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:: 23/06/2014

Yo, Artigas

Sirio López Velasco
Lo que podría haber sido el diario personal del luchador uruguayo José Gervasio Artigas, durante sus años en el Paraguay revolucionario del Doctor Francia

5 de setiembre de 1835.– Hoy hace quince años que entré al Paraguay, y la fecha parece oportuna para madurar algunas ideas, so pena de repetirme brevemente en algunos conceptos que he vertido en escritos anteriores. Me pregunto en primer lugar por qué no me fugué de mi confinamiento, teniendo la frontera brasileña tan cerca y pudiendo costearla luego hacia el sur para volver a dar pelea en la Banda Oriental [Uruguay].

Y me respondo que las cosas se fueron procesando por etapas. Primero esperé del Dr. Francia una ayuda material concreta en armas, provisiones y hombres, para guerrear contra los portugueses que ocupaban la Banda y se negaban a reconocer al Paraguay, al tiempo que combatía el divisionismo promovido por Sarratea, Ramírez y López. Pero tras mi llegada a Asunción comprendí de inmediato que Francia no sólo me negaría esa ayuda, sino que me internaría para evitar roces con Portugal y los grupos que mandaban en las provincias del Plata. Y ello se confirmó cuando, bien es verdad que proveyéndome de lo necesario para sobrevivir, tras pocos meses me confinó en Curuguaty, aislándome de cualquier contacto que juzgase peligroso; por algo Caraguaty se encuentra a 85 leguas de Asunción.

[NdeLH: El Dr. Francia, creador del primer estado socialista de América, insistía en que para mantener a salvo las conquistas del pueblo paraguayo era necesaria una política de no intervención en los conflictos que se producían más allá de las fronteras del Paraguay; esta política fue correcta hasta su muerte. Además recuérdese que Artigas, en una carta de principios de 1815, proponía invadir el Paraguay, "buscar la cabeza" del Dr. Francia. Asimismo, en abril de 1815 Artigas bloqueó el río Paraná prohibiendo todo comercio durante 10 meses, ocupó Candelaria y se apoderó de un cargamento con destino al Paraguay].

Entonces me encontré con una naturaleza ciclópea, donde los bosques selváticos sólo se interrumpen por pantanos o arroyos que parecen ríos, y ríos que parecen mares bravíos. Pero mis muchos años de campaña me hubieran permitido sortear sin gran problema esas dificultades, que más que temer, admiraba.

Luego vino un segundo momento que fue madurando tras interminables charlas con Lenzina, al calor del mate compartido; empezamos a repasar algunos de los resultados de mis mayores propuestas, y las conductas de algunos hombres que tendrían que haber sido claves en su ejecución. Vimos con claridad que el federalismo había sido negado y traicionado una y otra vez, en la medida en que se impuso en la Banda la colaboración de la oligarquía latifundista y comerciante con el ocupante portugués, y a la vez había triunfado el divisionismo localista en Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, y el propio Paraguay, contaminando luego a las otras provincias (que después serán absorbidas por el unitarismo bonaerense).

Es verdad que en los últimos tiempos me han llegado noticias de las ideas federalistas que animarían a Rosas, triunfante sobre Buenos Aires; pero no tengo los detalles necesarios para tener una opinión formada en relación a ese jefe. Ahora, en ese entretiempo la reforma más profunda que dispuse para transformar la economía y estructura social de la Banda, la reforma agraria, no pasó de magros resultados desde que, haciendo concesiones a los latifundistas, la dejé de hecho en manos del pesado burocratismo del Cabildo de Montevideo, controlado por esos mismos hacendados; se repartieron efectivamente sólo 29 campos pertenecientes a españoles ricos o malos americanos, mientras la distribución de otros 22 se enredó en la burocracia, y se crearon 11 Estancias de la Patria, que al proveer al Gobierno y Ejército, disminuían la carga de los latifundistas orientales. Más de una vez Lenzina me dijo que la distribución tendría que haberla hecho yo en persona, o (como había ocurrido antes de que cediese ante el Cabildo) sólo a través de los jefes que eran entonces los más decididos, porque, insistía, esa era la única manera de que los negros como él, los indios, los gauchos pobres y las viudas fueran agraciadas con suertes de estancia capaces de proporcionarles una vida digna. Y cuando llegó la invasión portuguesa, la reforma agraria fue anulada, con el apoyo de varios de los hombres que antes decían secundarme.

