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Pensamiento :: 26/05/2008

Miseria del chiquilicuatrismo

Marat
La elección de Chiquilicuatre como representante de España en Eurovisión no sólo no es un gesto subversivo o nihilista, sino que desvela una conformidad ilimitada con el poder del déspota y una credulidad pasmosa ante sus simulacros de autocrítica.

"El poder ha encontrado en la imagen una herramienta insospechadamente eficaz y estetizante que a la vez que instaura el orden objetivo de la apariencia y del espejismo, hace aceptable su transparente violencia [...]. Pero lo cierto es que la imagen de la que hablamos encanta, no duele, no es brutal, ni siquiera desagradable, es eminentemente “artística” y se viste, indistintamente, con los ropajes de lo surreal, de lo conceptual, de lo abstracto. No atiende a diferencias. Rompe los estilos. Disuelve las categorías. Se torna vanguardista o posmoderna o situacionista [...]. Porque las imágenes no son sino una herramienta, una técnica más que utiliza la clase dominante para asegurar la organización social que le conviene, lo que no se contradice con el hecho objetivo de que el sistema ideológico-técnico de las imágenes cobre a veces una dinámica propia, un desarrollo autónomo cuyos efectos, aunque imprevistos, no hacen sino reforzar el proceso general del que ese sistema ha nacido y al que sirve en última instancia".

Grupo Surrealista de Madrid, El falso espejo (1).

Numerosísimos estudios históricos y antropológicos han dejado constancia de un fenómeno reiterado y extendido a través de los tiempos y las sociedades: la existencia de ocasiones puntuales, efímeras y toleradas de colectiva subversión del orden establecido. En fechas señaladas, como el Carnaval, se producen aperturas del espacio público a la más ácida crítica del poder, inversiones de los roles de género o clase, licencias para conductas libertinas, irreverentes o extravagantes... En el pasado, muchas de estas celebraciones de la subversión emergían como signos de la resistente pervivencia en la colectividad de oscuros impulsos paganos y anti-autoritarios. Las instituciones del poder optaban en algunos casos por combatirlas ferozmente por todos los medios a su alcance, potro de tortura y pira de herejes incluidos, pero en otros intuían el beneficioso efecto homeopático que tolerar estos islotes de subversión podía tener para sus propios intereses, reconduciéndolos como vía de escape por lo general inofensiva de las tensiones que inevitablemente origina una forma despótica de gobierno de la vida social.

Uno de los muchos aspectos en que se diferencian las formas tradicionales y contemporáneas del despotismo es cómo, mientras antaño esos impulsos subversivos tenían su origen en tradiciones culturales propias de las clases sociales dominadas y el déspota debía esforzarse por poner coto a su virulencia y mitigar sus efectos, de ese modo benéfico para sus intereses que no pusiese en cuestión (e incluso reforzase) la disposición de sus súbditos a ser dominados durante el resto de las jornadas del año, en la actualidad es el déspota contemporáneo, es decir, el mercado capitalista, el que sintetiza en sus propios laboratorios y a su pleno capricho estos efímeros aliviaderos de tensión para sus dominados.

No es este el lugar para un detallado repaso a la compleja transición que lleva de una a otra forma de gestión de los impulsos sociales subversivos, que por otra parte el lector encontrará perfectamente descrita en muchos y valiosos estudios. En síntesis, puede afirmarse que la adquisición por parte del déspota capitalista de esta habilidad para diseñar y poner en circulación fantasmas de subversión que no hacen sino apuntalar su omnímodo dominio es clave para comprender el tránsito de un despotismo basado sobre todo en la coerción y sólo secundariamente en la hegemonía cultural, a otro, el contemporáneo, que obtiene de esta última un rendimiento tan alto que sólo puntualmente y en circunstancias muy extremas debe hacer uso de la coerción, llegando a enmascarar casi por completo los cimientos nétamente violentos y liberticidas de su forma de gobierno.

