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Pensamiento :: 24/11/2013

Proyecto moderno y policía de la cientificidad

Pedro García Olivo - La Haine
Perspectivas para la deconstrucción del relato historiográfico

“Defender una cultura que jamás salvó a un hombre de la preocupación de vivir mejor y no tener hambre no me parece tan urgente como extraer de la llamada cultura
ideas de una fuerza hiriente idéntica a la del hambre”.
Antonin Artaud

I)
Puerto de embarque
(“¡Ojalá pudieras no regresar!”)

La forma de historia que nos domina no responde al accidente, la casualidad o la inercia de hábitos fosilizados por la negligencia de los tiempos. En último término, despunta al filo del siglo XVIII, a la sombra del “proyecto moderno” fraguado por la Ilustración, y recubre el proceso de consolidación política e ideológica de la hegemonía burguesa durante más de dos siglos. Como pensamiento de una fuerza social ascendente, forjado bajo las condiciones históricas que determinaron la irrupción y el fortalecimiento de aquel nuevo tipo de subjetividad, la filosofía de las Luces revistió un carácter inmediatamente desmitificador, subversivo en la medida en que acompañaba a la burguesía contestataria en su enfrentamiento con el orden coactivo del Viejo Mundo Feudal. Y la Ilustración desbloqueó así la crítica de diversos presupuestos metafísicos, arraigados en toda la historia del racionalismo occidental, agudizando la crisis de las anacrónicas legitimaciones feudales y preparando el surgimiento de nuevos saberes (entre ellos, la disciplina histórica en su forma moderna) atentos a requerimientos político-ideológicos también diferentes.

Sin embargo, de esta determinación histórica general del pensamiento de la Ilustración se sigue asimismo su “insuficiencia”, su posterior fosilización como ideología de la burguesía consolidada: cuando se modifiquen las circunstancias históricas que aseguraban su “efectividad” política, cuando el agente social con el que había fundido su destino se constituya en clase dominante, cuando el desarrollo material de la sociedad suscite nuevos problemas -vinculados, por ejemplo, a la industrialización- a un sujeto histórico distinto (el proletariado, fundamentalmente)..., cuando, en definitiva, se agoten las condiciones, puramente contingentes, de su operatividad crítica, entonces lo que un día apareció como “fuerza emancipadora” empezará a asumir funciones indisimulablemente legitimatorias, al servicio de las formas específicas de dominación instauradas con la sociedad burguesa.

Desde ese momento, la filosofía de la Luces obstruirá las vías de acceso a una crítica radical de las prácticas discursivas articuladas bajo el capitalismo, lastrando poderosamente la praxis del sujeto empírico de la protesta con la perdurabilidad heroica de sus conceptos aún logocéntricos. No solo alcanzará una posición hegemónica como instancia de reordenación ideológica del saber, sino que pretenderá hacer valer testarudamente su retórica tardo-humanista (endurecida ya en el “sentido común”) desatendiendo aquella temporalidad de los conceptos críticos anotada, desde ángulos distintos, por K. Marx y F. Nietzsche. En adelante, combatir el trasfondo “metafísico” de los conceptos legados por la Ilustración (instalados en el corazón de las diversas “disciplinas científicas”, tal y como se modelan desde el siglo XIX) llevará también, como consecuencia lógica, a un definitivo ajuste de cuentas con un tipo determinado de práctica historiográfica: esa “historia de los historiadores” capturada perceptiblemente por el discurso de los ilustrados ( y por su 'extensión' matizada en los sistemas de Kant y Hegel) y deudora por tanto de una concepción onto-teo-teleológica de la Verdad, la Razón, la Ciencia, el Sujeto, el Tiempo, etc.
Está por hacer la historia de esa “guerra de guerrillas” contra el discurso historiográfico moderno. Semejante empresa no suscitó el entusiasmo de los historiadores de oficio, tal vez por remitir al ámbito de la filosofía, supuestamente desatendible como marco de reflexión válido sobre los problemas de las disciplinas científicas: parecía como si solo el historiador estuviese en condiciones de pensar su ciencia y como si, de hecho, el desarrollo de las investigaciones de “metodología de la historia” y de “crítica historiográfica” evidenciara, por sí mismo, la satisfacción cumplida de tal exigencia. Desde una perspectiva transdiciplinaria, la situación no puede caracterizarse tan optimistamente: la historiografía se ha definido como práctica formal antes que como “saber orientado hacia un objeto”. A la indefinición del 'objeto' se superpuso la desconsideración de su significado político y social. La crítica historiográfica, que debía haber planteado esa cuestión, se encaminó más hacia la canonización (por exclusión) de los métodos establecidos, conmemorando las gestas de una lenta aproximación a la Tierra Prometida de la cientificidad, que hacia la restitución de su auténtica “historicidad”. En ese contexto, la posibilidad de examinar el secreto logocentrismo de los conceptos epistemológicos y filosóficos que fundaban, en última instancia, las premisas tácitas de la Historia Científica ni siquiera podía ser entrevista. La denuncia de los grilletes metafísicos que retenían a la Historia-Disciplina en los sótanos de la legitimación revistió, entonces, formas “exógenas”, procediendo forzosamente por 'reconducción' o 'derivación' de tesis referidas a problemas filosóficos generales.

De ahí que todavía nos domine la vieja determinación decimonónica de la disciplina histórica. Su hegemonía universal, celebrada como éxtasis de la Cientificidad, del Método, del Rigor o de la Razón, encubre eficazmente el proceso de institucionalización que la consagra como “saber de legitimación”. Toda una policía de la Historia Científica racionaliza la indignidad de las prácticas a través de un doble aparato coercitivo: el discurso del método (momento de la Prescripción, de la exigencia, de la norma) y la literatura de la crítica historiográfica (instancia de la Proscripción, de la expulsión o del castigo). Entre el taller de la “metodología de la historia” y la comisaría de la “crítica historiográfica” se articula esa Tecnología de la Exclusión que garantiza tanto la selección de los materiales y las técnicas de forja del discurso historiográfico como la marginación de aquel relato irreverente extraviado del “paraíso” de la cientificidad.

En otra parte identificamos, bajo la solemnidad de la “crítica historiográfica”, la impostura de un discurso racionalizador del modo de operar de la historia académica, incorporado por tanto a la empresa de justificación de la democracia de clases. Nos hicimos también cargo de su complemento funcional (la narrativa “metodológica”), con el objeto de sorprender, entre los presupuestos teórico-filosóficos que calladamente admite y más allá de la literalidad inmediata de sus recomendaciones procedimentales, los principios de organización de una Ortodoxia Disciplinaria devenida rejuvenecimiento del trascendentalismo y de un Imperativo del Rigor aún plagado de prejuicios positivistas. En negativo dibujábamos, con ello, el perfil de un Relato Crítico inspirado en “otra” tradición teórica, perturbador en cierto sentido, regido más por la voluntad de seguir al sujeto de la resistencia en su práctica social efectiva que por la veneración mística de las Exigencias Absolutas de la Cientificidad. Presentamos ahora lo que constituyó la condición previa de aquel recorrido: insertando nuestra intervención en la “tradición intelectual” que la respalda, procuraremos recomponer la estratificación teórica, la logística conceptual, de aquellas experiencias filosóficas que -persiguiendo a veces otros objetivos- arrojaron luz sobre la mítica de la Historia Científica, preparando el terreno de la futura deconstrucción. No nos interesa tanto, en este punto, exacerbar el rigor del puntillismo hermenéutico como someter los momentos decisivos de la crítica del logocentrismo occidental a una lectura transversal que resitúe constantemente el lugar de los aprioris historiográficos en la turbulencia general de la “crisis de la Razón”.

II)
Itinerario
(“Para decir lo que uno realmente cree, hay que hablar con labios ajenos”)

Nietzsche, Freud

La primera ruptura “radical” (y aún así parcial) con la tradición metafísica moderna se asocia al criticismo de K. Marx, F. Nietzsche y S. Freud. Bajo su influencia termina de constituirse una nueva episteme, inaugurándose la hegemonía de ciertas “técnicas de interpretación” hoy plenamente vigentes. Las consecuencias sobre el concepto de historia y sobre la misma práctica historiográfica de semejante “corte” epistemológico no han sido percibidas hasta casi nuestros días. Sin embargo, ya en K. Marx puede encontrarse -por debajo de su discurso explícito, en lo que subyace a su operación crítica- toda una redefinición del “método” de investigación , destinada a contrarrestar los vestigios del positivismo y de la metafísica. Entre los principios metodológicos de la “revolución epistemológica marxiana”, lamentablemente ignorados por la Historia Científica, hallamos, complejamente articulados, los siguientes:

.- A) Historicidad del conocimiento: es decir, carácter estrictamente histórico-social de todas las elaboraciones culturales y, consecuentemente, de la concepción misma de una Disciplina Histórica Científica (que se conformaría bajo la determinación de circunstancias históricas contingentes y al servicio de determinados intereses de clases). A partir de aquí podría cuestionarse todo el universo, fuertemente fetichizado, de las “exigencias inmanentes de la Ciencia”, las “condiciones universales del Conocimiento” o los “imperativos irrenunciables del Método de Investigación”. En último término, todo el andamiaje metodológico-pragmático de la Historia Científica se desmoronaría como mero subproducto de la dominación burguesa, y la principal tarea de la crítica del discurso historiográfico moderno consistiría en identificar el orden socio-político en el que surge y respecto al cual desempeña funciones reproductivas.

Para eliminar el componente metafísico de la definición habitual de historiografía, habrá que medir entonces, de acuerdo con la perspectiva sugerida por Marx, el alcance de la determinación social tal y como se filtra a través de diversas mediaciones -condiciones materiales de la producción del discurso, procesos objetivos de distribución y circulación del relato, funcionamiento de las instituciones implicadas...- hasta prefigurar el “efecto de forma” de la narración examinada. Salta a la vista que la teoría académica de la Historia-Disciplina no se ha tomado la molestia (inquietante) de indagar la naturaleza mediadamente “clasista” de las condiciones y procesos de producción del Saber Científico. Como alternativa, se mantiene el viejo proyecto marxiano de resolver la “crítica del conocimiento “ como “crítica de la sociedad”.

