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Medio Oriente :: 31/03/2010

Palestina: ?Ve y cuéntalo? (y II)

Alejandro Fierro
En Israel el obsesivo mantra de 'la única democracia de Oriente Próximo' se repite sin cesar. Con una venda en los ojos, achacan a los palestinos la culpa de todo

Los viajeros afrontan con inquietud -incluso con abierto temor- la visita a los Altos del Golán, dada la convulsa historia reciente del lugar. El Ejército de Israel conquistó la zona a Siria en la Guerra de los Seis Días de 1967. Posteriormente, Israel se anexionó los Altos -en realidad una meseta- aduciendo “motivos de seguridad”. Dicha anexión no está reconocida por ningún país, ni siquiera por Estados Unidos, ni por las Naciones Unidas y vulnera la Convención de Ginebra, que prohíbe taxativamente la adquisición de territorios mediante actos bélicos.

El coche circula por una estrecha carretera flanqueada por alambradas con grandes carteles amarillos que advierten de la presencia de campos minados. Cada poco tiempo aparecen convoyes militares. Los cuarteles y guarniciones se suceden a lo largo del camino y las montañas están coronadas por grandes antenas y radares.

Sin embargo, y para gran sorpresa de los viajeros, todo este escenario militar en uno de los lugares más conflictivos del planeta se combina con excursiones infantiles, atracciones turísticas, parques nacionales, museos arqueológicos, ¡incluso una estación de esquí!

Forma parte de la estrategia colonizadora: es más efectivo un complejo hotelero que un destacamento militar. De nuevo la táctica de los hechos consumados. Mientras pasa un grupo de escolares cogidos de la mano -acompañados, eso sí, por escoltas con enormes ametralladoras tal y como obliga la legislación israelí, uno no puede dejar de pensar en quién es el que realmente utiliza a su población como escudo humano.

La comunidad drusa es una de las poblaciones originarias de los Altos del Golán. Se trata de una minoría cultural y religiosa procedente de una escisión del Islam y compuesta por un millón de personas, la mayoría de las cuales vive en Oriente Próximo. En los Altos viven unas 20.000 personas drusas, orgullosas de su peculiar idiosincrasia y con una elevada conciencia sobre sus orígenes sirios que les ha llevado a rechazar una y otra vez las ofertas de nacionalizarse israelíes pese a la insistencia del Estado de Israel.

“Israel dice que somos terroristas. ¿Te sientes en peligro? ¿Ves a alguien aquí que te quiera pegar un tiro?”. Estamos en Majdal Shams, la Torre del Sol, bastión de la identidad sirio-drusa. Es aquí donde tiene lugar la célebre imagen de los familiares separados a uno y otro lado de la alambrada comunicándose por megáfono, aunque tras más de 40 años de obligada separación los megáfonos han sido sustituidos por teléfonos móviles. Nuestro interlocutor es una de las personas invitadas a la boda que se celebra hoy en la ciudad y a la que amablemente nos han invitado también. La presencia de gente extranjera no es habitual en Majdal Shams. Cuando supieron que simplemente queríamos conocer la ciudad y a sus habitantes, más allá de la propaganda israelí, nos invitaron a la boda como señal de agradecimiento.

“Israel quiere quedarse con todo. No parará hasta que todo sea suyo”. Lo observado sobre el terreno corrobora las palabras del joven. El manoseado subterfugio de la seguridad para justificar el robo a Siria de los Altos del Golán se desmorona al comprobar que el verdadero objetivo israelí es el nacimiento del río Jordán. Israel controla desde 1967 la principal fuente de abastecimiento de agua de la zona. Tampoco ayuda a sostener el argumento de la seguridad la permanencia de 20.000 colonos en asentamientos (huelga decir ilegales, puesto que según el derecho internacional y las resoluciones de las Naciones Unidas, todos los asentamientos son ilegales; no hay unos asentamientos ilegales y otros legales, como pretende la propaganda israelí; ni siquiera hay asentamientos ‘alegales’). La presencia de estos 20.000 colonos es otra vulneración de la Convención de Ginebra, que prohíbe expresamente la transferencia de población de la potencia ocupante al territorio ocupado.

Preguntamos por la leyenda que dice que los drusos rompen todos los documentos oficiales de las autoridades hebreas, desde un recibo de agua hasta una multa de tráfico, en los que se les trata como ciudadanos israelíes. Absolutamente todos confirman su veracidad y sostienen, orgullosos, cuál es su auténtica nacionalidad: “Sirio”, “sirio”, “sirio...”.

Palestinos del 48

Dentro de las fronteras del actual Estado de Israel vive un millón y medio de árabes. Son aquellos que resistieron a la estrategia de limpieza étnica llevada a cabo por Israel tras su declaración unilateral de independencia y que supuso la expulsión de 750.000 árabes y la destrucción de más de 500 pueblos y aldeas (Ilán Pappé, ‘La limpieza étnica de Palestina’, Ed. Crítica). Tanto a ellos como a sus descendientes se les conoce como los palestinos del 48.

A pesar de tener la ciudadanía israelí, esta comunidad sufre una total discriminación jurídica, social y económica que invalida cualquier pretensión de Israel de proclamarse como un estado democrático. Entre las medidas segregacionistas figuran la prohibición de adquirir tierras o de trabajar en sectores estratégicos como el militar, energético o hídrico. Además, tienen vedada la reunificación familiar.

Mientras que cualquier judío del mundo puede acceder de forma automática a la ciudadanía israelí aunque jamás hayan pisado la zona, la población árabe no puede trasladar a su familia a vivir a Israel en el caso de los matrimonios entre residentes en Israel y en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania. Por otra parte, la inversión del Estado en los barrios árabes es diez veces menor que en las zonas judías.

