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Estado español :: 26/06/2017

La culpa de la crisis es del señor Mendizábal

Juan Jiménez Herrera
La Gran Recesión de 2008 ha vuelto a España a su más cruda realidad: no es potencia alguna

 “¡Cuánto mejor, en política y economía, repartir al pueblo esta masa de bienes en vez de sacarlos al mercado!... ¿La parte de deuda que se amortiza vale más o vale menos que los intereses territoriales que podrían crearse con ese reparto, hecho juiciosamente? ¿Es preferible el crédito circunstancial, para encontrar quien preste, a las ventajas futuras de la buena distribución del terreno?...Resultará que los caciques de los pueblos, la clase bursátil, los que poseen ya una mediana fortuna, adquirirán bienes considerables pagándolos a largos plazos con el mismo producto de las tierras..Y en tanto el pueblo agricultor y laborioso no podrá adquirir propiedad…¡Si lo he pensado, Señor, si lo he pensado!...¡Pero no le dan a uno tiempo para nada¡”
("Mendizábal", de Los Episodios Nacionales, Benito Pérez Galdós, 1898).

España, junto con Rusia, son las únicas dos potencias históricas que se incorporaron mal y tardíamente al concierto de potencias capitalistas. Ambas lastradas por la pervivencia, durante un dilatado periodo histórico, de los seculares estorbos del absolutismo y el régimen feudal. En Rusia, la abolición de la servidumbre se retrasó hasta los años 60 del siglo XIX, y, aún así, el nivel de vida del campesinado siguió en los umbrales de la más absoluta miseria. La derrota rusa en Crimea, frente a ingleses y alemanes, saca a la luz la ineficacia y debilidad del estado zarista y sus menguadas estructuras materiales. El imperio zarista empieza su declinar histórico.

Asimismo España, a lo largo del siglo XIX, se desprende, paulatinamente, de su imperio colonial, con la pérdida, en 1898, de Cuba e, incluso, se ve obligada a negociar con Inglaterra y Alemania que los términos de la desmembración del imperio no perjudicase la integridad territorial peninsular, ante las pretensiones anglosajonas por las Islas Baleares. España, entre tanto, había perdido también la oportunidad, durante todo el citado siglo, de cimentar, sólidamente, sus estructuras económicas, al malograr las desamortizaciones de Mendizábal y posteriores el desarrollo endógeno del país, impidiendo que las enormes extensiones de tierras desvinculadas hubiesen ido a parar a manos del campesinado pobre y jornaleros sin tierra, en vez de a una burguesía absentista, que las acaparó para sí, en su primer pelotazo inmobiliario, distrayendo sus capitales hacia las inversiones productivas industriales.

Paralelamente, el resto de las potencias, Francia, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos y Japón, estaban cimentando sus economías capitalistas en el reparto colonial del mundo (Africa, Asia y Latinoamérica), que es tanto como decir procurándose la cuota del mercado mundial, “extensión natural” de sus sectores e inversiones industriales. España perpetúa este apartamiento del núcleo del desarrollo del capitalismo con su abstención en las dos conflagraciones mundiales y con su marginación respecto del Plan Marshall subsiguiente, que supuso la reconstrucción del resto de las potencias capitalistas europeas. Rusia, por lo demás, quedó apeada del capitalismo durante más de siete décadas por el triunfo del socialismo soviético.

La conclusión, en lo que a España se refiere, es clara: se incorpora tarde al desarrollo capitalista y sólo cuando la división internacional del trabajo, las esferas de influencia en el mercando mundial y el reparto colonial están concluidos, y en los que sólo participa, desde entonces, muy secundaria e instrumentalmente, en función del equilibrio entre las potencias principales. Sin cuota real en el mercado mundial y una acumulación de capital interna lastrada por las rémoras de la oligarquía financiera, terrateniente y criolla expatriada, España languidece durante prácticamente todo el siglo XX. De la incorporación del país a las CC.EE, a finales del siglo pasado, en una época de fuerte expansión del capitalismo europeo y mundial, ha resultado la apariencia, durante estos últimos 30 años, de que, definitivamente, España había abandonado su errática senda capitalista y que, al fin, entraba, de pleno derecho, en el concierto de las grandes potencias capitalistas con todo su boato y requilorios: un presunto estado de bienestar, a nivel interno, y en el internacional, con una clara y pretenciosa política de mediana potencia, con participación en las diversas coaliciones militares imperialistas.

