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Cuba :: 12/10/2010

III - Hacia una democracia de los consensos

Roberto Veiga González
Polémica sobre la democracia entre el autor católico cubano Roberto Veiga (residente en Cuba) y el intelectual revolucionario y colaborador de La Haine Julio Cesar Guanche

Apuntes para un diálogo con Julio César Guanche

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Acabo de leer el ensayo de Julio César Guanche titulado Es rentable ser libres. Cuba: el socialismo y la democracia, donde el autor realiza un análisis acerca del futuro de la democracia en nuestro país, a partir de teorías que según él hoy constituyen corrientes políticas en debate. A lo largo del texto el autor enfatiza en tres de estas propuestas, que en su opinión no implican una ruptura total con lo que se pueda haber construido de manera positiva durante este último medio siglo. Denomina a las mismas: socialismo consejista, socialdemocracia y republicanismo socialista.

Aunque no lo afirma, creo encontrar su preferencia personal en el llamado republicanismo socialista y coloca mi posición, de manera muy explícita, en la denominada socialdemocracia. Hace algunas valoraciones sobre criterios –reducidos y parciales- que he dado en algún artículo, en las que reconoce como positivas algunas de mis opiniones y duda acerca de la efectividad de otras. Sin embargo, debo reconocerlo, toda su crítica es muy respetuosa y delicada. Por tanto, con este artículo no pretendo tanto polemizar con Guanche –de quien tengo alta estima como persona, intelectual y cubano-, sino más bien aportar al debate sobre el tema, pues lo considero muy importante en el momento actual que vive Cuba.

II

En el plano personal no tengo nada en contra de la socialdemocracia, corriente política que respeto y a la cual le reconozco un quehacer bastante positivo, sobre todo en el ámbito sociopolítico europeo. Quizás mis criterios en relación con la política, la sociedad, la economía, etcétera, estén tan cercanos a la misma que se me pueda considerar parte de tal postura político-social. Sin embargo, nunca me he detenido a valorarlo. Todo mi análisis sobre el Estado, la sociedad y la democracia se fundamenta en un diálogo intenso entre mis convicciones cristianas y el resto de las corrientes de pensamiento, pero de manera muy especial con la realidad misma y sus demandas. En tal sentido, mis valoraciones pueden tener puntos de contacto con las más disímiles tendencias políticas. Aunque debo reconocer que tiendo a tomar distancia de los fundamentos esenciales del liberalismo y siento simpatía por las posiciones que, defendiendo la individualidad humana, también se preocupan por su dimensión social.

III

Critica Guanche a la generalidad de quienes intentan proyectar la democracia futura, al considerar que estos no suelen tratar los problemas contemporáneos de las sociedades capitalistas, que serían comunes a Cuba si en el país no se afirma un socialismo poscapitalista. Del mismo modo, al referirse a mis criterios personales, asegura que tales visiones sobre el futuro de Cuba “terminarían siendo una aceptación del capitalismo con la receta de algún remedio temporal”.

Si por capitalismo entendemos un sistema que coloca a la persona humana y a todas las instituciones, incluidas el Estado, en función del mercado, o sea, de los empresarios y financistas, entonces yo no soy partidario del capitalismo. Pienso que debe existir la propiedad privada, pero obligada a cumplir una función social. Igualmente que debe existir el mercado libre, pero regulado por la ética erigida en ley, a través de los poderes del Estado. Estimo que deben existir capitalistas, pero que estos no pueden estar por encima del resto de la sociedad ni del Estado.

Temo a las propuestas que procuran resolver las injusticias generadas por el capitalismo invirtiendo las variables, de manera que se coloque a la persona y al mercado en función del Estado, o sea, de los intereses de una casta burocrática. Creo que el gran desafío sería colocar al mercado y al Estado en función de la persona humana. Para ello, no es necesario sustituir automáticamente, con un criterio totalmente opuesto, toda la realidad creada durante siglos por la inteligencia humana, sino introducir en ella elementos de justicia e igualdad.

Estoy convencido que, nos guste o no, tarde o temprano Cuba deberá integrarse plenamente a los mecanismos mundiales, los mismos que dan vida a una arquitectura global de tipo capitalista, pues si no asumimos este desafío podríamos llegar a vivir en la más espantosa miseria. Por tanto, estoy casi seguro de que dichos mecanismos capitalistas, con todas sus fuerzas y de manera despiadada, influirán en el ordenamiento futuro de la sociedad cubana. Por ello, me preocupa que al materializarse esta realidad –lo cual ya ocurre- no existan los canales democráticos suficientes para que el pueblo, o sus más lúcidos miembros, en interacción con el mismo, puedan intentar introducir elementos de justicia e igualdad con el propósito de que el país no quede a merced de unos pocos, ya sean los capitalistas o los miembros de otra categoría social.

