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Argentina :: 20/07/2017

Argentina: La tenemos adentro (la sombra del terror en post-dictadura)

Mariano Pacheco
¿Cómo construir praxis militantes potentes cuando partimos de conceptos y modos de entender el mundo impotentes o, al menos, insuficientes?

Palabras pronunciadas en la 1ª Asamblea Performativa (“Encrucijadas frente al terror”), desarrollada el sábado 8 de julio de 2017 en el Bar de F.M La Tribu.

¿Qué significa decir, hoy, “Macri es la dictadura”?

Habría que decir, para empezar, que la productividad política de la frase “Macri es la dictadura” opera sobre todo en el orden de las consignas.

Es decir, cabe (“le re-cabe” a Mauricio) el slogan “Macri Basura, vos sos la dictadura”, pero poco o nada parece aportarle a la reflexión política, al pensamiento crítico, una frase como esa. ¿Por qué?

En primer lugar, porque como en el psicoanálisis, en el teatro político también cada escena es única e irrepetible. Por eso sostenemos que en nada contribuye a pensar críticamente el ciclo en curso slogans del tipo Macri=Menem, o Macri=la dictadura, porque no permiten captar la singularidad del momento histórico en curso.

En segundo lugar, porque mal que le pese al progresismo bien-pensante, entre la dictadura y Cambiemos no solo transcurrió el kirchnerismo sino también el ciclo de luchas sociales que aquí denominaremos como “la resistencia popular antineoliberal”.

Esta caracterización nos lleva entonces a un segundo interrogante que intentaremos dilucidar a continuación: ¿por dónde (nos) pasa el Terror hoy?

Una primera aproximación a la cuestión, aunque a muchos hoy pueda parecernos una obviedad, es que el Terror (el terrorismo de Estado), comenzó mucho antes del 24 de marzo de 1976, y persiste mucho más allá de diciembre de 1983. Pero para tomar como ejemplo el ciclo mediano de la post-dictadura cabría preguntarse si el terror ha sido siempre el mismo, o si se ha ejercido sobre el cuerpo social siempre del mismo modo. Y retomando aquel lema freudiano de la irrepetibilidad de la experiencia de la clínica, y por lo tanto del sujeto en cuestión, diremos que no, y que dentro de la llamada “democracia de la derrota” el ciclo 1996-2002 funciona como un momento de grieta de esos consensos de postdictadura.

El acontecimiento Cutral-Có, y en mayor medida el acontecimiento 2001 (las “jornadas insurreccionales” del 19 y 20 de diciembre de 2001) funcionan claramente como un período de excepción. Y son precisamente los asesinatos del 26 de junio de 2002 los que reconducen nuevamente la política bajo las sombras del terror. Porque la “Masacre de Avellaneda” impone un límite (en la carne) de los imaginarios insurgentes de las militancias más radicalizadas del ciclo que va desde las puebladas de Cutral Có a los crímenes del Puente Puyerredón. ¿Qué pasó durante ese ciclo, y qué vino después?

Desde una lucha que se presentó como meramente reivindicativa, la pueblada de Cutral Có golpeó el corazón íntimo de las democracias parlamentarias, la forma de gestión del capital en nuestra época. En primer término, la pueblada tuvo la capacidad de no agotarse en sí misma y contagiar entusiasmo y rebeldía popular a los rincones más insospechados de la patria. Entre 1996 y 2001 el piquete se instaló como método de protesta hegemónico entre los sectores populares, primero entre la población sobrante, esa que algunos cientistas sociales denominaron como “excluidos” y que a los sectores tradicionales de la política argentina (incluyendo a las izquierdas marxistas y el peronismo) les llevó años clasificar, pero también entre otros sectores como trabajadores asalariados, poblaciones en defensa de situación específicas de sus territorios, estudiantes.

Por otra parte, de los piquetes emergió con fuerza el cuestionamiento radical a la forma representativa de nuestras democracias. A contrapelo de lo que sostienen la Constitución Nacional argentina, en las rutas cortadas por las barricadas el pueblo deliberó y gobernó, por días, sin representantes. Más cerca de los comuneros parisinos de 1871 que de los republicanos argentos del 80, las familias fogoneras que reinventaron el piquete, primero en la Patagonia y luego en el norte del país para extenderse por la patria entera, pusieron en el centro de la escena política un modo de actuar que quebraba el miedo impuesto por el terror. Lograron poner en entre-dicho lo dado, desafiar por medio del ejercicio de la autodefensa popular el sagrado monopolio del ejercicio legítimo del uso de la fuerza por parte de Estado.

En diciembre de 2001 ese gesto llegó a las puertas mismas del poder político centralizado y la consigna de “Qué boludo, que boludo, el Estado de sitio de lo meten en el culo” que miles corearon contra el presidente Fernando De la Rúa quebró el pacto de aceptación máxima de la representación. Un presidente ya no se retiraba de la Casa Rosada por presión de un golpe de los poderes concentrados y corporativos,  como había sucedido en 1976 y  1989 (los militares, los grupos económicos) sino por el repudio generalizado de un poder popular incipiente pero puesto en acto por horas desafiando el miedo interiorizado luego de que el dispositivo concentracionario (secuestro-tortura-asesinato) se retirara de la escena.

Lo que vino después todos lo conocemos, pero no siempre nos mostramos dispuestos a pensarlo críticamente.

¿Qué rol jugó el kirchnrismo en todo esto entonces?