La Gran Recesión de 2008, sin embargo, ha vuelto a España a su más cruda realidad. No es potencia alguna; el capitalismo hispano carece de consistencia industrial, habiéndose dejado en la operación de integración europeísta sus posibilidades de desarrollo industrial independiente en sectores claves; sólo algunos sectores monopolistas, aupados sobre la apropiación de los recursos públicos tras las privatizaciones de los sectores industrial y financiero públicos, han podido internacionalizarse, imbricándose, perfectamente, en las estructuras del capitalismo globalizado, europeo y norteamericano, creando, ciertamente, una extraña situación de fortaleza frente a la debilidad, cada vez más acusada, del país matriz. Y, de otro lado, algunas de las regiones españolas con más desarrollo industrial no dejan de manifestar sus deseos secesionistas en el marco de la Unión Europea.

España experimentó, antes que Rusia, su particular revolución consejista (soviética), en la forma de la revolución cantonalista, en la deriva izquierdista de las últimas etapas de la I República (con su Presidente socialista y federalista, Pi y Margall), Cartagena (General Contreras), Sevilla, Granada, Málaga y Cádiz (Fermín Salvochea). Andalucía y Levente, en definitiva, declararon Estados populares y obreros en multitud de ciudades y provincias, al inicio del último tercio del siglo XIX, en respuesta al fallido estado liberal y a una burguesía, ya por entonces, reaccionaria y, como queda dicho, incapaz de sacar al país del ostracismo en que se encontraba Y, asimismo, España, en los años 30 del siglo pasado, sufrió, en otro episodio revolucionario de naturaleza popular y obrera, y tal como la Rusia Bolchevique, una larga guerra civil contra las fuerzas de las clases dominantes caducas.

Esto es, España y Rusia, salvando las diferencias, han sido las dos únicas realidades estatales que han experimentado serios y duraderos procesos revolucionarios de transformación social y estatal. Son los eslabones débiles del núcleo capitalista europeo y, en realidad, jamás, las burguesías anglosajona, germana ni francesa los acogerán e integrarán, plenamente, en sus redes, por mor de la ley del desigual desarrollo del capitalismo. Sin embargo, en ambos casos, sus sectores oligárquicos, los únicos realmente integrados, pugnan por no perder los fuertes vínculos que les une al capitalismo paneuropeo (en ello les va su continuidad y fortaleza frente a sus respectivas naciones y sociedades) y para ello no dejarán de implementar políticas draconianas al interior, desaguazando el exiguo estado protector del bienestar.

Así, pues, el desarrollo multiforme y pleno de los pueblos ruso y español está, indisolublemente, anudado a la senda del socialismo. Que sean capaces, el primero, de recuperarla y, el nuestro, de iniciarla es otro cantar. En cualquier caso, lo cierto es que el capitalismo español y sus instituciones nunca fueron inmunes a los trastornos económicos; al contrario, la debilidad que, al menos, es consustancial al primero, le hace, especialmente, sensible a sus crisis cíclicas de alcance general.
La Gran Depresión Económica Mundial de 1873 (la primera gran crisis de sobreproducción) trae inmediatamente la I República y la revolución social cantonalista; la Depresión del 29, en el siglo XX, pocos años después, una vez más, regala a España otra República y, nuevamente, una revolución social paralela a la guerra civil. Y queda por ver si este tercer gran trastorno, que es la Gran Recesión de 2008, viene también acompañado de un cambio de régimen.

 

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