Hablemos pues de los hombres; las informaciones me llegaron muy esporádicamente, pero eran claras. Sólo Andresito fue fiel hasta su muerte en prisión; mi hermano Manuel Francisco murió en Montevideo, poco después de ser liberado. Rivera y Otorgués también habían sufrido la prisión en Río de Janeiro, y a pesar de que les envié todo el dinero que poseía al cruzar al Paraguay (lo llevó Francisco de los Santos, para que lo compartieran con los otros detenidos, como Lavalleja, Berdún y mi hermano), no bien salieron (de Berdún no tuve más noticias) empezaron a pisar fuera de la huella. Rivera transó con los portugueses, y después terminó ungiéndose con la presidencia de un Uruguay independiente (o sea, separado de las otras provincias de la confederación) que nunca defendí; dicen que cuando asumió me invitó a volver a la Banda, pero ni me molesté en recibir los pliegos. Lavalleja lo precedió en ese error independentista, pero ese buen hombre nunca me entendió del todo, quizá porque a causa de su tartamudez no me pedía aclaraciones. Otorgués después de salir de prisión y en plena ocupación de la Banda, se instaló a vivir tranquilamente no lejos de Montevideo; luego se sumó decididamente a Lavalleja y su extravío, para volver a cuidar de sus intereses personales, según dicen, en los últimos años.

Hace cinco años un grupo de doctores, reforzando los errores de Lavalleja y Rivera, pergeñaron una Constitución en la que no reconozco mis ideas principales y que tampoco reconocía mi lucha; un paraguayo me comentó que en la Banda los pergeñadores habían hecho circular el rumor de que me había emocionado al recibir tal mamotreto. Si alguna emoción me había despertado era la de retorcerle el pescuezo a aquel bando de latifundistas, arribistas, lusófilos y/o leguleyos que habían fingido adoptar nuestra causa en uno u otro momento; y en mi mente desfilaban los nombres de Bauzá, Larrañaga, Lucas Obes, Bianqui y tantos otros.

Entonces, en un tercer momento, me pregunté para qué escaparme y volver, si hombres tan duros y duchos como todos aquellos habían flaqueado de una u otra manera, abandonando nuestro ideario guía. Lenzina me desmentía, asegurando que la tierra siempre parirá buenos gauchos, con los que se puede triunfar sobre los hacendados y doctores traidores, y sus palabras me llevaban a pensar largas horas a orillas del monte. Testimoniaban a favor de Lenzina las centenas de combatientes, en su gran mayoría indios, negros y mulatos, que me siguieron hasta la frontera paraguaya, y algunas decenas Paraguay adentro, hasta que los separaron de mí. A la sombra de los grandes árboles me veían los vecinos de Curuguaty, convencidos tal vez de que con los años se me iba yendo la razón. Pero la razón se me había aguzado y retenía las riendas de unas ganas que casi todos los días me empujaban hacia la frontera brasileña y los caminos de la vuelta a los pagos. La razón me hacía preguntarme por qué habían traicionado o claudicado aquellos hombres, y por qué el destino había reservado a Bolívar el fin que ha tenido, y a San Martín el fin que está teniendo.

A la impresionante foja militar de este último debo agregar que se negó a combatirme, alegando un ataque de gota; luego asumió la presidencia de un Perú independiente y aún no me explico su casi inmediata renuncia y su exilio dorado en Francia. Me asalta la idea de que los EEUU me ofrecieron un retiro similar, pero a pesar de mi admiración por los inicios de la aventura federalista de aquella nación, pudo más mi esperanza de volver a la Banda y mi apego a nuestra tierra sureña. Con Bolívar hubiéramos podido entendernos casi completamente (cometió el desvarío de proponer una presidencia vitalicia), pero desgraciadamente nuestros tiempos no coincidieron; su idea de la gran nación suramericana, respetando las autonomías provinciales; su aspiración a la máxima felicidad posible para el mayor número; su idea de un ejército concebido como el pueblo en armas… todo ello y mucho más era un eco de mi lenguaje. Pero nuestros tiempos fueron diferentes… Y Bolívar había muerto solitario, vilipendiado y perseguido por jefes que habían estado bajo su mando. Por eso volvía la misma pregunta acerca del por qué de tales traiciones, claudicaciones o renuncias.

