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Colombia :: 22/10/2015

La agenda del gobierno Santos en la crisis de la dominación oligárquica

José Honorio Martínez
La oligarquía Colombia enfrenta hoy grandes contradicciones que salen a relucir con la dialéctica inducida por el proceso de paz

Según lo muestra la coyuntura política, el gobierno del presidente Juan Manuel Santos se encuentra empeñado en sacar adelante de manera prioritaria dos propósitos; el primero, ejecutar un Plan de Desarrollo que acentúa las líneas históricas de la dependencia y el segundo, avanzar en un proceso de paz con la insurgencia de las FARC-EP para su incorporación en la actividad política legal. Ambas decisiones se enmarcan en la búsqueda de relegitimación del Estado oligárquico el cual tendió a ser rebasado por el para-estado mafioso durante la primera década del siglo XXI. Dar ejecución al Plan de Desarrollo y alcanzar acuerdos con la insurgencia se constituyen en imperativos de la oligarquía para reafirmar su hegemonía , sin embargo, las miras instrumentales en que se inscribe el logro de estos propósitos y la contradicción de pretender construir la paz con un modelo de desarrollo que le declara la guerra a las clases populares podría conducir al inesperado resultado de abonar las condiciones sociales para el fortalecimiento del para-estado mafioso.

La pervivencia del para-estado y la crisis de dominación

Durante la primera década del siglo XXI, la oligarquía colombiana experimentó una mengua sustancial de su poder económico, político y social . Producto del encumbramiento del poder de una amalgama de sectores terratenientes, militares, paramilitares y mafiosos, la oligarquía tendió a ser rebasada de la dirección de la sociedad colombiana. Ante dicho relegamiento un sector importante de la clase dominante ha venido reaccionando, es dicho sector el que ha estado representado en el gobierno Santos.

Al actual gobierno se le impone entonces la tarea de recuperar el terreno perdido ante una clase emergente que históricamente operó las iniciativas y mandatos de la oligarquía, pero que al cabo de décadas se descubrió como detentadora de un gran poder por medio del cual impuso autónomamente y a sus anchas todas sus condiciones sobre el conjunto de la sociedad. Ejerciendo un inmenso poder militar sobre el territorio, aplicando normas de terror dictadas por la arbitrariedad y el anticomunismo, saqueando las arcas públicas, imponiendo gravámenes a su antojo y controlando las nóminas de la administración pública el para-estado mafioso logró consolidarse en vastas regiones del país. Las cifras sobre la concentración de la tierra como las de concesiones mineras dan muestra del inmenso poder económico de la clase latifundaria, paramilitar y mafiosa. Esta híbrida clase, que surgió y se forjó al cobijo de la clase dominante y a expensas de la lucha contrainsurgente, dio pasos gigantescos en la gestación de un para-estado que funciona unas veces de manera superpuesta y otras de forma paralela al Estado oligárquico.

En su permanente apremio por contener las luchas populares, en particular a la insurgencia, la oligarquía, -que actualmente funge como una madre avergonzada del más avezado de sus hijos-, otorgó total respaldo para la erección de dicho para-estado . Hoy el gobierno Santos resiente la disputa que le plantea el para-estado fundamentalmente en lo ateniente a la consecución de acuerdos con la insurgencia. Para las fracciones de clase cuyos intereses orbitan en torno a la paraestatalidad la apertura del régimen político entraña una doble amenaza, de un lado, perciben el fin del conflicto armado como la clausura del más importante parapeto (la justificación de la lucha contrainsurgente) para continuar en la prosecución de los negocios con los cuales han amasado su poder económico y por otro, advierten que la insurgencia transformada en partido político les arrebataría parte significativa de su poder regional y local.

