lahaine.org
Carlo Frabetti :: 16/09/2008

Socialismo científico

Carlo Frabetti - La Haine
El carnivorismo, el puritanismo y el belicismo siguen siendo tres de las grandes lacras de nuestra cultura.

Y las tres, por cierto, tienen mucho que ver con el machismo, la causa última de nuestra miseria moral, el ingrediente básico de las religiones y las ideologías

El marxismo más visible, el más institucional, ha evolucionado muy poco desde los tiempos fundacionales. El marxismo, para merecer el nombre de socialismo científico, tiene que asimilar, ante todo, los logros teóricos y prácticos del feminismo, la principal fuerza revolucionaria de nuestro tiempo. Y también tiene que asimilar los logros teóricos y prácticos del anarquismo, el ecologismo, el pacifismo, el indigenismo, el vegetarianismo y otras formas de oposición a la barbarie capitalista. El marxismo tiene que volverse a la vez más nacionalista y más internacionalista, porque nacionalismo e internacionalismo no son antitéticos, sino complementarios.

El símil médico

Los científicos recurren al conocido «símil hidráulico» para hacer más comprensible el comportamiento de la electricidad (por eso hablamos de «corriente eléctrica»); al establecer un paralelismo entre una sustancia visible y familiar el agua y otra invisible que solo conocemos por sus efectos la electricidad, se facilita la comprensión de la segunda. El símil no es perfecto, pero equiparar el desplazamiento de los electrones por un conductor al flujo del agua por una cañería permite visualizar eficazmente conceptos como «intensidad», «resistencia» o «diferencia de potencial».

Tal vez tenga sentido (es decir, utilidad) establecer un paralelismo similar entre marxismo y medicina (o más bien entre la visión que muchos tienen de uno y otra).

Aunque con frecuencia se habla de la «ciencia médica», ello es tan impropio como lo sería, por ejemplo, hablar de una supuesta «ciencia arquitectónica». La arquitectura, como la ingeniería, no es una ciencia en sentido estricto sino, en todo caso, una técnica, es decir, la aplicación práctica de determinados conocimientos científicos. Y, mutatis mutandis, otro tanto se puede decir de la medicina y del marxismo.

A menudo se define el marxismo como el estudio científico de la realidad social, que es como decir que la medicina es el estudio científico de la realidad corporal. Ambas cosas son (o deberían ser) ciertas, desde luego, pero no constituyen definiciones sino requisitos: son condiciones necesarias, pero no suficientes. Los tecnócratas neoliberales que proponen el modelo de la «lancha salvavidas» son todo lo científicos que pueden ser los economistas, solo que sus planteamientos son brutalmente insolidarios y amorales; y lo mismo cabe decir de los biólogos nazis que experimentaban con prisioneros.

Lo que distingue a la medicina de la mera experimentación biológica es su irrenunciable propósito ético, explicitado en el juramento hipocrático: su finalidad es aliviar el sufrimiento físico y curar las enfermedades, del mismo modo que el objetivo del marxismo es aliviar el sufrimiento económico y devolver la salud a una sociedad enferma. Quienes pretenden conferir al marxismo el rango de ciencia objetiva al margen de todo discurso moral, no tienen claro ni lo que es la ciencia, ni lo que es el marxismo, ni lo que es la moral.

Por muy loable que sea el empeño cientificista que ha acompañado al marxismo desde sus orígenes, paradójicamente ha frenado o viciado su desarrollo; una cosa es querer ser científico y otra muy distinta por no decir opuesta creer ser científico (la diferencia es similar a la que hay entre buscar la verdad y pretender poseerla). Para poder ser realmente científico, el marxismo tiene que empezar por reconocer que no es una ciencia.

El símil físico

A finales del siglo XIX, la física parecía un edificio conceptual sólido y completo. Como dijo alguien, solo un par de insignificantes nubecillas perturbaban el despejado cielo de la reina de las ciencias. Pero esas nubecillas eran el experimento de Michelson-Morley y la denominada «catástrofe ultravioleta», y para disiparlas hubo que modificar los cimientos mismos de la física. Para explicar la constancia de la velocidad de la luz, evidenciada por el experimento de Michelson-Morley, Einstein tuvo que formular la teoría de la relatividad; y para que las ecuaciones que expresaban la radiación de un cuerpo negro dejaran de dar absurdos resultados infinitos, Planck tuvo que recurrir a los cuantos, que transformarían radicalmente no solo la física sino el concepto mismo de realidad.