En vez de juzgar cada caso por separado, me parece más útil para el presente y el futuro tratar de vestir la toga de los viejos filósofos y dibujar hipótesis genéricas sobre esas conductas, para que cualquiera pueda intentar descifrar en sus compañeros o subordinados indicios de las mismas, y tome las precauciones pertinentes. Por un lado están los que se venden al mejor postor, y el ímpetu revolucionario les dura sólo el tiempo durante el cual esperan gozar de los privilegios que la victoria les pueda traer; esos no siempre logran disimular su apetencia por el dinero, cuando se les prueba en ese terreno. Luego están los que aspiran al poder y la gloria, y su adicción revolucionaria es duradera mientras vislumbren la posibilidad de conseguir y mantener al uno y la otra; a esos se los puede probar sacándoles de vez en cuando algún cargo, y disminuyéndole los elogios públicos, para ver cómo reaccionan. También existen los que las dificultades de la lucha transforman en “realistas”, y empiezan a aceptar pequeñas reformas, renunciando a los grandes objetivos; a esos se los detecta en los momentos difíciles, cuando se disponen a cualquier pacto capaz de aliviarles la vida con algún pequeño cambio. Muy cercanos a éstos son los que descreen de la humanidad, y se entregan a la fácil conclusión de que la gente es mala, o no está preparada para vivir de otra manera; a este tipo se lo puede adivinar encargándole tareas educativas, para ver cuánto resisten y cómo tratan a sus conciudadanos.

Por último (pero dudo de que la lista esté completa) están los que simplemente se cansan de tanto batallar, tantos sinsabores, tanto frío o calor pasado en las noches de suelo duro o sin sueño, y tantas desilusiones con hombres o instituciones (y en algunos casos, también con mujeres, menos fieles o comprensivas de lo que se hubiera deseado). Más de una vez me pregunté si no me encajo en esa última categoría, sin descartar debilidades que me pudieran situar en parte también en alguna de las anteriores (por algo acepté títulos altisonantes y firmé con ellos diversos documentos). Pero por ahora casi de inmediato me digo que no; que aún logro trascender todas esas categorías, empecinado en mis ideales; eso sí, no sé hasta cuándo, pues nadie es de hierro (aunque sus soldados hayan dicho de Bolívar que tenía el culo de ese metal, por todo lo que había andado a caballo, que equivalía a varias vueltas a la Tierra).

30 de diciembre de 1835.– Mañana se va el año y los calores no me motivaron a empuñar nuevamente la pluma. En la nota anterior me referí muy brevemente a las mujeres. Recuerdo ahora primero a Isabel; yo tenía veintiséis años y ella traía en el pelo todo el perfume de España y en el cuerpo la experiencia de separada y madre de cinco hijos; renuncié provisoriamente a mis andanzas de bailarín e Isabel me dio en Soriano a Manuel, y después a María Clemencia, a María Agustina, y a María Vicenta. Pero Isabel no admitía mis andanzas y las correrías de la época me llevaron lejos.

Al año de morir Isabel mi corazón no aguantó la llamada de mi prima Rafaela; en función de nuestro parentesco cercano el cura que nos casó nos conminó a mantenernos en oración por tres semanas; Rafaela tenía el encanto de la virginidad y la fragilidad; me dio con todo sacrificio al bravo José María y a las malogradas Francisca y Petrona; pero el sacrificio le costó muy caro y fue perdiendo la razón en medio de macabras alucinaciones, que la llevaron a la tumba hace 11 años.

Si recuerdo bien, en 1813 me acollaré con María Matilda, pulpera fuerte y cariñosa, que me dio a Roberto, y también con una callada guaraní misionera, de nombre Anahí, que me dio a María Escolástica. Anulado mi anterior matrimonio, hace 20 años en Purificación me uní a Melchora, que junto al entusiasmo de su lanza libertaria me trajo la fragancia de su juventud salvaje; Melchora me dio a Santiago y María; infelizmente y por motivos que aún no comprendo, se negó a seguirme al Paraguay; pero por lo que sé, Santiago ha agrupado en Concordia [Argentina, ciudad limítrofe con Uruguay] a su madre, a su hermana y sobrinos, y a la esposa e hijos de mi primogénito oficial, Manuel; si algo me sirve de consuelo es saber que la sangre de mi sangre se mantiene unida, como ha de ser.

