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México, México :: 27/10/2018

De consultas, migrantes y aeropuertos

Lucía Pi Cholula
En México no estamos mejor, las mineras canadienses lo están destruyendo todo

Para esas personas que no paran de afirmar que la consulta es una farsa porque no la organiza el INE (como si el INE/IFE —ese que Wondelberg tanto defiende— fuera una garantía de algo), para los que afirman que es ilegal porque no la hace el gobierno en funciones (porque los únicos con derecho a preguntar son ellos), o los que no la bajan de estúpida porque cómo le van a preguntar a la gente sobre algo que no sabe (como si se necesitara saber pilotear aviones para decidir lo que hace el gobierno con los impuestos), y para todos aquellos que están en contra del aeropuerto, pero dicen que la consulta no es la forma, por favor vengan a iluminarme con sus soluciones, porque enfrentarse al gran capital no es un juego de niños —¿acaso mañana irán a poner el cuerpo para parar las máquinas? (yo sé que algunos sí y los admiro por eso más que a nadie)—, para todos unos mínimos apuntes de persona a persona:

Hace unos días las personas en México pegaron el grito en el cielo porque sus redes sociales se llenaron de comentarios racistas en contra de la caravana migrante —ya leí cientos de publicaciones sobre por qué en realidad es miedo a los pobres, pero la discriminación no tiene un solo componente—, "la gente tiene derecho a migrar", "no existen las fronteras", "todos somos migrantes", exclamaban por aquí y por allá, porque claro, hay que defender a las personas del odio.

Pero, ¿por qué la caravana abandonó Honduras? Por la pobreza, por supuesto, aunque la pobreza no es algo que exista así nada más, la pobreza está directamente relacionada con la riqueza de unos cuantos. En pocas palabras, los ricos del mundo —incluyendo a ese señor que tanto idolatran acá porque es el gran empresario mexicano— existen porque debajo de ellos hay una masa inmensa de gente pobre, que trabaja de sol a sol y no puede siquiera comprar algo de comer a sus hijos. Son los grandes capitales —en contubernio con los gobiernos del mundo—, los que despojan a las comunidades de su tierra, su agua, su aire. Son ellos los que plantan bosques muertos en Chile, los que secan lagos en México, los que destruyen el medio ambiente en Honduras. Son ellos los que no paran de hablar de inversión y dinero, dinero que nunca llega acá abajo, porque la riqueza capitalista es sólo para unos cuantos (o todavía creemos que el mercado y la distribución un día se regularán solos, ¡por favor!).

Los migrantes hondureños salieron de Honduras porque, después del golpe militar a Zelaya, las políticas de despojo y los megaproyectos de muerte crecieron de manera exponencial. Los grandes capitales no iban a detenerse. En 2016, mataron a Berta Cáceres, digna defensora de la tierra de su pueblo. Los migrantes salieron de Honduras porque no tenían de otra, porque para sobrevivir debían partir. Y está bien defender su derecho al libre tránsito, pero debemos tener claro que fueron orillados a abandonar sus casas, fueron obligados a dejar su tierra —que no su nación, porque el arraigo no se trata de naciones—, porque ahí ya no había nada para ellos, porque les quitaron todo en nombre de la inversión y del progreso.

La migración es una decisión no sólo económica, también política, y por lo tanto también lo debe ser su defensa. Si vamos a defender a los migrantes, debemos hacerlo pensando en que la migración no siempre es algo que decidan los sujetos, sino que son orillados por el mismo sistema que les arrebata la vida. ¿No deberíamos entonces defender el derecho a preservar la vida —y con vida me refiero no sólo a un corazón que late, sino al mundo que nos da comida, nos da agua, nos da aire?

Hay muchas palabras que se parecen entre el contexto de Honduras y el nuestro: despojo, destrucción, pobreza, pero esas palabras no salen en la televisión, ahí sólo hablan de progreso, inversión, crecimiento económico. El golpe militar en Honduras fue en 2009, desde entonces el 30% del territorio nacional se ha dado a concesiones mineras, los ríos fueron privatizados y el aire pasó a ser de las trasnacionales. El despojo en su máxima potencia. Nueve años después más de diez mil personas abandonan sus casas buscando no un "mejor futuro", porque eso es absurdo, sino la posibilidad de futuro. Detrás de esa migración. hay decisiones políticas que permitieron la destrucción de todo en beneficio de unos cuantos, de los mismos de siempre.