También el marxismo, como la física de Galileo y Newton, parecía capaz de explicarlo todo. La lucha de clases es el motor de la historia, y la economía es la base del edificio social, la omnipresente «infraestructura» sobre la que se asienta y articula todo lo demás, que es mera «superestructura»; y una vez formulada esta teoría totalizadora, solo queda precisar los detalles. Este economicismo reduccionista y adialéctico, que sirvió de coartada a no pocas aberraciones del mal llamado «socialismo real», sigue siendo el credo de muchos marxistas ingenuos.

Ni la invasión de Hungría por la Unión Soviética, ni la Primavera de Praga, ni Mayo del 68, ni las reivindicaciones de las feministas y los homosexuales, ni los movimientos ecologistas y animalistas, ni la caída del muro de Berlín y sus secuelas: nada parece capaz de hacer reflexionar a quienes han convertido las decimonónicas tesis marxistas en un catecismo o un recetario de cocina política. Para ellos, las nubecillas que jalonan el horizonte del inevitable paraíso comunista se esfumarán sin dejar rastro cuando brille en todo su esplendor el «sol sin manchas» del partido único.

Las revoluciones las hacen, por definición, personas formadas en el sistema anterior, y que por tanto arrastran todos los prejuicios de una cultura prerrevolucionaria. Todos no: se han liberado, y no es poco, de lo relativo a la propiedad privada y a la jerarquía social; pero, desgraciadamente, el triunfo de la revolución no garantiza la desaparición automática de los demás prejuicios. Es más, las arduas tareas que inevitablemente tienen que afrontar los pueblos tras una revolución, suelen potenciar algunas de las falsas virtudes de la moral prerrevolucionaria, como el culto a la familia (con la consiguiente represión de la sexualidad), el sentimentalismo o el «espíritu deportivo»; y también algunos de sus peores vicios, como la retórica triunfalista o la exaltación de la virilidad (es decir, la sublimación del machismo), cuya máxima expresión es el militarismo. Este es el origen de las «nubecillas» que ensombrecen el luminoso cielo marxista, y que, como en el caso de la física, anuncian una aparatosa tormenta.

La aceptación teórica del materialismo no nos convierte ipso facto en materialistas, y la adopción de la dialéctica no nos libra automáticamente de la metafísica (y esto vale tanto para los individuos como para los partidos políticos y los pueblos). El dogmatismo, el irracionalismo, el determinismo y demás avatares de un idealismo milenario están demasiado arraigados en nuestra cultura como para eliminarlos de forma rápida, sencilla e indolora.

Del mismo modo que un siglo después de la revolución relativista nuestra visión subjetiva del mundo físico sigue siendo newtoniana, después de un siglo y medio de marxismo y de varias revoluciones sociales nuestra moral no ha dejado de ser dogmática, y la pugna dialéctica (o «metadialéctica») de la dialéctica misma con la metafísica parece poco menos que estancada. Cierto es que en los tres últimos siglos la razón le ha ganado importantes batallas al mito, pero aún está lejos de alcanzar la victoria final (es decir, inaugural) anunciada por la Ilustración y perseguida por el socialismo.

El hambre, el miedo y la libido son los tres motores de la conducta, las pulsiones más básicas e irreductibles de todos los animales, incluidos los racionales. Y en consecuencia, todas las sociedades, todas las culturas, se articulan alrededor de estos tres polos. Conseguir comida, protección y sexo son nuestros objetivos prioritarios, y una organización social es, ante todo, un intento de garantizar y regular la satisfacción de estas necesidades primordiales. No es extraño, por tanto, que los hábitos alimentarios y sexuales, así como las formas de evitar el peligro y conjurar el miedo, sean los rasgos más característicos de una cultura y los más arraigados en los individuos que la comparten, hasta el punto de que todos tendemos a considerar «naturales» nuestras costumbres dietéticas, eróticas y defensivas, y no solo nos resulta muy difícil modificarlas, sino incluso reflexionar sobre ellas. Tan difícil que la izquierda ha sido incapaz, hasta ahora, no ya de resolver, sino tan siquiera de abordar con el debido rigor las contradicciones directamente relacionadas con la alimentación, la sexualidad y la defensa.

