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Pensamiento, Mundo :: 18/07/2013

El cretinismo jurídico y el "principio de la identidad"

Ezequiel Espinosa
El modo en que se moviliza la fuerza humana de trabajo, ajustado al modo de su expropiación, reviste la forma de libertad contractual de los productores independientes

“Toda la rusticidad del ‘buen sentido’ que toma ‘en plena vida’ y no deja atrofiar sus disposiciones naturales ni por estudios filosóficos, ni por otros estudios, puede caracterizarse de la siguiente manera: cuando logra ver la diferencia no ve la unidad, y cuando consigue ver la unidad no ve la diferencia”
K. Marx

Como ya señalara Engels, una etnia, un pueblo, toda nacionalidad es, en cada momento de su vida, idéntica consigo misma y, a la par con ello, diferente de sí misma, por el intercambio e interacción con otros pueblos, suponiendo, además, su propia “evolución”. Cuanto más se desarrolla la sociedad, mayor importancia adquieren para ella estos cambios incesantes e infinitamente pequeños, mayor importancia adquiere para ella, por tanto, la consideración de las diferencias dentro de la identidad, y envejece y caduca el viejo punto de vista formal y abstracto de la identidad, según el cual una formación social debe considerarse y tratarse como sencillamente idéntica a sí misma y constante. No obstante, perdura el modo de pensar basado en él, con sus categorías. Pero, ya en la naturaleza, nos encontramos con que no existe, en realidad, la identidad en cuanto tal. Solamente en la jurisprudencia –ciencia abstracta, que se ocupa de cosas discursivas, aunque éstas sean reflejos de la realidad- ocupa su lugar la identidad abstracta, como la antítesis de la diferencia, que, además, se ve constantemente superada. Que la identidad consigo misma postula necesariamente y de antemano, como complemento, la diferencia de todo lo demás, es algo evidente de suyo.

El cambio constante, es decir, la superación de la identidad abstracta consigo mismo, se da también en lo que llamamos naturaleza humana. El principio de la identidad (en el viejo sentido metafísico, principio fundamental de la vieja concepción: a = a) ha sido refutado, trozo a trozo, en cada caso concreto, pero teóricamente aún sigue resistiéndose y constantemente lo oponen a lo nuevo los sostenedores de lo viejo, quienes dicen: una cosa no puede al mismo tiempo ser igual a sí misma y otra distinta. Y, sin embargo, el hecho de que la verdadera identidad concreta lleva en sí misma la diferencia, el cambio, ha sido demostrado en detalle por la investigación de la naturaleza. La identidad abstracta, como todas las categorías metafísicas, es suficiente para ciertos usos cotidianos, en que se trata de relaciones circunscritas y de lapsos de tiempo cortos; los límites dentro de los cuales puede emplearse esta categoría difieren casi en cada caso y se hallan condicionados por la naturaleza del objeto.

Pero la identidad abstracta es totalmente inservible para las ciencias sociales y de la naturaleza, e incluso para cada una de sus ramas, y a pesar de que actualmente se la ha eliminado en la práctica de un modo general, teóricamente todavía sigue entronizada en las mentes, y la mayoría de los intelectuales se representan la identidad y la diferencia como términos irreductiblemente antitéticos, en vez de ver en ellas dos polos unilaterales, cuya verdad reside solamente en su acción mutua, en el encuadramiento de la diferencia dentro de la identidad.

Hay que evitar, ante todo, que se vuelva a fijar la identidad como abstracción contrapuesta a la diversidad. La unidad en la diversidad hace a las identidades concretas.

Identidad, por tanto, en términos psíquicos, refiere solo a la autoconciencia del individuo que sabe que “en el mismo momento es él y otro”. En términos culturales, refiere a la conciencia de sí y de los nexos –más o menos limitados- que vinculan a unas personas con otras personas y cosas. Sólo en la fantasmagoría jurídica la identidad puede operar como “la abstracción de la persona quand même”.

En términos generales, toda sociedad produce realidades suprasensibles a la que sus sujetos se encuentran vinculados en forma más o menos religiosa. Y en sus religiosidades particulares, los sujetos sociales producen un reflejo sobrenatural de la naturaleza y la humanidad. En el caso de la sociedad capitalista, por ejemplo –y como nos advirtiera ya Paul Lafargue, hay que dar cuenta (entre otras mistificaciones) de la personería jurídica y de los procesos de transfiguración socio-política que implica, así como de su paradójica potencia jurídico-performativa.

