"Se han de fortalecer las organizaciones comunitarias por fuera de las reglamentaciones del Estado y confrontándolo"

Editorial del número 10 de la revista estudiantil colombiana KABAI, junio 2002

La sociedad civil en Colombia no tiene fuerza ni organizaciones representativas. Por eso no la puede representar nadie, por más que se la convoque a todos los procesos que pretenden legitimidad democrática. Según sostienen algunos como el ex ministro Pardo Rueda, la sociedad Civil es débil en Colombia por el clientelismo que subordina la iniciativa civil a organizaciones electorales, y el accionar de la guerrilla (y ahora paramilitares), que pretenden sustituirla. Pero en esta afirmación se encubre toda una historia de arremetida estatal contra las organizaciones sociales.

Para generar lazos comunitarios y fortalecer la interacción social, Pardo sugiere la legalidad y los incentivos materiales. Las dos vías están ya expresadas ya en las Juntas de Acción Comunal, que funcionan mediante reglamentación estatal y no mueven un dedo sin un incentivo material. Son la organización más grande y más antigua del país, con casi 50 años y más 45.000 juntas, que pueden asociar a más de 4 millones de colombianos. Pero también son uno de los mayores fortines políticos de la burocracia y la corrupción; los auxilios parlamentarios, de los cuales recibían el 1%, las amarró cada vez más a los caciques políticos.

Las Juntas no pueden representar a la Sociedad Civil porque nacieron precisamente para anularla. Las Acciones Comunales nacieron en la "Conferencia del Este" realizada en Paraguay como una de las estrategias para frustrar el desarrollo de las nuevas revoluciones socialistas en el continente, ante la alarma que despertó la revolución cubana; están amarradas a la doctrina de Seguridad Nacional y a la Misión Yarbonohg que recomendaba al gobierno colombiano crear organizaciones anticomunistas. Es Lleras Camargo quien en 1959 reglamenta la vida organizativa de las comunidades circunscribiéndola a Juntas de Acción Comunal propuestas como un espacio de control y vigilancia, casi como cuerpos de policías. Deben "velar por la vida, la integridad y todos los bienes de la comunidad haciendo conocer a las autoridades administrativas y judiciales conductas violatorias de la ley o las que hagan presumir la comisión de hechos delictuosos o contravencionales".

Las Juntas de Acción comunal han respondido desde sus inicios a necesidad estatal de controlar las organizaciones sociales e identificar al enemigo interno, que es el corazón de la doctrina de Seguridad Nacional. De ahí que el control y la vigilancia sobre las formas organizativas y autónomas se extiendan a la persecución y al exterminio.
Efectivamente, la organización de la comunidad es una de las formas de confrontación que históricamente ha asumido la izquierda frente al Estado. Pero esta no ha sido sólo una labor de la izquierda. Espontáneamente las comunidades buscan las formas asociativas adecuadas para afrontar sus problemáticas cotidianas. Pero esta ha sido también la puerta que primero ha cerrado el Estado, confundiendo conscientemente a los líderes comunitarios con la insurgencia; así el, Estado ha llevado la confrontación armada al corazón de las comunidades en su lucha contra el comunismo. No obstante, la subversión en su respuesta ha priorizado la confrontación militar a la política, lo que ha representado un acorralamiento de la comunidad en sus propias búsquedas.

Los golpes del Estado a los movimientos comunitarios son contundentes, aunque poco difundidos. Por ejemplo, el accionar paramilitar en el suroeste y nordeste antioqueño contra la Asociación Campesina de Antioquia, que desarticula una serie de proyectos productivos que esta asociación lideraba. O los golpes dados a los líderes comunitarios en el oriente antioqueño, que desde 1985 lideraban fuertes movimientos cívicos de oposición a los megaproyectos hidroeléctricos. O las recientes intervenciones paramilitares que en la misma zona arremeten contra más de 300 asociaciones campesinas de producción agropecuaria. O la famosa intervención salvífica de la brigada XIII del ejército en Urabá, donde se consagró con el título de pacificador el general Rito Alejo del Río, quien a título de combatir la guerrilla, y de la mano de los paramilitares, arrasó con todos los procesos organizativos de la comunidad. O la estrategia que hoy está denunciando la comunidad de Montebello, donde algunos militares se "disfrazan" de paramilitares para desarticular los proyectos de economía solidaria que allí se desarrollan.