El carnivorismo, el puritanismo y el belicismo siguen siendo tres de las grandes lacras de nuestra cultura; y las tres, por cierto, tienen mucho que ver con el machismo, la causa última de nuestra miseria moral, el ingrediente básico de las religiones y las ideologías. Ya los antiguos griegos comprendieron que el enemigo a abatir es el padre-padrone, el patriarca, pero no pudieron soportar esta revelación deslumbrante (por eso Edipo se arranca los ojos). Y aunque el feminismo nos ha devuelto la vista, tendemos a mirar hacia otro lado, flaqueamos en nuestra vocación dialéctica (y metadialéctica), nos refugiamos en los dogmas tranquilizadores. Engels no podría haberlo dicho más claro: la primera explotación, y el modelo de todas las demás, es la explotación de la mujer por el hombre; pero ni siquiera Marx lo escuchó con la debida atención.

Carnivorismo, puritanismo y belicismo

Para comprender la pervivencia del dogmatismo (de la ideología, en última instancia) en nuestra visión supuestamente racionalista del mundo, conviene reflexionar sobre esos tres grandes problemas que la izquierda institucional parece incapaz de abordar con el suficiente rigor: el carnivorismo, el puritanismo y el belicismo.

1. Comer carne no solo es innecesario, sino que además es insano. La propia Organización Mundial de la Salud lo advirtió hace más de treinta años, aunque luego las presiones comerciales y políticas le impidieron insistir en ello. El consumo de carne sobrecarga nuestro aparato digestivo de primates y favorece la aparición de tumores. Y además, debido a la contaminación ambiental, con la carne no solo ingerimos sus propias toxinas (como la cancerígena prolactina), sino también las que los animales que comemos acumulan a lo largo de su vida (como el mercurio y otros metales pesados que el organismo es incapaz de eliminar). Por no hablar del colesterol: incluso las carnes más magras contienen un alto porcentaje de grasas saturadas. Por no hablar de las vacas locas, la peste porcina, la gripe aviar...

Pero no solo hay poderosas razones dietéticas y sanitarias para evitar el carnivorismo, sino también éticas, económicas y ecológicas, es decir, políticas.

La producción de carne es un negocio ruinoso (para la sociedad, claro, no para los fabricantes de hamburguesas) y una de las principales causas del hambre en el mundo. Para producir un kilo de proteína cárnica hacen falta hasta diez kilos de proteína vegetal, lo que significa que con la soja y el grano que consume el ganado sólo en Estados Unidos, se podría alimentar a toda la humanidad. Mientras los etíopes se mueren de hambre, el 40% de los campos de Etiopía se dedica al cultivo de soja destinada a la alimentación de las vacas estadounidenses. El carnivorismo, además de violar los derechos de los animales, constituye un brutal atentado contra los derechos humanos.

¿Por qué, entonces, solo una pequeña parte de la izquierda defiende la causa del vegetarianismo? Porque los hábitos ligados a nuestras pulsiones más básicas (y el hambre es la primera) se consideran «naturales», y son, por tanto, difícilmente asequibles a la reflexión, al asalto dialéctico de la razón. Y así, el arquetipo del macho armado, ora cazador ora guerrero, sigue presidiendo nuestra salvaje cultura patriarcal, nuestra despiadada sociedad competitiva, depredadora, carnívora.

2. El puritanismo lleva el discurso moral al ámbito de la sexualidad, es decir, de lo privado (más aún, de lo íntimo), y por tanto solo es compatible con el dogmatismo más prepotente e invasor. Sin embargo, algunas personas (y organizaciones) que se dicen de izquierdas asumen de forma inconsciente la moral sexual cristiano-burguesa, lo que las lleva a incurrir en contradicciones grotescas. Por ejemplo, hasta hace bien poco la actitud de muchos supuestos comunistas hacia la homosexualidad era sencillamente vergonzosa (cuando no criminal), y aunque la situación ha cambiado bastante en los últimos años, la homofobia sigue estando presente en todo el espectro político de la mayoría de los países.

