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Pensamiento :: 01/11/2009

Seis tesis sobre la energía nuclear

David Watson
La defensa de la energía nuclear se presenta de manera rutinaria como una defensa de los derechos del individuo: el derecho de las compañías de energía a obtener beneficio

* David Watson es profesor de literatura inglesa y americana y de lengua española en un instituto de enseñanza secundaria en Detroit. Ensayista y poeta, es también un activista vinculado a la revista libertaria norteamericana Fifth Estate. Texto que forma parte de su libro “Contra la Megamáquina. Ensayos sobre el imperio y el desastre tecnológico”

1. El complejo nuclear es intrínsecamente totalitario

La aparente controversia respecto a la energía nuclear no es en realidad una cuestión de debate, sino en la medida que se remite a la cuestión subyacente del poder social. Su historia lo deja claro. Desarrollada, primero, como arma de guerra bajo el velo del secreto militar y, luego, con los esfuerzos coordinados de los grandes intereses empresariales, la energía nuclear nunca fue debatida públicamente hasta que la totalidad de la sociedad se vio ampliamente comprometida. En los orígenes de la carrera nuclear, cualquier oposición pública habría supuesto la acusación de traición. La tecnología y los materiales nucleares todavía se consideran una cuestión de estricta seguridad estatal.

En lugar de una auténtica discusión pública, las preocupaciones sobre esta peligrosa tecnología se han visto relegadas al margen gracias a la imposición del monólogo de la propaganda y del patriotismo. Para los conspiradores de la energía nuclear, hablar de ello es una cortina de humo. No es una cuestión de decisiones técnicas o de simple procedimiento, de análisis de “coste/beneficio” o de valoración de riegos que haya que conceder a expertos o a ciudadanos bien educados. La vida es una cosa, la palabrería, la jerga sin sentido y la mistificación al servicio de la explícita dominación es otra. En las dos últimas décadas, los extravagantes reclamos llevados a cabo por la utopía tecnológica y la abundancia sin límites se han visto socavados.

El sueño de la energía nuclear se ha convertido mayormente en una pesadilla de terribles accidentes, despilfarros deslumbrantes y el interminable problema del residuo nuclear. Con todo, la discusión pública permanece poco más o menos como una diversión táctica por lo que respecta a los encargados de gestionar la industria nuclear; una manera de cambiar periódicamente el traje del emperador con el objeto de hipnotizar a la población. Están dispuestos a continuar haciéndolo a toda costa. El hecho es que la energía nuclear es necesariamente totalitaria. Desde el principio, los tecnócratas nucleares experimentaron con poblaciones enteras, como los médicos dementes de Buchenwald, un incontable número de gente fue tratada como objetos de experimentos secretos. De igual modo, a poblaciones enteras y ciudades como Los Angeles se les suministró una determinada dosis de lluvia radioactiva. Por su parte, hubo pueblos indígenas a los que se les sacó de su hábitat natural para que éste pudiera ser arrasado en pruebas nucleares y, del mismo modo, se dio el caso de soldados a los que se expuso a caminar por terrenos radiactivos con el objeto de comprobar los resultados a la exposición de las radiaciones. Estos son solo los experimentos de los cuales tenemos conocimiento y que ocurrieron no sólo en las dictaduras del Bloque del Este sino también en el “democrático” Occidente.

La energía nuclear no puede existir a no ser que sea en una sociedad basada en la división de clases o castas, según la cual un grupo ejerce la autoridad por sí mismo, incrementando su riqueza y poder a expensas del resto. La energía nuclear no puede operar más que bajo alguna forma de gobierno autoritario, a través de comisiones y policías que hagan cumplir y regular su poder. Por consiguiente, “discutir” los méritos o problemas de las centrales nucleares, ya sea con las compañías productoras de energía, ya sea con los burócratas del gobierno, es como debatir el significado que tiene la vida con un asesino que nos retiene con un cuchillo en la garganta.

El asunto de la energía nuclear también complica de manera exponencial la cuestión del poder social. Incluso el sueño de abolir la energía nuclear comporta un potencial autoritarismo y control centralizado: la tecnología ha creado problemas tecnológicos y sociales que quizás no tengan una solución adecuada. No es solamente el problema de desmantelar las centrales nucleares lo que hace más necesario, si cabe, parar todo esto lo antes posible, sino que la urgencia viene dada, asimismo, por el enorme dilema que supone almacenar los actuales residuos nucleares e industriales, los que se producen hoy; en el momento de escribir esto, y mañana, cuando este artículo se lea.