Estas intervenciones no se limitan a golpear comunidades rurales. En Medellín se cometen en promedio diez homicidios diarios; en el año 2000 se presentaron 3100 muertes violentas y en el 2001 la cifra ascendió a 3500, y según cifras de DECYPOL, en los primeros cuatro meses del año se presentaron 1218 homicidios y la tendencia es al aumento. Sin embargo, la enormidad de esta violencia no puede explicarse sin su contenido político y la acción (u misión) del Estado, y no sólo es el producto de la descomposición social y la lumpenización en los barrios pobres, como pretenden los medios de comunicación. Algunos barrios como Carambolas, Belencito, El Doce de Octubre, etc., donde la confrontación entre paramilitares y milicias cobran semanalmente cobra semanalmente más de diez muertos, son también los que más procesos organizativos venían gestando. So pretexto de combatir la subversión, los paramilitares utilizan la estrategia del terror para amedrentar a toda la comunidad. Y no sólo los paramilitares sino también la fuerza pública. Un ejemplo reciente lo vivimos el pasado 22 de mayo cuando, durante un ingreso de la fuerza pública a algunos barrios del Occidente de Medellín, la comunidad acudía desesperadamente a los organismos de derechos humanos buscando protección ante los abusos de las Fuerzas Armadas que dejó varios civiles muertos o heridos. La consecuencia más visible, a parte de los muertos, es la desarticulación de los procesos organizativos; sobretodo porque los líderes de los grupos organizados, por ser actores visibles, son amenazados, desterrados o asesinados.

Pero la guerra en Medellín, que es la misma guerra en toda Colombia, es vieja. En la década de los 80s había irrumpido el narcotráfico en el escenario de guerra con algunas organizaciones de muertes confrontando la guerrilla; estas organizaciones fueron coptadas por el Estado en el marco de la guerra sucia que desató en esa misma década. Así se explica la multiplicación de bandas en los barrios al servicio del narcotráfico, todas con la anuencia de las autoridades. Ya en los primeros años de los 90s el promedio anual de muertes violentas en la ciudad era de autoridades. La proliferación de las bandas ahogó todas las posibilidades organizativas de la comunidad y fueron la fachada que distorsionó los crímenes cometidos en esa década contra el partido comunista, líderes comunitarios y estudiantes. Está década la recordamos por el exterminio de la Unión Patriótica y del movimiento estudiantil y profesoral de la Universidad de Antioquia casi en pleno.

En este mismo escenario aparecieron las milicias populares de las guerrillas, como grupos de "limpieza" que pretenden "despejar" los barrios para poder darle paso a un supuesto proyecto organizativo de la comunidad, impulsado por ellas. Pero fue un proyecto improvisado, en donde el único resultado fue la lumpenización definitiva de los jóvenes y una comunidad llena de lutos represados. El proyecto miliciano se cayó por su propia lumpenización y por la falta de una propuesta organizativa; pero, además, los programas de Paz del Estado sólo disimularon una nueva estrategia para desarticular procesos organizativos en los barrios.

De forma muy sutil, la Consejería Presidencial Para la Juventud entre 1992 y 1993 estaba enfocada a los jóvenes y las organizaciones sociales, coincidió con el asesinato o la desaparición de varios de estos líderes comunitarios, los miembros de las milicias desmovilizados fueron reorganizados por la consejería en la cooperativa de vigilancia COOSERCOM, y luego fueron asesinados sistemáticamente; a menos de un año de conformada la cooperativa, habían sido asesinados 48 de sus integrantes.