La ya de por sí rica fenomenología contemporánea de esta cada vez más afinada sensibilidad capitalista para diseñar placebos de subversión que ofrezcan un poco de distensión psicológica a sus dominados no deja de actualizarse en el efervescente mercado televisual español. El "caso Chiki-Chiki" llega apenas semanas después del "caso Aquí hay tomate", constantando la extrema agilidad con que las pantallas y sus programadores renuevan el arsenal con el que depredan la mente de su mercado, cuyos límites coinciden prácticamente con los de la sociedad misma, de cuyo tiempo de vida absorbe cientos de millones de horas/año y un incomensurable porcentaje de sus capacidades afectivas e intelectuales, a sumar a las ya apropiadas durante la jornada de trabajo y los ritos del consumo de mercancías.

Puede establecerse algún paralelismo entre ambos casos. Forzando ligeramente los límites de lo políticamente correcto y poniendo a pleno rendimiento las habilidades comunicativas y los medios técnicos al servicio del mundo del espectáculo, Aquí hay tomate ha ofrecido un modo no sólo homeopático, sino enórmemente rentable en términos comerciales, de dar voz al malestar latente de las clases más castigadas por el endurecimiento de las condiciones materiales de vida y la depauperización cultural y sentimental de la mente social. Los productores de Aquí hay tomate lograron facturar un esperpéntico pero eficacísimo Robin Hood que se distinguió por robar algo de tranquilidad a los propietarios de lujosos chalés y potentes vehículos para repartirlo, en forma de espectáculo de sobremesa, a la multitud de los expropiados de la galopante estratificación social. Paradójicamente, el beneficio económico de esta ventana de escarnio de los ricos y famosos iba a parar al bolsillo de los ricos y famosos, cuyo caché no ha dejado de aumentar conforme el espectáculo ganaba en virulencia, hasta el punto de que ser cotidianamente ridiculizado en los platós se ha convertido en el boyante medio de vida de un buen puñado de profesionales del complejísimo entramado de la industria televisual. ¿Quién se ríe de quién, entonces? Cerrando el perfecto sistema de aprovechamiento de este modelo, este placebo de subversión sacia y bloquea, con su bombardeo de trivialidades y su poderosísimo arsenal de mecanismos de captura de la atención, con su simulacro de disidencia y su aparente transgresión de las normas, muchos apetitos, estos sí espontáneos y con el tiempo quizás peligrosos para el déspota, de auténtica crítica del régimen de dominio y explotación capitalista. Escribe Guy Debord en sus Comentarios a la sociedad del espectáculo:

"Tras una multitud virtualmente infinita de supuestas divergencias mediáticas se disimula así lo que es, por el contrario, el resultado de una convergencia espectacular que se viene persiguiendo deliberadamente y con notable tenacidad. Así como la lógica de la mercancía prevalece sobre las diversas ambiciones rivales de todos los comerciantes, o como la lógica de la guerra domina siempre las frecuentes modificaciones del armamento, así la severa lógica del espectáculo domina por todas partes la creciente diversidad de las extravagancias mediáticas" (2).

Rodolfo Chiquilicuatre y su canción (o más bién, breve sketch teatral musicalizado) "Baila el Chiki-Chiki", última hora del mercado de las "extravagancias mediáticas", comparte algunas características con el fenómeno Aquí hay tomate y añade algunos rasgos específicos, que no estrictamente novedosos, al vademécum de los fármacos televisuales disponibles. Comparten una estética bizarra que recicla como propuesta de consumo de masas la rehabilitación y actualización de lo kitsch que -con tanto ingenio como irresponsabilidad- ciertos ámbitos de la (supuesta) vanguardia artística han promocionado con entusiasmo en los últimos años. Difieren en el objeto de su pretendida crítica: si el Robin Hood tomatero expone la vergonzosa ociosidad y opulencia de ciertos estratos de la "clase espectacular" (con mucho cuidado a la hora de destinar casi siempre las salvas más dañinas a sus peones más inofensivos y prescindibles, y rara vez a los auténticos dueños del circo), el bufón del Chiki-Chiki es una bofetada a una industria cultural a la que aparentemente se le reprochan la inanidad de sus contenidos y el carácter fraudulento de su elaboración y comercialización, que son en este caso desvergonzadamente expuestos a la vista del público como si de una lección de práctica forense se tratase: así se fabrica un éxito y se gana una fortuna a partir de una majadería.