Y aquí en Curuguaty, hace unos diez años me uní a Clara, flor de juventud y dedicación, quien me dio a Juan Simeón. Y ella y él son el cuarto momento de la prolongación de mi estancia en Paraguay, aunque Clara y yo hemos dejado muy claro que el deber de Patria Grande siempre estaría por encima de las obligaciones hogareñas, por lo que pastaría en libertad y nunca con un cabestro que me apartara de la lid. Que se sepa que no reniego de entre mis hijos al Caciquillo, nacido antes que Manuel, de madre charrúa de nombre impronunciable y que llamé Ana, de carácter cerrado y tierno en la intimidad; ni me olvido de Pedro Mónico, de cuya madre no digo el nombre por la discreción impuesta a los caballeros.

Y de amores y amistades agrego sólo para mí y la posteridad que en Curuguaty, antes de intimar con Clara, dos veces en medio de la fiebre creí ver en la mano y el gesto de Lenzina, que solícito me frotaba compresas en la frente y en el cuerpo, la caricia amorosa de una mujer. Y ese sentimiento perduró, para mi gran inquietud, tras las fiebres, llevándome a pensar que por algo los griegos formaron escuadrones de amantes, para garantizar con el amor entre hombres la disciplina y la dedicación mutua sin fin en el combate. Pero esa conducta resulta incomprensible para los curas y el común de las gentes de hoy, convencidas por el miedo engendrado por aquéllos, por lo que guardo mis palabras sólo para mí, pues Lenzina no sabe leer. A propósito, en Curuguaty más de una vez intenté convencerlo [de que aprenda a leer], y él siempre ha replicado invariablemente con un “…vea pa' lo que a usté le ha servido!”. Inspirado en su taimada actitud ante las letras y los leguleyos, me permití responder a uno de esos mamotretos que mis enemigos “doctores” forjaron contra mi persona, con aquellas palabras tan calumniadas, pero tan claras a mi espíritu y experiencia: “mi gente no sabe leer”.

Ya que he mencionado las alucinaciones y entresueños, quiero registrar que son muchas las noches curuguateñas en las que me he despertado sobresaltado, convencido de que estaba librando batalla en el Morito, cosa que no puede ser, pues lo monto sólo desde que estoy en Paraguay; y así en un caleidoscopio que no logro entender, se mezclaban otras imágenes, desde Las Piedras [La batalla de Las Piedras fue el primer triunfo importante de Artigas] hasta los últimos entreveros de Misiones, antes de cruzar la frontera paraguaya; y también desfilaban mezclados los rostros de tantos amigos y aún desconocidos que había visto morir, con gesto de furia, de pavor o de simple sorpresa, como si la muerte nunca hubiera estado en sus cálculos; eso sí, cada vez que iba a ser lanceado o sableado de gravedad, me despertaba en una sentada, como si ni en sueños mi cuerpo se resignara a recibir la herida mortal que felizmente nunca me tocó padecer en la realidad. Entonces, con voz paciente y aterciopelada, Clara me calmaba, recordándome dónde estábamos.

Artigas en su ancianidad, por Alfred Demersey, único retrato auténtico del general

31 de diciembre de 1835.- Como en otras ocasiones, aprovechando el fin del año, nos reunimos Clara, Simeón, Lenzina y yo, en animada velada. Por insistencia de Clara vestí una de aquellas ridículas levitas que gentilmente los paraguayos me habían regalado, para paliar la mísera vestimenta que portaba cuando arribé al país, y que no pasaba de una chaqueta roja y algunas prendas gastadas enrolladas en una mochila. Lenzina como siempre nos paseó con su acordeona por aires diversos, ya melancólicos, ya alegres, para evitar que el pensamiento se nos entristeciera con los recuerdos. Le salían mejor las melodías de aire brasileño, que invariablemente pedía que acompañara con mi canto desafinado; en vano trataba de resistir, pues Clara y mi hijo me obligaban a acatar el pedido. Entonces, viendo que me sonrojaba, Clara le indicaba a Lenzina alguna música paraguaya y se embarcaba en una dulce alternancia entre el castellano y el guaraní. La miraba sin poder contener mi amor; su pelo negro como el carbón enmarcaba un rostro aceitunado que no disimulaba una cercana mezcla; sus dientes blanquísimos me recordaban la mala pasada que me había jugado algún molar. Cuando cantaba en castellano sus ojos vagaban entre Simeón, Lenzina y yo; pero cuando entonaba una melodía en guaraní su mirada se dirigía atraída como por un imán hacia el monte cercano; entonces el tiempo se detenía bajo aquel cielo azul que no interrumpía ni siquiera una nube.