2. La energía nuclear es fundamentalmente una cuestión psicológica

La energía nuclear ocupa un lugar central entre los interrogantes con que se enfrenta la humanidad actualmente y que se pueden sintetizar en la contraposición vida-muerte. “Favorecer” la energía nuclear significa desear la autoaniquilación administrada de manera tecnoburocrática. Tener miedo de la energía nuclear y oponerse a ella, bien sea por razones científicas (“racionales”) o intuitivas (“irracionales”) es, hasta cierto punto, no dejarse arrastrar por la inercia, vislumbrar la vida más allá del velo del negocio en una civilización que se encamina hacia la autodestrucción.

La energía nuclear es, por lo tanto, algo más que una tecnología, un vocablo que hace que se la revista engañosamente de un halo inocuo. Es, mas bien, la materialización del propio deseo de muerte. La energía nuclear es el eje central de un sistema que, tal como reconocen ahora sus mentes científicas más clarividentes y reflexivas, socava la vida compleja de la tierra. Incluso los paladines de dicho sistema pueden ver como muchas de sus consecuencias, por ejemplo, el desastre de Chernobil, todavía perduran. Esta obligación suicida nos impulsa a considerar la energía nuclear en términos de patología: como fascinación por la autodestrucción y una indiferencia temeraria por la vida, como una capacidad que disminuye la integridad y autonomía de los individuos y como la psicología de la adicción y del rechazo. ¿Qué otra cosa explica el romance continuo de algunos sectores con una tecnología capaz de ocasionar desastres indescriptibles así como la indiferencia general y adormecimiento psíquico en otros?

Incluso si más desastre del tipo de Chernobil fueran una remota posibilidad (y, de hecho, son inevitables dada la antigüedad de los reactores y la corrupción e incompetencia de las fuerzas sociales que los manejan), el riesgo de quizás millones de enfermedades y muertes, y la necesidad de evacuar regiones enteras de manera permanente, deberían parecer razones suficientes para abandonar la energía nuclear. Se nos dice que “nosotros” debemos tener esta energía pero, ¿con qué objeto? ¿Desean las personas jugarse el futuro de sus hijos para que funcione un imperio industrial que produce cosas que no sólo no necesitan sino que, en muchos casos, sería mucho mejor estar sin ellas? ¿Podríamos ser capaces de llevar una vida satisfactoria y con una reducción radical de la energía? ¿Es necesario sacrificar la integridad genética de generaciones futuras con tal de mantener los centros comerciales encendidos toda la noche y las televisiones funcionando? ¿Por qué, dados los horrores de Chernobil, nadie, excepto un sector radical, se atreve a formular la pregunta energía para qué? Esto es una denegación* en masa. Una revista científica de amplio alcance comenta que “la posibilidad de una guerra nuclear se desvanece. Pero las armas nucleares, los residuos radioactivos y los reactores mal diseñados se quedan aquí”. Entonces, ¿por qué hay alguien que piensa que una guerra nuclear es menos probable cuando hay más material fisionable y más tecnología nuclear que nunca, un mayor número de naciones intentando conseguirla, así como una enorme epidemia de contrabando en la antigua Unión Soviética?

El autor de este artículo -que ya viene a ser algo típico-, informa alegremente sobre las calamidades de la carrera nuclear soviética para concluir con la idea de que “la tecnología marxista fue la culpable”.

¡Qué tranquilizador! Pero, ¿qué es exactamente “tecnología marxista? Fue marxista alguna vez, como aquellos pilotos chinos que manifestaban que podían volar a través de tormentas aplicando la sabiduría del Pensamiento de Mao Tse-Tung, quien creía que una ciencia una tecnología marxista eran algo más que el cumplimiento de un deseo. Pero todo esto ya está desacreditado. En todas partes y cada una de las instalaciones militares en los Estados Unidos ha habido una gran contaminación. ¿Era también esto “tecnología marxista”? ¿Aprenderemos trágicamente tras el hecho de que algunos diseños de estructuras de contención en reactores americanos sufrieron los mismo errores del marxismo? ¿Fue también marxista el escapa de fas de Unión Carbide en Bhopal (India) del cual la gente continua muriendo? ¿El desastre del trasbordador espacial? ¿El de Canal Love? Echarle la culpa a la ideología enemiga del imperio es una forma patética de denegación.

* Denial. Concepto introducido por Freud que indica la negación de un determinado sentimiento desagradable frente al propio yo y el medio circundante.

