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Argentina :: 31/07/2014

Tortura y muerte: cuando lo sistemático se pone máscaras

CORREPI
Carlos Raúl Guirula (33) era un albañil de Posadas, Misiones. Fue torturado hasta la muerte en una comisaría de esa provincia

Su muerte no fue natural ni accidental, como intentan hacer creer sus asesinos y el aparato que los respalda. Guirula no soportó la brutal paliza que le dieron: sus costillas reventadas a golpes hicieron estallar sus pulmones. Le aplastaron el tórax, le reventaron el bazo y sufrió hemorragias internas. A pesar de su metro noventa, de sus cien kilos, de su cuerpo forjado en el yugo del trabajo de la construcción, Guirula no pudo más.

Mientras tanto, en el proceso de investigación a cargo del juez Marcelo Cardozo, los once policías imputados siguen sosteniendo que nada tienen que ver, aunque en sus declaraciones se contradigan, se acusen unos a otros, intenten ocultar la obviedad del hecho y la naturaleza del poder que detentan.

Carlos salió el viernes 18 junto a sus amigos hacia un motel de la ciudad. Pasaron la noche junto a dos prostitutas en una de las habitaciones del lugar. Cerca de las 4 de la mañana, discutió con los encargados del lugar porque le pareció excesivo el costo de dos botellitas de whisky del minibar. El conserje llamó a la policía.

Inmediatamente llegaron desde la Seccional 13ª la comisario Lourdes Tabarez junto a otros dos agentes. Luego llegó otro móvil del Comando Radioeléctrico. La mujer dice que pidió refuerzos porque el albañil estaba “incontrolable”. El jefe del segundo móvil dice que cuando llegaron, ya estaba reducido y sólo ayudaron a subirlo a la caja de la camioneta.

El cuerpo de Guirula cuenta lo que los policías callan: usaron gas pimienta, le dieron patadas, puñetazos, bastonazos. De a uno, dos, cinco, siete. Todos y cada uno golpearon con saña y crueldad. Los milicos dicen que se cayó y golpeó mientras lo detenían, durante el forcejeo. Las cámaras de seguridad del interior del albergue los retrucan.

Cuando llegaron a la comisaría, Carlos ya estaba muerto. Lavaron la camioneta para eliminar toda evidencia, y lavaron el cuerpo. El personal de turno hizo su parte en ese tramo.

El juez, aunque indagó a todos los policías, ya muestra por dónde llevará la causa. Las fuentes judiciales habituales adelantaron a los medios que “es difícil esclarecer quién de los múltiples autores aplicó los golpes mortales”. Es el verso de siempre en las causas por tortura. Es la máscara del individuo, cuando mata colectivamente la fuerza, el brazo armado del estado. No es un homicidio en el que hace falta averiguar quién disparó o acuchilló. Es una sesión de tortura por apaleamiento, y cada uno que estaba presente es igual de responsable, cumpliera el rol que cumpliera.

Padre de tres niños, separado de su compañera pero compartiendo con ella techo y crianza, Carlos dejó de ser sostén de su familia. El estado lo asesinó por haber discutido un precio excesivo. El estado sacó a sus perros guardianes para que no quede sujeto sin castigo, sin disciplinamiento, sin vida que valga un mínimo gesto de queja.


El enemigo es un pibe en moto

Día a día, en cada punto del país se ejecuta la represión en los barrios, dando fundamento a lo que se replica y resuena en cada manifestación en contra de la impunidad: “No es un policía, es toda la institución”. Tres episodios, en lugares distantes entre sí, ocurridos esta semana, lo ratifican.

El 14 de julio, en General Baigorria, Santa Fe, Carlos Miño, de 16 años, fue fusilado de un balazo en la cabeza por el policía Carlos Eduardo I. de 33, quién justificó el asesinato como defensa ante un asalto intentado por Carlos y otro joven de 18 años con el que iba en moto. El otro chico recibió un disparo en el omóplato y huyó, aunque luego fue detenido en el hospital Eva Perón.

En el lugar del hecho sólo se encontraron 8 vainas de la pistola policial; ni la pistola con la que el asesino alega que intentaron asaltarlo ni rastros de que alguien más que el policía haya disparado.

Así y todo, el juez José Luis Suárez dispuso la imputación del efectivo como homicidio "con exceso en la legítima defensa" sosteniendo que, aunque "el uso de un arma de fuego ya era irracional ante el robo de un celular y una billetera", el efectivo pudo incurrir en una "errónea apreciación del peligro y de que la agresión persistía". Es decir, al pensar que estaban armados, sus disparos no fueron completamente homicidas.

El policía naturalmente quedó en libertad, con la única limitación de tener informado al juzgado sobre su domicilio. Ni siquiera agravó algo la situación que la pistola Bersa no reglamentaria que usó, de su propiedad, tuviera sólo permiso de tenencia, no de portación.

Asumieron su defensa los abogados Luis Tomasevich y Eduardo Campisciano, ya conocidos por lides semejantes, pues defendieron al penitenciario Julio Gerardo Vannucci, asesino de Brian López, el chico de 15 años baleado el 14 de mayo de 2010 en el barrio Moderno y al subcomisario Alejandro Scalcione por el homicidio de su ex-pareja en 2009. Luis Tomasevich, además, fue el vocero policial en las reuniones entre el gobierno y la policía santafesina en los amotinamientos de diciembre pasado.

El 21 de julio, en el barrio San Martín, al sudoeste de San Miguel de Tucumán, Daniel Alejandro Astorga, de 16 años, volvía en moto del cumpleaños de una prima junto a su tío, cuando una partida policial los señaló como autores de un supuesto robo y comenzó a dispararles.

Alejandro falleció de un tiro en la nuca, producto del ataque de los policías Juan Víctor Espíndola, Rodrigo Sebastián Gallardo, Bruno Carmelo Ciolfo y César Luis Farías a bordo de dos motocicletas. Por ahora, los policías están detenidos.

El 26 de julio, una moto entró a una estación de servicio sobre la ruta 197, en pleno barrio bonaerense de Los Polvorines. El acompañante se bajó, y le robó la billetera al playero. Subió a la moto y, cuando se iban, sonaron 9 disparos, de los cuales 5 hicieron blanco en las espaldas de los pibes. Diego Verón cayó muerto de la moto a pocos metros, con dos tiros recibidos por detrás. El conductor siguió unas cuadras más, hasta que colapsó y quedó malherido sobre el asfalto.

Es que, en otra dársena de la estación de servicio, cargaba nafta un policía metropolitano de la Comuna 12 de apellido Ledesma, que esperó a que la moto se retirara para gritar ornamentalmente “Alto, policía” y vaciar el cargador de su Bersa reglamentaria 9 mm.

El pibe sobreviviente, de 20 años, padre de una nena de dos años y de otro bebé que nacerá en tres semanas, está internado en el hospital de Pacheco. Una de las balas le atravesó el pulmón, la otra entró por el glúteo y está incrustada en la parte de atrás de la rodilla. Ya fue indagado por robo doblemente agravado. El policía no está imputado por delito alguno.

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