.-B) Temporalidad de los conceptos críticos -de modo que la “duración” de su efectividad desmitificadora también se hallaría necesariamente acotada: prorrogarlos indefinidamente supondría convertirlos en “ideología” (eternización de lo contingente). No parece ser otro el caso de los conceptos nucleares de la metodología de la historia... Y la fosilización en ideología no amenaza solo a las nociones de Razón, Verdad, Especialidad, Ciencia, Objetividad..., sino que afecta también a la teoría social y de la historia asumida por la historiografía nominalmente marxista. En efecto, junto a la tentativa, rigurosamente metafísica, de fijar de una vez y para siempre el discurso del método, la recepción incauta de la teoría social e histórica de cierta tradición materialista, petrificada de inmediato en tanto polo rector inmutable de las interpretaciones y de la crítica, revela el distanciamiento entre la práctica marxista vulgar del análisis histórico y ese “núcleo fundamental de la ortodoxia marxista” que Lukács situaba en el método dialéctico.

Por otro lado, el sometimiento a la dialéctica de los mismo conceptos críticos se bastaría para arruinar el ensueño cientificista de una “acumulación progresiva de verdades parciales”, desde el momento en que la modificación de las condiciones materiales y el surgimiento de nuevos tipos de subjetividad histórica promueven no solo una ampliación del campo del saber, sino también, y sobre todo, una reformulación de los conocimientos legados por la tradición (“renovación” de la imagen del pasado).

.-C) Rechazo de toda pretensión de autonomía de la crítica teórica y reconocimiento de la vinculación orgánica entre teoría y praxis -de forma que la validación del saber se remitiría a la prueba de su intervención constituyente en la dinámica histórica concreta de la lucha de clases. En este sentido, y como subrayara E. Subirats -aplicando la propuesta marxiana a la crítica del discurso historiográfico-, “solo en la mente depauperada del historiador aparece la historia como un proceso consumado susceptible de petrificarse en enunciados fijos. Y, sin embargo, cada etapa histórica reactualiza el pasado en consonancia con sus aspiraciones presentes, cada momento revolucionario crea su propia tradición olvidando del pasado lo pasado”.

Hoy, en efecto, la historiografía (incluso aquella que se reclama del materialismo histórico) se ha desatendido de la exigencia de tal “reactualización” y, atrapada por la pasión cientificista del positivismo, ha aprendido a extraer un cierto placer de la petrificación de la historia en enunciados fijos y de la canonización de la “imagen eterna” del pasado: el placer de la perseverancia en un método sagrado, el placer de la regla, el placer de la norma. La interpretación del pasado y de la sociedad contemporánea, como la misma concepción general de la Historia Científica, adeuda actualmente más a la satisfacción devota de requerimientos metodológicos reificados que al reconocimiento del “significado político de la relación entre la problemática epistemológica y la lucha de clases inmediata”.

.-D) Apertura a la totalidad estructura de lo real -exigencia abrogada por la Historia Científica desde el instante en que acepta los telones de acero de la disciplinariedad. Como señalara Lukács, el trabajo teórico de Marx constituye ya un notable ejemplo de investigación atenta a la determinación de la totalidad histórico-social sobre la constitución de los momentos particulares. Y, arrancando quizás de una concepción diferente, pero remitiendo a las propuestas metodológicas marxianas, K. Korsch denunció la degradación en ideología de aquellas ciencias sociales nominalmente marxistas que asumieron respetuosas la compartimentación vigente del saber.

Para el caso de la historiografía, la transgresión de esa premisa ha originado toda una casuística de la reducción, obstruyendo la posibilidad de un engarce con las prácticas de resistencia social y de crítica antagonista. El politicismo, el economicismo y el sociologismo constituyen así tres modalidades de una misma renuncia. Por detrás de todos los reduccionismos se materializaba el sacrificio de la dimensión simbólica, de la mediación de la vida cotidiana, del ámbito de lo imaginario, de los problemas de hegemonía ideológica..., en beneficio de un “objetivismo” disecador, completamente incapaz de aprehender la compleja causalidad de los fenómenos sociales y de las conductas individuales.

Ante este estado de cosas, las propuestas de “interdisciplinariedad” solo aplazaban la discusión: presuponían unas disciplinas científicas sustancialmente válidas, entretenidas en la “conveniente” tarea de pensar las articulaciones. Las conclusiones de la “crítica interna”, como veremos, revelan, sin más, el ingenuo optimismo de tal planteamiento. Más interesante resultaba, como primera meta o desenlace provisional de la crítica, la diferenciación engelsiana entre una “ciencia de la naturaleza” y -vinculada a ella- un “saber supradicisciplinario” que, pudiendo recibir diversos nombres (ciencia del hombre, de la historia o de la sociedad), se encargaría también de una triple tarea “filosófica”: la crítica ideológica, la fundamentación epistemológica y la provisión del aparato conceptual necesario para la investigación pragmática .

“Historicidad del conocimiento”, “temporalidad de los conceptos críticos”, “validación del saber en la praxis” y “apertura a la totalidad estructurada de lo real”: a partir de estos presupuestos epistemológicos era posible, en principio, neutralizar la proclividad metafísica y positivista de la práctica historiográfica. Sin embargo, la consolidación de la historia como disciplina científica se llevó a cabo, más bien, en la dirección contraria. A ello contribuyó no solo la “represión” o “marginación” del texto materialista-dialéctico, signo de la estabilidad del orden burgués y de la eficacia de su ofensiva ideológica, sino también la ausencia en Marx de una exposición sistemática de sus objeciones a la narrativa historiográfica dominante -fuente de equívocos y distorsiones en el seno mismo de la tradición marxista.

Distinto es el caso de F. Nietzsche, interesado en precisar el enemigo (“historia de los historiadores”), aliado (“genealogía) y beneficiario (“historia efectiva”) de su operación desmitificadora. Como resumiera M. Foucault:

“En realidad, lo que Nietzsche nunca cesó de criticar es esta forma de historia que introduce (y supone siempre) el punto de vista suprahistórico: una historia que tendría por función recoger, en una totalidad bien cerrada sobre sí misma, la diversidad al fin reducida del tiempo; una historia que nos permitiría reconocernos en todas partes y dar a todos los desplazamientos pasados la forma de la reconciliación; una historia que lanzara sobre todo lo que está detrás de ella una mirada de fin de mundo. Esta “historia de los historiadores” se procura un punto de apoyo fuera del tiempo; pretende juzgarlo todo según una objetividad de apocalipsis, porque ha supuesto una verdad eterna, un alma que no muere, una conciencia siempre idéntica a sí misma. Si el sentido histórico se deja ganar por el punto de vista suprahistórico, entonces la metafísica puede retomarlo por su cuenta”.

Así pues, todo cuanto distancia a Nietzsche de la “historia de los historiadores”, caracterizada por la primacía de la metafísica (teleología, idealismo de la Verdad, identidad de la Conciencia,...) y, consecuentemente, por su disposición legitimadora -lógica de la reconciliación, óptica del reconocimiento-, lo aproxima también, de alguna forma, a la crítica epistemológica marxiana: la negación del fundamento metahistórico enlaza con la “historicidad” esencial de todos los presupuestos del conocimiento; la resistencia a entender la totalidad como sistema definitivamente cerrado sobre sí mismo equivale a la insistencia marxiana en el carácter dinámico, abierto, de la totalidad social; el rechazo del finalismo histórico, de la “mirada de fin de mundo” que confina en un Sentido, en una “providencia” fatal y tranquilizadora, el devenir positivo de los sucesos converge con el titilante antiteleologismo marxiano, perdido de vista por el materialismo dogmático; la afirmación de la temporalidad de la verdad frente a la postulación idealista de la Verdad Eterna podría desprenderse simplemente de la sujeción a la dialéctica de los conceptos críticos; y la subversión del mito del Sujeto como conciencia siempre idéntica a sí misma o agente, en progresivo desarrollo, del movimiento histórico constituyó también uno de los objetivos cardinales de Marx, como ha enfatizado L. Althusser en constante polémica con las exégesis 'humanistas', 'antropologistas' o incluso 'naturalistas'...

El interés de la perspectiva nietzscheana radicará no solo en la violenta explicitud de su antilogocentrismo , ahuyentador de ambigüedades como las que desgarraron el marxismo del siglo XX, sino también en su permanente “actualidad”: todavía hoy el concepto dominante de Historia-Disciplina, asumido incluso por la historiografía 'educada' en Marx, arrastra la marca de la onto-teo-teleología, ya sea en la forma de determinar el Objeto de análisis, en su apego tácito al idealismo del Sujeto y de la Verdad, en la celebración de la mítica del Progreso, en la veneración renovada sin fin del Método Científico, o en el tipo de conexión que pretende establecer con el momento de la Teoría, por un lado, y la praxis efectiva del agente de la protesta, por otro.

Pero, además, Nietzsche fue más allá de esta etapa “negativa” de la reflexión y propuso, por un doble movimiento complementario, toda una estrategia de la deconstrucción de la historia académica (la genealogía) y un conjunto de presupuestos “limitativos” para la constitución de otro tipo de práctica historiográfica ( la historia efectiva), irreductible a esa “historia demagógica y religiosa” que hoy nos harta.

Al paciente trabajo de la “genealogía” se encargará la devaluación definitiva de la honorable quimera del Origen, denunciando sus profundas connivencias con la metafísica: buscar el “origen” es intentar desvelar finalmente una primera 'identidad', el secreto 'esencial' de las cosas en el instante de su 'perfección' y de su 'verdad' anterior a todo conocimiento positivo; es creer en el esfuerzo oscuro de un destino que querría manifestarse desde el primer momento, inscribiendo la cosa por fin 'acabada' en el despliegue metahistórico de las significaciones ideales. Frente a la metafísica del Origen, la genealogía practicará la búsqueda de la procedencia, entendida como disociación del Yo, liberación de la multiplicidad de los sucesos confinados por el totalitarismo unificador del Origen, movilización de aquello que se percibía inmóvil, fragmentación de lo que se pensaba unido, escisión de cuanto se imaginaba conforme a sí mismo. “Nada que se asemeje a la evolución de una especie, al destino de un pueblo. Seguir la filial compleja de la procedencia es, al contrario, mantener lo que pasó en la dispersión que le es propia (…); es descubrir que en la raíz de lo que conocemos y de lo que somos no descansa, en absoluto, la verdad o el ser, sino la exterioridad del accidente”.

Como complemento del análisis de la “procedencia”, surge la restitución de la emergencia. La “emergencia” designa un lugar de enfrentamiento, un punto de colisión que constantemente se multiplica y se desplaza. Investigarla exige admitir que “la humanidad no progresa lentamente, de combate en combate, hasta una reciprocidad universal en la que las reglas sustituirían para siempre a la guerra; instala cada una de estas violencias en un sistema de reglas y va así de dominación en dominación”. Por ello, las diferentes emergencias que pueden ser reconstruidas no guardan entre sí relaciones necesarias, como figuras sucesivas de una misma significación, sino que obedecen, más bien, a heterogéneos efectos de sustitución, emplazamiento, trastocación...

