “aparato de auto-coerción” (un aparato de auto-represión que lleva a los sujetos a no exteriorizar sus emociones, a no desatar sus instintos, a no manifestar su singularidad, a sacrificar su espontaneidad y casi a desistir de expresarse), Hans Peter Dreitzel ha defendido la idea de que “en los países industriales los individuos se encuentran doblemente ‘paralizados’ como consecuencia de la fuerza del aparato de auto-coerción y de la extremada complejidad de las cadenas de acción.” El “hombre civilizado”, vale decir el “hombre de Occidente”, es, desde esta perspectiva, un ser que se auto-reprime incesantemente, de modo que en él, y por ese hábito de la autoconstricción, de la autovigilancia, “la energía para huir o para oponerse está paralizada”(P. Goodman). Esta “parálisis”, esta “falta de energía para huir o para oponerse”, se resuelve al fin en aquella docilidad estulta y casi suicida de los hombres de las sociedades democráticas contemporáneas. En “Retrato del hombre civilizado”, Emil M. Ciorán abundó, por cierto, en esa visión de la Civilización como ‘degeneración’, como ‘retroceso’, como alejamiento de la base natural, biológica, del ser humano -olvido de nuestra espontaneidad y de nuestra animalidad.

Para Dreitzel, como para Goodman o para Ciorán, habría algo terrífico en el “proceso de civilización”; algo siniestro y no-dicho que acudiría justamente por el lado de aquel “aparato de autocoerción”, por el lado de la “parálisis” que origina y de la “docilidad” a que aboca; algo que nos erigiría, como he anotado, en aprendices desapercibidos de monstruos; algo, en fin, que echó a andar en Auschwitz y que aún no se ha detenido -un horror que nos persigue desde el futuro. En palabras de Dreitzel: “Hasta ahora sólo se han tomado en consideración las, aún así dudosas, ganancias humanitarias del proceso de civilización; y no sus pavorosos ‘costes humanos’ (...). En este país, Alemania, la cuestión se plantea con toda brutalidad: ¿Es Auschwitz un retroceso momentáneo en el proceso de civilización, o no será más bien la cara oscura del nivel de civilización ya alcanzado? ¿Cuánta coerción internalizada debe haber acumulado un hombre para poder soportar la idea, y no digamos ya la praxis, de Auschwitz?”. La interrogación es perfectamente retórica: Auschwitz sólo fue posible -y así lo considera Dreitzel- en el seno de una sociedad altamente civilizada; devino como un fruto necesario de la Civilización Occidental, un hijo predilecto de nuestra Cultura; se desprendió por su propio peso de este árbol de la auto-represión y de la docilidad que llamamos “Capitalismo Liberal”. Auschwitz es la verdad de nuestras democracias, el resumen y el destino de las mismas...

Goldhagen ha hablado de la “responsabilidad individual” de todos y cada uno de los alemanes de ayer en el genocidio (por participación o por pasividad). Karl Otto Apel ha añadido la idea de una “responsabilidad heredada”, como alemán, en todo lo que su pueblo ha podido hacer (“Soy hijo de este pueblo y pertenezco a la tradición socio-cultural e histórica de este pueblo... No puedo negar que soy corresponsable de lo que este pueblo haya podido hacer”). Dando un paso más, y acaso también para no satanizar en exceso a los alemanes (el Diablo no tiene patria: ya se ha globalizado), yo me permito apuntar la corresponsabilidad de todos nosotros, en tanto hombres dóciles, en el Auschwitz que ya conocemos y en los que tendremos ocasión de conocer. En la medida en que consintamos que la docilidad acampe a sus anchas en nuestro corazón y en nuestro cerebro, seremos los padres morales y los artífices difusos de todos los Holocaustos venideros...

2)

Otros psicólogos, como Harry Stuck Sullivan o el americano Ralph K.White, han intentado concretar un poco más los mecanismos psíquicos que acompañan y casi definen la mencionada “parálisis” del hombre contemporáneo. Y han aludido, por ejemplo, a la autoanestesia psíquica y a la desatención selectiva.

La “autoanestesia psíquica” permite al ‘hombre civilizado’, que ya ha interiorizado unos umbrales estremecedores de contención, hacerse insensible al dolor derivado de la percepción del peligro, de la constatación de la amenaza -dolor de una comprensión de la iniquidad de lo real-, y al padecimiento complementario de la conciencia de su esclerosis (reconocimiento de aquella “falta de energía” para huir o para oponerse). Autoanestesiado, todo lo acepta: la insidia de lo de ‘afuera’ y la vergüenza de lo de ‘adentro’; las miserias de lo social y su propia miseria de ser casi vegetal, casi mineral, monstruosamente dócil. Todo se admite, a todo se insensibiliza uno, como mucho con una “ligera mezcla de resignación, miedo, impotencia y fastidio” (Lifton).