IV

Es por ello que, al hablar de democracia, enfatizo en su dimensión política y me ocupo mucho de los procedimientos para que se realice este ansiado ideal. Y lo hago precisamente para analizar las posibilidades de conseguir alterar las raíces de la desigualdad e instaurar la base universal de la justicia, aunque Guanche no lo considere así. No es que desestime la democracia en otros ámbitos, como pueden ser el cultural, educativo, económico, laboral y partidista, entre otros, que son imprescindibles y que en cada caso tendrá características distintas, dada la naturaleza de cada uno de ellos. Repito, destaco el político-procedimental porque considero dicho ámbito esencial, en el que se determina la vida de todo el universo de ámbitos de la sociedad.

Por otro lado, creo que el desempeño político democrático de las personas y de los grupos sociales no se realizará plenamente si el Estado carece de la debida democracia. En tal sentido, los Poderes Públicos han de estar constituidos con visos de cierta metapolítica, aunque al autor le parezca ilógico este criterio. Cuando afirmo lo anterior no estoy haciendo referencia a un Estado apolítico, sino todo lo contrario, lo hago pensando en un marco estatal tan político que no reduzca la posibilidad de participación de ningún actor social, sea cual sea su posición ideológica: el Estado será verdaderamente democrático únicamente cuando dé cabida a todos, pues de lo contrario dónde quedarían la igualdad y la justicia.

Cuando hablo de democracia no me refiero a un mecanismo donde se tenga en cuenta a la mera mayoría. Es decir, no me refiero a que una mayoría logre lícitamente el control de los procesos sociales y los ordene según su visión de las cosas, tratando con bondad a quienes no alcanzaron la hegemonía social y el control del poder, y le garantice incluso ciertas cuotas de libertad. No, eso no realizaría la igualdad y mucho menos la justicia. Rechazo concebir la democracia como un mecanismo para que gobiernen las mayorías desde sus criterios particulares. Pienso en ella como un procedimiento de consenso entre la mayoría y las minorías, para que realmente pueda ser un quehacer más universal, donde todas las opiniones participen desde una igualdad proporcional y los consensos se acerquen a expresar los intereses más generales, lo cual –sin dudas- resulta mucho más justo.

V

El autor, siguiendo la lógica de minimizar la democracia como procedimiento, postula que esta debe ser ideológica para garantizar así una visión justa de las cosas, y asegura que la única cosmovisión certera es la socialista. En este caso, estaríamos asistiendo a la construcción de una nueva relación de dominación de unos sobre otros, pues ese nuevo orden social no resultaría del acuerdo entre todos los cubanos. Jamás una visión ideológica detenta la universalidad absoluta en una sociedad.

Es más, pienso que el autor confunde democracia con justicia y justicia con socialismo. Ciertamente, como él afirma, la democracia por sí misma puede servir para “reproducir horrores”, pues ella no pasa de ser un mecanismo que intenta dar a todos, o a la mayoría, la posibilidad de realizar sus anhelos, los cuales pueden llegar a ser bárbaros. Por ello, se hace imprescindible trabajar para que los pueblos empleen dichos procedimientos en la consecución de acciones virtuosas y esto es imposible sin personas justas. De aquí que sea tan importante la realización formal y material de los derechos que garantizan la promoción espiritual-humana de las personas, entre los cuales se encuentran los derechos a la cultura, a la educación y a la libertad religiosa.

La justicia, según el criterio más aceptado, consiste en dar a cada uno lo suyo. En esto hay consenso. La cuestión se complica cuando es necesario definir qué es lo suyo y cómo se da. Para el pensamiento cristiano lo suyo es el bien común, o sea, un conjunto de condiciones para garantizar que las personas humanas, las familias y la sociedad en su totalidad, se desarrollen plenamente. A su vez, esta realidad se traduce en la garantía verdadera de todo el universo de derechos, tanto individuales como sociales, ya sean familiares, culturales, económicos, laborales, políticos, entre otros. No se trata de darle todo a cada persona, sino de capacitarlo para que él mismo se realice hasta donde pueda a partir de sus potencialidades propias. Pero no se queda ahí, se refiere también al cómo se da, o sea, a la responsabilidad que tenemos todos de ayudar a los demás a conseguir tal capacitación y de apoyar a quienes, por desgracia, no lo logren.

Por ello se habla de la subsidiaridad que le corresponde ejercer al Estado para apoyar a las personas en la garantía y realización de sus derechos, y de asumir el auxilio de quienes no sean capaces. Se habla además de la solidaridad que también le corresponde desempeñar a cada persona y a cada grupo social en la consecución de esta responsabilidad. Y se habla asimismo de una solidaridad elevada, que al cooperar con el otro tenga muy en cuenta sus particularidades y el afecto humano necesario, conocida como fraternidad.