La negación del Origen y el análisis alternativo de la procedencia y de la emergencia preparan el terreno de la Wirkliche Historie (“historia efectiva”). “Si interpretar fuese aclarar lentamente una significación oculta en el Origen, solo la metafísica podría interpretar el devenir de la humanidad. Pero si interpretar es ampararse, por violencia y subrepticiamente, en un sistema de reglas que no tiene en sí mismo significación esencial, e imponerle una dirección, plegarlo a una nueva voluntad y someterlo a reglas segundas, entonces el devenir de la humanidad es una serie de interpretaciones”. Así describe Foucault el cambio de perspectiva que permitiría fundar el estatuto movedizo de la “historia crítica”. Al desvincular la “interpretación” de la obediencia metafísica, al desligarla de sus compromisos logocéntricos con la Verdad Eterna o con el telos de la Historia, Nietzsche adelanta las premisas de lo que hoy llamaríamos, desplazando ligeramente los acentos, “epistemología de la praxis”: reutilizar las reglas pre-existentes a fin de subordinarlas a una “nueva voluntad”, buscando “otros efectos” sobre la coyuntura concreta de la lucha por el poder, significa reconocer que la pretensión de validez de la interpretación se resuelve en el escenario de su funcionamiento práctico o, como cabe deducir de cierto Marx, depende de su intervención constituyente en la praxis inmediata del sujeto de la contestación.

El “sentido histórico”, principio rector de la Wirkliche Historie, reintroduce en el devenir todo aquello que se había creído inmortal en el hombre: necesidades, instintos, sentimientos. Con ello, la “historia efectiva”, que ya no se apoyará en ninguna constancia, en ningún absoluto, torpedeará el juego consolador de los reconocimientos y cancelará la continuidad ideal del movimiento teleológico o del encadenamiento 'natural' ( condiciones de la legitimación). Hará surgir, entonces, el suceso en lo que conserva de único, de cortante.

Entre los grandes “ídolos” del pensamiento moderno, entre esas “momias conceptuales” a las que se ha sustraído la historicidad, independizándolas del devenir para asegurar su poder de fascinación sobre los hombres, se encuentra la noción misma de Historia Científica. Nietzsche establece, a este respecto, la exigencia de una autorreflexión historiográfica, de una aplicación de la “historia efectiva”, como práctica desmitificadora, a la “historia de los historiadores” como fuente de la auto-justificación moderna. Esa curvatura radical de la Wirkliche Historie permitiría identificar las funciones tradicionales de la disciplina histórica en el mundo actualmente convulso de la Ratio occidental: fundamentaría su denuncia como saber “religioso y demagógico”, encumbrador de sus portadores en tanto bendecidores del presente. Los fetiches de la Objetividad, de la Imparcialidad y de la Asepsia, del Conocimiento Verdadero..., aparecerían entonces como meros satélites de la creencia necesaria en la Providencia, en el Ser y en la Teleología.

Frente a esta “historia suprahistórica”, sujeta a un uso 'religioso' (restaurador de la metafísica) y 'demagógico' (organizador de la legitimación), Nietzsche solicita un triple uso “genalogista” de la crítica: paródico (destructor de realidad), contra la historia como 'tema' y campo del reconocimiento o de la reminiscencia; disociativo (destructor de identidad), contra la historia como 'continuidad' y simple legado de la tradición; y sacrifical (destructor de verdad), contra la historia como 'conocimiento'.

En definitiva, la crítica nietzscheana del discurso historiográfico no permanece en el “más acá” del simple 'pensamiento negativo', no desemboca en la antesala del “irracionalismo” o del “vitalismo”, como ha sostenido cierta tradición marxista aún dominada por el prejuicio de la Razón. Por el contrario, Nietzsche no solo denuncia el carácter racionalizador de la historia moderna, considerado como subproducto de su filiación idealista, sino que prescribe además una estrategia concreta para su desmontaje (uso 'genealógico' del sentido histórico) y esboza los presupuestos fundamentales de una Historia Efectiva liberada de la teleología y atenta a los requerimientos de la praxis -entre ellos, la superación de la compartimentación vigente del saber y la crítica del aparato educativo en tanto instancia de sostenimiento del Estado y de las formas de dominación que le son inherentes. Y en la medida en que la Historia Científica de nuestros días no se ha emancipado aún de la tutela metafísica, en la medida en que ha perfeccionado incluso su instrumental logocéntrico, rompiendo definitivamente con la praxis crítica real para optimizar su rendimiento legitimador, el viejo proyecto nietzscheano de la Wirkliche Historie, más próximo al método marxiano de investigación de lo que se pensaba, recobra una “actualidad” y una “urgencia” difíciles de subestimar.

Pese a la especificidad de las preocupaciones teoréticas de S. Freud, su forma de entender la “interpretación” lo acerca sensiblemente al antilogocentrismo nietzscheano y al replanteamiento de la problemática epistemológica por Marx. Como subraya M. Cacciari, la interpretación del lenguaje del inconsciente, en Freud, no tiene nada de descubrimiento de una verdad oculta: “el análisis no reconduce el sueño al lenguaje normal sino que lo interpreta de acuerdo a sus reglas de composición particulares. Jamás hay sublimación del sueño en Lenguaje. No solo porque este proceso no quedaría sin residuos, no podría jamás decirse efectivamente concluido, sino, mas bien, porque no existe sublimación que pueda anular la continua tensión pulsional. Es de esta manera como aparece el sujeto, en su conjunto, como una 'procesualidad contradictoria y conflictiva' que determina también el trabajo teórico, el trabajo de análisis, como trabajo contradictorio, conflictivo, plural”.

Desde esta perspectiva, no solo se desmorona la ingenua consideración logocéntrica de la “interpretación” como revelación de una verdad escondida y del “trabajo teórico” como reconstrucción sistemática -a través del análisis- de un orden coherente y cerrado, dominado por una suerte de armonía y de regularidad que buscaría 'reflejarse' en el texto de la investigación, sino que también la forma de determinar el 'sujeto' sufre un desplazamiento característico: el mito de su “unidad” -de su 'identidad' y 'permanencia' transhistórica- se desvanece con el reconocimiento de la escisión, contradicción y conflicto que en cierto sentido lo constituyen.

La “muerte” de la Verdad y del Sujeto se acompaña, también en Freud, de una negación expresa del finalismo: el complejo sistema de alienación-transformación que regula las relaciones entre el “ello”, el “yo” y el “superyó” supone la crisis definitiva de todo mecanicismo del comportamiento lógico-reductivo o teleológico (reducción del sistema a una combinación de determinadas variables “esenciales”, a un 'lenguaje' inmanente definido como código atemporal). Lo “real” freudiano consiste, así, en la complejidad contradictoria de las transformaciones mencionadas, no teleológicamente dispuestas, reconociéndose más en el modelo de la “escritura” que en el de la “lengua”.

Trabajando sobre objetos diferentes (el método, la Historia, el inconsciente), Marx, Nietzsche y Freud alcanzan conclusiones homogéneas: a través de ellos se deja oír la crisis de la Razón, de la Verdad, de la Ciencia, del Sujeto,... Lamentablemente, la Historia Científica parece haber perdido la capacidad de escuchar el tumulto en lo que tiene de perturbador para sus presupuestos fundamentales, perseverando ritualmente en el inveterado logocentrismo (bajo sus formas modernas). La denuncia de esta “división”, de esta “disimetría” entre los instrumentos críticos disponibles y las herramientas científico-disciplinarias consagradas por el saber legitimatorio, corrió a cargo de diversas tradiciones teóricas. Entre los episodios más relevantes de esta conflagración “inacabada” hallamos la temprana crítica del marxismo integrado y de la cientificidad burguesa en Karl Korsch, el esfuerzo supradisciplinario de la Escuela de Frankfürt (Adorno, Horkheimer, Benjamin,...), la operación epistemológica “antihumanista” de L. Althusser y sus discípulos, el último ajuste de cuentas con la tradición logocéntrica protagonizado por la llamada Teoría Francesa (Foucault, Deleuze, Derrida,...), la violenta eclosión de la “crítica interna” en la mayor parte de las disciplinas científicas contemporáneas y la ambigua polémica del Posmodernismo Teórico con los defensores del Proyecto Moderno. Para ultimar nuestro sucinto recorrido histórico-filosófico, conviene precisar el alcance de sus afectaciones sobre el concepto de historia y la teoría del saber historiográfico.

2) Karl Korsch, contra la vocación “cientificista” del marxismo

En la tercera década del siglo XX, K. Korsch se encargó de recordar que ni siquiera el marxismo como teoría social y estrategia política escapaba a aquella temporalidad de los conceptos críticos subrayada por Marx. Al marginar ese principio, buena parte de la tradición marxista se habría arrojado impremeditadamente al fuego de la ideología. Como antídoto, “aplicar el marxismo al marxismo mismo” exigiría volver la vista a las transformaciones históricas del capitalismo para desarrollar el pensamiento crítico en la dirección de un nuevo engarce con las actuales formas de la praxis real emancipatoria. Los conceptos legados por el marxismo “académico”, en consecuencia, podrían declararse inoperantes de cara a las nuevas condiciones históricas de la lucha de clases: su tiempo de efectividad desmitificadora ya habría acabado -se reconocerían mejor en las exigencias de la praxis de fines del XIX que en los requerimientos críticos del turbulento primer cuarto de siglo XX. En ese sentido, podría hablarse de crisis del marxismo.

Y, precisamente, sería característico de ese marxismo (en crisis, pero hegemónico), atrapado por el estatismo egipcíaco de la ideología, pretender su entronización como Ciencia o, más aún, como Patrón teorético de las diferentes disciplinas científicas modernas. Convertir el marxismo en Guía Ilustrado de la Cientificidad traicionaría, además, justamente aquello que constituye la aportación esencial de Marx: el reconocimiento de la “historicidad” radical de todos los productos culturales. En efecto, en lugar de salvar la compartimentación vigente del saber, en lugar de aceptar los idola de la disciplinariedad científica, el marxismo, para ser fiel a ese principio, debería mostrar, por el contrario, el carácter estrictamente “burgués” de tal conformación del campo del conocimiento, su funcionalidad reproductiva del orden de dominación instaurado por el desarrollo del capitalismo desde el siglo XIX. En palabras de Korsch: “en el sentido convencional y bien burgués de la palabra 'ciencia', el marxismo nunca fue una ciencia; y, en la medida en que siga fiel a sí mismo, tampoco lo será nunca. No es ni 'economía', ni 'filosofía', ni 'historia', ni ninguna otra ciencia filosófica o combinación de tales ciencias, entendiendo todo esto en el sentido 'burgués' de 'método científico'”.