En México no estamos mejor, las mineras canadienses lo están destruyendo todo, la privatización del agua es casi inminente y los grandes capitales quieren construir un nuevo aeropuerto, disque para traer turistas y progreso a este país en eterno desarrollo. ¿Cuánto dura el desarrollo? ¿A qué hora llega el progreso? ¿Por qué seguimos hablando de lo mismo? Ezequiel Martínez Estrada, un gran ensayista argentino, escribió alguna vez que los ferrocarriles no traían progreso, sino extraían riqueza. Conectadas con el mar, las vías férreas argentinas conducían la materia prima a su destino final, las grandes potencias (creo que Galeano también habla de esto). Así me imagino el aeropuerto de muerte, un centro distribuidor del despojo. Ya no tenemos ferrocarriles, hace varias décadas que podemos transportar por el aire lo que le pertenece a otros. La destrucción no sólo será en el lago de Texcoco ni en las comunidades aledañas, será en todo el país. Es importante que sepamos que frenar un mega proyecto es construir la posibilidad de frenarlos todos.

Por favor no se confundan, esta lucha no es sólo por los patos, es una lucha política en la que asentamos el derecho de las y los de abajo —incluyéndonos a todos nosotros— a existir en el mundo, a vivir dignamente. Ningún avión de primera clase nos dará eso, la dignidad está en otro lado. El rechazo al nuevo aeropuerto es una decisión política, no técnica. Ir a la consulta a decir NO al nuevo aeropuerto es defender el derecho a la vida, a la acción, a alzar la voz contra aquellos que quieren destruir el mundo. Si el aeropuerto se construye, las comunidades que viven al rededor del lago de Texcoco tendrán que abandonar sus tierras, como lo hicieron los hermanos hondureños, porque los megaproyectos no traen bienestar para los de abajo, sólo traen pobreza. Defender a unos y no a otros es hacerle el juego al capitalismo, es aceptar sin resistencia alguna que nos quiten todo.

En 2006, el estudiante de economía, Alexis Benhumea, fue asesinado por el Estado mexicano, en el famoso mayo rojo. ¿Qué hacía ahí? Estaba defendiendo el derecho de los de abajo a la vida, a la tierra, igual que Berta Cáceres lo hacía en Honduras. Para construir su "progreso", los grandes capitales saben que deben despojarlo todo. Pero nuestra dignidad nunca muere. Rechazar el aeropuerto es una decisión política en la que reivindicamos a todos aquellos que han muerto en la lucha de los pueblos, aquí, en Honduras, en Chile, en Argentina (nunca olvidaremos a Santiago Maldonado). Rechazar el aeropuerto, en la consulta, en los medios, en el frente de lucha es una decisión política con la defendemos nuestro derecho a la vida. Esto no se trata de expertos o no expertos, de patos o no patos, se trata de que es momento de decir ya basta al despojo, a la pauperización o a lo explotación de los pueblos. Así como creen que los migrantes tienen derecho a una vida digna, así también es preciso reflexionar cómo se construye y se defiende esa vida, porque la respuesta no está en irse al otro lado, la respuesta está aquí, justo frente a nuestros ojos. ¡Ya basta de megaproyectos de muerte! ¡Ya basta de que nos quiten todo!

Mientras nos perdemos en frivolidades sobre la legalidad o ilegalidad de un ejercicio de reflexión pública, los de arriba saben que pueden ganarnos, porque no hemos construido un frente unificado, porque parece más importante cuestionar la capacidad crítica de los sujetos, que entender que las personas saben lo que significa la tierra, la dignidad, la vida. Escuchen a nuestros hermanos hondureños, pongan atención a sus palabras, el despojo que ellos sufren, el que los obligó a migrar, es el mismo que sufren los que viven alrededor del lago, los que viven junto a los cerros destruidos, los que vivimos en esta ciudad y en esta nación de "tercer mundo". ¿Cuántos mundos hay en esta jerarquía absurda? En realidad sólo hay uno, y ha llegado el momento de recordar que no es —no debe ser— la propiedad privada de unos cuantos, sino el lugar de vida de los pueblos.

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