El poder siempre ha intentado controlar la sexualidad y la procreación, y como el poder (al menos en el período histórico) siempre ha sido patriarcal, ha puesto un especial empeño en el sometimiento o en la negación de la sexualidad femenina (así como de la homosexualidad y otras «desviaciones»). Esta es la explicación última del puritanismo y de su paradójica pervivencia en ciertos sectores de la izquierda, que aún no han comprendido que, por definición, no se puede llevar el discurso moral al terreno de la intimidad (puesto que la intimidad, siempre que haya acuerdo entre quienes la comparten, es el lugar donde los individuos dejan de tener que rendir cuentas a la sociedad); que aún no han comprendido que sin libertad sexual no hay libertad a secas, y que esa libertad incluye, nos guste o no, lo que algunos llaman libertinaje, perversión o pecado.

3. Aunque, afortunadamente, el belicismo explícito tiene cada vez menos adeptos, seguimos aceptando con naturalidad, cuando no con alborozo, la grotesca parafernalia marcial. «Quienes disfrutan en un desfile militar solo por error han recibido un cerebro: con médula espinal habrían tenido bastante», decía Einstein. Y Cyrano de Bergerac, en su Historia cómica de los estados e imperios de la Luna, deplora que llevar colgada del cinto una espada, un instrumento de muerte, sea un signo de distinción. Sin embargo, la gente sigue acudiendo en masa a los desfiles, y los militares siguen luciendo con orgullo sus ridículos sables.

Pero, más que de los guerreros propiamente dichos, el belicismo de nuestra sociedad actual se nutre de sus sucedáneos: las estrellas del deporte y los equipos de fútbol, que libran sus incruentos combates para satisfacer (y alimentar) la agresividad latente de millones de machitos (y de algunas hembritas, aunque muchísimas menos). Y en este terreno (en el «terreno de juego»), la batalla dialéctica de la razón contra el mito aún está por librar. La patraña del «espíritu olímpico» ha calado tan hondo que la supuesta «nobleza» del deporte agonístico se ha convertido en algo incuestionable. Y sin embargo, el deporte, tal como hoy se entiende y se practica, es belicismo sublimado, belicismo mitificado, es decir, convertido en mito, en mito justificador y sustentador de nuestra desdichada cultura. Se supone que el deportista es el paradigma del hombre sano, cuando en realidad el deporte solo es sano si es puro juego profiláctico, si no tiene más objetivos que la diversión y el ejercicio. El deportista que se esfuerza hasta extenuarse por derrotar a un adversario o superar una marca, por llegar más alto, más lejos o más deprisa que los demás, es un enfermo, un pervertido, el pervertido emblemático de una sociedad perversa. Por eso se habla tanto de «juego limpio»: porque el deporte competitivo (es decir, casi todo el deporte) es el más sucio de los juegos. En nuestra miserable sociedad, la vida consiste en competir para tener, en vez de colaborar para ser, y el mito del deporte santifica la competencia, la lucha sin cuartel por la superioridad y el poder. El tan cacareado espíritu olímpico es, en última instancia, la misma basura que el ardor guerrero; si «lo importante es participar», como se dice hipócritamente, ¿por qué los deportistas se esfuerzan tanto por ganar, hasta el extremo de arriesgar su salud e incluso su vida?

Nuestros remotos antepasados, los primeros cazadores, no tuvieron elección: la escasez de alimentos vegetales los obligó a pasar del apacible frugivorismo propio de los primates al feroz carnivorismo de los depredadores; de ahí a la exaltación de la violencia y de la camaradería masculina (con la consiguiente relegación de las mujeres) no había más que un paso, y era casi inevitable que lo dieran. Pero ya va siendo hora de que demos el siguiente.

Machismo e ideología

Y el siguiente paso tendrá que ser, necesariamente, la superación definitiva inaugural del machismo.

Aunque la situación de las mujeres ha mejorado bastante en las últimas décadas, el machismo sigue siendo la tara nuclear de nuestra cultura. Las feministas, con su lucha tenaz y a menudo heroica, con su crítica sistemática de las instituciones patriarcales, han transformado sustancialmente nuestra sociedad y nuestra visión del mundo, pero la mayoría de los hombres se resisten a renunciar a sus privilegios.

El feminismo ha puesto en evidencia, mejor que ninguna otra corriente de pensamiento, tanto la arbitrariedad del psicoanálisis como la insuficiencia del marxismo, es decir, ha cuestionado los dos grandes discursos totalizadores del siglo xx. Algunos creen (o quisieran creer) que los posmodernos, los «nuevos filósofos» y los relativistas culturales han acabado con el marxismo, cuando lo único que han hecho ha sido demostrar su propia banalidad. Las feministas, por el contrario, se han fortalecido (y han fortalecido el marxismo) en su confrontación con la izquierda institucional.

