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México :: 13/06/2023

Chiapas: 'necropoder' y paramilitarismo

Carlos Fazio
La actual violencia criminal estatal y no gubernamental contra comunidades indígenas bases de apoyo del EZLN responde a otra lógica: la de la contrainsurgencia

El humanismo de la Cuarta Transformación no llegó al sureste mexicano. Chiapas es un polvorín a punto de estallar. Y no por ausencia del Estado: dado que es un territorio de gran importancia geopolítica y geoeconómica −y además fronterizo con Guatemala−, por razones de seguridad nacional existe allí una fuerte presencia militar, la Guardia Nacional y las distintas policías, misma que se agudizó tras la imposición, por los gobiernos de Donald Trump y Joe Biden, del control militarizado (por el Estado mexicano) de las oleadas migratorias procedentes de Centroamérica.

De allí que por acción u omisión, colusión, cohabitación o aquiescencia del Estado, la actual violencia criminal estatal y no gubernamental (paramilitar, delincuencial) contra comunidades indígenas bases de apoyo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) responde a otra lógica: la de la contrainsurgencia.

En Chiapas anudan, se entrelazan y/o confrontan una serie de contradicciones, conceptos y categorías que incluyen, por un lado: colonialismo interno; neoextractivismo (eje principal de los megaproyectos capitalistas del corredor transístmico y el mal llamado Tren Maya); guerra difusa; necropolítica; racismo; terrorismo de Estado; control de población; desplazamiento forzado. Y por otro: comunidad; autodeterminación; autonomía; derechos colectivos; principios antisistémicos y contrahegemónicos; organización; resistencia; defensa de la tierra y los territorios; dignidad.

El EZLN se levantó en armas y le declaró la guerra al Estado mexicano el 1º de enero de 1994. Tras 12 días de enfrentamientos, el gobierno de Carlos Salinas decretó el cese al fuego contra los pueblos zapatistas y se iniciaron negociaciones con la mediación del entonces obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz. Tras los Diálogos de San Andrés, el régimen de Ernesto Zedillo no cumplió los acuerdos y el EZLN se dedicó a construir autonomía de hecho en su territorio de manera civil y pacífica, además de ser un actor clave para el avance y ejercicio de los derechos de los pueblos originarios. Pero sigue siendo un actor político-militar armado.

Desde 1995, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) inició una fase de guerra irregular y paramilitarización del conflicto, que respondió a los lineamientos del denominado Plan de Campaña Chiapas 94. Dicho plan tenía como objetivo estratégico-operacional destruir la voluntad de combatir del EZLN, aislándolo de la población civil y lograr el apoyo de ésta, en beneficio de las operaciones del Ejército.

Como objetivos tácticos del Plan Chiapas 94 figuraban destruir y/o desorganizar la estructura política y militar del EZLN, para lo cual, junto con operaciones de inteligencia, sicológicas, de control de población civil y logísticas, se instruía la organización, adiestramiento, asesoramiento y apoyo de fuerzas de autodefensa u otras organizaciones paramilitares (sic). Y agregaba: En caso de no existir fuerzas de autodefensa, es necesario crearlas.

De manera textual se ordenaba “organizar secretamente a ciertos sectores de la población civil –entre otros, a ganaderos, pequeños propietarios e individuos caracterizados con un alto sentido patriótico–, quienes serán empleados a órdenes en apoyo de nuestras operaciones”.

Según el plan, adiestramiento, asesoramiento y apoyo de las fuerzas de autodefensa y otras organizaciones paramilitares quedaban a cargo del Ejército. Los paramilitares debían participar en los programas de seguridad y desarrollo de la Sedena. Entre otras tareas, debían suministrar información que alimentara las ramas de la inteligencia militar (contrainformación, inteligencia de combate, inteligencia para el apoyo de operaciones sicológicas, inteligencia de la situación interna).

La matanza de Acteal, diciembre de 1997 −cuando 45 indígenas tsotsiles fueron asesinados mientras oraban en la ermita de esa comunidad del municipio de Chenalhó por el grupo paramilitar priísta Máscara Roja y efectivos encubiertos del Ejército−, fue una acción bélica que siguió los lineamientos del Manual de guerra irregular, operaciones de contraguerrilla y restauración del orden, editado por la Sedena.

En él se enseña cómo combatir a la insurgencia. Citando a Mao Tse-Tung, se afirma que el pueblo es a la guerrilla como el agua al pez. Pero al pez, agrega, se le puede hacer imposible la vida en el agua, agitándola, introduciendo elementos perjudiciales a su subsistencia, o peces más bravos que lo ataquen, lo persigan y lo obliguen a desaparecer. Paramilitares, pues.

Casi 25 años después, la Organización Regional de Caficultores de Ocosingo (Orcao) cumple el papel de Máscara Roja en la masacre de Acteal. Y junto a la Orcao, grupos delictivos −en complicidad, colusión o bajo protección de organismos de seguridad del Estado− ejecutan en Chiapas las tareas generadoras de terror y caos que organizaciones de la economía criminal desarrollaron en zonas geoestratégicas de México, como los estados situados sobre la cuenca de Burgos y Sabinas (Coahuila, Nuevo León), rica en uranio, carbón e hidrocarburos, considerada “territorio Zeta” durante la guerra difusa de Felipe Calderón o en la zona de la tierra caliente de Michoacán, donde el Ejército armó un grupo de autodefensa civil (Hipólito Mora, Juan José Farías, Miguel Ángel Gutiérrez, José Manuel Mireles y otros) para enfrentar a Los Caballeros Templarios de Servando Gómez, La Tuta.

En todos los casos se trata de destruir el tejido social comunitario mediante la necropolítica, categoría que, según Achille Mbembe, implica la decisión de quién puede vivir y quién debe morir a mano de máquinas de guerra (estatales y privadas) para generar muerte masiva, lo que exhibe la lógica del capitalismo del siglo XXI como administración y trabajo de muerte, con la destrucción material de cuerpos y poblaciones humanas juzgados como desechables y superfluos (matables, dice Agamben).

El objetivo del terror y el necropoder es el sometimiento social; la sumisión del otro como parte de una dinámica depredadora de desposesión, despojo y reterritorialización con fines de dominación económica.

La Jornada

 

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