A partir de los años 60, cuando cobra un vigor inusitado la pretensión “progresista” de instaurar, por todo el territorio del saber, ciencias marxistas (la “historia marxista en construcción” de P. Vilar, la “sociología urbana” marxista de M. Castells, la “antropología social” de A. Heller, la “psicología social materialista-histórica” de N. A. Braustein,...), el criticismo de K. Korsch adquiere una actualidad enervante: el objetivo del marxismo no petrificado en ideología y reconciliado con su propia razón de ser radicaría, en su opinión, en “criticar la 'impureza' de todas las ciencias y filosofías burguesas anteriores poniendo en evidencia sus 'calladas condiciones'. Y, por lo tanto, esta 'crítica' suya no será una crítica 'pura' en el sentido burgués de la palabra. No se emprenderá de manera incondicional, por sí sola e independientemente, sino en la relación más estrecha con esta lucha práctica de liberación de las clases obreras, puesto que se experimenta y designa como expresión teórica de aquella misma”.

En definitiva, por los años 30, K. Korsch vio ya claramente las razones por las que no era factible diseñar una miríada de “ciencias marxistas”, y por las que tanto la metodología de la historia como la crítica historiográfica habrían de permanecer siempre presas de la óptica burguesa (ontologizadora) en la medida en que formulaban sus recomendaciones metódicas o juicios valorativos como obedeciendo a “exigencias” puras e incondicionadas o a “requerimientos” abstractos y eternos... Desde esta perspectiva, toda la literatura de la “metodología de la historia”, toda la narrativa de la “crítica historiográfica”, y especialmente aquellas que se reclaman contemporáneamente del marxismo, podrían considerarse comprometidas en la empresa legitimadora del capitalismo consolidado. Cabe sostener, con E. Subirats, que “la importancia de Korsch a este respecto no reside solamente en el hecho de haber mostrado los momentos de esta ontologización de la crítica materialista de la sociedad capitalista, sino en descubrir al mismo tiempo la articulación organizativa de esta ontologización de la crítica marxista. Ella era idéntica al proceso de consolidación burocrática de la socialdemocracia y desempeñaba la función de instancia legitimatoria de esta”. Actualmente, por añadidura, el marxismo ontologizado, incorporado en variable medida a las distintas disciplinas científicas, respetuoso con la compartimentación vigente del saber o entretenido en la pirotecnia de la interdisciplinariedad, instalado en el corazón de las instituciones académicas o tolerado como afición a la travesura, compite con el liberalismo progresista, del que a menudo ya no es posible distinguirlo, por el liderazgo de la legitimación inadvertida. Y K. Korsch sentó las bases de esta denuncia.

3) El concepto de historia de Benjamin y la “indisciplina” de los profesores de Frankfürt

En 1940, W. Benjamin, habitualmente adscrito a la Escuela de Frankfürt, comenzó a redactar sus Tesis de Filosofía de la Historia. En setiembre de aquel mismo año, se suicidaba en Port-Bou dejando inacabado un trabajo “sobre el concepto de Historia”. Sin embargo, en las Tesis... adelantaba ya los lineamentos fundamentales de su crítica radical de la tradición 'historicista' y del positivismo larvado en la moderna concepción de la “ciencia histórica” -expresamente conectada con la racionalización ideológica de la socialdemocracia.

Si Nietzsche había afrontado cuanto de 'metafísica' pervivía en la “historia de los historiadores”, W. Benjamin desplazará el punto de mira hacia su complemento metódico: el positivismo, tan ajustable al historicismo de corte clásico como al cientificismo socialdemócrata. Como en Korsch, y conforme a la perspectiva marxiana, la crítica de la historiografía dominante no se independizará de la crítica de la sociedad burguesa. Benjamin se interesará por el positivismo justamente en la medida en que 'condensa' determinadas solicitudes legitimatorias, fundamentando cierto tipo de operación ideológica sobre el pasado.
El alcance de la crítica benjaminiana puede medirse privilegiadamente en la tesis sexta:

“Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo tal y como verdaderamente ha sido. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbre en el instante del peligro. Al materialismo histórico incumbe la tarea de fijar la imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla (…). El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza solo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco lo muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y ese enemigo no ha cesado de vencer”.

De partida, pues, la repulsa del positivismo deviene promoción de una práctica historiográfica atenta a la coyuntura inmediata de la lucha de clases y encargada de re-actualizar la tradición para hacerla servir a las exigencias concretas de la praxis. Benjamin se hace cargo así de la crítica nietzscheana de la “historia suprahistórica” y del desplazamiento de la problemática epistemológica hacia el horizonte de la praxis propuesto por Korsch: como Nietzsche, contrapondrá la búsqueda historicista de la “imagen eterna” del ayer con la experiencia crítica de una renovación de la tradición que se representa mejor como acto único, puramente contingente, de movilización del pasado -y, en este sentido, el dualismo benjaminiano entre “historicismo” y “práctica historiográfica materialista” reproduce nítidamente la distinción establecida por Nietzsche entre “historia de los historiadores” y “Wirkliche Historie”-; como Korsch, y una vez desacreditada la pretensión logocéntrica de reconstituir por medio del análisis un fondo neutro de verdad atemporal, trasladará el criterio de validez de la “interpretación” historiográfica desde el dominio de los controles 'técnicos' del método (dominio positivista del virtuosismo pragmático y del rigor procedimental) hasta el terreno de su imbricación efectiva en la lucha emancipatoria (terreno movedizo de los enfrentamientos de clases).

Sin embargo, el interés de las Tesis... no puede reducirse al de un simple experimento de sincretismo entre los efectos del viejo “martillo” nietzscheano y los fundamentos de la crítica del marxismo fosilizado por K. Korsch. A la altura de los 40, Benjamin sostuvo ya le necesidad de una refundación del concepto de historia -con todas sus consecuencias sobre el funcionamiento del discurso historiográfico. No estamos ahora ante una propuesta general y, en cierto sentido, “preliminar”, como la representada por la Historia Efectiva de Nietzsche, sino más bien ante la concreción de las “condiciones históricas” que exigían, del lado de la resistencia activa y de la lucha por la liberación -en el contexto de la socialdemocracia ascendente-, la constitución de otra forma de entender la historia y de resolver el análisis historiográfico: “la regla es el estado de excepción en que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de historia que le corresponda”.

Benjamin, en efecto, formula las exigencias de esa urgente redefinición como “distanciamiento” del modo de operar de la historia académica y como “repulsa” de las circunstancias históricas que la alinean con la clase dominante: rechazo de una concepción del presente como 'transición' (premisa de la teleología social-reformista) y de la percepción paralela del tiempo como “espacio vacío y homogéneo”, receptáculo del acontecimiento positivo, del suceso 'fijo' e inamovible, o de la serie fatalmente encadenada; denuncia del mito del Progreso como instancia de racionalización de la opresión capitalista y de la integración de la socialdemocracia; negación de la maquinaria política institucionalizada, con sus dispositivos de neutralización 'burocrática' del movimiento obrero, del conformismo que penetra en la política desde el área inadvertida de los conceptos económicos liberales, de la asimilación conservadora de los “bienes culturales” como signo e instrumento de poder, del señuelo socialdemócrata de la 'liberación paulatina' ,...

Y, al ensayar de ese modo una aproximación fragmentaria al estado de los indicadores temporales, W. Benjamin, haciendo valer su educación en Marx, se interna en territorios vedados para el criticismo insuficiente de Nietzsche. Por otra parte, al precisar el lugar de la historiografía materialista en el nuevo espacio teórico abierto por el descubrimiento de la 'politicidad' del relato epistemológico, las Tesis... alcanzan un nivel de concreción ausente en las reflexiones de Korsch. Benjamin, en definitiva, restituye a la Historia Científica toda su humillante contemporaneidad, iluminando bruscamente el entrecruzamiento de sus conceptos gnoseológicos con las estrategias políticas (y económicas) de la socialdemocracia en consolidación.

Con todo, la contribución de la Escuela de Frankfürt a la crítica de la historia académica no se agota con el pensamiento de Benjamin. M. Horkheimer, por su parte, en un artículo también afín a las fértiles obsesiones nietzscheanas, prefijó la forma contemporánea de abordar la “crisis” de la Razón. Al recomponer la figura moderna de la Ratio, equivalente al 'logos' de la dominación burguesa, y situarla en sus parámetros históricos objetivos, desposee a la Historia Científica de uno de sus más venerables títulos autojustificativos. Paralelamente, T. W. Adorno se ensañaba con el excesivo constreñimiento analítico de la cientificidad burguesa, revelando una vez más su inspiración positivista y mostrando las consecuencias nefastas de la disciplinariedad dominante sobre la “formación cultural” o sobre el mismo “análisis crítico”. Por último, el desdén hacia la compartimentación institucional del saber, implícito en Marx y manifiesto en Nietzsche, Korsch, Adorno..., conocerá en las obras de H. Marcuse y E. Fromm una resolución tan efectista como prematura: en la repulsa de la especialización cientificista querrá verse, precipitadamente, una autorización para la práctica inmediata de cierta investigación transdisciplinaria, a medio camino de la historia, la sociología, la economía, la psicología e incluso la antropología.

4) Esplendor y miseria del estructuralismo anti-humanista de Althusser

La intervención de L. Althusser en el escenario de la crítica del discurso historiográfico encendió, avanzada la segunda mitad del siglo XX, la mecha de la polémica. Sus tesis, ni demasiado originales ni excesivamente perturbadoras, encontraron, sin embargo, una enconada resistencia entre los historiadores de oficio. Al insistir en la indefinición del objeto de análisis de la disciplina histórica, arrojó la duda sobre el carácter “científico” de un saber que ni siquiera se había tomado la molestia de precisar su temática particular, su campo específico de operaciones. Colateralmente, Althusser insinuó que tal “definición” rompería cortes ideológicos, por lo que su elaboración se vería asaltada por la disconformidad -de hecho, habría que remodelar el orden cerrado de las disciplinas y subdisciplinas. Por último, la interpretación del marxismo en tanto negación de la “filosofía del Sujeto”, destinada a oscurecer aún más el protagonismo del Hombre en la historia, con todas sus consecuencias epistemológicas, contribuirá decisivamente a superar el imperio del “reduccionismo analítico” en la práctica historiográfica, desde el momento en que el sistema de la “causalidad estructural” asume una determinación tradicionalmente usurpada por el Sujeto-Agente (como Conciencia, como Individuo o como Clase Obrera...) o por la hiperbolización de la 'potencia' motriz de diversos factores históricos -la política, la economía, la sociología,...