En general, los partidos políticos han intentado colonizar o sucursalizar el feminismo, pero solo lo han conseguido (y no del todo) con sus tendencias menos combativas. Con objeto de neutralizar a las incómodas feministas, los «marxistas ortodoxos» (contradicción in terminis, puesto que el marxismo no es una doxia y no cabe, por tanto, invocar en su nombre ninguna «recta doctrina») vienen repitiendo desde hace décadas que la liberación de la mujer está supeditada a la de la clase obrera. Este burdo argumento mecanicista (que es una forma de posponer indefinidamente, cuando no de negarlas, las reivindicaciones específicamente femeninas) ilustra el anquilosamiento de una dialéctica contaminada por el mismo dogmatismo que pretende superar (es decir, el bloqueo a nivel institucional de la pugna «metadialéctica» del propio materialismo dialéctico con la ideología), y en los años 70 suscitó entre las feministas un encendido debate sobre el problema de la «doble militancia». ¿Se puede militar a la vez en el feminismo y en un partido político? Y, a un nivel más general, ¿es compatible el feminismo con el marxismo?

La primera pregunta hacía referencia, obviamente, a los partidos de izquierdas, puesto que la derecha es, por definición, impermeable a cualquier propuesta transformadora. Y, por tanto, muchos (y muchas) consideraban que responder afirmativamente a la segunda pregunta era el requisito indispensable para poder tan siquiera plantearse la primera. Paradójicamente (y una paradoja, como decía Hegel, es una verdad cabeza abajo), lo cierto es justo lo contrario, como comprendieron algunas feministas radicales: precisamente porque el feminismo es inseparable del socialismo, no era posible la doble militancia, puesto que los partidos pretendidamente marxistas lo eran de un modo espurio, dogmático, que el propio Marx rechazó en su día (y que le llevó a decir «Yo no soy marxista»).

¿Ha cambiado la situación en la actualidad? En los grandes partidos de izquierdas, desde luego que no: están tan empantanados en la ideología como hace treinta años, si no más, y, por consiguiente, siguen siendo incompatibles tanto con el feminismo como con el socialismo científico (es decir, materialista y dialéctico) que propugnaban Marx y Engels.

Socialismo y feminismo

A primera vista, la semántica parece una parte de la semiótica. Puesto que la semiótica estudia los signos en general y la semántica se centra en los significados de las palabras, que son un tipo concreto de signos, parece obvio que la segunda está contenida en la primera. Pero la semiótica se formula mediante palabras, y por tanto es una de las innumerables construcciones lingüísticas cuyos significados estudia la semántica; consiguientemente, la primera está contenida en la segunda. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina?

Si pensamos de forma mecanicista, la paradoja se convierte en aporía, del mismo modo que el problema del huevo y la gallina nos arroja al abismo sin fondo de una regresión infinita. Pero para el pensamiento dialéctico una paradoja es una verdad cabeza abajo, que nos recuerda, en primer lugar, que «arriba» y «abajo» son conceptos relativos (interrelacionados), que se determinan mutuamente y se pueden (se deben) «sintetizar» para superar la contradicción. La semiótica y la semántica se contienen mutuamente, forman un todo indisoluble, y su desarrollo conjunto es un proceso dialéctico que se inició con los primeros gestos y los primeros gruñidos que nuestros remotos antepasados utilizaron para comunicarse.

Análogamente, puesto que el socialismo lucha por la liberación de todos los oprimidos y el feminismo combate la opresión de las mujeres, el segundo parece una rama del primero. Pero puesto que, como nos recuerda Engels, la explotación de la mujer por el hombre es la primera de las explotaciones y el origen de todas las demás, el socialismo es una extensión, una ramificación del feminismo troncal (y radical, valga el juego de palabras). ¿Qué fue antes, la manzana o el manzano?

La cuestión, una vez más, escapa a cualquier intento de explicación ideológica o mecánica. El socialismo y el feminismo se contienen mutuamente (como dos manos entrelazadas), forman un todo indisoluble, y su desarrollo conjunto es un proceso dialéctico que se inició cuando los primeros patriarcas empezaron a tratar a las mujeres como si fueran esclavas y a los esclavos como si fueran sumisas mujeres.