Claro que se trata de una bofetada amable. Una bofetada que, para empezar, redundará en la apropiación de cientos de millones de euros del bolsillo de las clases expropiadas en forma de descargas de tonos de móviles, merchandising, beneficios publicitarios y otras muchas formas de negocio, en favor, paradójicamente, de esa misma industria de los contenidos cuya farsa se pone al descubierto. Hay muchas y lucrativas formas de estafa, como el popular "tocomocho", en las que el estafador actúa mostrándose como alguien susceptible de ser burlado. A escala industrial, el Chiki-Chiki es un "tocomocho" gigantesco en el que la industria cultural, en lugar de encubrir sus habituales productos fraudulentos bajo la consabida producción visual y musical de lujo, ofrece al público la posibilidad de adquirir directamente su nuda vacuidad y hacer unas cuantas risas a su costa.

Pero no nos quedemos aquí. Con su eficaz capacidad de penetración en la sensibilidad artística individual y los imaginarios culturales colectivos, el déspota capitalista de la era del espectáculo demarca ventanas de posibilidad para la conformación de la personalidad. Cientos o miles de horas de programación televisual imponen como canon para el consumo cultural un producto no ya raquítico, sino sencillamente cutre y deleznable, que ya ni siquiera presenta los mínimos rastros de creatividad y expresividad que aún preservan los productos de lujo, tipo Madonna o Beyoncé, habituales en las listas de éxitos. Si en un principio, y de forma más bien limitada a un pequeño segmento de sus consumidores, el fenómeno preserva cierto gesto irónico, cierto descreimiento y cierto efecto corrosivo, el poder conformador del criterio estético que tiene el bombardeo mediático acaba convirtiéndolo, ya sin sombra alguna de ironía, en parte del ADN cultural activo de nuestra sociedad. Así, es posible que el "modelo Chiki-Chiki" se convierta en un factor condicionante en el mercado musical en los próximos años, reafirmando una tendencia de creciente degradación de los patrones de difusión de la música popular contemporánea, que hace ya años vienen otorgando un creciente papel a productos de un patetismo y una pobreza alucinantes, frente a la vitalidad y la calidad de las que gozó la música popular en distintos periodos del pasado reciente. El público domesticado y despersonalizado que consume ritualizadamente música asociada a contenidos televisuales no solicita reiteradamente el Chiki-Chiki a los disc-jockeys en los bares con ningún afán iconoclasta: lo hace porque realmente lo considera una música divertida, bailable, favorecedora de un buen clima para las relaciones interpersonales... Lo hace porque ya ha perdido la capacidad de distinguir una canción de un politono...

En una sin duda sugestiva, pero también arriesgada pirueta interpretiva, Leo Martín Saura habla en su texto "Chiki-Chiki, esto es lo que hay" (3) de "gesto de hastío e indignación", poniendo en conexión la victoria de Chiquilicuatre en la competición por representar a España en Eurovisión con el desalojo electoral del PP en las elecciones de 2004:

