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Estado español :: 31/07/2007

Izquierda, derecha y abstención electoral. Entrevista con Antoni Domènech

Gorka Castillo
Hay una crisis de representación en las democracias actuales, es decir, una grave crisis en la relación entre representantes y representados. Pero esa crisis afecta más a la política de izquierda que a la de la derecha

Gorka Castillo.- ¿Qué conocimiento cree usted que tiene el votante medio español sobre las cuestiones políticas? ‹¿Hay estudios al respecto? Por ejemplo, ¿sabe diferenciar lo que es liberal de lo que es conservador o de izquierdas? ¿Sabe cuantos senadores son elegidos por cada comunidad autónoma o cuál es la función de la Cámara Alta? ¿Tiene nociones de lo que es el gasto público? ¿ O de que las ayudas a los inmigrantes no desequilibran el presupuesto general del Estado? ¿O qué si se bajan los impuestos es difícil o imposible aumentar los servicios públicos sin privatizarlos? ¿Su alcance sobre términos como "discriminación positiva" y "bienestar" son ajustados?

Antoni Domènech.- Yo no soy competente para poder contestar a esa pregunta, que debería dirigirse más bien a un politólogo empírico, especializado, además, en procesos electorales españoles. Ahora bien; no hace falta ser un especialista para saber que "el votante español medio" –ni de ningún otro país— no conoce con precisión o un mínimo de exactitud nada de lo que usted pregunta. Ni tiene porqué saberlo: en una democracia los ciudadanos eligen representantes precisamente porque no tienen ni tiempo ni pericia para ocuparse especializada y concienzudamente ellos mismos de este tipo de cuestiones. Eso no quiere necesariamente decir que el pueblo llano no entienda de "política" o que no le interese la "política", o aun –como, en cambio, yo creo que es actualmente el caso— que no tenga a menudo un concepto más realista y más amplio de lo que es y debe ser la política que los políticos, o los periodistas políticos, o los politólogos profesionales, que suelen confundir las grandes cuestiones de la política (quién manda de verdad en un país, a qué controles están –o no— sometidos los poderes, a qué intereses responde la línea editorial de algún representante del "cuarto poder", etc.) con la cotidiana política politizante de la intriga y el medro de altos bordos.

Cree que se está imponiendo el desapego a la político, que cada vez es más común pensar que un voto no cambia el resultado electoral?

Es de sentido común que "un voto no cambia el resultado electoral"; nadie ha podido sostener jamás lo contrario. La gente siempre ha votado porque consideraba el acto individual del sufragio como un acto bueno en sí mismo, con independencia de las consecuencias. (O se ha abstenido militantemente, por considerar que era un acto malo, con independencia de las consecuencias: así, por ejemplo, los católicos dispuestos a obedecer el decreto de Pío IX –1874—, cuyo non expedit declaró pecado votar porque pecado era la doctrina de la soberanía popular.)

Eso no quiere decir, claro, que la gente no atienda a las consecuencias, y aun sabiendo que su voto individual no va a tener ninguna, lo que la gente creía en general hasta hace unas dos o tres décadas –eso sí está bien estudiado empíricamente— es que su acto del sufragio se enmarcaba o incrustaba en una acción colectiva de los "suyos" –de los "trabajadores", de los "católicos", de los "socialistas", de las "mujeres", de lo que fuere—, una acción que sí podía –y debía— tener consecuencias. Y es esa creencia –que su acto de sufragio es, de una u otra forma, parte de una acción colectiva— la que se ha debilitado enormemente, y este es uno de los factores que explica el incremento de la abstención, desde luego en Europa y en EEUU.

¿La abstención es un fallo de la democracia? Hay quien dice que la mejor curación es más democracia pero empiezan a aparecer politólogos que piensan justo lo contrario.

En efecto, para los demócratas, en el sentido serio y tradicional de esta palabra, el incremento de la abstención es un fallo de la democracia. Y un fallo que arraiga en una evolución insatisfactoria de la vida social, en una reconfiguración de ésta que pone en peligro a la democracia, al ejercicio de la soberanía popular. Es verdad que hay ahora entre los politólogos y los economistas una muñequería triste y gesticulante que pide menos democracia como solución a todos los males. Gentes, como Bryan Caplan en EEUU –o de forma menos clara y audaz, un Gabriel Tortella, aquí, en España—, que lo que vienen a decir es que la democracia como ejercicio de la soberanía popular es incompatible con la economía de libre mercado, y que el libre mercado es más sabio que el pueblo...

No es imposible que, a medida que el ejercicio de la soberanía popular libre y democráticamente expresada en países como Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina o –quizá en una semanas— Paraguay siga, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor arrojo, tratando de poner coto a la catástrofe de las políticas neoliberales, privatizadoras y expoliadoras, de los años 80 y 90; no es imposible, digo, que, en esa medida, prolifere en las universidades europeas y norteamericanas este tipo de dandismo académico abiertamente antidemocrático.

¿Por qué la abstención siempre perjudica a la izquierda? En un artículo suyo titulado "Raíces de la abstención electoral", explica el incremento de la abstención en base a dos libros, uno de Guy Michelat y Michel Simon, y el otro de Theda Skocpol. En el primer estudio se cita la desaparición de las formas tradicionales de solidaridad de clase y el auge del individualismo como causas de la ruptura con la política instituida, una quiebra que los jóvenes de hoy no han superado. ¿Hay posibilidades de revertirlo siguiendo la tendencia actual? Y en el caso de que la respuesta sea negativa, ¿hacia dónde nos dirigimos?