Precisamente por ello, Para leer El Capital pudo erigirse en el punto de arranque de buena parte de la “crítica interna” de las disciplinas científicas: reducía el trabajo deconstructor a la suma de una serie de tareas relativamente sencillas (denuncia de la indefinición del Objeto, desarticulación de las 'ideologías' que consecuentemente se habían apegado a la práctica disciplinaria, 'construcción' de objetos teóricos sobre la base de la “causalidad estructural” y del complejo sistema de relaciones del modo de producción). Como veremos más adelante, el “terco” trabajo de los 'constructores de objetos teóricos' hizo avanzar la crítica de las ideologías científicas -agazapadas en el momento de la pseudodefinición o desplegadas sobre la superficie de las interpretaciones concretas-, permitió un replanteamiento del problema de la causalidad histórica (refutando la perspectiva positivista que lo resolvía como mera vinculación empírica, inmediatamente perceptible) y desplazó los acentos de las propuestas de refundición hacia el dominio de la epistemología -en el que recaía no solo la reinterpretación de El Capital, sino también el fundamento último de la superioridad 'científica' del marxismo.

Sin embargo, la corriente althusseriana reprodujo viejas deficiencias, bloqueando la expansión de la crítica radical de la Historia Científica. En este sentido, llegó a fetichizar el “corte” epistemológico marxiano, celebrándolo como ruptura integral desvinculada de la historia de sus condiciones de posibilidad. Le reservó, además, el dudoso “honor” de fundar, por fin, la 'auténtica' cientificidad del saber, aún al precio de compensar el “sacrificio” del Sujeto con la mitificación sustitutiva de la 'mecánica' estructural. Y hoy, en suma, estamos ya en condiciones de prescindir de semejante “resurrección” de la Ciencia, escapando a la metafísica del Sujeto sin necesidad de instituir una nueva Lógica eterna del Sistema (abstracto). Por último, reconocemos como premisa de la deconstrucción del relato científico no tanto la negación de la compartimentación ideológica del saber como la crítica de la ideología de la compartimentación -es decir, de la cadena de mitos en que descansa la supuesta necesidad de una parcelación carcelaria del territorio del saber.

5) La impugnación del “Orden del Discurso” por la Teoría Francesa

En parte, debemos esa relativa seguridad a la llamada Teoría Francesa. Sancionando definitivamente la crisis de la tradición logocéntrica, los trabajos de Foucault, Deleuze, Derrida,... abrirían nuevos ámbitos de investigación y de crítica allí donde el atrincheramiento de la metafísica obstruía las tareas del proyecto deconstructor: la ciencia y su historia, el poder bajo todas sus formas y en todos sus espacios, el lenguaje y la lingüística, el deseo y el psicoanálisis, etc.

Como punto de partida invariablemente ligado a la figura de Nietzsche, se encontrará aquella declaración de guerra a la onto-teo-teleología occidental, formulada en términos cada vez más precisos. Como sintetiza Jarauta:

“En primer lugar, la universalidad de las categorías de la razón occidental se verá sometida ahora a la historia particular y diferenciada de los distintos discursos, con sus lógicas propias y sus sistemas propios de racionalidad. En segundo lugar, y paralelamente a lo anterior, la concepción del sujeto como sustancia, la subjetividad centrada en sí misma, donadora de sentido, presente a sí misma en la conciencia, hállase irremediablemente en crisis, descentrada, incapacitada para coincidir consigo misa e imponer su verdad. Y, en tercer lugar, el tema de la historia como totalidad orientada hacia un sentido, todos los modelos continuistas, evolucionistas, que en el fondo validan el viejo principio de la identidad del ser consigo mismo, se hallan rechazados, cuestionados, combatidos por las historias discontinuas”.

Las consecuencias de esta desacralización de la Razón, del Sujeto y de la Historia sobre el concepto de “ciencia” y, derivadamente, sobre la definición de la práctica historiográfica apenas han sido percibidas, como comprobamos en otro estudio, por los metodólogos académicos de la historia. Al desmoronarse la 'majestad' de la Ciencia, “cuyos presupuestos, conceptos y normas están fundamental y sistemáticamente ligados a la metafísica”, el interés suscitado en otro tiempo por el descubrimiento de sus fundamentos 'esenciales' se desvanece ante la nueva preocupación por su especificación temporal y por su determinación histórica. De ahí se seguirá 'otra' forma de entender la “historia de las ciencias” y, consiguientemente, una redefinición del 'lugar' de la filosofía. La Historia de la Ciencia ya no se presentará como un proceso infinito de acumulación de verdades -parciales, pero definitivas-, ni podrá describirse según el modelo del “perfeccionamiento indefinido” o simplemente “gradual” (aunque incluya una referencia a las 'revoluciones científicas'); por el contrario, intentará identificar el “modo específico de producción” de cada ciencia, restableciendo sus condiciones históricas de posibilidad, los límites de su estricta temporalidad, los poderes con los que se mezcla y confunde, las formas de dominación que ratifica y consuma... Paralelamente, la filosofía habrá de renunciar a su tradicional papel “fundador”: su tarea no será ya otra que pensar la historia de las ciencias en su fundamental discontinuidad, abarcando el contexto general de la historia efectiva del saber y del poder.

Si introducimos, como propone Foucault, la discontinuidad en la historia de las ciencias, ya no nos será lícito definir la Historia Científica como “meta” o “desenlace” de la evolución del saber histórico; tampoco podríamos venerarla como 'objetivo' al que aspirar o respetarla como paraíso vedado a la historia actual en función de la “testarudez” aún sin doblegar de su objeto de análisis. El problema de la Historia Disciplina no tendría nada que ver con la discusión sobre su “dudoso” carácter científico, su “peculiaridad” como ciencia social o los “obstáculos” de su “lenta progresión hacia la cientificidad”. Todas esas cuestiones reproducirían, sobre el terreno de la “historia de la historiografía”, la sombra del vetusto concepto metafísico de Ciencia. A su amparo, además, edificarían un concepto no menos logocéntrico de “historia”: “el concepto de la historia como historia del sentido; historia del sentido produciéndose, desarrollándose, cumpliéndose”.

Como alternativa, M. Foucault propone, decíamos, 'otra' forma de concebir la “historia de las ciencias” (de la que la “historia de la historiografía” sería solo un aspecto). Cada uno de sus momentos, de sus episodios -y la Historia Científica no es más que una vicisitud, un trance-, merecería un tratamiento también diferente. De este modo, y sin abordar expresamente la “crítica de la historiografía”, Foucault establece las bases de una deconstrucción parcial de la Ciencia Histórica.

Culminando, en cierto sentido, la serie abierta por Cavaillés y completada por Bachelard y Canguilhem, reconociendo asimismo su deuda con Dumézil y, sobre todo, con Hyppolite, M. Foucault suspende las formas tradicionales de la historia de las ideas e intenta “sacar a la luz el campo epistemológico, la 'episteme' en la que los conocimientos, considerados fuera de cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y manifiestan así una historia que no es la de su perfección creciente, sino la de sus condiciones de posibilidad”. Este análisis, que Foucault prefiere denominar “arqueológico”, se aplica principalmente a fenómenos de ruptura, como corresponde a la nueva valoración de lo 'discontinuo': atiende primeramente al “acontecimiento discursivo”, para remontarse desde la descripción de las relaciones entre enunciados hasta las “reglas de formación” de los objetos del discurso (reglas y objetos determinados, en su aparición y yuxtaposición, por un complejo haz de relaciones entre instituciones, procesos económicos y sociales, formas de comportamiento, sistemas de normas, técnicas, etc.). La arqueología, pues, no trata a los discursos como “conjuntos de signos -elementos significantes que envían a contenidos o representaciones-, sino como prácticas que forman sistemáticamente los objetos de los que hablan”. El análisis no remite, entonces, ni a un 'acto fundador' ni a una 'consciencia constituyente'. “En lugar de ver en el discurso la exposición de una verdad, se buscará más bien en él un campo de regularidad para diversas posiciones de subjetividad”.

Este desplazamiento de la perspectiva afectará igualmente a la índole de los conceptos: no habrá que resituarlos en ningún orden lógico de virtual deducción, pues solo serán aprehensibles en el campo organizado de enunciados en el que aparecen y circulan. No es necesario, pues, para explicar la emergencia de los conceptos, invocar un Sujeto de conocimiento o una Cosa inmediatamente 'presente' que los contiene en su más profunda intimidad. Bastaría con volver la vista a las “prácticas discursivas”, entendidas como actualización de ese conjunto de reglas, anónimas e históricas, determinadas temporal y geográficamente, que definen, para un área social y económica dada, las condiciones de ejercicio de la función enunciativa.

Por relación al “concepto” y a la “práctica discursiva” se define el saber: “un saber es el campo de coordinación y de subordinación de los enunciados en que los conceptos aparecen, se definen, se aplican y se transforman”; “un saber es aquello de lo que se puede hablar en una práctica discursiva, que así se encuentra especificada”. Finalmente, la ciencia solo puede entenderse en su relación con las prácticas y los saberes. Aparece cuando la práctica discursiva atraviesa ciertos “umbrales”: 1) Umbral de 'positividad' o momento en el que la práctica discursiva se particulariza como sistema específico de enunciados; 2) Umbral de 'epistemologización' o momento en el que la práctica discursiva adquiere normas de verificación e intenta desempeñar una función verificativa o crítica del saber; 3) Umbral de 'cientificidad' o momento en que la práctica discursiva responde, ya no a normas empíricas de verificación exclusivamente, sino también a un mínimo sistema formal; 4) Umbral de 'formalización' o momento en que el discurso científico define su propio sistema conceptual y organiza sus exigencias formales, sus métodos e instrumentos de juicio.