"La elección nihilista del Chiquilicuatre, así como la elección de castigar al Partido Popular por sus mentiras y engaños sobre la guerra de Irak hace ahora cuatro años, señala un espacio de actuación puntual, viral y contagioso, donde lo único que acertamos a mostrar, de momento, es el cierre de nuestras propias posibilidades y lo hartos que estamos. Para castigar a Aznar [...] tan sólo nos quedó la posibilidad de votar a otro; el PSOE era el que teníamos más a mano, que, por supuesto, no nos representaba tampoco, ni falta que nos hacía. No es eso lo que perseguíamos, se trataba tan sólo de un gesto de hastío e indignación dentro de un marco que nosotros no habíamos elegido, pero que era el único que en esos momentos teníamos a nuestro alcance: las elecciones generales, depositar el voto en las urnas. En este sentido, la elección del Chiquilicuatre sería más de lo mismo: tan sólo un gesto que realizamos dentro de un marco que no hemos elegido. Todo el mundo sabe que Buenafuente y su equipo de colaboradores son los que han creado este producto; son, por lo tanto, los que sacan y sacarán provecho de él, pero al encontrarse a disposición de todo el mundo no hemos podido, ni hemos querido, evitar la tentación de realizar otro gesto más con la única intención de que lo irrepresentable exista y, si puede, cree comunidad, esa comunidad formada por todos nosotros que, sin tener poder para decidir nada, no dejamos pasar ninguna oportunidad -tenga la forma que tenga- para expresar algo muy sencillo y que al parecer está en la cabeza de todos: ya no nos creemos nada, y no queremos que la vida, nuestras vidas, sea esto, queremos otra cosa."

Ni que decir tiene que la interpretación que aquí se propone del fenómeno Chiki-Chiki no comparte en absoluto el optimismo de fondo de este texto de Martín Saura, que de modo un tanto desesperado se esfuerza por rescatar un supuesto impulso subversivo animador del chiquilicuatrismo de los férreos mecanismos de explotación comercial en los que ha nacido y de los que en ningún momento se ha emancipado ni lo más mínimo. La "intención de que lo irrepresentable exista" ocupa en la voluntad de la inmensa mayoría de los consumidores del merchandising chiquilicuatrista el mismo lugar que la crítica de la miseria afectivo-sexual contemporánea en los espectadores de Escenas de matrimonio o la denuncia de los mecanismos de monitorización y disciplina social en los de Gran Hermano: de existir, existe de un modo absolutamente teledirigido, inconsciente e inofensivo, plenamente vicario de los intereses del déspota, y por tanto necesariamente opuesto a los intereses de toda voluntad consciente y organizada de subversión. Si, como escribe Martín Saura, "no hemos podido, ni hemos querido, evitar la tentación" de participar en esta farsa es porque nosotros mismos nos hemos transformado, quizás ya irreversiblemente, en esos "agentes secretos" del espectáculo infiltrados en la mente social que describe Debord y a los que, paradójicamente, tampoco podemos ya evitar la tentación de poner el rostro del siniestro agente Smith de la espectacularísma película The Matrix de los hermanos Wachowski. Si el chiquilicuatrismo tiene alguna capacidad para crear comunidad, se trataría de una comunidad disciplinaria, uno de de esos "mundos para nadie" que describe Mauricio Lazzarato como resultado del concienzudo trabajo de los publicistas a la hora de sustituir auténticas experiencias de vida por pautas reiterativas de comportamiento programado:

"Son mundos lisos, banales, formateados, ya que son los mundos de la mayoría, vacíos de toda singularidad. O sea, son mundos para nadie [en los que somos] marcados y hablados por los signos, las palabras, las imágenes (los logos de las empresas) que se inscriben en nosotros según el procedimiento por el que la máquina de La colonia penitenciaria de Kafka graba sus consignas en la propia piel de los condenados" (4).