Por su parte, la “desatención selectiva”, un ‘mirar a otro lado’, ‘desconectar interesada y oportunamente’, pretensión de no-ver, no-sentir y no-percibir a pesar de todo lo que se sabe, quisiera “lavar las manos” de la parálisis y de la docilidad cuando el sujeto se enfrenta por fin a las consecuencias de su no-movilización: la atención se concentra en otro objeto, cambiamos de canal perceptivo, hacemos ‘zapping’ con nuestra conciencia. Desatención selectiva por no querer “asumir” a dónde lleva la docilidad... White señala que la “desatención selectiva” se estabiliza en algunos individuos, ampliando su campo, haciéndose casi general, a través de una sobreatención compensatoria (una atención focalizada obsesivamente sobre un único objeto, o sobre unos pocos objetos), sobreatención de índole histérico-paranoide. En el caso de los profesores, hombres normalmente dóciles, paralizados, extremadamente ‘civilizados’ (es decir, ‘auto-reprimidos’), cabe observar, en efecto, cómo la “desatención selectiva” que les lleva a ‘desconectar’, a ‘no querer saber’, de su propio oficio (“el tema de la enseñanza no me interesa nada”, me han dicho a menudo), se complementa con una “sobreatención histérico-paranoide”, un centramiento desaforado y enfermizo, devorador, en algo no-escolar, extraescolar, algo que de ningún modo remite o recuerda a la Escuela: sobreatención a algún ‘hobby’, a algún proyecto (construcción de una casa, preparación de un viaje, estudio de una operación económica,...), a algún interés (afectivo, o sexual, o intelectual, o...), a alguna cuestión de imagen (la línea, el cuerpo, el vestir, los signos de ostentación,...), etc. Como la “autoanestesia psíquica” no es muy efectiva en el caso de la docencia -el sujeto se expone casi a diario, y durante varias horas, a la fuente de su dolor-, la “desatención selectiva” (desinterés por la problemática escolar, en sus dimensiones sociológicas, políticas, genealógicas, ideológicas, filosóficas,...) y la “sobreatención histérico-paranoide” paralela quedan como los únicos recursos para procurar ‘sobrellevar’ la mentira de una tarea envilecedora y la conciencia de que nada se le opone, nada se trama contra ella.

3)

Desde un campo muy distinto, y con unos intereses divergentes, Marcel Gauchet, analista y comentarista de ese otro “enigma”, ese otro “absoluto desconocido” (está entre nosotros, pero no sabemos con qué intenciones), que llamamos Democracia Liberal -ya he adelantado que, en mi opinión, los regímenes liberales conducen a una modalidad nueva, inédita, original, de “fascismo”-, ha pretendido asimismo arrojar alguna luz sobre este desasosegante “misterio de la docilidad contemporánea”. Gauchet parte precisamente de lo que podemos conceptuar como docilidad de la ciudadanía ante la forma política de la democracia liberal -una docilidad que no significa respaldo firme y convencido, sino mera tolerancia, aceptación desapasionada y descreída. Detecta, incluso, “un movimiento de deserción cívica de la democracia que la abstención electoral y el rechazo hacia el personal político en ejercicio está lejos de medir suficientemente”. En el momento en que el régimen demo-liberal se queda sin antagonistas de peso (por la cancelación del experimento socialista en la Europa del Este), parece también que no convence a la población y que simplemente se ‘soporta’. Gauchet habla de una “formidable pérdida de sustancia de la democracia, entendida como poder de la colectividad sobre sí misma, que explica la atonía, o la depresión, que ésta sufre en medio de la victoria”. El aliento que mantiene viva la democracia no es otro que el aliento de la docilidad: como fórmula vigente, consolidada, que de todos modos “está ahí”, se admite por docilidad; pero ya no despierta ilusiones, ya no genera entusiasmo, no suscita verdaderas adhesiones, resueltas militancias. “Si está ahí, y parece que no tiene recambio, que siga estando; pero que no espere mucho de nosotros”: esto le dice el ‘hombre dócil’, todos los días, al sistema democrático... Curiosamente, la hegemonía de la cultura democrática se ha acompañado de una despolitización sin precedentes de la población.

