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Estado español :: 07/06/2009

El plan Bolonia: la nueva meca del capitalismo académico

Enrique Javier Díez Gutiérrez
Se trata de adaptar la institución a los cambios en la economía y la sociedad, pero esos cambios no son justos, comprensivos, ni equitativos.

El proceso de convergencia europea, que supone crear y consolidar el Espacio Europeo de Educación Superior con el fin de armonizar los diferentes sistemas universitarios, tiene aspectos positivos y un espíritu que seguramente todo el mundo podría compartir: equiparar las titulaciones; aprendizaje más centrado en el estudiante, reduciendo el peso de las clases magistrales, o potenciar la docencia tutorizada y de tipo seminario. El problema de fondo es el marco global en el que se inscribe y la filosofía que orienta esta reforma. Porque esta reforma no parece tratar de poner la universidad al servicio de la sociedad para hacerla más justa, más sabia, más universal, más equitativa, más comprensiva, sino de adaptar la universidad al mercado, una parte muy concreta de la sociedad, cuyas finalidades no se orientan precisamente hacia la justicia, la comprensividad o la equidad.

Por supuesto, es loable potenciar un aprendizaje más centrado en el estudiante y menos en lo magistral, pero no se ha definido de dónde va a salir el dinero para pagar este desarrollo. Porque para implementar este sistema de formación es necesaria una relación más cercana entre estudiantes y profesorado, grupos más pequeños, y por tanto, más profesorado, cambios en las instalaciones, etc., es decir, más financiación. Dado que se presenta como una reforma con “presupuesto 0”, la financiación correrá a cargo del bolsillo de los estudiantes y de que las universidades consigan financiación externa haciendo sus “productos” haciéndolos más atractivos para el mundo empresarial.

El bolsillo de los estudiantes se resentirá. Quienes quieran acceder a los títulos de posgrado, los másteres, aquellos que ofrecerán una formación científica especializada y que serán los que realmente cuenten para acceder a los puestos mejor remunerados del mercado laboral, tendrán que pagarlos a un alto precio. Actualmente, los másteres, como ciclo, no están reconocidos por el Ministerio, y eso implica que, aunque los actuales pueden ser claves a la hora de buscar un empleo en el sector privado, no cuentan realmente a la hora de opositar, ni llevan asociados ningún plus en ningún convenio laboral; en el plano legal cuentan lo mismo que un curso, por lo que no los hace imprescindibles para la formación. Pero con la nueva reforma sí. Lo que antes equivalía a ser licenciado en una carrera de cinco años, cuyos créditos le costaban todos por igual al estudiante a lo largo de esos cinco años, ahora se divide en dos partes (grado y posgrado), y si se quiere llegar a esa especialización de cinco años, se tienen que pagar el postgrado a precios de oro.

Para eso se ha creado la figura de los préstamos-renta. Una iniciativa que ya fue propuesta en el llamado Informe Bricall y de la que ya renegaron los estudiantes. Es decir, pasamos de las becas a los préstamos bancarios [1] (es fácil imaginar quiénes son los más interesados), con lo que a partir de ahora los estudiantes estarán endeudados incluso antes de intentar abandonar el hogar familiar y buscar una vivienda. Pero lo crucial es el cambio de filosofía que suponen: se está pasando de considerar la educación universitaria como un derecho accesible a toda la ciudadanía a entenderla como una prerrogativa que se financia a quienes puedan devolver esa inversión.

El nuevo sistema tiene en cuenta, a la hora de contar los créditos que se obtienen, es decir, las horas que conlleva una carrera, la realización de prácticas, la asistencia a seminarios, los períodos de prácticas, el estudio en casa, etc. Esto, que por supuesto tiene sus virtudes, se traduciría en 25 horas de trabajo por crédito, que por 60 en un curso hacen 40 horas semanales de dedicación exclusiva a los estudios, con lo que convertimos al alumnado en "estudiantes a tiempo completo" sin apenas tiempo para el ocio y no digamos ya de compaginar los estudios con un trabajo. Por lo que vemos que se ha diseñado un modelo pensando en determinado tipo de estudiantes, que no se adapta a las situaciones ni necesidades de los estudiantes con situaciones económicas más desfavorecidas. Es más, supone que los estudiantes van a tener que pagar de su bolsillo por estudiar en casa o por hacer prácticas en las empresas, encima sin cobrar un euro.

