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Europa, Mundo :: 06/05/2012

Francia: El racismo de los intelectuales

Alain Badiou
¿Debemos concluir que nuestro Estado no tiene el pueblo que se merece y que el sombrío voto lepenista expresa esta insuficiencia popular?

La importancia del voto a Marine Le Pen abruma y sorprende. Se buscan explicaciones. Los políticos practican su sociología portátil: la Francia de las gentes del pueblo, de los provincianos extraviados, de los obreros, los que tienen poca cultura, asustadas por la globalización, por el retroceso del poder de compra, la desestructuración del territorio, la presencia a sus puertas de extraños extranjeros, quieren esconderse en el nacionalismo y la xenofobia.

Ya fue a esta Francia «retrasada» a la que se acusó de haber votado «no» en el referéndum sobre el proyecto de Constitución europea. Se le oponía las clases medias urbanas educadas y modernas, que son la sal social de nuestra democracia bien moderada.

Digamos que esta Francia del pueblo es a pesar de todo, en la circunstancia, el burro de la fábula, pelado y sarnoso «populista» de donde nos viene todo el mal lepenista. Extraño, por lo demás, esta rabia político-mediática contra el «populismo». El poder democrático, del que estamos tan orgullosos, ¿sería alérgico a que nos preocupemos del pueblo? Esa es la opinión de este pueblo, en cualquier caso, y cada vez más gente piensa así. A la pregunta: «¿Los responsables políticos se preocupan de lo que piensa la gente como ustedes?», la respuesta negativa, «en absoluto», ha pasado de un 15% en 1978 al 42% en 2010. En cuanto al total de las respuestas positivas («mucho» o «bastante»), pasó del 35% al 17% (para este dato estadístico y otros de gran interés se puede ver el número especial de la revista "La Pensée", «El pueblo, la crisis y la política» realizado por Guy Michelat y Michel Simon). La relación entre el pueblo y el Estado no está hecha de confianza, es lo menos que se puede decir.

¿Debemos concluir que nuestro Estado no tiene el pueblo que se merece y que el sombrío voto lepenista expresa esta insuficiencia popular? Entonces para reforzar la democracia se debería cambiar el pueblo, como lo proponía irónicamente Brecht…

Mi tesis es más bien que dos otros importantes culpables deben salir a la luz: los responsables sucesivos del poder del Estados, tanto de izquierda como de derecha, y un conjunto no despreciable de intelectuales.

En definitiva, no son los pobres de nuestras provincias los que han decidido limitar el derecho elemental de los obreros de este país, independientemente de su nacionalidad de origen, de vivir aquí con su mujer y sus hijos. Es una ministra socialista, y todos los que han ido detrás de ella, de derechas, los que se han hundido en ese abismo. No es una campesina sin educación la que ha proclamado en 1983 que los huelguistas de Renault -en efecto mayoritariamente argelinos o marroquíes- eran «trabajadores inmigrantes […] soliviantados por grupos religiosos y políticos caracterizados en función de criterios que poco tienen que ver con la realidad social francesa». Es un primer ministro socialista, para gran alegría de sus «enemigos» de la derecha.

¿Quién ha tenido la buena idea de declarar que Le Pen planteaba los verdaderos problemas? ¿Un militante alsaciano del Frente Nacional? No, fue un primer ministro de François Mitterrand. No son tampoco las personas atrasadas del interior del país las que han creado los centros de retención para encarcelar, fuera de cualquier derecho real, a los que se les priva de la posibilidad de obtener los papeles legales de su presencia en el país.

No son tampoco los jóvenes de las barriadas de los extrarradios los que han ordenado, en todo el mundo, que se concedan los visados para Francia a cuentagotas, mientras que aquí mismo se fijaban cuotas de expulsiones que la policía debía mantener a cualquier precio. La sucesión de leyes restrictivas, atacando, bajo el pretexto de los extranjeros, la libertad y la igualdad de millones de personas que viven y trabajan aquí, no es la obra de «populistas» enfurecidos.

Bajo la maniobra de estas cuotas legales se encuentra el Estado simplemente. Encontramos todos los gobiernos que se han sucedido desde François Mitterand, y todo eso sin ningún respiro. Veamos dos ejemplos, el socialista Lionel Jospin dijo desde su llegada al poder que no iba a abolir las leyes xenófobas de Charles Pasqua; el socialista François Hollande ha dicho que la regulación de los sinpapeles se realizará bajo los mismos criterios que se hizo durante la época de Nicolás Sarkozy. La continuidad en esta dirección no se pone en duda. Es este mantenimiento obstinado del Estado en la villanía que moldea la opinión reaccionaria y racista, y no al revés.

No creo que se pueda sospechar que ignoro que Nicolás Sarkozy y su camarilla han estado constantemente en la brecha del racismo cultural, levantando alto la bandera de la «superioridad» de nuestra querida civilización occidental y haciendo votar una interminable sucesión de leyes discriminatorias de las que la maldad nos consterna.