La elección de Chiquilicuatre como representante de España en Eurovisión no sólo no es en modo alguno subversiva, sino que desvela una conformidad ilimitada con el poder del déspota y una credulidad pasmosa ante sus simulacros de autocrítica. Subversiva y creadora de comunidad hubiera sido una desafección masiva que hubiera hecho patente la imbecilidad palmaria que supone invertir el salario de 10, 20 o más minutos de trabajo en enviar un SMS o adquirir algún producto de merchandising y que hubiera dejado a los creadores de esta soberana estupidez plantados y a solas con su estafa. Y más subversivo aún hubiera sido un movimiento de masas organizado que hubiera impuesto el envío a Eurovisión de, pongamos por caso, Ojos de Brujo, Fermín Muguruza, 12 Twelve, Migala, Fon Román, Standstill, Javier Corcobado, Enrique Morente o 08001, conquistando para la difusión de formas culturales más complejas y enriquecedoras de la mente social el espacio mediático que habitualmente el déspota capitalista niega o restringe a los horarios más inhospitos y menos rentables de la programación televisual. Formas culturales que, en la práctica, verán aún más limitado su espacio de expresión en los medios si, como previsiblemente habrá de ocurrir, la moda de la canción-sketch de baja estofa se extiende y gana mayores cuotas de mercado en la semiosfera a costa de una expresión musical ya por lo general bastante empobrecida y descafeinada por la presión de las discográficas, los programadores y los patrocinadores. El éxito de Chiquilicuatre no es una crítica a un mercado de contenidos musicales en caida libre: es una última vuelta de tuerca en su banalización artística e instrumentalización publicitaria.

Su fachada casposa y superficialmente risible puede, sin embargo, engañar a primera vista. La dimensión banal del sistema que Guy Debord denominó "espectacular integrado" puede llegar a enmascarar por completo su lado más oscuro, este sí descarnada y vocacionalmente totalitario. Que haya adquirido la capacidad de reirse de sí mismo de forma tan sistemática y provechosa (una capacidad de la que carecía la "espectacularidad concentrada" de la propaganda fascista, y que sólo asomaba en contadas ocasiones en la "espectacularidad difusa" del capitalismo de hace cuarenta años) no lo hace en absoluto menos temible o más vulnerable, sino todo lo contrario. Travistiéndose como su opuesto, el "espectáculo integrado" logra abarcar la completitud del espacio social, reafirmando su dominio omnímodo y cerrando el paso a sus genuinos contrarios. Desplazando parte de las responsabilidades de distribución de sus mercancias a los propios consumidores, reapropiándose de parte de las plusvalías potenciales que permite la adquisición de habilidades tecnológicas en tiempo y con fines teóricamente de ocio (esencia del llamado márketing viral y otras penúltimas noticias de la mente publicitaria) no sólo reduce costes de forma espectacular, atestando las calles de agentes Smith ansiosos por cumplir sus funciones y extender su jornada laboral con unas cuantas horas de trabajo no remunerado al servicio de la industria cultural, sino que se auto-legitima con una ficticia vestimenta de participación democrática, parasitando las competencias comunicativas y las pulsiones subversivas que serían necesarias para desencadenar formas un poco más veraces de democracia: este ectoplasma espectacular, como el fantasmático código fuente de The Matrix, se alimenta de materia viva. Escribe Franco "Bifo" Berardi:

"La simulación es la creación de fantasmas sin prototipo. Un algoritmo produce cadenas infinitas de información. El efecto de inflación semiótica pone en marcha un proceso de progresiva colonización de espacios cada vez más extensivos de lo real por parte de la emulsión informativa. Lo real desaparece, como la selva del Amazonas, como un territorio comido por el desierto, hasta que todo el tejido que garantizaba la continuidad vital de la comunidad acaba siendo succionado por este efecto de des-realización, y el organismo implosiona [...]. La replicación de la imagen artificial tiene carácter viral e ilimitado dado que la creación de un nuevo simulacro no requiere gasto de energía ni de materia. La experiencia vivida es invadida, por tanto, por la proliferación penetrante de simulacros. Se pueden ver aquí los orígenes de una enfermedad del deseo, de una especie de cáncer que llega al corazón mismo de la experiencia libidinal. La energía libidinal es atacada por una especie de replicante de carácter parasitario, como demuestra el fenómeno de la pornografía digital artificial. “Parásitos libidinales” es la fórmula con la que Matteo Pasquinelli define esta enfermedad del deseo" (5).