Incapaz de “amar” o de “odiar” el sistema político imperante, inepta para “afirmar” o “negar” una fórmula de la que deserta sin acritud -o que ‘acepta’ sin convicción-, la ciudadanía de las sociedades democráticas se hunde hoy en una apatía difícil de explicar. Marcel Gauchet busca esa explicación en un terreno equidistante entre lo social y lo psicológico. Consumido en inextinguibles “conflictos interiores”, corroído por innumerables “dilemas íntimos”, atravesado por flagrantes “contradicciones”, el hombre de las democracias -sugiere Gauchet- ya no puede cuestionar nada sin cuestionarse, no puede combatir nada sin combatirse, no puede negar sin negarse. “Lo que combato, yo también lo soy (o lo seré, o lo he sido)”. De mil maneras diversas el hombre contemporáneo se ha involucrado en la reproducción del Sistema; y obstaculizar o torpedear esa reproducción equivale a obstaculizar o torpedear su propia subsistencia. Gauchet menciona el atascamiento, la inmovilización, que se sigue de esos “imposibles arbitrajes internos”, de esas “perplejidades desorientadoras”, de esos “torturantes dilemas” de cada sujeto consigo mismo. Entre estas contradicciones paralizantes encontramos, por ejemplo, la de aquellos críticos del Estado y del autoritarismo que se ganan la vida como funcionarios o insertos en un aparato o en una institución de estructura autoritaria; la de los enemigos del Mercado y del Consumo que se aficionan a los “mercados alternativos” y a un consumo de élites, de privilegiados (artículos ‘bio’, o ‘eco’, o ‘artesanales’, o de ‘comercio justo’, o...); la de los padres de familia ‘antifamiliaristas’; la de los “defensores de la libertad de las mujeres” enfermos de celos cuando sus mujeres quieren hacer uso de esa libertad ‘con otros’; la de los antirracistas que no terminan de ‘fiarse’ de los gitanos; etc., etc., etc. La lista es interminable, y ninguno de nosotros deja de aparecer entre los afectados...

Sólo se puede luchar de verdad desde una cierta coherencia, desde una relativa pureza; si se consigue que nos instalemos en la inconsecuencia y en la culpabilidad, se nos habrá desarmado como luchadores, se nos habrá desacreditado ante los demás y ante nosotros mismos, se habrá dejado caer sobre nuestra praxis el anatema de la impostura, de la doblez, de la falsía. Por otro lado, “asumidas” dos o tres contradicciones, se pueden asumir todas; cerrados los ojos a dos o tres pequeñas miserias íntimas, se pueden cerrar a la miseria total que nos constituye. La docilidad del hombre contemporáneo se alimenta, sin duda, de este juego paralizador de las contradicciones personales, de este astillamiento del ser a golpes de complicidad y culpabilidad. El individuo que se sabe culpable, cómplice, apoyo y resorte de la iniquidad o de la opresión, dócil por no poder rebelarse contra nada sin rebelarse contra sí mismo, no encuentra para sus conflictos interiores otra salida que la seudo-solución del “cinismo” (percibir la incoherencia y seguir adelante) o la huida hacia ninguna parte de la “negativa a pensar”, del vitalismo ciego, amargo, del sensualismo desesperado... No sé si con estas observaciones de Gauchet, sumadas a las de Dreitzel y otros, el “enigma de la docilidad” se hace un poco menos opaco, un poco menos abstruso. Desde luego, no son suficientes...

4)

Algunos autores asumen esta docilidad de la ciudadanía contemporánea como un hecho incontestable, un factor siempre operante; una realidad casi material que han de incorporar a sus análisis, pero sin ser analizada en sí misma; evidencia que ayuda a explicar muchas cosas, aunque permaneciendo de algún modo inexplicada (¿inexplicable?); cifra de no pocos procesos actuales, que no se sabe muy bien de dónde procede o a qué responde. Calvo Ortega, abordando cuestiones de educación, subraya, en esa línea, el “enorme automatismo del comportamiento social”; y M. Ilardi ha apuntado el “fin de lo social” como cancelación de toda forma de apertura insubordinada al Sistema...

Yo, que tampoco hallo muchas explicaciones a esta faceta dócil del hombre de las democracias, y que me resisto a esquivar el problema mediante la apelación a “conceptos-fetiche” (el concepto de alienación, por ejemplo), he querido remarcar, en mis escritos antipedagógicos, la responsabilidad de la Escuela en la forja y reproducción de esa rara aquiescencia. Estimo que se está diseñando una “nueva” Escuela para reasegurar la mencionada docilidad, hacerla compatible con un exterminio global de la Diferencia y sentar las bases de una forma política inédita que convertirá a cada hombre en un policía de sí mismo (“neofascismo” o “posdemocracia”).

Civilización, docilidad y fascismo constituyen las tres aristas de un triángulo escatológico. Indisociables, sus ángulos son solidarios. Creo que el interior del triángulo alberga, además, un punto sombrío, equidistante de los vértices, en el que la empresa cultural de los occidentales se arma y rearma de “escuelas”.

www.pedrogarciaolivoliteratura.com

 

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