Hago este breve esbozo sobre la justicia según las coordenadas del cristianismo para demostrar que existen diversos criterios en relación con la misma, y que muchos de estos pueden gozar de bastante validez. Por ende, no es posible afirmar que solo los ideales socialistas contienen un criterio justo sobre la justicia. No tengo nada en contra de reconocer la legitimidad de muchos fundamentos socialistas acerca del tema, pero creo imposible pretender que el ideal de justicia de una sociedad sea el criterio particular de una ideología, por muy sabia y positiva que sea. La vida, la verdad, son muy ricas y poseen todo un universo plural. Por eso pienso que el paradigma de justicia que debe construir cada sociedad, para poder hacer un uso adecuado de las oportunidades que ofrece la democracia, ha de ser una media consensuada entre todos los arquetipos que sobre la justicia existen en la misma. De lo contrario, no sería una expresión real de los ideales de toda la comunidad y muchos pudieran no sentirse identificados, comprometidos y por tanto felices -lo cual atentaría contra la igualdad y la justicia misma.

Los miembros de una sociedad forman un cuerpo de personas, donde cada una es única e irrepetible, razón por la cual pueden complementarse mutuamente, pues cada uno posee algo que a los demás le falta. Esto implica que en el desempeño social no se pueda llegar a un criterio auténticamente equilibrado de lo justo sin el concurso de todos, o al menos de todos aquellos que sienten la necesidad de aportar al mismo. Cuando ello ocurre sin esta amplia participación tal construcción puede ser parcial y hasta padecer de errores. Es cierto que esto también puede ocurrir aunque este implicada la generalidad, pues resulta posible que todos lleguemos a estar equivocados; pero siempre sería menor el riesgo y no hay otra manera sociológica de procurar mayor legitimidad.

VI

Guanche tampoco acepta mi criterio acerca de que el artículo primero de la Constitución de 1940, asumido por la actual Ley Fundamental durante la reforma constitucional de 1992, con la inclusión de algunos términos, no ha dejado de ser una referencia, aún no asumida plenamente por la elaboración ni por la práctica constitucional, legal y política cubana. El autor afirma que el socialismo actual abrió a los cubanos la posibilidad de realizar dicho ideal.

Comencemos por presentar los postulados de tal precepto. Dice así: “Cuba es un Estado independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos, como república unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política, la justicia social, el bienestar individual y colectivo y la solidaridad humana”.

Es posible asegurar que el socialismo actual ha contribuido en la implementación y realización de estos postulados, pero como lo puede hacer cualquier obra humana: solo parcialmente y con defectos. En tal sentido, tendríamos que preguntarnos si ya hemos alcanzado el desarrollo suficiente de la soberanía ciudadana, de la democracia, de la libertad política, de la justicia social, del bienestar individual y colectivo, de la solidaridad humana. Nuestra actual realidad y todo el consenso nacional que se ha venido gestando en torno a la necesidad de realizar grandes cambios económicos, políticos y sociales en Cuba, de los cuales también habla el autor, indican que aún nos queda mucho por lograr en este sentido.

VII

Por otra parte, hay aspectos en los cuales estoy de acuerdo con el autor. Igualmente me parecen bien muchas de las propuestas que emanan de las otras dos corrientes que refleja en su texto.

En cuanto a los anhelos del socialismo consejista, comparto el criterio de la autogestión en todos los ámbitos y hasta donde sea posible, siempre que no se pretenda incluirla en aquellas entidades sin una naturaleza apropiada para ello; y también apruebo la necesidad de potenciar el desarrollo de lo local, siempre que no sea en detrimento de la existencia de una estrategia nacional empeñada en la posibilidad de una armónica evolución común. Igualmente me uno a muchos de los deseos del llamado republicanismo socialista; por ejemplo, cuando afirma la necesidad de que el pueblo complete el orden constitucional, que el poder sea más poder y más popular, que existan nuevos mecanismos de protección del sistema institucional y de los derechos fundamentales, así como la generalidad de los nueve ideales que enumera en el acápite X, empeñados en promover una efectiva soberanía popular.

Apruebo todo esto porque quiero ser un defensor del ideal de soberanía popular, o de soberanía ciudadana –que es como prefiero llamarlo. La soberanía, como sabemos, debe residir en el pueblo o en la nación, y el Estado sólo ha de ejercerla. No por ello el Estado debe ser un mero títere de las personas y de los grupos sociales; todo lo contrario, creo que los Poderes Públicos han de ofrecer el marco dentro del cual estos deben actuar y por tanto todos le deben obediencia. Sin embargo, dicho marco debe ser constituido con la participación y aprobación de todos, y han de existir mecanismos para que las personas y los grupos sociales puedan convocar a la sociedad toda con el propósito de redefinirlo.