En 1994 Alvaro Uribe Vélez, desde el senado, impulsó la creación de las cooperativas de vigilancia Convivir, las cuales puso en pleno funcionamiento durante su gobernación, con las que el paramilitarismo penetró en Medellín como un proyecto de control territorial y de todos los procesos comunitarios. Posteriormente, la creación de la oficina de Paz y Convivencia fue una estrategia más para desarticular los procesos organizativos. Todo el presupuesto de inversión social de l municipio y las ayudas internacionales se concentraron en las bandas armadas, dejando cada vez más abandonadas las verdaderas organizaciones sociales y culturales. La oficina de Paz y Convivencia erigió a las bandas como los grupos comunitarios, y sus líderes terminaron gestionando los recursos que el Estado y las organizaciones internacionales destinaban para el trabajo social cultural de las comunidades, pero sus proyectos no fueron más allá de la compra de nuevo y mejor armamento. La oficina de Paz y Convivencia realizó un acercamiento directo con estas bandas en un programa de resocialización, donde les asignó las funciones de vigilancia de los barrios y legitimó su control sobre la comunidad. No puede sorprendernos entonces que, según lo denuncia La Corporación Jurídica Libertad, en las comunas privilegiadas por el programa de Paz y Convivencia, como la 1, 2, 5, 6, 8 y 13 se desarrolle hoy con mayor libertad proyecto paramilitar. Según un balance realizado por esta Corporación, en el año 2000 el 84% de los jóvenes armados en la ciudad estaba ligado a bandas de delincuencia común, el 10% a milicias populares y el 6% al paramilitarismo. Hoy estas cifras se han invertido y es evidente que ese 84% lo controla el paramilitarismo. Las bandas han sido cualificadas y coptadas por el proyecto Paramilitar, en buena medida con el concurso del Estado.

Como se ve, la guerra y la paz en Colombia giran en buena medida en torno a los procesos organizativos de las comunidades. Lo primero que debería pensarse es que la comunidad, si se la deja obrar espontáneamente encontrará las formas organizativas para desarrollarse y crecer. Pero esta apreciación raya en la ingenuidad. Y es que el Estado burgués jamás será neutro ante las distintas formas organizativas las comunidades, en la medida en que no representa los intereses de la comunidad sino los de una élite cada vez más estrecha. De ahí que la sociedad civil se le presente inmediatamente como el enemigo interno, en tanto encarna intereses distintos.

Por eso la política de control y vigilanci. La Seguridad Ciudadana es el discurso que "legitima" una cantidad de prácticas arbitrarias que propone el gobierno en la ley de Seguridad Nacional. otorga a las fuerzas militares funciones de investigador judicial y de testigo en los procesos judiciales, con la facultad de hacer levantamiento de cadáveres y captura de personas e interrogatorios sin la debida orden judicial. Los llamados teatros de operaciones, actualmente en práctica, generan pequeñas dictaduras militares, con la creación de estados de excepción para zonas determinadas del país. Si bien es cierto que esta ley ha sido declarada inconstitucional por la Corte Constitucional, es de suponer que el gobierno intentará imponerla si la comunidad toda no está alerta y no se moviliza en contra de ella.
A toda la política de seguridad del Estado colombiano subyace un concepto muy peculiar de seguridad. Y es que los Estados burgueses, que buscan sobretodo preservar su legitimidad política, subordinan la seguridad ciudadana al ámbito exclusivo de la seguridad pública. Lo que prima, entonces, es la seguridad del Estado y no la de las personas. Estas políticas tienden, además, a ocultar las verdaderas causas de inseguridad ciudadanas, ubicables en las condiciones políticas, sociales, económicas y culturales, optando más bien por la vía de la represión.

Colombia, según la Cepal, presenta la peor situación de desempleo en toda América Latina y una de las peores del mundo. Mientras en el año 2000, el desempleo alcanzó en la región un promedio de 8.5%, en Colombia sobrepasó el 20%; el año pasado, entre la población ocupada, el 33.1% estaba subempleada, según las cifras del Dane(Departamento Administrativo Nacional de Estadística). Como si fuera poco, el 40% del presupuesto de la nación debe destinarse al pago de la deuda, mientras el comportamiento de la economía colombiana deja cada vez menos margen de maniobra, con un crecimiento de apenas 2.8% en el 2000 y 1.5% en el 2001. De ahí que se pretenda afrontar los pagos de la deuda con políticas cada vez más recesivas como los bajos salarios, el aumento de la edad de jubilación, el recorte del gasto social y la disminución de las transferencias a las entidades territoriales. Todas estas políticas reducen la calidad de vida, ya precaria, de los colombianos, sobre todo amplían el margen de desigualdad y multiplican la pobreza. Según las cifras del DANE, los colombianos que estaban en la línea de pobreza en 1991 eran el 57% de la población y en el 2001 ya alcanzaban el 68%. En Medellín la situación es simplemente una bomba de tiempo. De los dos millones de habitantes en la ciudad, 1.250.000 son pobres, sin contar cuántos de ellos son miserables. La ciudad tiene un índice de desempleo del 20% y el 66% de los jóvenes menores de 25 años son desempleados. Mientras, los paramilitares están en disosición de pagarle a cada uno de estos jóvenes un sueldo mensual cercano a los $700.000. No puede sorprendernos, pues, que la ciudad sea un laboratorio de la guerra, y sobretodo del proyecto paramilitar, que poco a poco se extiende a otras ciudades.