Frente a todas estas evidencias, la posición de Martín Saura peca de un optimismo que nos recuerda irremediablemente a aquella vieja sentencia de Walter Benjamin sobre la extendida costumbre entre los contestatarios de creerse nadando a favor de la corriente de la Historia. Sin embargo, el fenómeno Chiki-Chiki no anuncia nada bueno, sino más bien todo lo contrario. No revela ninguna subversión clandestina o latente, ningún malestar subterráneo, ninguna brecha en la fachada de la sociedad espectacular, sino una conformidad y una moldeabilidad ilimitadas de la sociedad respecto a cualquier producto franqueado por los medios de masas y la industria cultural. Nace de una voluntad voraz e indisimulada de expropiación material y cultural, en la misma medida que Aquí hay tomate, Crónicas marcianas, Operación Triunfo o Gran Hermano y otros exitosos "parasitos libidinales", y muy, muy lejos de aquellas subversiones, estás sí genuinas e inquietantes para el déspota, que en otros tiempos lograron infiltrarse en una semiosfera aún en parte incontrolada, como pudieran ser el memorable La Bola de Cristal de los Alba Rico, Frabetti y compañía, o La Edad de Oro de Paloma Chamorro, espacios en los que sin lugar a dudas ni el humor imbécil y domesticado de Chiquilicuatre, ni mucho menos su irritante y mecánica musiquilla, hubieran tenido ningún lugar.

Una última nota de atención debe dirigirse a la paradoja en la paradoja que supone que este artefacto nauseabundo de expropiación material y cultural venga con el marchamo del mismo grupo mediático que lleva a los quioscos, a través de su diario Público, las reflexiones de Santiago Alba Rico, Amador Fernández Savater, Pascual Serrano y otros analistas críticos, y que ha difundido en su televisión La Sexta potentes documentales sobre la operación contra la sanidad pública de Madrid o la respuesta ciudadana al golpe blando del PP tras el 11-M. Una ambigüedad esencial que pone en primer plano la necesidad de poner en cuarentena, una vez más, toda confianza en las intenciones de fondo de ese sector aparentemente más amable de la industria cultural que alimenta, con su ilimitada fantasmagoría, el dominio espectacular que padecemos. Un sector que eventualmente puede jugar la baza de su aparente cercanía o complicidad con las clases expropiadas y soliviantadas para poner en circulación y hacernos tragar una moneda tan falsa como la que acuñan sus competidores a su derecha. El Chiki-Chiki, nacido en "la televisión a la izquierda de Zapatero" y con Andreu Buenafuente, uno de los más conspicuos representantes de la progresía mediática, como principal animador, suena ahora hasta la extenuación, en su versión de sintonía de la última gran promoción de la o­nCE, durante los incendiarios sermones neoconservadores de Federico Jimenez Losantos en las o­ndas de la COPE, poniendo en primer plano el consenso esencial que sirve de estabilísima argamasa al actual mercado de la comunicación de masas, en el que los posicionamientos ideológicos no tiene mucho más trasfondo que la captura de yacimientos de audiencia, y del que poca subversión genuina y cualificada podemos esperar mientras sus estructuras de propiedad, sus prácticas profesionales y sus modelos de negocio no sean profunda y radicalmente transformados.

http://espaciodemarat.blogspot.com


Notas

(1) Disponible en http://caosmosis.acracia.net

(2) Disponible en http://bsquero.net

(3) Disponible en http://leodecerca.net

(4) Por una política menor, Ed. Traficantes de Sueños, 2006, p. 102 y ss.

(5) "Deseo y simulación". Revista Archipiélago, nº 79

 

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