Es posible sostener, desde el criterio de soberanía popular o ciudadana, que a toda persona le corresponde ejercer una cuota –solo una cuota- de soberanía y que por ende las decisiones serán soberanas únicamente cuando sean expresión de la voluntad general, que es mucho más que la simple mayoría. Esto, como es lógico, demanda que aunque la nación haya acordado previamente salvaguardar y promover entre todos determinados principios e ideales, cada persona o grupo de personas procuren hacerlo desde sus propias perspectivas; pero también exige que se gestione el consenso entre todas estas opiniones y propuestas. Ello tiene su fundamento en esa apreciación cristiana que ya señalé anteriormente: cada persona es idónea para ofrecer lo que las demás no son capaces y, a su vez, todas las demás son potencialmente competentes para contribuir con lo que cada persona no es suficiente para lograrlo. Esta es la base de la diferenciación social que demanda un libre ejercicio de la iniciativa, ya sea económica, social o política, etcétera. En tal sentido, pienso que cada ser humano debe tener la posibilidad de asociarse, también políticamente, con quienes poseen criterios afines, para intentar hacer valer sus opiniones en el contexto de la sociedad.

El concepto de soberanía popular demanda, además, perfilar con cuidado la relación entre el ciudadano y el Estado, para que este último sea verdaderamente una autoridad, pero no pueda transgredir sus límites como mero ejecutor de la soberanía. El Estado no puede poseer la soberanía, sólo ha de ejercerla, en nombre y bajo el control de la ciudadanía. Esto reclama, por ejemplo, que el pueblo pueda elegir un programa de gobierno y al mandatario que lo procurará, así como que exista todo un universo de mecanismos para controlar a este y a todas las demás autoridades, ya sea de manera directa o por medio de los representantes del pueblo que integran la rama legislativa del poder.

Con independencia de que existan mecanismos para que los ciudadanos puedan interactuar y controlar de manera directa a las autoridades, es muy importante cincelar con cuidado y sensatez la relación entre el ciudadano y su representante en la rama legislativa del poder, pues en gran medida este último está llamado a hacer escuchar las opiniones de sus electores y a ejercer el control bajo el mandato y vigilancia de estos. Para ello se hace imprescindible facilitar la postulación de candidatos, de manera que dicha potestad no quede reducida a un marco estrecho, garantizar que los electores siempre puedan escoger entre varias posibilidades, así como perfilar los mecanismos para facilitar el control de los electores sobre los elegidos y la interacción continua entre estos. En este sentido, también habría que determinar en qué medida dichos elegidos, o sea, los representantes o diputados, deben estar obligados a transmitir directamente las decisiones de sus electores, en cuál proporción los criterios de la organización que los postuló y en cuál magnitud han de decidir según sus conciencias personales –a esto último también le concedo una importancia muy grande.

Otro aspecto sobre el cual pienso que debe debatirse con intensidad es acerca del debido equilibrio entre las ramas (legislativa, ejecutiva y judicial) del poder. Aunque no me detendré en esto, quiero esbozar por donde ha transcurrido el debate teórico sobre el tema. Algunos afirman la separación absoluta, o casi absoluta, de las tres ramas, pues sostienen el real peligro de concentrar todo el poder en una sola entidad. Otros defienden la unidad de las tres ramas del poder, y para ello argumentan sobre las facilidades que verdaderamente brinda la división de poderes para entorpecerse mutuamente, afectando así la correcta marcha de la nación. Y algunos procuran cierto equilibrio entre ambas posturas. Estos últimos ambicionan que, por un lado, sea obligatoria la colaboración entre todas las ramas del poder y la funcionalidad armónica de estas (como exigen quienes prefieren la unidad de poder), y por otro lado sea posible la mayor garantía de autonomía-responsable para cada una de estas ramas, con el objetivo de evitar intromisiones dañinas y abusos de poder (como anhelan aquellos que promueven la división de poderes). Sobre esto estamos obligados a estudiar y debatir.

VIII

Quiero reiterarle a Julio César Guanche, miembro destacado de un significativo grupo de jóvenes e inquietos intelectuales comprometidos con el presente y el futuro de Cuba, mi respeto y consideración. Aprovecho la oportunidad para brindarle las páginas de esta revista –en nombre de su Consejo Editorial- a nuevas reflexiones suyas sobre el tema, e invitarlo a constituir un equipo de investigación y debate que integrarían cubanos de las más diversas opiniones e interesados en estudiar la organización y el funcionamiento del Estado, la sociedad y la democracia.

La Haine


Articulos anteriores:

I - En torno a la democracia en Cuba

II - Es rentable ser libres. Cuba: el socialismo y la democracia

 

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