3. La tecnolatría es una forma de denegación

La tecnolotría asegura a la gente que los sistemas auxiliares van a funcionar, que las alegaciones no se van a oxidar o que no se van a desgastar de forma prematura, que los vertederos no van a tener nunca ningún escape y que los técnicos van a tomar las decisiones correctas, apretando los botones correctos, en las secuencias adecuadas, con los botones funcionando como se espera y con los ordenadores respondiendo correctamente. Todo esto, desde luego es, a gran escala, una denegación completamente irracional -una denegación que coexiste, de manera extraña, con una sospecha omnipresente, a nivel de toda la sociedad, de que nada en esta sociedad funciona, que todos los sistemas fallan, que ningún experto es digno de confianza y que ninguna maquinaria es fiable, ya que todo ha sido producido por el menor postor, un postor que descuida los detalles con el objeto de reducir costes.

Y a pesar de todo, esta amplia, compleja y peligrosa tecnología, así nos lo aseguran sus publicistas operativos y asalariados, funcionará bien. En cualquier caso, ellos mismos nos dicen que no nos queda elección, que simplemente no podemos prescindir de ella.

Desde luego, solamente la más venal y desesperada comunidad aceptaría alegremente que se colocara cerca de ella una planta nuclear o un depósito de residuos. La gente reconoce que no existe ningún sistema técnico que esté libre de fallos, bien sean para la producción nuclear o para el almacenamiento (no habiendo nada que sirva para la recogida de residuos). En los sistemas industriales complejos, los accidentes son inevitables. La mayoría de los vertederos de cualquier clase tienen ya algún escape y todos alguna vez tienen que tener algún escape en tanto en cuanto la naturaleza no deja que ningún contenedor permanezca por siempre intacto. Los fenómenos geológicos y químicos son más complicados de lo que se pensaba y una investigación reciente ha aumentado el sentimiento de incertidumbre de los científicos. Aunque hay más de 400 reactores nucleares operando en el mundo, no existe ningún programa aprobado para el almacenamiento de residuos a largo plazo.

A pesar de todo, el imperio nuclear continua su marcha hacia el olvido. Hacia finales de 1993, unas 50.000 personas habían muerto de enfermedades que eran resultado directo de la explosión nuclear y del fuego de Chernobil de abril de 1986. La gente encargada del servicio de emergencia está muriendo a montones y la población de Bieolorrusia y Ucrania sufre pandemias de cáncer, defectos de nacimiento y otras enfermedades. No obstante, necesitada de “independencia energética”, Ucrania ha decidido mantener los demás reactores funcionando y sacar una moratoria para nuevas plantas. En los EEUU la mentalidad no es la misma. Los burócratas de Detroit Edison y otras instituciones asociadas han visto, sin duda, amplios reportajes en los medios de comunicación del nefasto resultado de Chernobil, sin que por ello vacilen en su compromiso con un sistema de exterminio que ellos manejan. ¿Por qué?

Fue Wilheim Reich quien argmentó en sus estudios sobre psicología de masas del fascismo, que una gran parte de los alemanes deseaba el fascismo aunque no les conviniese. Recientemente he pensado en la psicología de masas cuando estuve en las oficinas de Edison en el centro de la ciudad de Detroit. Un pequeño grupo nuestro se reunió en una recepción donde un activista antinuclear intentaba entregar un pescado muerto a uno de esos clones que tienen como ejecutivo de su departamento de publicidad en la sede central. Los oficinistas y los ejecutivos que entraban y salían del hall de hormigón estéril, de vidrio y de acero, apenas se percataron de nuestra presencia. Aquellos que lo hicieron parecían disfrutar con una sonrisa cuando iban a comer antes de regresar a sus mesas de oficina, a la rutina de crear más chernobiles, más monstruos genéticos, más cánceres de tiroides y más leucemia.

A corto plazo (hasta el siguiente día del cobro, al menos), la gente que pasa de forma anodina, gana dinero (aunque en su mayoría no mucho) deshilachando la frágil red de la vida. A largo plazo, no obstante, verán los mismo cánceres, los desórdenes inmunológicos y otras enfermedades en sus propias familias como el resto de nosotros y se enfrentarán a la misma lúgubre nube radioactiva cuando los contadores geiger empiecen a dar vueltas de forma descontrolada y las agujas den en el blanco de la catástrofe. La denegación mantiene su adicción al soborno industrial (los coches, los barcos y los videos, sin los cuales no pueden estar) y al poder y al prestigio (su posición en la jerarquía gobernante). La denegación y el aturdimiento psíquico deja en manos de un automatismo un sistema suicida. Y no ocurre solamente en Edison ya que, de un modo u otro, todos estamos metidos en ello.