La promesa de “apertura política” hecha por el presidente Santos el pasado 23 de septiembre en La Habana, luego de la firma del “Acuerdo de creación de una jurisdicción especial para la paz” con las FARC-EP, representa un repliegue de la clase dominante con respecto a su histórica postura de exterminio de la izquierda revolucionaria. Tal viraje es comprensible a la luz del agotamiento del proyecto militarista del Estado, de las urgentes exigencias de valorización y apropiación territorial que actualmente plantean las trasnacionales sobre los recursos naturales del país y del enorme desafío representado por la existencia del para-estado mafioso. En estos términos las pretensiones de la oligarquía con relación al proceso de paz van más allá de viabilizar en el corto plazo un patrón de acumulación fundado en la sobreexplotación y el despojo. Es decir, para el gobierno el logro de acuerdos con la insurgencia es una obligada y necesaria mediación en la búsqueda por resolver lo que se presenta como una crisis de la dominación oligárquica.

Desarrollo sin justicia social

Sin inmutarse ante el desastre social causado por el patrón de acumulación vigente, del cual son fruto las privatizaciones, la liberalización comercial y financiera y la flexibilización laboral, el gobierno Santos apuesta por su ahondamiento. Como lo consagra el Plan Nacional de Desarrollo (PND), la voluntad gubernamental está encaminada a perfeccionar los marcos jurídicos y las condiciones infraestructurales que requiere el capital para acentuar la explotación de la clase que vive del trabajo y de los recursos minero-energéticos (cuyos volúmenes de explotación se aumentarán para cubrir el déficit fiscal propiciado por la caída de la renta primario-exportadora).

En el contexto de una colosal crisis del sistema mundial, la clase dominante insiste en continuar un patrón de acumulación que prosigue privilegiando el rentismo en sus distintas formas. La persistencia de este patrón, a pesar del desastre social y ambiental a que ha dado lugar y ad portas de la firma de un acuerdo con las FARC-EP para la finalización del conflicto armado, entraña una contradicción mayúscula, pues su despliegue y consolidación no allanan condiciones para la paz y la justicia social sino para todo lo contrario.

Antes que configurar condiciones para la paz, el PND a ejecutarse durante los próximos cuatro años se constituye en otro ejercicio de agresión contra la sociedad colombiana . Este sitúa un 27% de los recursos de inversión en la construcción de infraestructuras estratégicas de localización y transporte que complementan el énfasis extractivista de las inversiones privadas. Tergiversando nociones como “utilidad pública” e “interés nacional”, el gobierno Santos entrega gran parte del presupuesto público y el territorio nacional a los intereses del capital. Ello mientras el país afronta una honda crisis social reflejada en los altos índices de desocupación, informalidad y pauperismo, los bajos salarios y las precarias condiciones laborales, y el abandono de sectores vitales para la reproducción social como la salud, el saneamiento básico, la vivienda, el campo, la industria y la educación pública.

La política oficial y el PND potencian, igualmente, la injusticia social mediante la profundización de formas de precarización laboral como las “alianzas productivas” en el caso de los campesinos y pequeños productores agrarios y “la subcontratación” en el caso de los pequeños mineros. La implantación de este tipo de relaciones laborales en modo alguno puede considerarse como modernizadora, por el contrario significa la restauración de métodos que están más próximos a las violentas formas de la acumulación originaria. En realidad, las “asociaciones” propuestas entre capitalistas y trabajadores lo que muestran es la revitalización de pretéritas formas de explotación de la fuerza de trabajo como la aparcería o el endeude .

Conclusión

La oligarquía Colombia enfrenta hoy grandes contradicciones que salen a relucir con la dialéctica inducida por el proceso de paz. Estas están referidas a la necesidad de reformular el modelo de desarrollo y el patrón de acumulación y de enfrentar y poner fin al para-estado.

En la coyuntura que enfrenta el país la clase dominante está impelida a superar la indecisión histórica y el miedo a las reformas profundas requeridas para abrir horizontes a la paz. Fracasos reformistas como los de Alfonso López Pumarejo a finales de los años treinta y de Carlos Lleras Restrepo a fines de los sesenta del siglo pasado se tradujeron en el recrudecimiento de la violencia de la clase latifundista contra el campesinado estableciendo las condiciones para el prolongado conflicto armado que ha vivido el país.

En síntesis, si el gobierno Santos aspira efectivamente a sentar bases para la existencia de un país democrático, está llamado no solamente a concebir los acuerdos con la insurgencia como elementos sustantivos de dicha construcción, sino a posibilitar la reorientación de las perspectivas del desarrollo del país en una nueva dirección.

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