Estábamos en plena algarabía cuando llegó el coronel Gauto (algunos le decían Guato). Ese hombre había sufrido el extraño destino de unir su vida a la mía, sin habérselo propuesto; sucede que lo habían nombrado mi amable carcelero en Curuguaty, y de vez en cuando venía a la chacra a cerciorarse de que su presa no había volado, so pretexto de saludarme y enterarse de mi salud y mis necesidades. Por mi parte, no dejaba de comparar su situación a la de aquel desdichado oficial inglés que tuvo que padecer el aislamiento de Santa Helena junto a Napoleón. Pero de inglés Gauto no tenía nada, pues era moreno al extremo, revelando una cruza entre blanco e indio o negro, que su poco vello en el pecho confirmaba. Siempre atento conmigo, no era nunca francamente amigo, pues sabía que yo, por mi situación, no podría nunca hacerle enteramente confianza.

Gauto se entretuvo cantando con nosotros un rato, saboreando un trozo del asado de cordero regado a carlón [vino fuerte de Castellón] y vino de la tierra que habían acompañado nuestra pequeña fiesta, y después se marchó con su escolta, ceremonioso y erguido como había llegado. Al irse y casi al descuido me dijo que de Asunción le habían comunicado que había un joven pintor deseoso de venir a retratarme. Analizando mi aspecto en aquella levita que por entonces ya me quedaba un poco grande, le dije que no veía la utilidad de aquella tarea, y le encomendé que negara la autorización solicitada. Entonces, con una reverencia militar se marchó definitivamente.

Ya habíamos retomado la cantoría comentando los dichos y posturas de Gauto cuando vimos en el portón a un joven que nos hacía señas pidiendo para entrar. Salimos de debajo del ibirapitá [árblo de flores amarillas] y con un gesto del brazo le dije que pasara. El joven se aproximó lentamente; vestía unos pantalones algo anchos y una camisa cuyo modelo me era desconocido; en los pies calzaba unas alpargatas usadas, que me parecieron demasiado finas para las que había conocido. Con la mirada tímida de unos ojos claros se presentó y dijo llamarse Raúl Sendic. Le pregunté de dónde venía aquel apellido y me dijo que era de origen vasco. Luego que me hube presentado, y a mi esposa, a mi hijo y a Lenzina, lo invité a sentarse a la orilla del fuego moribundo, donde aún había carne en abundancia. Le ofrecí servirse, y mirando la damajuana que había cerca del asado dijo que agradecía pero ya había comido, y que la sed lo haría aceptar de buen gusto sólo un poco de vino.

Entonces, tras saborear el contenido del vaso grande que le extendí, chasqueó la lengua y dijo algo que nos dejó alelados; afirmó que aunque yo no lo creyera, venía del futuro y estaba intentando juntar en la Banda a un grupo de guerrilleros para continuar mi gesta. Le pregunté que cómo era eso del futuro y cómo había llegado hasta mí. Dulcemente me respondió que era mejor que no entrara en detalles para no aumentar mi confusión, y que lo más importante era beber de mis ideas para llevarlas a los suyos. Dudé seriamente de que se tratase de un loco. Pero entonces me di cuenta de que para mí tampoco sería inútil rever algunos conceptos fundamentales, para situar mi propio pensamiento a esta altura de los tiempos, y me dispuse a hacerle el breve recuento solicitado.

Empecé diciendo que el federalismo seguía plenamente vigente; que habría que conversar detalladamente con Rosas y a través de él tratar de reunir en confederación a las provincias del occidente del río Uruguay [argentinas]. Que al mismo tiempo habría que promover una actitud más confederativa del sucesor de Francia en Paraguay, y habría que incentivar la lucha republicana en Brasil, arrimándola al sistema federativo; y pensar más allá aún, apuntando hacia Chile, Bolivia, y la América del Sur entera, siguiendo la inspiración de Bolívar; y llegar hasta México.

