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Cuba :: 29/08/2014

Cuentapropismo y cultura, satanización y abulia

Jorge Ángel Hernández
Soluciones concretas que atajen esa anómica especulación comercial y la transformen en una producción que contribuya al desarrollo del socialismo en transición

Con las transformaciones vistas en Cuba en el ámbito económico, han proliferado los cuentapropistas, un sector que, si bien se halla mejor definido en el capitalismo, tiene sus diferencias aún indeterminadas en el modelo socialista en transición. Y aunque haya bases y experiencias de fondo en la esfera de la comercialización, las medidas cubanas son por completo inéditas, por cuanto se implantan en un marco social de considerable desarrollo en cuanto a niveles educacionales, culturales y de práctica de derechos ciudadanos elementales, verdad que con muy variables resultados de aprovechamiento.

Se trata de introducir en la dinámica cultural de la sociedad, en una fase importante de desarrollo, la percepción del avance social mediante el resultado de la comercialización y la obtención de dinero incrementada. Es una relación causa-efecto que, por su dinámica dialéctica, se transforma de acuerdo con el advenimiento de escalas de mayor desarrollo en las propias relaciones de comunicación social.

Al ratificar la planificación económica como base de la economía, el sistema crea un elemento de contención al proceso mediante el cual la producción mercantil simple se transforma en continua reproducción del capital. No obstante, al emplear esquemáticamente modelos de racionalidad capitalista, y normas de control que en la práctica económica son letra muerta, pone en riesgo esas bases que, desde el poder político, asegura. Pero economía y política no pueden ir aisladas. Los pequeños productores que se han apresurado a formar parte de la heterogeneidad de nuestra economía, y que se reproducen por toda la geografía nacional, no resuelven, por sí mismos, el problema del desarrollo social socialista, aun cuando ya van cumpliendo su papel de descargo de producción y servicios a un Estado que se había recargado con ese tipo de funciones. En principio, incluso, los cuentapropistas han regenerado un crecimiento del costo de los alimentos y otros productos básicos bajo el pretexto apenas declarado de que sus ganancias deben ser suntuosas. La mayoría de esos servicios son de muy baja calidad y no pasarían una inspección medianamente rigurosa; todos, casi sin excepción, gravan sobre la ciudadanía los costos sumamente elevados. Así, descargan sobre el Estado la culpa de la difícil variabilidad de precios en una sociedad acostumbrada por años al asistencialismo productivo, pero ideológicamente confiada en las bases esenciales del contrato social.

Sin embargo, desde una perspectiva socialista, no es viable satanizar la producción mercantil simple que activa la responsabilidad social de fuerzas productivas un tanto parasitarias, sedentarias e, incluso, afines al asistencialismo que el socialismo en transición naturaliza. Tampoco es factible ideologizar artificial y aceleradamente ese destape comercializador. Pero sí es importante establecer como objetivos necesarios las variables raigalmente sistémicas que contrarresten el carácter economicista-liberal de soluciones forzosas, circunstanciales y expuestas a atrofiar en la percepción popular la necesaria existencia de la redistribución a todas las esferas de la sociedad civil. Y la comprensión, en el ámbito de la conciencia social, de la vital importancia que constituye el acceso universal y gratuito a la educación básica, a la asistencia en salud y a las oportunidades en otras esferas relevantes para la sociedad, como el deporte y las prácticas culturales artísticas, literarias y de reproducción de tradiciones. Tanto rescatar los valores concretos ganados por la experiencia histórica, como entender los elementos de imprescindible relación respecto a la globalización neoliberal, son puntos ineludibles para que esos nuevos modos de gestión económica consigan superar las conocidas limitaciones del capitalismo.

De momento, un buen número de cuentapropistas se comporta como máquinas de fabricar billetes, sin entender que aún la mayoría no comienza siquiera a fabricar dinero. Hay una ósmosis relacional que condiciona los precios del producto y, lo más lamentable, una visión insuficiente del sector estatal de planificación. De hecho, los fenómenos que desvirtúan el carácter sistémico de la actualización del modelo fueron previstos por diversos analistas, muchas veces afines al proceso revolucionario en el poder, y, aun así, han estallado en el rostro de la sociedad antes de que se apliquen medidas para su atenuación. Y no me refiero a medidas de tranquilo consenso burocrático, sino a soluciones concretas que le corten definitivamente el paso a esa anómica especulación comercial y la transformen en una producción que contribuya al desarrollo transversal del socialismo en transición.