Solo ahora estamos en condiciones de concretar la definición inicial de episteme: “episteme es el conjunto de las relaciones que se pueden describir, para una época dada, entre las ciencias cuando se las analiza al nivel de las regularidades discursivas”. En otros términos, identificar la 'episteme' dominante en un lugar y en una época determinada significa recomponer “sus sistemas de interpretación, sus técnicas, sus métodos, sus formas propias de sospechar que el lenguaje quiere decir algo distinto de lo que dice, y entrever que hay lenguajes aparte del mismo lenguaje”.

Consumado todo este recorrido desde el “acontecimiento discursivo” hasta la “episteme”, Foucault parece haber dejado definitivamente atrás el bagaje metafísico de la teoría clásica del conocimiento. Puede concluir así que “el saber, como campo de historicidad en el que aparecen las ciencias, está libre de toda actividad constituyente, emancipado de toda referencia a un origen o a una teleología histórico-trascendental, separado de todo apoyo en una subjetividad fundadora”.

En El Orden del Discurso, Foucault se interesó además por los 'mecanismos' que, en un conjunto histórico-geográfico dado, garantizan la hegemonía de un tipo específico de discurso, de saber, de ciencia. Como sostuvo en La Arqueología..., no solo se trata de factores que actúan 'en positivo' (condicionamientos económicos, sociales, técnicos,...), sino también de “un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros del discurso, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”. La voluntad de controlar la producción y circulación de los discursos no hace más que revelar un hecho indudable: “el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse”. Controlar el discurso no significa solo apoderarse de los momentos clave de su producción, sino también arbitrar los procedimientos de exclusión del discurso indeseable, del discurso perturbador o atentatorio.

Surge así un doble dispositivo: la “economía política de la verdad” y la “tecnología política de la exclusión”. Cabe enunciar la primera de un modo muy esquemático: “la verdad está controlada sobre las formas del discurso científico y sobre las instituciones que lo producen; la ciencia rarifica y legitima, vuelve a reducir al ámbito de unos pocos elegidos -diplomados y titulados- el derecho a establecer verdades, y discrimina a su propia conveniencia entre los discursos político-ideológicos, al tiempo que otorga a unos y niega a otros el signo añadido que deriva de su autoridad”. La tecnología política de la exclusión, dentro de este cuadro general, asume tareas de censura, de prohibición, apoyándose también en sus correspondientes soportes institucionales.

Entre tales “mecanismos de exclusión del discurso peligroso”, Foucault sitúa precisamente el principio del comentario y el de la disciplina, instalados en el corazón del cientificismo: “En todas las sociedades existen relatos que se cuentan, que se repiten, que se glosan ritualmente... Discursos que están en el origen de un cierto número de actos nuevos de palabras que los reanudan o hablan de ellos”. Ese es el caso de los discursos científicos, objetos de un 'comentario' indefinido. “El comentario conjura el azar del discurso al tenerlo en cuenta: permite decir otra cosa aparte del texto mismo, pero con la condición de que sea ese mismo texto el que se dice y, en cierta forma, el que se realice”. Por su parte, la disciplina aparece como “un principio de control de la producción del discurso. Ella le fija sus límites por el juego de una identidad que tiene la forma de una reactualización permanente de las reglas”.

Si las reflexiones de Foucault sobre la “historia de las ciencias” desbrozan ya el terreno de una “crítica de la historiografía” liberada de la tutela metafísica, su exploración de la economía política de la verdad y de los mecanismos de exclusión del discurso peligroso permite abordar el análisis de la Historia Científica como forma hegemónica del discurso historiográfico, basada en una determinada disposición política del saber y en el efecto combinado de diversas estrategias excluyentes.

Pero no se agota aquí el interés de la Teoría Francesa para los trabajos contemporáneos de la crítica del relato historiográfico. También en El Orden..., encontramos una serie de propuestas metodológicas recuperables por el proyecto deconstructor: un principio de tratocamiento, que “allí donde la tradición sitúa las fuentes del discurso (autor, disciplina...) ve otras tantas barreras excluyentes”; un principio de discontinuidad, que “trata a los discursos como prácticas discontinuas que se cruzan, yuxtaponen o excluyen”; y una regla de exterioridad, por la que nos centraremos en la fenomenología y repercusión del discurso como materia, como realidad externa. A partir de ahí, Foucault definirá un doble horizonte de análisis: a) un conjunto crítico que utiliza el principio de trastocamiento para encarar las formas de exclusión allí donde era difícil imaginarlas; y b) un conjunto geneaológico intrigado por la formación del sistema de los discursos, atento a sus condiciones de aparición y de variación.

Ante semejante desarrollo de la Historia Efectiva, Nietzsche podría sentirse satisfecho. Marx, no tanto. En efecto, aunque Foucault emancipó la “historia de las ideas” de su larga dependencia metafísica, no por ello terminó de precisar su posición ante la determinación social. A fin de cuentas, 'detiene' el análisis en el momento originario de las Reglas de Constitución del objeto del discurso, de las “prácticas discursiva”, de las “epistemes”..., dejando en el aire la pregunta por la producción (social) de tales conformaciones. Y su justa valoración de las rupturas, de las discontinuidades, de las emergencias..., no se acompaña del establecimiento complementario de los factores de transición hacia las nuevas ordenaciones o de las condiciones generales de la 'irrupción' de nuevas formas de objetividad y subjetividad.

Toda la esfera de lo político permanecería al margen de la sagaz Teoría Francesa si Foucault no hubiera mostrado especial interés por la denominada “microfísica del poder”. Y también en este ámbito, la desconsideración de lo social acarrea serios problemas a las tesis rectoras: saldarán su acostumbrada huida de la metafísica con una recaída en cierto fetichismo sofisticado -con una ontologización subrepticia del Poder... Como anotara J. Baudrillard, “el poder en Foucault continúa siendo, incluso pulverizado, una noción 'estructural', una noción polar perfecta en su genealogía, inexplicable en su presencia, insuperable a pesar de una especie de denuncia latente (…), una forma que domina y que parece encontrar su proceso en sí misma”. Por momentos, incluso, se fortalecerá la sospecha de que ese fetichismo del Poder, de la Lucha, de la Dominación, amenaza con restaurar, por debajo de su onmipresencia, la arbitrariedad del antropologismo naturalista. Y, en cualquier caso, es indudable que el “determinismo político” expreso que Foucault asume en obras como La Verdad y las Formas Jurídicas solo conduce a una esquematización abisal del complejo problema de la causalidad histórica...

Con todo y pese a sus insuficiencias, Foucault ha provisto a la “crítica de la historiografía” de las herramientas que necesitaba para 'evitar' el logocentrismo y reconocerlo sin dificultad bajo la retórica racionalizadora de la Ciencia de la Historia. Por supuesto, y como era de esperar, la crítica histoiográfica académica adeuda mucho más a la metafísica moderna que al tenaz esfuerzo desmitificador de la Escuela Francesa.

6) La revuelta de los especialistas: aproximación a la “crítica interna” de las disciplinas científicas

También ha corrido ese peligro la intempestiva eclosión de la crítica interna de las disciplinas científicas, más inspirada en la tradición marxista que en la Wirkliche Histoire nietzscheana. Casi ninguna rama del saber ha quedado a salvo de la violenta irrupción de tal “criticismo” desde las postrimerías de los años 50. La repulsa de los métodos y de los presupuestos de la cientificidad burguesa procedía ahora del 'interior' de las mismas especialidades, y encontraba en los profesionales a sus portavoces más cualificados. Ya no se trataba de la reflexión 'distante' de un filósofo o de un teórico del saber. Durante más de medio siglo, se han sucedido los pronunciamientos de investigadores empeñados en pensar “su” disciplina para 'reforzarla', 'disolverla' o simplemente 'negarla'.

La denuncia de los efectos esterilizantes de la fragmentación del saber tomó cuerpo con reconfortante vigor en casi todas las “ciencias sociales”: Braunstein en Psicología, Heller en Psicología Social y, de manera muy especial, en Antropología, Basaglia en Psiquiatría, Newby en Sociología General y Rural, Castells en Sociología Urbana, Harvey en Geografía, etcétera. Fuera de ellas también se dejó oír el nuevo revisionismo, incluso en disciplinas aparentemente “irreprochables: Di Siena en Etología y Biología, Viña en Matemáticas, Lévy-Leblond en Física,...

Si hubiera que seleccionar los rasgos más generales de esta eclosión de la crítica intradisciplinaria convendría atender a los siguientes lugares de confluencia: casi siempre, como punto de partida se halla el redescubrimiento de la “revolución epistemológica” de Marx y la sospecha de que el método marxiano no se aviene a las realizaciones teóricas y pragmáticas de las diferentes disciplinas, por lo que estas precisarían o bien de una readecuación conceptual (Heller, Castells,...) o bien una autodisolución en otro tipo de saber más nítidamente histórico (Braunstein y Harvey, por ejemplo); también se sitúa en el origen de la “crítica interna” la decepción ante los logros prácticos de la investigación 'disciplinaria' y la repulsa de su fácil instrumentación en tanto “fuente de legitimación” por el sistema social y político vigente. Por supuesto, en la base de toda la revisión se encuentra la profundización en los clásicos del marxismo, frecuentemente interpretados a la luz del althusserismo y de su teoría de la ideología, y, en un nivel más inmediato, la constatación de las insuficiencias del instrumental teórico y técnico de la disciplinariedad a la hora de afrontar determinados temas cruciales -cuestiones/intersección que desbordan la delimitación académica: el urbanismo en Castells, la agresividad en Heller y Di Siena, la conformación de la personalidad en Braunstein, la génesis de la neurosis en Basaglia, etc.

La valoración de la crítica interna, con todo, debe ser matizada. Pese a la heterogeneidad de las experiencias, aún pueden detectarse ciertas 'tendencias' poco saludables: una de ellas, fiel a las consignas de Althusser, parece entregada a la “construcción de objetos teóricos” y, aunque arranca por lo general de una interesante crítica de las interpretaciones académicas como discursos de 'racionalización', desemboca fácilmente en una sorprendente reactualización del logocentrismo, bajo la coartada de la fidelidad al marxismo (fe restablecida en una Ciencia perfectamente distinguible de la Ideología y del Error, aceptación acrítica de la teoría social marxiana como fundamento de aparatos conceptuales que se predican 'eternos' y 'universalmente válidos', definición de una combinatoria compleja que pretende resolver el problema de la causalidad histórica al precio de situarse por encima del tiempo y a salvo de cualquier contingencia de la praxis, etc.); otra línea de evolución no menos problemática, embaucada por la mitología burguesa de la 'interdisciplinariedad', tiende a contentarse con los experimentos de sincretismo disciplinario, y, en último término, no promueve más que una redistribución de los saberes parcelarios, respetando tanto la “ideología de la compartimentación” como los presupuestos onto-teo-teleológicos de la cientificidad moderna.