Podríamos decir, para corrernos del lugar fácil de leer la experiencia 2003-2015 en clave de “cooptación” de los movimientos sociales y los organismos de derechos humanos, que lo que sucedió durante los años kirchneristas fue una mezcla entre reencauzamiento institucional del país bajo los parámetros de la política tradicional (en versión progresista, en clave simbólica “nacional y popular”) por parte de quienes condujeron el Estado (la mayoría integrante de la “clase política” a la que se reclamó en 2001 que se fuera) con una identificación con esa clase dirigente por parte de una porción del campo popular. En el medio, vía “inclusión por el consumo”, comenzó a primar la visión liberal de ciudadanía. Porque más allá de las invocaciones coyunturales a un peronismo más clásico o la promoción del lema de “empoderados”, lo cierto es que la revulción a ser parte de experiencias colectivas de organización que pudieran poner el foco en la movilización popular para garantizar los cambios se apoderó del cuerpo social.

La organización con lógicas verticales, la primacía simbólica de los liderazgos unipersonales y la “fiesta familiar” para apoyar las medidas tomadas por el Ejecutivo Nacional suplantaron la clásica liturgia peronista de la Plaza como lugar de reunión de los cabecitas negras organizados en sindicatos y borró paso a paso la experiencia anterior de ocupar las plazas, las calles y las rutas del país para que el fuego de los piquetes y el ruido de las cacerolas plebiscitaran las políticas en curso, incluso quedando estas dinámicas más en manos de las derechas con cada vez mayor capacidad de movilización (los cortes de las patronales agropecuarias en 2008; las cacerolas en 2012, e incluso antes la Plaza del “ingeniero” Blumberg en 200-2005) que de los movimientos sociales con aspiraciones de cambios en sentido emancipatorios (situación que se corona con el “cambio” de la “revolución” de la alegría).

¿Hasta qué punto, entonces, la experiencia del kirchnerismo enfrentó o conjuró el terror post-dictatorial?

Aunque el interrogante sea difícil de responder, no podemos dejar de señalar al menos tres o cuatro operaciones fundamentales que el kirchnerismo llevó adelante y a partir de las cuales pueden pensarse, al menos, las dificultades por conjurar ese terror más allá de las palabras en su contra.

Por un lado, el trazado de un puente entre 2003 y 1973, obviando la resistencia popular antineoliberal y rescatando de la resistencia a la dictadura la figura de las Madres de Plaza de Mayo casi con exclusividad, en una reivindicación que si bien fue noble con los organismos de derechos humanos, pasó por alto la resistencia obrera, e incluso, la resistencia armada de las organizaciones guerrilleras (tema tabú, para el kirchnerismo, el del ejercicio de la violencia política popular en los distintos momentos históricos). Por otro lado, instaló el mito del sueño del “país normal” que Néstor Kirchner anunció desde el momento cero y que persistió durante las tres gestiones de gobierno. En tercer lugar, colocó a la crisis de 2001 en particular y al concepto mismo de crisis en general, en una suerte de cuco del que había que huir, un momento a conjurar, una suerte de peste, de mal al que por todos los medios había que combatir y asegurarse de no retornar (olvidando que suelen ser las crisis los momentos que permiten re-pensarnos, tanto singular como colectivamente).

Por último, situó los años 90 como “desierto neoliberal”, solo en su acepción negativa, es decir, pasando por alto que el desierto en tanto imagen del sin-sentido es a su vez la posibilidad de crear nuevos sentidos. De estas operaciones queda un legado: la del “buen ciudadano”, una suerte de hombre que está solo y espera, sea que retorne el gobierno que le otorgó beneficios, sea que la situación cambie como por arte de magia.

Para finalizar estas líneas, entonces, unas breves reflexiones en torno a la pregunta sobre cuáles son los límites y los alcances de nuestras actuales praxis militantes y sus recursos de lucha.

De algún modo estas reflexiones retornan al comienzo. ¿Cómo construir praxis militantes potentes cuando partimos de conceptos y modos de entender el mundo impotentes o, al menos, insuficientes para pensar las actuales dinámicas de dominación y explotación?

Tal vez habría que asumir que uno de los principales límites con que se topan hoy nuestras praxis militantes es el excesivo pragmatismo, la falta de mirada crítica respecto de los tiempos y las velocidades del capital introyectadas en nosotros mismos, la construcción de perspectivas políticas basadas en las explicaciones fáciles de por qué estamos como estamos y esa suerte de “piloto automático” en la que muchas veces funcionan nuestras experiencias.

Respecto de los recursos de lucha, salvo honrosas excepciones, los años kirchneristas nos han dejado en una suerte de modorra respecto de la imaginación y la creatividad. En ese sentido el terror post Masacre de Avellaneda nos ha limitado mucho respecto de las capacidades de desarrollar una perspectiva centrada en la audacia política.

Por supuesto, y de eso no hemos hablado, el ciclo político del que posiblemente estemos a las puertas cuenta con un interesante acumulado histórico en Argentina: las experiencias de nuevos colectivos y militancias que tienen la posibilidad de ensamblar sus trayectorias con las de otras franjas etarias que tuvieron otra experiencias, no sólo durante la denominada “década ganada” sino incluso mucho antes, durante la larga década neoliberal. Salirnos del cómodo lugar de pensar que las  nuevas luchas pueden reeditar las de antaño o funcionar como si en el país nada hubiese cambiado desde diciembre de 2015 a esta parte, seguramente sea uno de los principales desafíos del presente.

Colectivo El Loco Rodríguez

 

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