Socialismo científico

El hecho de que nos empeñemos en seguir llamando «marxismo» a lo que Marx y Engels denominaron «socialismo científico» es menos anecdótico de lo que podría parecer a primera vista. En primer lugar, el término supone un agravio comparativo, pues prescinde de uno de los cofundadores y, en segundo lugar, es reductivo y adialéctico, pues identifica todo un proceso, un desarrollo continuo, con su etapa fundacional. Esa forma de patronimia es adecuada para las doctrinas estáticas, inamoviblemente ligadas a un «padre» fundador: cristianismo, confucianismo, franquismo... Pero no llamamos «einsteinismo» a la relatividad, porque es una disciplina en continua evolución y construida con las aportaciones de numerosos físicos y matemáticos, y, por la misma razón, el decimonónico término «darwinismo» está siendo sustituido progresivamente por «evolucionismo». ¿Por qué no ha ocurrido otro tanto con el término «marxismo»?

La respuesta es tan obvia como preocupante: el marxismo más visible, el más institucional, ha evolucionado muy poco desde los tiempos fundacionales. El gran error de Marx y Engels fue proclamar la inevitabilidad de la caída del capitalismo y prometer el paraíso (comunista, pero paraíso al fin y al cabo); eso, para muchos, convirtió el marxismo en una religión y, por consiguiente, en un instrumento de dominación en manos de las castas sacerdotales de turno. Dicho de otro modo: el mal llamado «socialismo real» dificultó el desarrollo del socialismo científico y marginó o persiguió a quienes luchaban por salvarlo de la ideologización. La desigual pugna (metadialéctica) del materialismo dialéctico con el solapado dogmatismo de la izquierda institucional ha devenido la gran batalla intelectual del siglo xx; aunque ha sido (y sigue siendo) una batalla soterrada, ignorada por la cultura oficial, silenciada por los poderes de uno y otro signo.

Los marxistas tuvieron claro desde el principio que había que liquidar la moral burguesa; pero el propio marxismo era un producto de la burguesía, de su filosofía y su moral y, por lo tanto, para crecer tenía que podar sus propias raíces. Tenía que romper con el patriarcado y con su brutal represión de la sexualidad (sobre todo de la sexualidad femenina). Tenía que romper con la familia nuclear, con la explotación doméstica de las mujeres, con la hegemonía masculina. Pero luchar contra los privilegios ajenos es más fácil que luchar contra los propios, y el marxismo, en manos de los hombres, como casi todo, no supo, no pudo o no quiso librar esa batalla fundamental (no escuchó, como Segismundo, la arenga de Clotaldo: «Corona tu victoria venciéndote a ti mismo»). Y la batalla tuvo que librarse en otros ámbitos.

Por eso el marxismo, para merecer el nombre de socialismo científico, tiene que asimilar, ante todo, los logros teóricos y prácticos del feminismo, la principal fuerza revolucionaria de nuestro tiempo (y probablemente de todos los tiempos); y también tiene que asimilar los logros teóricos y prácticos del anarquismo, el ecologismo, el pacifismo, el indigenismo, el vegetarianismo y otras formas de oposición a la barbarie capitalista (volviendo a nuestro «símil médico», cabría decir, parafraseando a Marañón, que el marxista que es solo marxista no es ni siquiera marxista).

El marxismo tiene que despojarse de su solapado puritanismo cristiano-burgués (es decir, patriarcal) y escuchar con la mayor atención y el mayor respeto a homosexuales, transexuales, prostitutas, okupas, emigrantes y marginados de toda índole. El marxismo tiene que volverse a la vez más nacionalista y más internacionalista; porque nacionalismo e internacionalismo no son antitéticos, como creen algunos (incluidos no pocos marxistas), sino complementarios. El nacionalismo de un pueblo unido frente al imperialismo avasallador lo une, a su vez, a todos los demás pueblos en su lucha común contra la «globalización» capitalista. Los desposeídos no tienen patria, nos recuerda el Manifiesto Comunista, les ha sido arrebatada junto con todo lo demás; por eso su primera tarea es recuperarla, y recuperar la patria (cada pueblo la suya y juntos la de todos) es recuperar la vida, recuperar el mundo.