Sin embargo, un ramal de la crítica intradisciplinaria -marcado sensiblemente por la coyuntura histórica del 68- ha logrado 'interiorizar' buena parte de las conclusiones de la tradición antilogocéntrica, especificando denuncias excesivamente generales hasta entonces y delimitando las tareas concretas de la deconstrucción de la cientificidad en cada disciplina particular. Dentro de esta línea “renovadora”, Lévi-Leblond ha propuesto toda una cartografía de la crítica interna, tendente a desacreditar una vez más “la ya clásica afirmación sobre el carácter neutro y socialmente progresivo de la ciencia”. En su opinión, “para comprender la naturaleza exacta de las relaciones entre la ciencia y la sociedad, hay que tener en cuenta el conjunto de la actividad científica, y no únicamente sus resultados”. O, en otras palabras:

“Es imposible separar el conocimiento científico, producto de una actividad, de su 'modo' de producción. Así, p. ej., en el plano económico la importancia actual de la investigación científica no procede únicamente (quizás ni siquiera esencialmente) de su papel innovador y creador de nuevas tecnologías, sino también de su función consumidora y destructora, lugar de inversiones reguladoras del desarrollo económico capitalista, mercado de equipo perpetuamente obsolescente y reemplazable, fuente de inmensos beneficios para algunas firmas. Simultáneamente, en el plano ideológico, las normas de funcionamiento interno de la ciencia actual suponen y consolidan las formas modernas de la ideología dominante: el elitismo del experto, la jerarquía de la competencia, la racionalidad técnica. La célebre 'objetividad' científica sirve de máscara y aval a la clase dominante en su intento de imponer un modo de pensamiento tecnocrático, en términos de relaciones 'a todo lo largo' entre unos conceptos que se pretenden neutros -en los que todo juicio de valor parece excluido, toda desigualdad de poder ignorada, toda subjetividad y todo deseo rechazados...”.

En otra parte concreta aún más los diferentes órdenes de la crítica de la ciencia, subrayando que “la crítica ideológica no puede limitarse a los problemas epistemológicos en el sentido tradicional de la palabra (…); la crítica debe apuntar necesariamente las implicaciones sociales, económicas, políticas e incluso psicológicas de la ciencia, tanto en las diversas prácticas propias de esos diferentes niveles (los diferentes aspectos de la producción científica) como en la articulación de estas prácticas con las restantes instancias sociales”. Propuestas de este tipo rebasan los límites de la tradicional “crítica de la ideología”, obcecada en desentrañar la mistificación allí donde más eficazmente se refugiaba -perdiendo de vista por tanto todo cuanto se situara 'al exterior' del texto, más allá de la literalidad de las interpretaciones. Tal reduccionismo crítico, predominante en nuestros días, no ha sido combatido solo por Lévy-Leblond -en el terreno de la psiquiatría también Basaglia promueve una apertura análoga a los procesos de 'producción' del saber científico, con sus diversas determinaciones económicas, sociales, políticas...

Como se observará, la superación del “contenidismo” parece apuntar en la dirección marcada por los mejores pasajes de Foucault: seguir el discurso, como exterioridad, en sus desplazamientos, en su circulación, desde el instante de su producción, de su advenimiento, hasta el momento de su exclusión o de su canonización como objeto de 'comentario', saber de 'disciplina', constituyente de 'ciencia'; atenderlo no solo como portador de una 'verdad' que se desea imponer, sino también como 'instrumento' por el que se lucha y 'escenario' de la misma contienda en que se juega su destino; describir su relación con los poderes que lo cercan y doman, con los organismos e instituciones que lo forjan o mutilan; desvelar sus efectos de 'constitución' sobre el sujeto, su contribución a la emergencia de tipos específicos de subjetividad.

Para nuestro caso, p. ej., aceptar las propuestas de Lévy-Leblond o Basaglia, de neta factura foucaultiana, significaría analizar, junto a la configuración epistemológica y a la semántica política del discurso historiográfico moderno, la determinación socio-económica, los efectos ideológicos y el funcionamiento político de todo el aparato académico de la Universidad, con sus seminarios y departamentos, sus códigos, sus reglas y jerarquías, sus sistemas de investigación y publicación,...; de la escenografía complementaria de los Congresos y las Conmemoraciones, los Cursos de Verano y los Encuentros, los Premios y los Certámenes,...; de la microfísica del poder constituida por los procedimientos de examen y evaluación, la dinámica de las clases y la coerción de los temarios, los mecanismos de sanción y de exclusión, los controles institucionales,...; de las estrategias de divulgación, con sus revistas y programas, con sus manuales,...; de la organización de la enseñanza en los niveles 'inferiores' del Instituto y de la Escuela, con su problemática particular pero con sus conexiones sistemáticas, etcétera.

7) Posmodernismo de resistencia y denegación de la “Ciencia de la Historia”

Se abre, en definitiva, un amplio campo de trabajo -inexplorado y retador- para la crítica de la cientificidad burguesa, una región de análisis apenas entrevista por los investigadores actualmente comprometidos en la revisión de sus disciplinas. Sin embargo, y en gran medida como requisito previo, surge la necesidad de determinar socio-históricamente las condiciones de posibilidad de semejante deconstrucción -resituar en su horizonte histórico específico el complejo proceso que involucra, en un mismo movimiento, la negación de la Ciencia, la crisis de la Razón, la muerte del Sujeto y la desacralización de la Verdad. Si, como afirmó Marx, “ninguna época se plantea nunca aquellos problemas que no está en situación de resolver”, y si, como creemos haber demostrado, nuestro tiempo se interroga, casi convulsivamente, por el sentido que todavía hoy puede conservar, p. ej., la invocación de una historia-disciplina 'científica' (o Historia Razonada, o Historia Objetiva, o...), entonces habrá que dilucidad, consecuentemente, qué premisas estrictamente temporales, qué factores históricos y sociales, permiten en la actualidad “tentar” la denegación, el desarmamiento, del orden vigente del saber, de la conformación establecida del discurso.

Y para deslindar el espacio general de esta reubicación en la historia, que ni siquiera hemos ensayado por exceder en estos momentos de nuestras fuerzas, las perspectivas arrojadas por la coetánea discusión sobre el 'concepto' de Posmodernidad se demuestran especialmente útiles.

Desde la teoría de la posmodernidad (en su versión “de resistencia”), el devenir de la Historia Científica podría presentarse así: constitución y atrincheramiento del Proyecto Moderno (burgués, 'ilustrado') en la práctica historiográfica. Acogiéndose a la hospitalidad interesada de la “cientificidad” (tal y como se define en ese período), la disciplina histórica contribuirá, desde su recién delimitado territorio, a la preservación del sistema de castas articulado sobre la parcelación del saber: de una parte, la Ciencia; de otra, el Arte; tan lejos de Este como de Aquella, igualmente autónoma y suficiente, la Moral.

Canalizando el furor segregacionista de la episteme moderna hacia su propio interior, la Ciencia alumbrará disciplinas cercadas, rigurosamente independientes, y organizará un universo del saber fracturado según las exigencias de la empresa legitimadora. Desde cada recinto del saber, desde cada celda de la cientificidad, un discurso reiterativo pondrá a cubierto la tecnología de poder incorporada a la “verdad disciplinaria”, reutilizando la vieja manta de una epistemología fundamentalmente positivista, plagada de supuestos logocéntricos.

Solo abstrayendo la 'moderna' pretensión de cientificidad de las condiciones histórico-sociales en que se afirma, y borrando las huellas de su incardinación en el proyecto ideológico de la burguesía por fin dominante, pudo fetichizarse el concepto de Ciencia, alimentado por el “mito del rigor” bajo el que se desenvuelve la compatimentación vigente del saber.

El agotamiento del Proyecto Moderno en la coyuntura histórica de los años sesenta marcó el despliegue de cierta autorreflexión crítica en las disciplinas científicas. Quizás se sitúe allí el momento en que, como señalara Benjamin, la producción cultural advierte el peligro que la había amenazado y ante el cual terminó rindiéndose (“prestarse a ser instrumento de la clase dominante”), para experimentar nuevas vías de cuestionamiento crítico del orden establecido. Desde entonces, la sospecha de que la tésera Ciencia-Arte-Moral había claudicado ante determinados requerimientos ideológicos permitió redefinir el alcance de la “crítica interna” como negación de la compartimentación. Precisamente, en la veneración del tríptico empezó a buscarse el porqué de la frustración de las vanguardias, del mismo modo que la esterilización de las disciplinas científicas tendió a interpretarse en términos de excesivo constreñimiento analítico. El poliedro del saber se abría por una de sus caras más débiles y revelaba imprevistamente la oquedad de su secreto.

Por un extraño atavismo, la historiografía permaneció al margen de ese proceso y solo revisó su instrumental metodológico para profundizar la brecha de la disciplinariedad. Mientras la crítica interna de las restantes ciencias sociales empezaba a desmontar cuanto de “obsceno” había, para cada disciplina, en la existencia misma de las demás..., la policía de la Historia Científica se entregaba a la pornografía del saber interdisciplinario (Vilar) o a la combinatoria de la definición del Objeto (Althusser). La marioneta de un materialismo histórico vuelto contra sus propias premisas epistemológicas podía amenizar la celebración entusiástica de un Criticismo devenido Racionalización: ahora más que nunca se agitaba la bandera de la Cientificidad, de la Historia Razonada, del Saber por fin liberado de la Mixtificación Ideolológica...

Recuperando propuestas marginadas por la memora histórico-filosófica de la Modernidad, puede articularse hoy el proyecto de una crítica radical de la historiografía, atenta al efecto de legitimación de la investigación académica y complaciente ante las condiciones de lo que actualmente se presenta como “estrategia general de la deconstrucción”. Para conducir el análisis por el desfiladero de la crítica, habrá que desencantar la figura de la Razón moderna, mostrando la mezquindad de sus móviles y la sutileza con que regía los destinos de las diferentes ciencias.

Desde el interior de la “teoría del posmodernismo” apenas se ha superado el umbral de esta identificación genérica de las ciencias académicas, la estética anterior al pos-vanguardismo y la moral de la Emancipación con el logos de la dominación burguesa, tal y como se especifica en la determinación moderna de la Ratio (Kant, Hegel y 'cierto' Marx, a la sombra de la Ilustración). Los esfuerzos solitarios de F. Jameson y el exotismo conceptual de J. P. Lyotard todavía nos dejan en el “más acá” de la simple correlación cronológica y del determinismo 'tecnologista', respectivamente.