La personería jurídica (que puede ser una figura corporativa o ciudadana); implica la transfiguración de una existencia empírica en la existencia alegórica de una persona moral; de una actividad positiva en la actividad simbólica de una persona ideal; del ser social en la identidad ilusoria de una persona abstracta. Mediante la metamorfosis jurídica, una ficción suplanta y resignifica al sujeto empírico. La persona moral es un artificio jurídico a través del cual se opera una transustanciación del ser social; en el sentido de que se lo desintegra y se le crea una segunda naturaleza, desdoblada de sí mismo.

La ciudadanía es la forma general de estos 'dramatis personae' de las relaciones sociales modernas, acompañada de una diversidad de figuras de menor relevancia o envergadura política. A través de sus mediaciones, el comportamiento de los sujetos sociales se transfigura deviniendo en alegórico. Traduciendo y parafraseando a Marx advertiremos que, a primera vista, parece como si la ciudadanía fuera una figura evidente y trivial. Pero, analizándola, vemos, que es una forma metafísica muy intrincada, llena de reminiscencias materialistas y de resabios antropológicos. ¿De dónde procede, entonces, el carácter misterioso que presenta el producto de la cooperación, tan pronto como reviste la forma moderna de ciudadanía?. Procede, evidentemente, de esta misma forma jurídica.

En la ciudadanía, la desigualdad de las condiciones de existencia asume la forma de una objetivación igual de valor de la condición humana, el modo en que se moviliza la fuerza humana de trabajo, ajustado al modo de su expropiación, reviste la forma de libertad contractual de los productores independientes, y, finalmente, las relaciones entre unxs y otrxs productores, relaciones en que se traduce la condición social de sus existencias, cobran la forma de una relación social entre las propias personas jurídicas. El carácter misterioso de esta ficción jurídica estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta ante las personas el carácter social de la vida de éstas como si fuese una disposición material de las propias subjetivaciones estatales, una condición político social de estos personajes alegóricos y como sí, por tanto, la relación social que media entre los productores y la producción colectiva de la sociedad fuese una relación social establecida entre esas propias personas morales, distintas de sus productores.

Este 'quid pro quo' es lo que convierte a los seres sociales en ciudadanxs, en sujetos físicamente metafísicos o en sujetos abstractos. Lo que aquí reviste, a los ojos de las personas, la forma fantasmagórica de una relación entre ficciones alegóricas no es más que una relación social concreta establecida entre las mismas personas. Por eso, si queremos encontrar una analogía a este fenómeno, tenemos que remontarnos a las regiones nebulosas del mundo de la religión, donde los productos de la mente humana semejan seres dotados de vida propia, de existencia independiente, y relacionados entre sí y con las personas. Así acontece en el mundo del derecho con las objetivaciones de la subjetividad humana. Esto es lo que genera el cretinismo bajo el que actúan los productores de la asociación tan pronto como sus tratos adoptan esta forma jurídica y que es inseparable, por consiguiente, de este modo de cooperación social.

En suma, a través de la personificación jurídica, el ser social se transfigura en una identidad ilusoria y de una existencia abstracta, mas no por ello falsa. Mediante la misma, el Estado transfigura las identidades “positivas” de los sujetos empíricos en personas morales, de existencia alegórica, mas no por ello irreales. Se trata, en todo caso, de una dualización de la realidad; de la producción de una existencia dual de los sujetos donde su persona jurídica, es un ser distinto, diferente, opuesto de su ser social.

Así, si bien son estos procedimientos cívico-republicanos los que operan una desustancialización de las identidades sociales a través de su transustanciación, el otorgamiento de la personería jurídica, al mismo tiempo, la codificación cívica de los mismos registra sus diferencias dándoles una forma “legal” y/o “fija”. La personificación jurídica implica, por tanto, un reconocimiento y a la vez desconocimiento de los sujetos sociales, suponiendo, de tal modo, una performance paradójica; la persona jurídica es siempre “casi lo mismo pero no”. Y en este sentido, cuando “la tradición de todas las generaciones muertas” se ha identificado como una persona ideal, se convierte en una fantasmagoría jurídica que “oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos” .

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