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México :: 28/08/2014

Michoacán y el monopolio de la fuerza (III y IV)

Carlos Fazio
La presencia de grupos criminales organizados en las esferas legales e ilegales contribuyó a diluir las fronteras entre esos dos universos económicos

III

En los contextos de conflictos armados, como los que se vivieron en México tras la militarización del combate a las drogas iniciada en diciembre de 2006 por el régimen de Felipe Calderón, las estructuras paramilitares (grupos de limpieza social, escuadrones de la muerte, sicariato, etcétera) son particularmente explotadas para la "protección extorsiva", extralegal, de intereses económicos. Esas agrupaciones pueden ser activadas como dispositivos para la producción de riqueza y la acumulación violenta del capital y en tanto tales, son consustanciales al capitalismo criminal de nuestros días, como contraparte simbiótica, ineludible, del capitalismo formal y/o legalmente existente.

Con Benjamin y Agamben podría afirmarse que la crisis sistémica del capitalismo de comienzos del siglo XXI ha hecho de la guerra un modo de vida en el marco de un estado de excepción permanente. En su actual fase de "reconstrucción catastrófica" (Ana Esther Ceceña dixit) el sistema genera "situaciones de guerra" por doquier. México no es la excepción. Y en las guerras, en cualquiera de sus variables, las reglas de la economía se transforman radicalmente y las transacciones mercantiles se desarrollan en "campos" o "mercados de violencia", en los que se establecen sistemas económicos basados en el uso y la generación de una violencia reguladora, a la manera de una "mano visible" que regula la resolución de los conflictos y -cuando no produce un desorden irremediable- la continuidad del círculo vicioso de la ilegalidad.

En esas circunstancias, la economía y el ejercicio coercitivo de una violencia disuasiva, represiva o aniquiladora se reproducen mutuamente, y pueden conducir a situaciones de autoestabilización de un régimen u orden definido por intereses económicos, sean lícitos o ilícitos. La provisión de seguridad extralegal (de tipo caciquil, paramilitar o mafioso) a las diversas operaciones ilegales que tienen lugar en zonas de im­portancia geopolítica o de bonanza económica sirve de mecanismo para asegurar resultados ventajosos en transacciones riesgosas, en particular, en contextos en los cuales la confianza y la seguridad son casi inexistentes. Por esas razones, el elemento económico resulta crucial en la producción y reproducción de las estructuras criminales del narcoparamilitarismo y la manipulación mediática de lo militar, como ha venido ocurriendo en Colombia y México.

Otro elemento clave, íntimamente ligado a los dos anteriores, es el territorial. El control económico y social (capacidad de orden y dominación) mediante la violencia tiene un fundamento geográfico, territorial. Los actores armados pueden garantizar la protección extorsiva o amenazar con "sanciones" creíbles -pensemos en los descuartizamientos de personas y los colgados de los puentes practicados o atribuidos oficialmente a Los Zetas y La familia michoacana- sólo en aquellos lugares en los cuales son capaces de sostener una presencia de tipo militar, ya que su ausencia es una invitación abierta a la intervención de sus rivales.

Es en virtud de ese postulado que los grupos de limpieza social, los escuadrones clandestinos y otras formaciones armadas ofrecen su particular tipo de efectividad "brutal". Para lograr el control territorial en zonas rurales apartadas o urbanas marginales, en el contexto de economías ilícitas, la oferta de seguridad irregular que hacen los paramilitares es utilizada porque su presencia se puede desplegar de manera subrepticia, usando métodos de inteligencia y de coerción, extralegales o ilícitos, y facilitando todos los mecanismos de negación (oficiales). En ese campo, la delegación (de las funciones militares) del monopolio de la fuerza del Estado se da por conveniencia y efectividad, sin descartar que esa cohabitación encubierta conlleve formas de cooperación y competencia y una presumible complicidad.

Cabe enfatizar que la naturaleza paralela e irregular de los paramilitares -las estructuras invisibles presentan la ventaja de ser mucho más sólidas, en determinadas coyunturas, al estar menos expuestas desde el punto de vista político, empresarial, judicial y mediático- facilitó su inserción como defensores o garantes de un régimen económico y sociopolítico en diferentes regiones de México, donde confluyeron intereses de seguridad nacional (por delegación) con los intereses de las élites y el aparato estatal locales, tanto lícitos como ilícitos.

Por otra parte, a diferencia de las estructuras regulares del Estado, el arreglo jerárquico de los grupos irregulares armados no tiene por qué ser rígido y piramidal. De manera transitoria, la fluidez de su estructura les permite pasar de un modelo rígido de jerarquía a formar parte de una red basada en alianzas volubles; a lo que se suma una cierta capacidad de innovación táctica. Asimismo, en el plano espacial, el grupo puede asumir distintas formas, y su éxito dependerá, en parte, del nivel de mutabilidad y adaptación que desarrolle.

En ese contexto, existen ejemplos en México de un involucramiento dinámico de la actividad paramilitar con la política local, en una lógica relacional que fluye en ambos sentidos; es decir, más allá de si fue lo paramilitar lo que copó lo político o viceversa. En el fondo no se trata de una penetración de los grupos armados en la política ni de una politización de los grupos criminales o de autodefensa civil, sino de algo más estructural: la implantación de formas violentas en el ejercicio de lo público; lo que en algunos escenarios incluye la utilización de la violencia como parte de la contención electoral.

