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Estado español :: 31/07/2006

El imperio de la discriminación impune

Ekintza Zuzena
Evidentemente no todo el mundo es igual ante la ley, así que mucho menos ante la cárcel. La población penitenciaria es, ante todo, una población que antes de acabar en prisión ya ha sido excluida de sus sociedades, bien por "desviarse" de la norma socioeconómica, bien de la ideológico-cultural.

Esto vuelve a llevarnos a ese 75-80% de las personas presas, que lo están por delitos relacionados con el consumo de sustancias estupefacientes. ¿Son todos los que cometen ese tipo de delitos? No, claro, son sólo los consumidores sin recursos económicos suficientes, a los que su adicción obliga a robar o trapichear para conseguir la dosis, porque aquellas personas que, con la misma adicción, tengan dinero suficiente para conseguir su dosis no acabarán dentro, como ocurre con la mayoría de los delitos... ¿Tiene dinero suficiente para pagar una buena defensa en el juicio? Normalmente eso es suficiente para evitar un ingreso en prisión. Y si no, da igual que no se haya hecho nada que eso nunca ha sido lo importante.

Se dice que cada cárcel es reflejo de la sociedad en la que está... Y efectivamente, un vistazo a las cárceles del Estado español nos revela la sociedad en que vivimos: para empezar, a la cárcel van las personas pobres, y allí se las somete a un régimen basado en el machismo, el racismo y el abuso violento sobre los más débiles. Porque aunque la inmensa mayoría de quienes allí acaban están previamente excluidos de la «norma», dentro de prisión aparecen nuevas jerarquías y formas de discriminación, que afectan de distinta manera a presos y presas. Este juego de explotación humana se ve claramente en el caso de las mujeres presas, que a su «status» de persona presa, añaden su condición de mujer: la mujer presa está pues discriminada en la sociedad y la cárcel por ser mujer, y entre las demás mujeres por ser presa.

La mujer sufre su falta de libertad en estructuras diseñadas por y para hombres, lo que añade a la agresión que de por sí supone la estructura penitenciaria, la agresión del machismo que impera en un espacio jerarquizado con parámetros castrenses y de seguridad, y que por ello mismo son aún más discriminadores que los que sufrimos las personas fuera. La mujer presa es socialmente considerada una «desviada» de su rol de esposa y madre (que sigue siendo el hegemónico en la cultura patriarcal que sufrimos) y penalizada por ello.

Este factor de considerar a la mujer «delincuente» peor persona que el hombre que comete el mismo delito se transforma en que el castigo que se le aplica adquiere unas connotaciones aún peores. Sirva como ejemplo el de las homicidas... porque sí, también hay mujeres homicidas, en muchos casos por ejercitar la legítima defensa para impedir que un marido agresor acabe con su vida: la sociedad no sólo no las ha defendido de la agresión que han sufrido, sino que además las castiga cuando deciden ejercer la autodefensa. El Estado patriarcal asume el monopolio de la violencia, y no sólo no acepta que alguien cuestione este hecho, sino que si además lo hace una mujer, responderá con más contundencia.

Es evidente que la cuestión de género, al igual que la de transgénero, determinan la estancia en prisión (la mayoría de lxs transexuales cumplen en módulos según el género que marca su documentación oficial, aunque esta no coincida ni con su identidad ni con su apariencia), pero también lo hace el origen étnico (hay un 25% de población penitenciaria de etnia gitana, y otro 25% de población extranjera, principalmente sub-sahariana y latinoamericana), o cualquier otro factor que ya suponga discriminación fuera de prisión. Claro está que si además estos procesos de discriminación interactúan entre sí, cada discriminación se ve intensificada: no es lo mismo ser una mujer gitana, que ser una mujer gitana presa, toxicómana y con hijos a su cargo... Una transexual femenina, extranjera, con un color de piel distinto al blanco y presa en un módulo de hombres sería otro de los ejemplos más claros.

Y en este Imperio de las discriminaciones que es la cárcel, el delegado del Estado (el carcelero o la carcelera) es el que decide, protegido por la impunidad, que es lo que se debe hacer (delatar, aceptar sumisamente las violaciones de derechos y los abusos, agachar la cabeza y callar...) y que es lo que no (denunciar, reivindicar la propia dignidad, exigir el cumplimiento de los derechos reconocidos por la legislación vigente...). Este delegado tiene también el poder de castigar las conductas que no están permitidas (con aislamientos, traslados, palizas, sanciones o lo que se le vaya ocurriendo) y premiar las que sí (permisos de salida, terceros grados, cargos de responsabilidad, hojas meritorias...).

En la cárcel la discriminación es la norma, una norma aplicada con la mayor de las subjetividades y amparada en la total impunidad. Y esta impunidad ayuda, ante todo, a abusar de las personas más débiles, provocando que las fórmulas de supervivencia a esta situación de agresión permanente a la dignidad humana sean, en muchas ocasiones, actuaciones incomprensibles para quienes vivimos fuera de la cultura carcelaria, como puedan ser las autolesiones, medidas extremas con las que se combaten situaciones extremas.

Porque la impunidad es la que manda en la cárcel, esa impunidad que sirve de estrategia de Estado para negar la existencia de la tortura (cuando 800 personas denunciaron torturas y malos tratos, tan sólo en 2004), y que ya de paso es utilizada por algunos carceleros y carceleras para obtener «beneficios privados» de las personas presas bajo su dominio: desde el beneficio económico de «permitir» el tráfico de droga a sus protegidos, a los más íntimos obtenidos a través de extorsiones sexuales, sádicas palizas y auténticas «borracheras de poder».

Dossier: La carcel desde dentro y desde fuera (III)

 

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