Con el argumento de que la educación debe atender a las demandas sociales, se hace una interpretación claramente reduccionista de qué sea la sociedad, poniendo a la escuela y a la universidad al exclusivo servicio de las empresas y se centra la formación en preparar el tipo de profesionales solicitados por éstas. Las competencias pre-identificadas por el mercado de trabajo están dominando la reforma del currículo de la educación superior al servicio de una mayor competitividad económica. Es obvio que hoy en día toda persona necesita aptitudes y competencias adecuadas para moverse en el difícil mundo laboral; pero sorprende que la actitud de las Universidades al respecto sea dar por buena esas durísimas condiciones laborales, y simplemente adaptarse sumisamente a ellas. Con la difusión de esta peligrosa y sutil ideología, se reduce la enseñanza universitaria a las “competencias” útiles para las empresas, obedeciendo a un utilitarismo que impide a los jóvenes interesarse mínimamente en lo que parece no ser vendible en el mercado de trabajo. Otras capacidades que podrían promover una sociedad más justa y mejor van quedando “obsoletas” y se las obvia progresivamente.

Las inversiones en la educación superior y los planes de estudio están siendo pensadas de acuerdo con las exigencias del mercado y como preparación al mercado de trabajo. La profesionalización ya no es una finalidad entre otras de la educación superior, sino que tiende a convertirse en la principal línea directriz de todas las reformas. La financiación pública se subordina a la previa obtención de “fuentes de financiación externa”, es decir, privadas [2]. La asignación presupuestaria ya no se hace en función del número de estudiantes, sino según los resultados obtenidos por la institución universitaria [3]. Mientras, se recorta el presupuesto para proyectos “improductivos” de orientación humanística y/o crítica. Estos recortes presupuestarios han desatado una lucha feroz por obtener presupuestos complementarios de corporaciones, fundaciones y otros donantes de la élite. Si ponemos a diferentes universidades a competir por la financiación de las empresas privadas, se crearán estructuras semipúblicas en las que se investigará o se enseñará sólo sobre lo que sea rentable. ¿Y quién cubrirá las titulaciones y los proyectos que no lo sean? Resulta difícil pensar que la Universidad va a poder preocuparse por la interculturalidad, por la diversidad, por la filosofía o por el pensamiento crítico, en este contexto de competitividad por resultados y por figurar en el ranking de la excelencia académica.

Esta reforma conduce a lo que se ha denominado “capitalismo académico”: universidades cuyo personal sigue siendo retribuido en una gran parte por el Estado, pero cada vez más comprometidas en una competencia de tipo comercial, en busca de fuentes de financiación complementarias. En todo el mundo, las universidades ofrecen sus instalaciones científicas y su inestimable credibilidad académica para que las empresas las utilicen: Los donantes imponen su logotipo en las paredes y el mobiliario, vuelven a bautizar los edificios y promueven cátedras a cambio de una denominación que revela el origen de los fondos, con nombres tan sonoros como la de “Profesor Emérito de Administración de Hoteles y Restaurantes de Taco Bell” de la Universidad estatal de Washington, la “Cátedra Yahoo! de Tecnología Informática” de la Universidad de Stanford y la “Cátedra Lego de Investigación sobre la Enseñanza” del Instituto de Tecnología de Massachusetts. La investigación que proviene de estas cátedras responde a los intereses de quienes las patrocinan, no sólo porque son quienes las financian y ante quienes hay que demostrar la eficacia de su inversión a través de resultados “tangibles” y que produzcan “beneficios”, sino también porque recortan y definen los temas e intereses de las investigaciones, así como las prioridades de las mismas. La prioridad para la investigación de temáticas de interés para las empresas y la industria siempre será así mucho mayor que la financiación disponible para la investigación de cuestiones locales de interés para la gente empobrecida, las minorías y las mujeres de clase trabajadora, por ejemplo. Incluso, en algunos casos, los fondos aportados por la parte privada limitan abiertamente la libertad de pensamiento y la reflexión crítica, con cláusulas de confidencialidad y de exclusividad, que implican el derecho de impedir o aplazar la publicación de los estudios.