4. La energía nuclear socava la autonomía humana

Desde luego, la defensa de la energía nuclear se presenta de manera rutinaria como una defensa de los derechos del individuo: el derecho de las compañías de energía a obtener beneficio, el derecho de los individuos a obtener una “buena vida” a través de un acceso ilimitado a la energía. Pero el capitalismo industrial, basado como está en el saqueo de la naturaleza y de la humanidad en pos de la acumulación de capital y poder, solamente puede tener lugar allá donde la misma autonomía humana haya sido saqueada. Este proceso comenzó con una coacción violenta durante el ascenso del capitalismo industrial y está ahora culminando como norma por sugestión hipnótica.

El sistema industrial no podría sobrevivir sin la cooperación pasiva de los seres humanos que confían en sus líderes y los obedecen, que tienen fe en la abstrusa jerga de los expertos y aceptan, sin cuestionarlo, cada paso del progreso técnico desatado sobre ellos por el gobierno y las burocracias empresariales de forma tan natural como si fuera un enriquecimiento de sus empobrecidas vidas. Apenas parecen capaces de vivir autónomamente, tomar decisiones o examinar de forma crítica sus vidas y la sociedad. Al haber abdicado de sus responsabilidades, simplemente recitan las letanías de sus líderes y jefes. En su inicio, el capitalismo proclamó la primacía del individuo sólo para motivar, en su madurez, la supresión y la desaparición de la auténtica individualidad. Hoy los individuos sometidos detectan lo que han perdido, pero que son incapaces de nombrar. La ansiedad es dominante, junto con la ira. En su intento de expandir su mundo despersonalizado y lleno de artefactos mientras se prepara el siguiente colapso de la individualidad, el capital explota y degrada la tierra con objeto de producir un mundo de objetos consumibles, entretenimientos programados y “comunidades” prefabricadas.

Las criaturas domesticadas que continúan repitiendo las racionalizaciones del capital tras los dramáticos accidentes y los continuos informes de fallidos acontecimientos tecnológicos y que podrían haber roto su condicionamiento de la misma forma que una inundación en el laboratorio destrozó el condicionamiento de los perros de Pavlov, según se cuenta, son una reminiscencia de la gente que ansiaba el fascismo. Y son muchos los que todavía ansían el fascismo. Estos son tristes recuerdos de que el tiempo realmente se está acabando. Sin un cambio radical a nivel personal y social tal como lo piden los acontecimientos, la vida, como dentro de poco va a vivirse (si todavía es posible), puede que sea algo por lo que ya ni merezca la pena luchar.

5. Afirmar “Fuera centrales nucleares” no es suficiente: el capitalismo industrial es el enemigo

Según la opinión oficial, los espectros burocráticos del edificio de Edison, aquellos que llevaban traje y falda, eran, desde luego, normales y racionales. Nosotros éramos extremistas chiflados. Solamente cuando la energía nuclear complica las relaciones de poder, la razón sale al exterior. A diferencia del capitán Ahab en la novela de Melville, Moby Dick, la energía nuclear no puede afirmar ni que sus medios ni sus fines son sensatos: ambos son descabellados. No obstante, se nos presenta como la cúspide de la razón, como el estado normal y natural de la cuestión. Su retorcido y descabellado realismo sirve para legitimar lo que es en realidad; un componente de un gigante industrial fuera de control, decidido a provocar de forma compulsiva y suicida la “conquista de la naturaleza”, lo cual es el principal valor espiritual del capitalismo.

La conquista de la naturaleza tiene, por supuesto, su contrapartida en las consecuencias indeseables que produce. La naturaleza no se conquista tan fácilmente. El sistema industrial está causando, de manera creciente, una destrucción global de la diversidad cultural, biológica y agrícola. Funciona socavando el mundo natural, arrasando pueblos, territorios y especies, envenenando de manera temeraria la ecosfera con mortales agentes contaminantes, degradando ciegamente los ciclos naturales y acelerando y extendiendo la destrucción en aras de crecimiento. Al operar bajo una capa de normalidad, pulveriza las zonas inexploradas, echa por tierra la delicada armonía ecológica, llena el sagrado silencio terrestre con el ruido de fondo de la civilización industrial, y, finalmente, tritura comunidades humanas.

Habiendo amputado ya gran parte de la memoria humana, opera cercenando el futuro mediante la creciente imposición de rígidos y peligrosos sistemas institucionales y técnicos sobre la sociedad y la naturaleza que traerán consigo imprevistos resultados catastróficos.

Poner nuestra atención solamente en las centrales nucleares no es, sin embargo, suficiente. La resistencia contra la energía nuclear debe constituirse como el punto de partida para criticar el sistema en su totalidad. Ello significa buscar formas de resistir a la reducción que hace el capitalismo del mundo viviente en aras de la producción y de las materias primas, detener el expolio de los mares, de los suelos, de los bosques y del patrimonio genético, para invertir la reducción de la cultura al ruido de los medios de masas: no aceptar a ciegas nada de la propaganda de la civilización moderna. Asimismo, significa transformar el terreno del capital en un terreno de resistencia, restaurando y volviendo a habitar la tierra en consonancia con el mundo natural y las posibilidades de una auténtica comunidad y solidaridad humana.

