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Pensamiento :: 25/01/2008

De la publicidad y su rival

Inés Leal Rico
Inmersa en esta cultura dominante, la contrapublicidad lo tiene todo por hacer

Es difícil entender el fenómeno contrapublicitario sin hacer referencia, aunque sea en sentido antagónico, a la publicidad. Realmente la contrapublicidad sienta sus cimientos en la publicidad tradicional, en su intrusismo, en sus mensajes estereotipados que intentan encaminarnos al consumo descontrolado hetereogéneamente homogéneo, en sus estilos, en su lenguaje. Somos capaces de entender los carteles contrapublicitarios en un rápido vistazo gracias a la educación en el universo de las imágenes que la publicidad nos ha dado. Todo encaja a la primera; la ironía, la sátira, la crítica contrapublicitaria, todo encaja en nuestros esquemas mentales porque gracias a la publicidad hemos aprendido a pensar y expresar emociones en imágenes.

Umberto Eco nos comentaba en su temprano libro “Apocalípticos e Integrados” cuáles eran las bases de la comunicación de masas. Estos principios que él estableció en 1968 no sólo siguen estando vigentes hoy en día sino que se reafirman día a día y sirven de marco teórico a la contrapublicidad. De estos principios podemos extraer tanto la base crítica que provoca la reacción de los movimientos contrapublicitarios como el marco en el que la contrapublicidad vive y lucha cara a cara contra la publicidad.

En efecto, las críticas contrapublicitarias se enmarcan en varias líneas discursivas características de los medios de comunicación de masas. La mayoría de ellas van encaminadas a atacar la difusión mediática masiva de una cultura del tipo homogéneo que pone en peligro las características culturales propias de cada grupo. La difusión de este tipo de cultura supone el acatamiento popular de una cultura general suprema, cuyo contenido es condensado y reducido para ser más digestivo; una cultura que se expande de arriba hacia abajo, en la que difícilmente tiene cabida ningún elemento innovador o disonante con el eje marcado de antemano. Esta cultura homogénea requiere de espectadores pasivos con una única consciencia del tiempo presente sin demasiada atención en la historia o el futuro. Este público está condenado a recibir informaciones y estímulos en forma de marcas y otros símbolos vaciados de todo poder social que no sea conservador y reafirmador de los valores preestablecidos. Dentro de esta cultura, los medios de comunicación, y sobre todo la publicidad, aparecen como “instrumentos educativos de una sociedad de fondo paternalista, superficialmente individualista y democrática, tendente a producir modelos humanos heterodirigidos”.

Inmersa en esta cultura dominante, la contrapublicidad lo tiene todo por hacer. Los fines críticos contrapublicitarios tienen que ver con cualquier estado consecuente de esta cultura paternalista que fomenta la publicidad en cuanto herramienta de persuasión. Sin embargo la contrapublicidad también se vale de su rival para comunicar sus mensajes. Más allá de la evidente semejanza estética entre ambas disciplinas, el movimiento subversivo utiliza técnicas de comunicación provinentes de los principios básicos publicitarios. El acto de alterar logotipos empresariales para cambiarles el significado no es más que un juego con las mismas reglas. La alteración de marcas tiene como consecuencia la aparición de una nueva contra-marca que supone la asociación de unos significados distintos a un mismo significante, es decir, jugar a cambiar símbolos de poder por símbolos de subversión. Cabe entender entonces, que tanto una como la otra utilizan los símbolos para condensar los significados y lograr entablar una comunicación más directa con el público.

Otras técnicas como la USP (Unique Selling Proposition) publicitaria son empleadas en numerosos carteles contrapublicitarios. Gracias a su uso, cada cartel se centra en la representación de una sola idea o hecho criticable para provocar mayor impacto en el receptor, tal y como viene haciendo la publicidad desde sus primeros inicios. Y al comunicar esta idea, en lugar de representarla intentan provocarla; en lugar de sugerirla, la dan ya confeccionada. Cada cartel contrapublicitario lleva implícito el sentimiento que debe provocarnos como espectadores, del mismo modo que cada anuncio lleva implícito qué sensación debe dejarnos cierta marca anunciada. Aunque no conozcamos una marca anunciada en televisión, sabremos que será cara; aunque no conozcamos un hecho denunciable en un contraanuncio de Shell, sabemos que atentará contra algunos de nuestros derechos.

Aunque publicidad y contrapublicidad puedan parecer a priori totalmente opuestas, podemos entenderlas como las dos caras de la misma moneda. No sólo la contrapublicidad aparece como respuesta a los límites insostenibles a los que está llegando día a día la publicidad sino que la publicidad estaba ansiando la aparición de un nuevo lenguaje subversivo y disonante que poder apropiarse. La contrapublicidad cada vez se realiza de una manera más profesional mientras que la publicidad se camufla de graffitis y diseños underground. De esta manera y con las apropiaciones que ambas disciplinas sufren por parte de su rival, empiezan a desdibujarse los límites entre publicidad y contrapublicidad hasta llevarnos a la confusión.


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