Encarar ese fenómeno puede ser más difícil que combatir a un régimen abiertamente autoritario que mantiene "formas" democráticas. Como señala Charles Tilly, la información, los códigos y los recursos utilizados en el ejercicio político mantienen apariencias democráticas, "pero son calificados por las formas subrepticias de la violencia coercitiva".

IV

La globalización neoliberal de comienzos de los años 90 del siglo pasado, con eje en las privatizaciones, la formación de grandes bloques económicos regionales y la desregulación de los mercados, benefició a organizaciones criminales que encontraron nuevas oportunidades de expansión e ingresos. En el caso de México, su inserción subordinada y asimétrica en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) significó la supresión de barreras económicas y políticas y la apertura de mercados, lo que favoreció a grupos delincuenciales, que pudieron invertir de forma masiva en la economía legal y multiplicar sociedades y empresas de fachada, con el fin de encubrir el contrabando y el tráfico de distintos productos (incluido el tráfico de estupefacientes, armas, personas), el lavado o blanqueo de dinero negro, los fraudes financieros y las falsificaciones.

Los nuevos mecanismos políticos y económicos surgidos a partir de la entrada en vigor del TLCAN (1994), con la consiguiente apertura de nuevos espacios geográficos o territorios, mercados y empresas, trajeron consigo cierta laxitud de las obligaciones del Estado, y favoreció la actividad e inserción en la economía capitalista legal de actores criminales agresivos, violentos, depredadores y amorales, pero innovadores, racionales, con apetitos oportunistas, mayor movilidad y pocos escrúpulos.

Así, y más allá de representaciones reduccionistas y/o simplificaciones economicistas de un problema muy rico y complejo, surgieron (o se modernizaron) empresas violentas de bienes ilegales y legales, que, en virtud de su fuerte disponibilidad financiera para invertir sin coste alguno (acumulación primitiva del capital producto de actividades criminales); disuasión por intimidación, violencia o eliminación (asesinato) de la competencia; salarios bajos y personal flexible (sicariato, gatilleros, bandas), y clientes privados y públicos cautivos por interés o temor, impusieron nuevas reglas de juego y se apoderaron paulatinamente de los mercados legales.

La inversión masiva de enormes sumas de recursos financieros y patrimoniales provenientes de la economía criminal (dinero sucio) en los mercados legales incrementó la creación de empresas delincuenciales con cobertura legal (de fachada), así como la gestión de actividades, legales e ilegales, que según los criterios de cada organización, adoptaron métodos empresariales clásicos con tendencias monopólicas y dirigidas a la maximización del beneficio; lo que derivó, de facto, en una legalización de los beneficios criminales.

Esa presencia de grupos criminales organizados en las esferas legales e ilegales contribuyó a diluir las fronteras entre esos dos universos económicos, y desde hace más de un cuarto de siglo se generó en México una suerte de vasos comunicantes, mediante los cuales la empresa criminal exportó a la empresa legal sus beneficios criminales e importó la racionalidad de la gestión capitalista salvaje propia del neoliberalismo. No está de más recordar que el capitalista legal y el delincuencial comparten la búsqueda del beneficio, el sentido de la competencia e intereses comunes. Es decir, ambos tipos de empresarios se entienden.

Pero además, debido a la necesidad de colocar o lavar cuantiosas cantidades de capital negro, el empresario criminal tuvo que entrar en contacto con otros actores clásicos de la economía de mercado lícita: banqueros, financieros, juristas, fiscales, publicistas, etcétera, que operan como socios silenciosos (intermediarios, puentes, tapaderas), pero activos, de los grupos delincuenciales privados.

Por otra parte, la propiedad mafiosa o delincuencial de empresas legales transformó al grupo criminal en empleador, función muy valorada en muchas regiones empobrecidas del campo mexicano. Además, la adquisición, apropiación fraudulenta o creación de empresas legales generó una modalidad suplementaria de control político-social del territorio. Como afirma Jean-François Gayraud, no hay mafia que perdure sin la complicidad de la política.

Esa es una lección fundamental del México del último cuarto de siglo: las posibilidades de supervivencia de un grupo criminal o mafioso dependen del control o anclaje que pueda ejercer sobre todo o parte del aparato político.

Los distintos grupos de la economía criminal buscan neutralizar la represión estatal (militar, policial, judicial) y captar los recursos económicos manejados por los poderes municipal, estatal y federal (empleos, subvenciones, contratos de obras públicas). Esa suerte de privatización del poder ha hecho que las relaciones entre el Estado, la clase política y los grupos criminales organizados oscilen desde la cohabitación a una simbiosis entre actores de ámbitos diferentes que obtienen beneficios mutuos.

Según el comisario Gayraud, la presencia de una mafia en un territorio es un índice innegable de corrupción del poder político; corrupción entendida en el doble sentido original (degeneración) y moderno (prevaricación). Entre ambas esferas (la criminal y la pública) se establecen relaciones utilitarias y coyunturales de respeto, tolerancia y aceptación mutua; un pacto tácito de no agresión. Esto implica un discreto modus vivendi de dos poderes que coinciden sobre un territorio y establecen un acuerdo de guerra fría-paz cálida y, en algunas ocasiones, de confrontación. Por regla general, si el Estado ataca, el grupo criminal responde; si el Estado no actúa, la mafia permanece tranquila. A las fases de represión (verbigracia, el sexenio de Felipe Calderón) les suceden periodos de paz, según ciclos previsibles y convenidos o pactados, como el que parece comenzar a transitar el México de Enrique Peña Nieto, con epicentro en Michoacán.

La Jornada

 

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