Quienes argumentan que podemos mantener una civilización industrial urbana, “inocua para el usuario” donde no haya energía nuclear no se dan cuenta que el crecimiento de la economía de producción de masas (alimentada por cualquier energía) devora el mundo para reducirlo a cachivaches y a residuos tóxicos. La adicción al beneficio, al poder y a una megalópolis que se expande interminablemente continuará socavando la vida, con o sin energía nuclear.

La Guerra del Golfo fue un claro ejemplo de la adicción del capitalismo por la energía, energía que en este caso tenía que ver muy poco con la energía nuclear. Como expresaba el cartel de un manifestante en contra de la guerra : “El petróleo es el crack del capitalismo”. Un movimiento antinuclear que no comienza a enfrentar el sistema capitalista en su totalidad, y no solamente las centrales nucleares, sino el petróleo, la producción y los mercados, el militarismo, la cibernética, los medios de comuncación y la ingeniería genética, se enfrentará única y exclusivamente a una de las cabezas de la Hidra, dejando la raíz intacta. Tal enfoque no solamente está destinado a fracasar sino que también podría fortalecer aquello que más necesitamos destruir, si queremos que prevalezca la vida.

6. La industrialización es un imperio. La vida es la colonia

El sistema de la energía nuclear creció con la guerra y no puede separarse de la acumulación de armas nucleares por parte de las naciones y la inexorable marcha hacia más guerra. Así, cualquier resistencia a la energía nuclear debe enfrentarse necesariamente no sólo a las armas nucleares, sino a la maquinaria militar. Quien no vea que reclamar el desarme nuclear lleva lógicamente a la guerra contra el propio estado imperialista, desafía a la razón. De nuevo, uno comienza con un aspecto único y aislado, y termina con la totalidad de las interconexiones. La oposición a lo nuclear debe finalmente terminar ligada a la abolición de los ejércitos, los estados y los imperios rivales que lo controlan.

El sistema de energía nuclear no es sólo un componente clave de imperios militares industriales como los EEUU, Francia, Gran Bretaña, Israel, etc., sino que encaja con el modelo estructural de todos los imperios, comenzando desde los primeros estados esclavistas del antiguo Oriente Medio. Todo imperio exige una jerarquía de trabajo, una maquinaria militar, colonias sacrificadas y la terca destrucción de la naturaleza y de las comunidades humanas; y todas han sido esquemas piramidales que explotaron y debilitaron algunas zonas y comunidades con el objeto de realzar y enriquecer las élites de otros lugares. Al final, todos ellos trajeron una destrucción masiva antes de derrumbarse por su propio peso.

El complejo poder nuclear no es diferente, si traemos a colación la observación del historiador Gordon V Childe según el cual, las primeras civilizaciones imperialistas de Mesopotamia “probablemente destruyeron más riqueza de la que indirectamente crearon”, Del mismo modo, si uno tuviera que calcular la cantidad de energía que la industria nuclear ha producido frente al gasto en minería, procesamiento, mantenimiento y, finalmente, mandando a la reserva los materiales nucleares y reactores, representaría, obviamente, una pérdida neta de energía, una engañifa, una estafa imperial. La “riqueza” fabricada artificialmente y que la industrialización urbana global crea es asimismo un déficit para la plenitud social auténtica y natural.

Para el capital, un bosque no tiene valor hasta que sea destrozado y convertido en madera, del mismo modo que la gente cultiva su propia comida y que satisface sus propias necesidades son una pérdida económica. Para la vida, por otro lado, la vasta y tóxica necrópolis que estamos construyendo representa una pérdida irreemplazable una violencia imponderable. Si enfrentarse a la energía nuclear durante sus comienzo significó un acto de trición contra el estado, hoy significa no menos que un acto de traición aunque esta vez contra la totalidad del sistema imperialista y, más concretamente, contra la religión del crecimiento que ahora trae consigo el deceso de las formas de vida compleja en la tierra.

El problema nuclear aparece insalvable. Desafiar el sistema industrial puede parecer que esté totalmente fuera de nuestro alcance. Pero debemos empezar a enfrentarnos a este desafío ya que, de no hacerlo, nos rendimos a una inercia fatal. De no haber nada más, dejemos que este sentido de la urgencia nos mantenga.


(1979/1994)

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