Con todo, los teóricos del Posmodernismo nos han recordado, agitando la “paz” en absoluto inocente de la antiguas convicciones 'progresistas', la implacable contingencia de los Proyectos Revolucionarios. Y al insistir audazmente en el desvanecimiento del 'poder de perturbación' que en otro tiempo mantuvieron los principios, las consignas y las realizaciones de la Modernidad, han puesto a disposición de la Historia Crítica un valioso índice de su propia temporalidad.

Como la “caída” de la Razón en la terrenalidad -infinitamente más humana- de la praxis , como la transfixión de la Estética por la práctica irreverente de la interferencia, como la humillación de la Moral por la nueva primacía de la afirmación o como la desublimación de la Revolución por la estrategia -menos grandiosa, pero ya decididamente “laica”- de la resistencia..., la crítica de la Historiografía Científica emerge precisamente en el tracto (en el lugar y a la hora) de la crisis irreversible del Proyecto Moderno, cuando la conversión de los antiguos procedimientos de subversión en eficientes instrumentos de dominación y control social alcanza una nitidez ya insoportable.

Y entre aquellas veneradas 'armas' que han dejado de servir a la Emancipación de la Humanidad para ofrecerse a la oscura tentación del suicidio, entre aquellas heroicas 'herramientas de futuro' degradadas en mordaza de un tiempo que parece detenerse, como trasfondo de una Eucaristía que sigue prometiendo la felicidad en Otro Mundo cuando en este peligra incluso la misma salud, encontramos el Partido de Izquierda y el Sindicato en la política profesionalizada, el Realismo Social y la Provocación Vanguardista en el arte autónomo, la ascética de la Liberación en la “moral (ilustrada) de la cría y de la doma” y la apocalíptica del triunfo de la Verdad sobre la Superstición y la Ideología en la policía de la ciencia.

El fundamento histórico de semejante desplazamiento debe buscarse en la “redefinición” técnico-organizativa, económica, social, política e ideológica del Capitalismo: una reestructuración 'inacabada' que transforma lo que ayer aparecía como un Mal perfectamente identificable, transparente en su andamiaje y funcionamiento, inteligible en su lenguaje (la sociedad burguesa de fines del XIX y buena parte del XX), en lo que hoy medio vislumbramos como un Enemigo difuso y en movimiento, escondido tras máscaras nunca vistas, perverso en sus manifestaciones y en sus signos, en plena transfiguración y por tanto a salvo del análisis disectivo o de la radiografía estática.

Como en todo período de crisis, de transición, de agotamiento y emergencia, nos vemos privados de la claridad necesaria para poder levantar de nuevo el mapa de las contradicciones, de las fortalezas y de las debilidades, de las incursiones y de las retiradas. Ni siquiera podemos, aún, definir el sentido de las prácticas que habrán de suceder algún día a estas que hoy negamos por su responsabilidad en el dolor de nuestros contemporáneos. Sin embargo, la ingente tarea de la deconstrucción interviene allí donde la complicidad de la cultura moderna con el sufrimiento del sujeto empírico de la resistencia delimita un espacio de “lucha”. Y esa intervención crítica sueña con contribuir al desvelamiento de las dificultades y de los obstáculos de una praxis que no pretende ya establecer; una praxis que, fiándose poco de las palabras, se enunciará en los hechos, desesperantemente acorde con el estado de excepción en que vivimos.

III)
Escala
(“El principio está al final”)

Partiendo de Marx, Nietzsche y Freud, y derivando hasta la Teoría de la Posmodernidad, una suerte de inconclusa expedición crítica aporta materiales para la deconstrucción del relato historiográfico dominante, esbozando una denuncia no suficientemente atendida: mero exudado de la tradición logocéntrica occidental, reforjada al yunque de las categorías de la Ilustración e inserta en el Proyecto Moderno de la burguesía consolidada, la Ciencia de la Historia, en su conjunto, se constituye como “saber de legitimación” del orden capitalista (con su expoliador Libre Mercado no tan libre, su Democracia Representativa apenas democrática y la inhumanidad de sus etnocidas Derechos Humanos).

Para fundamentar esta denuncia, y a modo de conclusión “preliminar” (muelle de atraque que lo es también de un nuevo embarque, línea de llegada erigida en línea de salida), como escala de un periplo que apunta a la crítica de toda nuestra formación cultural, cabe establecer que la metafísica y el positivismo inherentes a la práctica académica del análisis histórico se manifiestan especialmente en:

A) La forma en que la Historia Disciplinaria se autodefine como Ciencia, Saber Razonado o Práctica Objetiva, buscando argumentos en el interior de una axiomática gnoseológica -'teoría clásica del conocimiento' o 'epistemología de la presencia'- fundamentalmente dominada por la onto-teo-teleología. En efecto, el universo discursivo de la tradicional Teoría del Conocimiento arraiga necesariamente en el logocentrismo al suponer, de modo no siempre tácito: una “actividad constituyente” que asegure, desde una 'anterioridad' ultramundana (sucedáneo lógico de la Creación), la unidad o, por lo menos, la correspondencia 'original' entre el plano de una Ciencia definida como sistema formal y el plano múltiple de las experiencias posibles; un Sujeto idéntico a través del tiempo que posibilite, así, la síntesis entre la diversidad de lo dado y la unidad (idealidad) del concepto como estructura permanente; y una cierta inmanencia trascendental de la Verdad como secreto esencial de las cosas, al alcance de Sujeto de Conocimiento y “su” Ciencia.

B) La definición del Objeto de análisis y del “hecho histórico”, delineada según la perspectiva de la Teoría del Reflejo (aunque circunstancialmente incorpore referencias a la dialéctica y al condicionamiento social de la investigación). Se afirma así, en el corazón de la metodología, una región poblada por entidades efectivamente “presentes”, “cósicas” -sucesos y acontecimientos-, eternamente disponibles y en espera de su 'investidura' como “hechos históricos”, de su 'descubrimiento' por la práctica historiográfica, destinadas a constituir, en su inmotivada compacidad, el pasado definitivamente 'restituido' del Sujeto de Conocimiento, su endurecida memoria histórica (más imaginable entonces como serie de estratos perfectamente sedimentados que como espacio 'mudo' sobre el que se despliega una lucha por la tradición y contra la tradición...).

C) El modo de determinar al Hombre como Sujeto de la Historia y del Conocimiento, “consciencia” siempre idéntica a sí misma a la que se ha prometido, como 'telos' de su constante desarrollo, un “destino” fatal y sublime -ya se trate de la 'realización' cumplida de todos sus “valores genéricos”, de su 'emancipación' integral como clausura de la larga historia de la dominación o de su irreversible 'elevación' por encima de las coacciones de la naturaleza y de la necesidad (merced a las excelencias de una “investigación científica” erigida en guía redentora de la Humanidad).

D) El acatamiento respetuoso de la “disciplinariedad” y de la compartimentación vigente del saber, celebradas como condición sine qua non del trabajo científico o sometidas localmente a la indulgencia de un 'reformismo' fácil (presuntamente optimizador de los rendimientos de la investigación especializada). Toda la organización institucional de la producción y circulación del discurso, inevitablemente 'política', quedará así fuera del horizonte de reflexión.

E) El enfoque académico del problema de la Causalidad, resuelto como postulación del Origen, sobredeterminación de un nivel específico de la dinámica histórica o combinatoria abstracta de los factores estructurales; y la representación (complementaria) del Tiempo según la óptica del Progreso, como “espacio homogéneo y vacío”, regida por modelos 'continuistas' o 'evolucionistas' que nos devuelven a la interpretación de la historia como despliegue teleológico de un Sentido -premisa de la racionalización del presente.

F) La concepción implícita de la Sociedad como yuxtaposición de intereses e iniciativas individuales, conjunto armonioso regulado por mecanismos de integración del conflicto o enfrentamiento necesario de clases económicamente contrapuestas -ante el cual la superestructura actuaría simplemente como pantalla de reflexión o dispositivo reproductor. De cualquier forma, la elaboración de la teoría social se desgaja de la práctica historiográfica, en correspondencia con su dominante positivista; y esta práctica se limita a ratificar la interpretación hegemónica aceptada de antemano por la mediación del aparato conceptual o a través de la viscosidad ideológica del “lenguaje cotidiano”. Como mucho, confirmará sin descanso concepciones alternativas, no-hegemónicas, también previamente definidas ('anticipadas' en cadenas conceptuales paralelas). Por último, allí donde se reivindique cierto “diálogo” entre la investigación pragmática y la reflexión teórica, la noción admitida de Teoría conduce directamente a la tautología o al logocentrismo.

G) La consideración de Lo Político como instancia o bien “independiente” de la investigación historiográfica, o bien apaciguada en el esquema de un condicionamiento recíproco entre saber y poder. En el mejor de los casos, se denunciará la “legitimación coyuntural” de órdenes políticos concretos por determinadas investigaciones 'ideológicas'. Y, casi sin excepción, se ignorará la “politicidad” de la misma problemática epistemológica, la adscripción de las prácticas científicas a órdenes específicos del discurso marcados por el conflicto social y por la disposición de las luchas.

H) La confianza suscitada por el utillaje metodológico (pragmático), engalanado con los atributos de la cientificidad, supuesta garantía última del 'rigor', la 'objetividad' o incluso la 'verdad' de las interpretaciones. De ahí el empeño, radicalmente inconsistente, en 'fijar' por adelantado, de una vez y para siempre, el “discurso del método”, al margen de la práctica y del movimiento de vaivén entre el objeto y la técnica de exégesis.

I) La concepción subyacente del Lenguaje y de la técnica de exposición, de la relación entre 'concepto' y 'metáfora'..., plagada aún de residuos fonocéntricos y encaminada hacia la justificación de “modos textuales” conservadores, disciplinarios a su manera, cerrados siempre a los recientes desarrollos de la teoría de la escritura y a la crítica, no menos actual, de la 'autoridad' del concepto.

He aquí un haz de perspectivas para ensayar el desmontaje del relato historiográfico moderno, herramientas para una tarea indefinidamente por hacer: des-armar la Ciencia de la Historia, anular su despliegue policial sobre el pasado y el modo en que racionaliza el presente a fin de esterilizar el futuro. “El principio está al final”.

pedrogarciaolivo.wordpress.com
pedrogarciaolivoliteratura.blogspot.com

 

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