Lo que sí está despejado es el panorama de la fuerza pública. Colombia es el país latinoamericano con el mayor gasto. Según Eduardo Sarmiento Anzola, en el 2001 el gasto en defensa y seguridad se proyectaba en un 3.2% del PIB, equivalente, a 6.3 billones de pesos, sin contar el los 2.3 billones de los recursos norteamericanos del Plan Colombia, lo que elevaba el presupuesto de seguridad y defensa a un 4.4% del PIB. Del presupuesto general del gasto del gobierno el año pasado, el gasto en defensa absorbió el 3.6%, frente 0.03% destinado a la Red de Solidaridad Social, o un 0.51% para la salud. No obstante, la propuesta más clara del gobierno es incrementar el presupuesto de la fuerza pública. Cuando se rompieron las negociaciones con las Farc, el ministro de defensa tranquilizó a "la ciudadanía" prometiendo fortalecer la fuerza pública con la inversión para combatir el terrorismo; los empresarios cerraron filas con el ministro y hasta acogieron con entusiasmo la propuesta de un nuevo impuesto de guerra. Nunca se ha visto una disposición tal a la hora de enfrentar las crisis económicas, nunca tan buena disposición de los empresarios y el gobierno en las mesas donde se discute el salario, las reformas laborales o pensionales.

Pero esta no es una peculiaridad del Estado colombiano. En 1998, tras la difusión del parlamento europeo sobre la evaluación de las tecnologías de control político, quedó al descubierto como la NSA (Agencia Norteamericana de Espionaje), bajo la coartada de la Seguridad Nacional y la lucha internacional contra el terrorismo actuaba al servicio del control económico y político del planeta. Con un presupuesto cuatro veces mayor que el de la CIA y la mayor tecnología en telecomunicaciones, esta organización rastrea todo lo que se dice en el mundo por teléfono, e-mail o fax, y puede interceptar hasta dos millones de conversaciones por minuto. Apenas como copiado de la Policía del pensamiento del Gran Hermano, de Orwell. Y esto, en una sociedad que se precia de liberal y defiende por encima de todo las libertades individuales.

También está la estrategia, aplicada en Colombia desde hace rato, de las cámaras (¿telepantallas?) regadas por la ciudad, a punto de entrar su lente en la sala de las casas. Lo que pretende el Estado es una vigilancia personalizada, pero sobretodo introyectar en los ciudadanos la idea del enemigo próximo, ahora con la cara de terrorista, que nos amenaza; todos nos miramos entonces como enemigos y somos vigilantes y vigilados.

Vemos así que lo que estimula el Estado burgués no es precisamente el sentimiento de solidaridad que puede crear lazos comunitarios, sino el egoísmo que enfrenta al individuo con el individuo, quebrando así cualquier posibilidad de asociación. Y esta cuestión interpela también los movimientos subversivos en la medeida que pretendan dialogar con una sociedad civil resquebrajada o imponerles sus propias formas organizativas o simplemente pasar por encima de ella. Una sociedad civil consolidada, con una diversidad de organizaciones sociales y comunitarias autónomas e independientes del Estado es una condición sine qua non puede existir una sociedad democrática. Su diversidad y su autonomía indican las posibilidades de crecimiento individual y colectivo en dicha sociedad. Pero eso no se verá en un Estado burgués, que expresa sólo los intereses de una élite. Por tanto si se han de fortalecer las organizaciones comunitarias para crear una verdadera Sociedad Civil ha de ser por fuera de las reglamentaciones del Estado y en buena medida confrontándolo. Y esa es una tarea difícil, pero de una urgencia inaplazable.

(Enviado por Construyendo)

 
         
   
 

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