La abstención suele perjudicar más a la izquierda porque afecta más a las capas y bases sociales de la izquierda. A veces, como en EEUU, porque el sistema electoral está diseñado precisamente para poner trabas al sufragio popular. Pero lo que han estudiado gentes como Michelat, Simon o Skocpol es el fenómeno más o menos espontáneo –no conscientemente diseñado por nadie— de desorganización de la vida social de las poblaciones trabajadoras y populares en los últimos 30 años, tratando de explicar el incremento de la abstención con esa variable. Si llevan razón, y yo creo que, en general, la llevan, revertir la abstención implica también revertir las raíces de la misma, es decir, revertir los procesos sociales que han llevado a la disgregación y al desbaratamiento de culturas y tradiciones populares de organización social, sindical y directamente política.

Usted habla, citando a Skocpol, de que las organizaciones funcionan por liderazgo, no por afiliación. ¿Cómo repercute esto en el desapego aparente por la política? Luego, dice que en el proceso los "intelectuales" de izquierdas o de las causas populares, han perdido "organicidad" con sus bases, lo que ha incidido en la desorganización de las bases sociales de las causas populares, y al contrario, está reforzando a la derecha. ¿No hay en todo esto una falta de atractivo o una indefinición o simplemente carecen de respuestas en los mensajes de la izquierda a los problemas reales del siglo XXI? Me refiero a la dualidad seguridad-libertad, a la inmigración, al sistema productivo e impositivo, a la desmantelación del estado del bienestar a favor de la privatrización de los servicios públicos. ¿No lastra la movilización popular y crea una cierta sensación de que "entre derecha e izquierda ya no hay tantas diferencias"? ¿Esto influye en la abstención?

No; lo que los estudios de la profesora Skocpol sugieren es que la desorganización de la vida asociativa y participativa popular en EEUU es en buena medida un efecto perverso del triunfo de las grandes causas democráticas de lucha por los derechos civiles en los años 60 y 70. Esas luchas cambiaron el estilo tradicional asociativo de la grassroots democracy norteamericana –basado en la voluntaria afiliación popular masiva a escala nacional, estatal y local, y en la toma de decisiones de abajo a arriba— por un estilo basado en la gestión experta de profesionales que cabildeaban en Washington o buscaban en el mundo de la gran empresa fuentes de financiación para llevar a cabo sus campañas. Tuvieron bastante éxito hasta Reagan, pero, en el camino, perdieron organicidad con sus bases sociales, y éstas, a su vez, perdieron capilaridad social y capacidad de movilización.

En cambio, según Skocpol, la derecha social se organizó como nunca a partir de los 70 al viejo estilo, extendiendo capilarmente sus organizaciones por el tejido social y ganando capacidad de movilización. La derecha se consideraba, al comienzo, excluida y en pugnaz hostilidad con un establishment político dominado por la izquierda liberal. Pero la derecha neocon, aun siendo socialmente minoritaria en EEUU –basta ver las encuestas norteamericanas sobre la necesidad de atención sanitaria pública, o sobre la cuestión del aborto—, tendría ahora una ventaja formidable para imponer su agenda política, porque tendría ambas cosas: capacidad de cabildeo en el establishement institucional y base social tensamente movilizada, las dos cosas que habría perdido la izquierda.

Esta, digamos, lección de Skocpol para EEUU podría tal vez generalizarse así: por motivos harto complejos que no viene ahora al caso explorar, hay una crisis de representación en las democracias actuales, es decir, una grave crisis en la relación entre representantes y representados. Pero esa crisis afecta más a la política de izquierda que a la de la derecha, entre otras cosas, porque la contrarreforma del capitalismo que eufemísticamente llamamos "globalización", ruge a sotavento de cualquier política tradicional de la izquierda reformadora, pero ha sido, hasta ahora, vendaval de empopada para la nave en que viaja la actual derecha contrarreformadora, re-mundializadora y re-desreguladora.

Por lo demás, la cantilena de que entre la derecha y la izquierda ya no hay diferencias –repetida hasta la saciedad en la euforia del capitalismo de la codicia remundializadora de los años 90— ha sido rotundamente desmentida en este terrible comienzo del siglo XXI. La necia retórica del Fin de la Historia y el cuento para infantes infradotados de la Tercera Vía, se acabaron. Se acabó, en general, la irreal Politik fundada en las supuestas bondades de la "globalización". Vuelve la geopolítica; vuelven las guerras, los nacionalismos, los agresiva y expresamente imperiales, lo mismo que los defensivos; vuelve el conflicto social, la lucha de clases, por lo pronto desde arriba. No es que nada de eso hubiera desaparecido, pero quedó como eclipsado por el canto de los –digámoslo con Machado— "grajos mélicos" que dominaron la escena publicística en los 80 y los 90.

Claro que hay diferencias entre la izquierda y la derecha. Las hay, y enormes, y todo el mundo ahora, hasta el más adocenado académico perito en legitimación de lo existente, se percata de ello. Lo que, dicho sea de pasada, suele generar últimamente una divertida literatura periodística, ya no henchida de la incauta confianza jocoso-sarcástica del "Idiota latinoamericano" de Vargas Llosa jr., sino perplejamente malhumorada (al estilo del "Nuevo idiota latinoamericano" del mismo genio). Eche usted cualquier día un vistazo a las columnas de opinión de los grandes medios de comunicación "respetables" en nuestro país, y constatará la fruición del improperio sentida por esos neoespañoles enterizos que componen aquí el mediocre zaguanete de intelectuales reconvertidos al neoconsevadurismo "sin complejos".

Antoni Domènech es catedrático de Filosofía de las Ciencias Sociales y Morales en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona. Su último libro es El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Barcelona, Crítica, 2004. Es el editor general de Sinpermiso.

 

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