“Hay más democracia en Líbano que en Israel”, sostiene Ameer Makhoul, director de Ittijah, la plataforma que aglutina a 64 organizaciones palestinas de Israel. “Incluso la Autoridad Nacional Palestina es más democrática que Israel. Lieberman [el ministro de Asuntos Exteriores, líder del partido ultranacionalista y xenófobo Yisrael Beytenu] no es un producto del racismo, sino un producto de Israel, un fruto de lo que se vive en la calle. Todos los gobiernos han sido culpables de las guerras, de las leyes racistas que han aprobado, no sólo Lieberman. Si Simón Peres, responsable de gravísimos crímenes contra la humanidad, tiene el Nobel de la Paz, entonces también habría que dárselo a Le Pen. Es un tipo de colonialismo muy centroeuropeo.

Meir Margalit, concejal en Jerusalén del partido de izquierdas Meretz y partidario de un acuerdo de paz con los palestinos aunque no comparte el derecho al retorno a sus hogares de los más de cuatro millones de refugiados, abunda en esta idea. “Israel no es una democracia para el millón y medio de palestinos que viven en sus fronteras ni, por supuesto, para los habitantes de Gaza y Cisjordania. Y como no se puede ser demócrata a medias, habrá que concluir que no es una democracia. Habría que hablar en realidad de etnocracia, el gobierno de una etnia, en este caso la judía”.

Encontrar entre los israelíes judíos una opinión como la de Margalit, que incluso no satisface todas las legítimas aspiraciones palestinas, es prácticamente imposible. El país ha dado un giro total hacia las posiciones más intransigentes y belicosas. “Ahora mismo”, resume Ameer Makhoul, “hay en Israel un acuerdo total para ignorar los derechos del pueblo palestino, rechazar el retorno de los refugiados y mantener Jerusalén Este, la Jerusalén ocupada, como su capital”.

Un ejército de seis millones

Israel es un país completamente militarizado. Las armas forman parte del paisaje cotidiano. No sólo está permitida su tenencia, sino también su exhibición. A la constante presencia de soldados con sus Uzi se unen civiles armados hasta los dientes, especialmente inquietantes colonos ultraortodoxos que combinan con toda naturalidad la kipá (el casquete o tocado circular con el que se cubren la cabeza) y los tirabuzones con los más avanzados fusiles ametralladores.

Esta omnipresencia armamentística se multiplica en los territorios ocupados. Una confusión cuando recorríamos las mal señalizadas carreteras de Cisjordania -otro incumplimiento de la potencia ocupante- nos llevó hasta la entrada de un asentamiento ultraortodoxo.

En la puerta, de guardia, un colono pelirrojo, con grandes gafas, los preceptivos tirabuzones y la kipá, chaleco antibalas y una enorme ametralladora apuntándonos con la confianza de quien se sabe impune. El incidente se saldó con la intervención del Ejército. Un mando nos recomendó salir de Cisjordania para evitar cualquier incidente con los palestinos. Cómo explicarle que los únicos momentos de inseguridad los habíamos tenido con israelíes, especialmente con ellos, los soldados del Ejército. Por el contrario, la llegada de extranjeros siempre es bienvenida por los palestinos. Es un pueblo sediento de solidaridad.

Los intentos de hablar sobre el conflicto con los israelíes son siempre tensos y muchas veces degeneran en situaciones violentas. Cualquier objeción hacia la postura hebrea es despachada con un “qué sabréis de todo esto”. El obsesivo mantra de ‘la única democracia de Oriente Próximo' se repite sin cesar: “Esto no es como Irán, ¿sabe?”. Con una venda en los ojos, achacan a los palestinos la culpa de todo lo que ocurre.

“Los árabes tendrían su momento de esplendor en la Andalucía de la Edad Media, pero ahora… A pesar de que la propaganda diga lo contrario”. La frase corresponde a un acaudalado judío mexicano que se encuentra de vacaciones con su familia. Es la primera vez que visitan Israel y, sin embargo, se sienten con más derechos que los centenares de miles de palestinos que llevan generaciones y generaciones viviendo en esta tierra. La Ley del Retorno les concedería automáticamente la ciudadanía israelí en cuanto la solicitaran.

Esta ley, sin parangón en el resto del mundo, constituye una de las piedras angulares de una concepción del estado basada en parámetros étnicos. Cuando los políticos israelíes exigen una y otra vez al resto del mundo, incluidos los palestinos, que los reconozcan como un estado judío, en realidad lo que están haciendo es ratificar una ideología racista y segregacionista.

La Ley del Retorno es, además, el arma con el que Israel lucha contra la llamada ‘bomba demográfica’. Dentro de unas pocas décadas la población palestina que vive en el autoproclamado estado de Israel superará en número a la población judía gracias a su mayor índice de natalidad. Para contrarrestar lo que consideran como una grave amenaza contra su integridad, el Estado hebreo busca atraer a judíos de todas las partes del mundo.

Muchas de estas personas, sobre todo las más humildes como las procedentes de las repúblicas de la antigua Unión Soviética, son instaladas nada más llegar, y sin que tengan mucho conocimiento de dónde se encuentran, en los grandes asentamientos de los territorios ocupados, como Ma’ale Adumin o Ariel. Nuevamente surge la pregunta de quién utiliza a su población como escudo humano.

Alejandro Fierro es periodista y miembro de la Plataforma Solidaria con Palestina-Valladolid. alejandrofierroperal@gmail.com

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