En tanto usufructuarios campesinos y cooperativistas mixtos tengan la posibilidad de variar sus esferas y objetivos productivos de acuerdo con el monto de sus propias ganancias, el caos se hallará a la vuelta de la esquina y las relaciones nacionales que en esas producciones descansan se verán ante la necesidad de nuevas reformas, algunas de ellas drásticas en cuanto a la intervención ante la concentración solapada de la propiedad.

Paralelamente, las desigualdades sociales han comenzado a crecer y se ha debilitado la relación entre ideología y cultura, sobre todo en las más jóvenes generaciones, que han crecido bajo las arduas condiciones del Periodo Especial y han sufrido un bombardeo de estandarización del gusto bajo la acción casi impune de los referentes masivos de la industria cultural que las nuevas tecnologías colocan a su disposición.

Las condiciones de crisis son, en efecto, objetivas, y no se circunscriben a la geografía nacional, aun cuando las circunstancias de bloqueo las agudicen considerablemente, sino que están relacionadas con el trauma global del acelerado desbalance que inyectó al imperialismo monopolista el derrumbe del campo socialista europeo. De igual modo, la explosión tecnológica impone una velocidad de transmisión que supera con creces las posibilidades de reproducir un consenso educativo de interpretación de esos fenómenos que la industria cultural a diario multiplica. Hay, pues, un retroceso en el orden del sentido que no solo agrede a la búsqueda emancipatoria de las propuestas socialistas, sino a las tradiciones humanistas de la modernidad burguesa, que son la base del valor estético que le concede la dialéctica armonía a la cultura.

La eficiencia de la actualización del modelo pasa por tener en cuenta la imprescindible heterogeneidad que en el sistema se introduce. La coexistencia de la propiedad individual y el objeto social colectivo de lo que culturalmente devenga de estas relaciones es un fenómeno concreto que ya se manifiesta. De ahí la necesidad de una condición socializadora que regule, estimulándolo, su flujo productivo. Y se precisa, en fin, de un sistema de planificación dinámico, interdisciplinario (no economicista por esencia), fuertemente estructurado en su carácter sistémico, capaz de asimilar, desde su perspectiva rectora, la transversalidad inevitable de sus decisiones y apto para asumir las inmediatas, y con frecuencia transitorias, flexibilizaciones en la práctica constante.

Y esas prácticas, aunque con bases en la historia de la humanidad, sobre todo en el modo de producción occidental, no son experiencias que sirvan de modelo concreto, factible de una inspección que la superstición académica considera ciencia. Es un absurdo insostenible pretender, no solo que los clásicos del marxismo hubiesen establecido las recetas, sino que puedan decretarse recetarios estables para avanzar en las nuevas circunstancias. Ello únicamente llevaría a estandarizar el pensamiento que cuestiona las prácticas concretas del sistema y propone las rutas de recuperación y desarrollo. Los recetarios ideológicos solo conllevan al debilitamiento del propio sistema que dicen proteger ante la permanente confrontación con la expansión imperialista y el incentivado concurso de la ya renovada Guerra Fría.

Del mismo modo, satanizar al sector emergente del cuentapropismo, por su actitud ingenua de mercantilismo y su inocua abulia cultural, apenas conduce a aislar sectores importantes de las fuerzas productivas que han de contribuir a salvar las bases del modelo en un punto de retroceso clave para la transición socialista. La imbricación con la cultura no es una opción, sino una necesidad que debe ser asumida con urgencia y, sobre todo, con capacidad para rectificar de inmediato las medidas que obstruyen —casi siempre porque producen un efecto contrario— la conexión natural entre ideología y cultura. Esa, quiérase o no, está bastante bien imbricada en el capitalismo y responde de inmediato a sus preceptos racionales, lo que es preciso superar en un nuevo sistema de relaciones sociales, incluso si no se trata, definitivamente, del proyectado socialismo.

El retroceso advertido es síntoma de la tendencia sedentaria, inmovilista, del sector institucional cuya burocracia mantiene el poder de decisión y reglamentación. La institución, que pone en práctica poderes y gestiones del Estado, aún sigue aislando al resto de la sociedad civil de lo que es un recurso de socialización fundamental para el desarrollo sistémico de la sociedad y, sobre todo, de la evolución del modelo hacia un proceso de transición socialista de mayor armonía. Invertir la dirección de los modos de control y hacer que la sociedad civil regule y dinamice el trabajo de las instituciones es un reto que el socialismo cubano no puede evadir en las actuales circunstancias de actualización de su modelo económico. Para vencerlo, debe tenerse en cuenta que la cultura es el más importante factor que habrá de transversalizarlo.

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