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Cuba :: 07/10/2005

Hay otro mundo posible: Cuba

Diego Farpón
Aquellos que critican a Cuba desde el sectarismo, el dogmatismo y la información que les da el capitalismo cada día, por ateos, por materialistas o por anarquistas que se digan, razonan exactamente como razonaban los padres de la Iglesia o los fundadores del budismo, usando palabras de Kropotkin.

Al quemar etapas, Cuba se inscribe, desde luego que quizá sin saberlo, en la línea del comunismo libertario de Kropotkin.
Guérin.

En los estados en los que el modelo liberal se ha impuesto, los servicios sociales han desaparecido o, sino lo han hecho, lo harán. El capitalismo, buscando a cualquier precio el mayor beneficio económico posible, ha desmantelado progresivamente todo aquello que, a lo largo del siglo XX y finales del XIX, había conseguido la clase trabajadora. Elementos como la educación, cultura, seguridad social, sanidad, y el derecho al trabajo y vivienda, dependen en nuestro país, cada día más, de las artimañas de cada uno. En los Estados Unidos de América, donde el liberalismo se muestra con mayor plenitud, el acceso no depende de las malas artes de los ciudadanos. No existe. Allí, para una gran parte de la población, sobrevivir día tras día, y no morir entre los rascacielos en los que se alojan las personas más acaudaladas del planeta, es un reto.

En el país más poderoso del mundo, como en nuestro reino, no hay, por ejemplo, educación gratuita, y aún cuando desde el gobierno de uno de estos estados se afirme lo contrario, la educación sólo está en esos países al alcance de los que la pueden pagar. En el país más poderoso del mundo son muchas las personas que, pese a tener trabajo, no tienen suficiente dinero sino para malvivir a duras penas, sin un techo que les cobije. En el país más poderoso del mundo no existen ni la educación ni la sanidad pública, ni se tiene derecho a una vivienda o a un trabajo.

El Estado es la negación de la humanidad, decía Bakunin, y, desde luego, razón no le faltaba. Como apuntábamos antes, nunca ningún estado regaló nada a la clase trabajadora, más al contrario, utilizó todos los instrumentos de represión para evitar que ésta consiguiera sus fines. Todo aquello que se consiguió costó cientos de horas de huelgas y manifestaciones. Y sangre. Nunca ningún estado dudó a la hora de matar a sus propios ciudadanos. Como no dudan hoy allí donde la situación se lo exige. Como no dudarán mañana allí donde la situación se lo exija.

Negación de la humanidad, decía Bakunin, negación de los derechos más elementales, negación de la vida. No obstante, mucho ha ocurrido desde entonces. En aquellos tiempos Bakunin aventuraba que todos los estados sufrirían el mismo mal, los socialistas también, suponiendo que el ideal de los socialistas alemanes, el de un gran Estado comunista, se realice alguna vez.

Pero el siglo XX sería propicio para las revoluciones, para la práctica. Después de que en 1848 Marx publicase el Manifiesto Comunista y finalizando la década de los 60 Bakunin lo tradujera al ruso, trabajadores de todo el mundo buscarían su camino para emanciparse.

En 1917, un pueblo, para demostrar que la teoría sin la práctica no tiene ningún valor, hizo caso omiso a las supuestas condiciones objetivas, derrocó a los zares y se alzó con el poder. Los trabajadores de todo el mundo pudieron ver que la victoria, más allá del papel, era posible, lo que impulsó al movimiento obrero y fortaleció las vanguardias revolucionarias, ya fueran anarquistas o comunistas.

Sin embargo, el tiempo, juez insobornable, no tardaría en darle la razón a Bakunin: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el primer gran Estado comunista, se caracterizó por oponer, frente a la expansión capitalista, la expansión comunista. Su fin era la conquista: pretendió implantar su modelo en numerosos países sin dejar que la lucha de clases siguiera su curso. Craso error que pagaron cuando renegaron de su historia y experiencia revolucionaria, lo que finalmente les desarmaría ideológicamente y permitiría al capitalismo abrirse paso y comenzar el cerco a las conquistas sociales.

Pero ese siglo XX era para desterrar dudas y suposiciones. Era para transformar el mundo. Y así, fueron naciendo distintos focos revolucionarios a lo largo y ancho del globo. Fracasarían: Pagarían la inexperiencia, los contratiempos, serían derrotados por el imperialismo. Sin embargo, hay un estado que, pese a ser más pequeño y más frágil, ha aguantado las embestidas del capitalismo y la desaparición de sus aliados. Hablamos de Cuba.

Cuba, desde luego, no es el fin, pero es un camino al socialismo. Y, de momento, el único camino que ha demostrado ser viable. No es poco. De hecho, es todo. Como señaló en su día Eduardo Galeano, a lo largo de más de cuarenta años, esta revolución, castigada, bloqueada, calumniada, ha hecho bastante menos que lo que quería pero ha hecho mucho más que lo que podía. Y en eso está. Ella sigue cometiendo la peligrosa locura de creer que los seres humanos no estamos condenados a la humillación.