De esta forma, el valor mercantil de las investigaciones prevalece sobre su contenido de verdad. La ‘disciplina por el dinero’ que se impone en el mundo universitario, al dejar al mercado el cuidado de repartir los recursos y las recompensas, introduce muy serias amenazas en la vida intelectual y el pensamiento, tan peligrosas como las del maccarthismo ideológico. Porque la penetración de la lógica del beneficio inmediato se produce también en los ‘cerebros’ de las personas investigadoras y universitarias: los rectores y las rectoras de universidad, cuyo papel se parece al de los viajeros de comercio, se juzgan ante todo por su capacidad para conseguir fondos; los investigadores e investigadoras desempeñan el papel de portavoces de los intereses comerciales, inclusive en las revistas más prestigiosas, etc.

En definitiva, el problema de fondo es el marco global en el que se inscribe y la filosofía que orienta esta reforma y que parece desplegar un funcionamiento mercantil de la educación en Europa porque, como aparece en las declaraciones oficiales, los principales objetivos de esta reforma son el “aumento de la movilidad estudiantil y laboral en el espacio europeo y la mejora de la incorporación de los estudiantes en el mundo del trabajo”. Ello de por sí no es negativo; de hecho, es necesario defender una Universidad que se comprometa con la sociedad, que sea motor de transformación social. Pero no se trata, en el caso de Bolonia, de cambiar la sociedad desde la universidad para hacerla más justa, más sabia, más universal, más equitativa, más comprensiva, sino de adaptar la universidad para que sea útil a los cambios que ya se están produciendo en la economía y la sociedad; y a la vista está que los resultados de estos cambios no están siendo precisamente justos, ni comprensivos, ni equitativos.

Por ello necesitamos repensar los auténticos problemas de la Universidad para que otro proceso de convergencia sea posible: déficit y mala conservación de infraestructuras universitarias; baja financiación pública; dificultad para configurar una educación superior que forme ciudadanos y ciudadanas críticos, capaces de intervenir activamente en su mundo y transformarlo; cuestionamiento del mecenazgo de la universidad pública por parte de la empresa privada; ruptura de la privatización del conocimiento; estructuras de gobierno universitario poco participativas y democráticas, con injerencia del mundo empresarial; pérdida de la autonomía universitaria; precariedad en las condiciones de trabajo de investigadores e investigadoras, profesorado contratado o becarios y becarias… Ésta es la convergencia europea por la que habría que luchar. Una reforma de la educación superior desde una óptica auténticamente social y al servicio de la sociedad y no de las empresas.

Enrique Javier Díez Gutiérrez es profesor de la Universidad de León


Notas:

[1] Se habla de que las becas-préstamo no sustituirán a las becas convencionales, pero en muchos informes del Gobierno se habla del aumento de becas-préstamos en detrimento de las becas convencionales: “Con el sistema de préstamos, los estudiantes se hacen más conscientes del coste de su educación, tienen más incentivos para exigir una enseñanza de calidad, y deben esforzarse en los estudios y en el trabajo, para poder devolver la financiación recibida. De hecho, cabe pensar que la gratuidad de la enseñanza superior no sólo no promueve el esfuerzo de los estudiantes, sino que tiende a crear problemas de selección adversa, atrayendo a la Universidad a estudiantes que no tienen posibilidades de completar los estudios; especialmente si existe un sistema de becas que proporcione ingresos además de cubrir las tasas” (Informe Universidad 2000, cp.5, Financiación, pg.27).

[2] “Las universidades deben financiarse más por lo que hacen que por lo que son, centrando la financiación más en los resultados pertinentes que en los insumos […] Esto supone una diversificación proactiva de sus fuentes de financiación mediante la colaboración con empresas […], fundaciones y otras fuentes privadas”. Boletín Oficial de la Junta de Andalucia, nº146, 2007.

[3] En el modelo de enseñanza superior propuesto en Francia por el Informe Attali, cada departamento universitario, cada escuela, cada centro de enseñanza superior debe ser evaluado cada cierto tiempo y recibir medios según sus méritos y resultados.

 

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