Socialismo virtual

Todas las disciplinas científicas comparten un método común que, en esquema, es el siguiente: se empieza por reunir información sobre una determinada materia, a partir de esa información se elabora una hipótesis, en función de esa hipótesis se realiza una serie de predicciones, y por último se comprueba experimentalmente si esas predicciones son correctas; en caso afirmativo, la hipótesis queda confirmada (o, mejor dicho, reforzada, pues la confirmación nunca es plena y definitiva), y en caso negativo queda refutada (o cuando menos debilitada).

Las ciencias sociales comparten con las disciplinas científicas propiamente dichas los tres primeros pasos del proceso, pero no permiten llevar a cabo las exhaustivas comprobaciones experimentales que confieren su precisión y solidez a los postulados de la física o la biología, por lo que los «laboratorios naturales» que nos depara el curso de la historia son extraordinariamente importantes y merecen la máxima atención.

Tras el fracaso del impropiamente denominado «socialismo real», el más importante experimento sociopolítico en curso es sin duda alguna la Revolución Cubana; y en el ámbito europeo, la lucha del pueblo vasco por la autodeterminación, que coincide parcialmente con el proyecto socialista de la izquierda abertzale. Y en ambos casos (como no podría ser de otra manera) nos encontramos ante sociedades sólidamente articuladas, que por primera vez en la historia podrían estudiarse y consolidarse con ayuda de instrumentos matemáticos avanzados.

La imprenta hizo posible la revolución humanista del renacimiento, el telégrafo hizo posible la Revolución Rusa, e internet está haciendo posible una nueva revolución aún difícil de calificar y cuantificar. Por su carácter instantáneo y participativo, la Red puede y debe ser una importantísima aliada de la democracia, pues permitiría, gracias a las poderosas herramientas informáticas actuales, planificar eficazmente la economía de un país e incluso modelizar procesos sociales complejos.

En una sociedad como la cubana, los ordenadores personales y los mensajes telefónicos podrían servir para articular una consulta popular permanente, una asamblea virtual continua en la que un número muy grande de personas (toda la población, en un futuro próximo) aportaría sin cesar información e ideas. En contraposición al Gran Hermano orwelliano, el ojo que a todos vigila, internet podría convertirse en una gran oreja capaz de escuchar todo lo que los ciudadanos y ciudadanas quisieran proponer o preguntar. Y aprovechando la ya amplia experiencia de las simulaciones por ordenador, los juegos en red, los buscadores, los sistemas expertos, las páginas web interactivas, los blogs, etcétera, se podría construir una «Cuba virtual», un mapa vivo, multidimensional y participativo al alcance de toda la población, en constante relación dialéctica con la Cuba real. Y el «socialismo virtual» de ese macromodelo informático sería el fiel reflejo y el eficaz instrumento de autorregulación de un socialismo real por fin digno de ese nombre.

Tragarse vivo a Marx

Volvamos, para terminar por el principio, a nuestro «símil físico».

Galileo y Newton no solo dieron a la física una estructura matemática precisa, coherente y operativa, sino que sentaron las bases de un método científico que sigue siendo la más poderosa herramienta del conocimiento. Con su consigna fundacional («Hay que medir todo lo que es medible y hacer medible lo que no lo es») y su aforismo leonardiano («El libro del universo está escrito en el lenguaje de las matemáticas»), se puede decir que Galileo inaugura la ciencia moderna. Y con su ley de la gravitación universal, Newton pone orden en la naturaleza. Desde que Buda y Tales de Mileto, cada uno a su manera, dieron la espalda a los dioses para buscar las respuestas (y las preguntas) en la realidad misma, la mente humana no había dado un salto tan grande y, en apariencia, tan definitivo.

Pero a principios del siglo pasado Einstein formuló la teoría de la relatividad, que afirma que el espacio y el tiempo no son realidades absolutas y separadas, que hay un límite infranqueable para la velocidad, que la materia y la energía no son esencialmente distintas. Y en su momento se dijo que la relatividad suponía el fin de la física newtoniana, el derrumbamiento de su majestuoso edificio conceptual. Pero en realidad lo que hizo Einstein fue (un famoso científico lo expresó con esta feliz metonimia) «tragarse vivo a Newton». En efecto, la relatividad no invalida la física tradicional: sencillamente (y nunca mejor dicho), la relativiza, la integra en un esquema más amplio (de hecho, en la mayoría de los casos seguimos utilizando la vieja física de siempre, que solo deja de ser válida a nivel subatómico, a velocidades próximas a la de la luz o en campos gravitatorios muy intensos).