Cuba no es un estado a la vieja usanza. Ni a la moderna, porque hoy como ayer los estados sólo sirven a los intereses de las clases dominantes. Cuba no es como el resto de estados, en los que los más poderosos son los beneficiados por el sistema. Cuba ha demostrado que otro tipo de estado es posible: un estado que defienda a los débiles, a los trabajadores, que somos quienes lo necesitamos. No nos confundamos: necesitamos este tipo de estados, no los tradicionales. Las clases dominantes enviaron a los más pobres a las guerras para ganar más y más tierras. Así, afianzarían los distintos estados a través del tiempo y la historia. Estados burgueses que no nos sirven. Cuando los trabajadores comenzaron a disputar el estado a la burguesía, y este dio unas garantías sociales, cambiaron las tornas: esos estados dejaron de servir a los poderosos, de ahí la paradoja: destruyen el estado los capitalistas, pero sólo en la medida en que sirve a la clase trabajadora, en cambio, utilizan su modelo de estado para atacar a ésta. Podríamos resumirlo y aclararlo con estas pocas palabras: a lo largo del siglo XX se enfrentaron en Europa dos tipos de estado. Por un lado el tradicional, el de los capitalistas, que oprimía a los trabajadores. Por otro, el de los trabajadores, que si bien no llegó a culminar y quedó reducido al llamado estado del bienestar, ponía en peligro el estado capitalista y avanzaba hacia un estado al servicio de los trabajadores, esto es, un estado del que sería dueña la clase trabajadora.

Mientras en Europa las luchas obreras sólo alcanzaron el estado del bienestar, en Cuba la transformación del estado fue radical y logró servir a los trabajadores en detrimento de las clases acomodadas. Es de esa victoria, de esa Cuba rebelde, de donde se nutre el movimiento revolucionario. De su modelo, de su ejemplo, nace la esperanza. Es de Cuba de donde podrá surgir el hombre nuevo, aquel que interpretara Ernesto Guevara a la perfección, y que sin duda es esencial para construir otra sociedad. Es Cuba, como decía Guérin, quien contribuye a la formación de una mentalidad comunista, de un hombre nuevo liberado de la mentalidad de la economía mercantil. Bakunin, a buen seguro, tomaría buena nota de esta experiencia y no tiraría piedras contra esta Cuba. No al menos para hundirla.

Decía Bakunin sobre El Principio Básico del Socialismo lo siguiente: no proponemos aquí, caballeros, este u otro sistema socialista. Aquello que ahora exigimos es la proclamación nuevamente del gran principio de la Revolución francesa: que cada ser humano pueda poseer los medios materiales y morales para poder desarrollar así su humanidad, un principio que, en nuestra opinión, debe ser traducido en el siguiente problema:

r la sociedad de tal manera que cada individuo, hombre o mujer, pueda hallar, al entrar en la vida, medios aproximadamente equivalentes para el desarrollo de sus diversas facultades y de su ocupación laboral. Y organizar dicha sociedad de tal forma que haga imposible la explotación de algún trabajador, lo cual permitirá a cada individuo disfrutar de la riqueza social, la cual, en realidad sólo se produce por el trabajo colectivo; pero sólo para disfrutarla en cuanto él contribuya directamente hacia la creación de dicha riqueza. Cuba lo ha conseguido. Ha hecho realidad este importante principio.

Es verdad que no nos puede bastar con Cuba, que se debe profundizar en la revolución, y que se la debe criticar en la justa medida, sin olvidar la presión exterior, la influencia del mundo capitalista y de los estadounidenses. Si Cuba ha resistido hasta el día de hoy es porque ha sido crítica, porque no ha sido dogmática, y es así como nosotros debemos actuar con ella: con una crítica en la que no quepa el dogmatismo y que nunca ceda frente al capitalismo. Aquellos que critican a Cuba, y que lo hacen sin tener en cuenta las consecuencias, y que lo hacen sin pararse a pensar tranquilamente, y que lo hacen desde el sectarismo, el dogmatismo y la información que les da el capitalismo cada día, por ateos, por materialistas o por anarquistas que se digan, razonan exactamente como razonaban los padres de la Iglesia o los fundadores del budismo, usando palabras de Kropotkin.

Más allá de las falsas apariencias y de aquello que nos quieran hacer creer, podemos hacernos eco de las recientes palabras de Carlo Fabretti, quien dijera de forma sintética: la revolución es democrática y la democracia es revolucionaria. Revolución y democracia se determinan mutuamente, en un proceso vivo, continuo, dialéctico. Si la Revolución cubana ha resistido todo este tiempo es porque tiene la voluntad de ser democrática: no impuso una representación y democracia burguesa, sino que buscó y busca la forma de fundirse con el pueblo, pese a que los que quieren que la isla vuelva a servir de pasto para el capitalismo nos digan que es una dictadura.

Nos puede gustar más o menos la Revolución cubana, puede incluso no gustarnos nada, pero lo cierto es que la única opción coherente para aquellos que nos reivindicamos anticapitalistas es defenderla.


Fuente: La Haine.
 

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