Continué afirmando que la reforma agraria debería ser retomada y profundizada, impidiendo la sobrevivencia de cualquier latifundio privado, para que la igualdad reinase en la propiedad de la tierra y en la distribución del poder económico y político. Y que además de las Estancias de la Patria, habría que retomar y generalizar en la Banda la iniciativa que concebí para la creación de muchísimas chacras en torno de las villas, en un plan que me vi obligado a postergar por la presión de los hacendados. Reafirmo Raúl –le dije- que el cultivo de las tierras es infinitamente más ventajoso que dos o tres estancias, que sostienen sólo a dos o tres propietarios; podrían sostener a cientos, y que era justo pretender el aumento de los hombres después de 100 años en los que sólo habían aumentado las bestias. Y le recomendé cuidar las tierras y las aguas, para que no se envenenen con los residuos de las curtiembres, las minas, y otros desechos y para que sigan prodigándonos con esa esplendorosa fauna y flora que hace la vida más colorida y sana.

Agregué que una mayor producción nacional equilibraría el flujo entre las importaciones y las exportaciones, dejando un saldo favorable a la Banda y la confederación. En relación al comercio le recordé que si bien en otros tiempos había incentivado franquicias a negociantes ingleses y norteamericanos para romper el monopolio español, siempre las restringí a las áreas portuarias, para dejarle a los criollos el espacio que pueden y deben ocupar en ese ramo, y para que no cambiásemos simplemente de dependencia. Lo mismo afirmo en relación a la banca, que debe ser nacional y capitaneada por un fuerte banco estatal, de la confederación.

Insistí en la necesidad de repoblar la campaña, evitando la macrocefalia peligrosa de Montevideo, no sólo por el desbalance demográfico, sino también por las taras que el centralismo político y administrativo siempre trae, para perjuicio de los hombres de tierra adentro y de los propios capitalinos. Pero tomando nota del crecimiento irrefrenable de varias ciudades, le aconsejé que concentrara la lucha tanto en las villas como en el campo, y que en eso yo en nada podría ayudarlo, pues nunca había operado en terreno urbano. En el contexto de esa combinación de luchas, lo orienté a reunir a los indios aún agrupados o dispersos, y a hacerle justicia a esos fieles combatientes de la libertad, devolviéndoles la autonomía política en el seno del sistema; y a reunir junto a ellos a los gauchos pobres y a los trabajadores de las duras faenas rurales.

Raúl me escuchaba y se veía que tomaba nota en su mente, a falta de papeles. Le dije que el ejército debía ser el pueblo en armas, y que reafirmaba mi idea de armar toda la gente que se pudiese, para mejor defensa del sistema; y que esa política debía extenderse a los ríos y mares, armando una poderosa marina comercial y militar de la confederación y de cada provincia en particular. Raúl agregó que ello también debía aplicarse a la fuerza aérea, en una observación que no entendí en absoluto. Le repetí mi convicción de que antes mismo de lograr la Patria Grande que vaya de la Patagonia a México (pasando por Haití, la primera tierra liberada de Indoamérica, por manos de valientes negros), nuestra voz habría de hacerse oír clara y vibrante en el concierto de naciones, sin aceptar ningún yugo, convencidos de que con la verdad no ofendemos ni tememos a nadie.

Confirmé mi postura acerca de la necesaria adhesión de los curas a la causa, y la obligación de prescindir (devolviéndolos a España, si fuera preciso) de aquellos que hacen de la religión el opio del pueblo; sin ellos estaríamos mejor, aunque griten que vamos al infierno. Y siempre recuerda, Raúl –le dije-, que lo decisivo en un dirigente es que sepa mandar obedeciendo, de tal manera que su autoridad siempre cese ante la presencia soberana del pueblo. En eso estaba cuando Raúl dijo que infelizmente se le acababa el tiempo, por razones que no podría explicarme y que yo no entendería (a esa altura quedábamos sólo él, Lenzina y yo alrededor de las brasas grises). Aagradeció más con los ojos que con su voz de falsete y le dio la mano a Lenzina, diciéndole que Bandera se le parecía; inquirido por el parecido aclaró que se trataba de un pardo luchador que lo acompañaba en las fronteras del río Uruguay; Lenzina se satisfizo con la comparación.

Cuando me dio la mano le pedí que no me retratara para los suyos, pues lo decisivo son las ideas y no las narices. Me prometió que respetaría mi deseo, y se fue al tranco lerdo, como había llegado. Al pasar el portón, súbitamente desapareció sin dejar huella. Lenzina se persignó al son de un “¡cruz, credo!”. Yo, que había visto tanta cosa, no supe explicarme aquella. Le comenté a Lenzina que quizá, después de todo, aquel muchacho no estuviese loco. Lenzina meneó la cabeza, aún mirando hacia el portón. Y nos dedicamos a recoger y ordenar los restos del asado...

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