Decir que Marx y Engels son los Galileo y Newton de la socioeconomía puede parecer exagerado o gratuito, pero las similitudes no son pocas ni irrelevantes. Y tal vez el aspecto más instructivo de este paralelismo sea el de la falsa periclitación de ambos sistemas. La física newtoniana no ha sido refutada, sino tan solo desposeída de su apariencia de formulación completa y definitiva de las leyes de la naturaleza, y con el marxismo ha ocurrido otro tanto, pese a los cacareos de los «nuevos filósofos», los posmodernos y los relativistas culturales. A pesar de los excesos y defectos del «socialismo real», a pesar de los propios errores de Marx y sus continuadores, el marxismo sigue siendo el gran paradigma socioeconómico, ético y político de nuestro tiempo. Solo que no puede pretender ser la explicación total y última de los fenómenos sociales. No puede autoproclamarse «científico» en el sentido fuerte del término, y menos aún arrogarse la facultad de predecir el futuro. Profetizar la inexorable autodestrucción del capitalismo y el seguro advenimiento del «paraíso comunista» fue un error de bulto que el marxismo ha pagado muy caro, un residuo de idealismo que nos podría hacer temer que Marx fuera menos científico de lo que pretenden sus hagiógrafos. Pero, en cualquier caso, ello no resta ni un ápice de validez al materialismo histórico, del mismo modo que la física no se resiente del hecho de que Newton fuera un neurótico.

Retomando una reflexión ética milenaria cuyos ancestros más ilustres son Buda y Lao Tse, Sócrates y Epicuro (como es bien sabido, Marx centró su tesis doctoral en la comparación de los sistemas atómicos de Demócrito y Epicuro), el marxismo propugna, básicamente, una revolución moral. A la vieja moral cristiano-burguesa adoptada (y adaptada) por el capitalismo, basada en la sumisión, la esperanza en otra vida y la aceptación de la jerarquía social, el marxismo opone una nueva moral basada en la solidaridad, la resistencia, el cuestionamiento de lo establecido, la confianza en las propias fuerzas, la decisión de cambiar la sociedad. Y del mismo modo que Galileo vio en la experimentación el método por excelencia, la llave maestra de la ciencia, Marx vio en la praxis la clave de una nueva filosofía cansada de limitarse a explicar el mundo y decidida a transformarlo.

Vivimos en una sociedad basada en la explotación. Analicemos las relaciones de intercambio que la configuran y perpetúan, con objeto de sustituirlas por otras relaciones que pongan fin a la explotación, que realicen y fomenten la solidaridad. Ese es, en última instancia, el proyecto del marxismo. Y no ha perdido ni un ápice de vigencia. De qué manera o maneras llevar adelante ese proyecto en un mundo en el que el imperialismo (fase superior del capitalismo) parece más fuerte y más dispuesto que nunca a demoler todos los obstáculos que encuentre en su camino: ese es el problema de la izquierda. Y si el viejo marxismo dogmático es un callejón sin salida, una trampa para nostálgicos de lo absoluto, dar la espalda a sus logros y sus propuestas es, sencillamente, un suicidio moral y político. La solución, aunque todavía no la tengamos clara (como no tenemos clara la futura evolución de la física, que aún dista mucho de explicarlo todo), pasa necesariamente por tragarse vivo a Marx.


* Carlo Frabetti (Italia, 1943): Escritor, guionista y matemático residente en España. Autor de más de cincuenta libros, entre ellos: La magia más poderosa, La amistad desnuda, Los jardines cifrados y Socialismo científico.

artículo es un resumen del libro homónimo (disponible en formato electrónico en: http://www.lahaine.org/index.php?p=15588 ), y un avance del libro en preparación Socialismo virtual.

ruthcuadernos.org. La Haine

 

Este sitio web utiliza 'cookies'. Si continúas navegando estás dando tu consentimiento para la aceptación de las mencionadas 'cookies' y la aceptación de nuestra política de 'cookies'.
o

La Haine - Proyecto de desobediencia informativa, acción directa y revolución social

::  [ Acerca de La Haine ]    [ Nota legal ]    Creative Commons License ::

Principal