Pero en fin, no vemos que la izquierda se haya levantado para oponerse con la fuerza que exigía esta obstinación reaccionaria. Más bien ha dicho que «comprendía» esta demanda de «seguridad», y ha votado sin ningún problema decisiones persecutorias flagrantes, como las que tenían como objetivo expulsar del espacio público a tal o cual mujer bajo el pretexto de que se cubría los cabellos o que envolvía su cuerpo.

Sus candidatos anuncian por todos los lados que llevarán una lucha sin fin, no contra las prevaricaciones capitalistas y la dictadura de los presupuestos ascéticos, sino contra los obreros sin papeles y los menores reincidentes, sobre todo si son negros o árabes. En este aspecto, derecha e izquierda juntas han pisoteado todos los principios. No ha sido ni es el Estado de derecho, para los que se les priva de documentación, sino el Estado de excepción, el Estado de no-derecho. Son ellos los que se encuentran en estado de inseguridad, no los nacionales ricachones. Si fuera necesario, esperemos que dios no lo quiera, se resignar a expulsar a gente, sería preferible que se escoja para ello a nuestros gobernantes, más bien que a los muy respetables obreros marroquíes o malienses.

¿Y detrás de todo esto, desde hace mucho tiempo, desde hace más de veinte años, qué es lo que encontramos? ¿Quienes son los gloriosos inventores del «peligro islámico», que está, según ellos, desintegrando nuestra bella sociedad occidental y francesa? ¿Son intelectuales que se consagran a esta tarea infame en editoriales apasionadas, en libros retorcidos, en «encuestas sociológicas» trucadas? ¿Es un grupo de jubilados provincianos y de obreros de las pequeñas ciudades desindustrializadas los que han montado pacientemente todo este asunto del «conflicto de las civilizaciones», de la defensa del «pacto republicano», de las amenazas sobre nuestra «laicidad», del «feminismo» ultrajado por la vida cotidiana de las mujeres árabes?

¿No es lamentable que se busquen responsables únicamente en la derecha extrema -que en efecto sacan las castañas del fuego- sin poner jamás a la luz la responsabilidad aplastante de los que, muchas veces -dicen- «de izquierda», y más a menudo profesores de «filosofía» que cajeras de supermercado, que han apasionadamente defendido que los árabes y negros, especialmente los jóvenes, corrompían nuestro sistema educativo, pervertían nuestros barrios populares periféricos, ofendían nuestras libertades e injuriaban a nuestras mujeres? ¿O que eran «demasiado numerosos» en nuestros equipos de futbol? Exactamente como se decía antiguamente sobre los judíos y los «maquetos», que a causa de ellos la Francia eterna estaba amenazada de muerte.

Hay, es cierto, una cierta aparición de grupúsculos fascistas que se reclaman del islam. Pero hay igualmente movimientos fascistas que se reclaman de Occidente y de Cristo-rey. Esto no impide a ningún intelectual islamófobo de alabar en todo momento nuestra superior identidad «occidental» y de conseguir poner nuestras admirables «raíces cristianas» en el culto de una laicidad que Marine Le Pen, que se ha convertido en una de las más encarnizadas practicantes de este culto, releve por fin de que madera política se calienta.

En realidad, son intelectuales los que han inventado la violencia antipopular especialmente dirigida contra los jóvenes de las grandes ciudades, que es el verdadero secreto de la islamofobia. Y son los gobiernos, incapaces de construir una sociedad de paz civil y de justicia, que han librado los extranjeros, y en primer lugar los obreros árabes y sus familias, como pasto de las clientelas electoralistas desorientadas y miedosas. Como siempre, la idea, aunque fuera criminal, precede el poder, que a su vez modela la opinión que necesita. El intelectual, aunque fuera deplorable, precede al ministro, que construye sus seguidores.

El libro, aunque sea para tirarlo, es antes que la imagen propagandista, que desorienta en lugar de instruir. Y treinta años de pacientes esfuerzos en la escritura, la inventiva y la competición electoral sin ninguna idea encuentran su siniestra recompensa en las conciencias fatigadas como en el voto gregario.

¡Vergüenza a los gobiernos sucesivos, que han rivalizado en los temas de la seguridad y del «problema de la inmigración», para que no sea demasiado visible que servían ante todo a los intereses de la oligarquía económica! ¡Vergüenza a los intelectuales del neoracialismo y del nacionalismo cerrado, que han pacientemente recubierto el vacío dejado en el pueblo por la provisional eclipse de la hipótesis comunista de un manto de inepcias sobre el peligro islámico y la ruina de nuestros «valores»!

Son ellos los que hoy deben rendir cuentas sobre la ascensión de un fascismo rastrero que ellos han fomentado sin descanso el desarrollo mental.

* Alain Badiou – Filósofo, dramaturgo y escritor
Le Monde, 5 de mayo de 2012. Traducción del francés por Boltxe kolektiboa

 

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