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EE.UU., Asia, Europa :: 07/09/2021

El ISIS, EEUU y la semántica imperial

Carlos Fazio
Los aparatos ideológicos y culturales de EEUU y la OTAN permiten que su terror pase por otra cosa, y el poder de la propaganda es tal que se impone incluso a sus víctimas.

La caída de Kabul y la humillante y caótica retirada de Afganistán de EEUU y sus aliados de la OTAN tras 20 años de una ocupación militar neocolonial, seguida del ataque suicida en el aeropuerto de la capital afgana que dejó 211 muertos, ha vuelto a resignificar los conceptos terror-terrorismo −y a la propaganda como contraparte del terror de Estado−, focalizados ahora en clave estigmatizadora en la figura del Estados Islámico (ISIS).

El mando centralizado del ISIS reivindicó la carnicería del aeropuerto de Kabul arremetiendo contra el Talibán por estar aliado con el ejército de EEUU en la evacuación de espías. El núcleo original del ISIS está formado por iraquíes y fue engendrado en los campos de prisioneros de EEUU en Irak. Y según Pepe Escobar, las habilidades militares del ISIS derivaron de ex oficiales del ejército de Saddam ­Hussein, grupo rebelde estimulado y financiado por Paul Bremer, enviado presidencial de George W. Bush, administrador de Irak y jefe de la Autoridad Provisional de la Coalición (integrada por EEUU, Gran Bretaña y otros países tras la invasión en 2003), creada como una división del Pentágono.

La intrigante y confusa situación, que abarca las diferentes verdades sobre el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, incluidos Bin Laden y Al Qaeda, remite a la llamada sociología de las ausencias de Boaventura de Sousa Santos, quien en un reciente breve texto: Colonialismo y epistemología de la ignorancia: una lección afgana (https://lahaine.org/eF2J), invita a retroceder en el tiempo y revaluar lo sucedido, para conocer el lado de la historia que se ha ocultado.

La operación de tierra arrasada en Afganistán fue un gran montaje preparado por el Pentágono. El terrorismo fue la excusa y los negocios gaseros el motivo. Como tantas veces antes en la historia, para alcanzar sus fines geoestratégicos y geopolíticos, EEUU impuso a través de los medios una visión reduccionista, ahistórica y estereotipada de la cultura afgana, y el país fue visto como un enorme depósito de terrorismo. Ergo, en la orwelliana guerra contra el terrorismo sólo interesó identificar y eliminar terroristas.

Lo que siguió fue la gestación de un Estado global concentracionario, donde a la vez que un nuevo mundo bajo control corporativo en un mercado mundializado, existe una suerte de humanidad masificada y superflua, carente de personalidad jurídica o política −verbigracia los haitianos en la actual coyuntura mexicana−, pero también prescindible y exterminable según una determinada y fría racionalidad que abreva en el totalitarismo nazifascista y en Hiroshima y Nagasaki.

Es decir, la hegemonía militar violenta, tecnológica y racista estadunidense de finales de la Segunda Guerra, que acuñó después el Plan Cóndor y las guerras sucias de las dictaduras de los años 70 en el Cono Sur contra el enemigo subversivo, ateo y apátrida, reproducidas también en Guatemala y El Salvador en el marco de la guerra fría, y desde el 11 de septiembre de 2001, en el genocidio planificado en Irak, Afganistán, Libia, Siria y en los territorios árabes ocupados, con la franja de Gaza como epicentro del holocausto de palestinos por el criminal régimen sionista de Israel.

En las dos primeras décadas del siglo XXI, a los totalitarismos clásicos, con sus sistemas concentracionarios y su instantaneidad tecnológica, le siguió un nuevo Estado policial mundial de impronta estadunidense. Según una investigación del Washington Post, desde 2002 se estableció la Oficina de Apoyo Estratégico (SSB), que trabajó de manera clandestina sin limitaciones legales y bajo las órdenes del entonces secretario de Defensa de EEUU, Donald Rumsfeld, entre cuyas acciones estarían los aberrantes episodios de vulneración de los DDHH en los campos de concentración de Bagram (Afganistán), Abu Ghraib (Irak) y en la base militar de Guantánamo (Cuba), que pasarán a la historia como paradigmas distópicos de naturaleza real (no ficticia).

Bush autorizó el uso de la tortura en esos apartheid de la legalidad y la justicia, después de que el neofascista Rumsfeld dio la orden: Atrapen a quien deban. Hagan con ellos lo que quieran. Así, Auschwitz, hoy, recrea la nuda vida en los campos de concentración Rayos X de Guantánamo, Abu Ghraib, Bagram y en los sitios negros o prisiones clandestinas de la CIA. En esos gulag contemporáneos pulularon los prisioneros fantasma de la guerra al terrorismo, sometidos al aislamiento radical y al perfeccionamiento de las técnicas de la tortura integral para la aniquilación física y psíquica según el diagrama de Albert Biderman, de 1923; vía la deprivación sensorial sobre los cuerpos castigados, lo humano se redujo a lo biológico.

Junto a nuevos métodos de experimentación humana para probar el aguante al sufrimiento y la conversión de la víctima, reaparecieron la picana eléctrica, el submarino ( waterboarding o asfixia simulada), el pentotal sódico, la privación del sueño, la desnudez del prisionero como práctica de humillación y deshumanización, en celdas con bajas temperaturas, la sodomización con palos de escoba, los perros de ataque. La cultura de la CIA y la mentira del Pentágono como armas de guerra. El uso de las técnicas de propaganda hitlerianas como abono de los manuales de la contrainsurgencia global. La tortura como estrategia imperial, exhibida mediáticamente para amedrentar a la población dominada.

Como enseña Noam Chomsky, allí estaría el origen del terrorismo como arma de los fuertes; como instrumento al servicio de un sistema de poder en el mundo occidental, que él define eufemísticamente como terror benigno o terror al por mayor en contraposición a la violencia al por menor de quienes se oponen al orden establecido, incluso en países que, como Afganistán e Irak, fueron sometidos a una ocupación extranjera en nombre de conceptos míticos como libertad, democracia, DDHH.

EEUU y la OTAN tienden a hacer ver la realidad en una determinada forma y a impedir que sea vista de otra. Sus aparatos ideológicos y culturales permiten que su terror pase por otra cosa, y el poder de la propaganda es tal que se impone incluso a sus víctimas.

La Jornada

 

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