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Asia, EE.UU. :: 15/03/2017

Revolcándose en la placa de Petri afgana

William J. Astore
Una mala metáfora tras otra para una guerra perdida por el régimen de EEUU

La guerra de EEUU en Afganistán va ya por su decimosexto año y es la guerra exterior más larga de nuestra historia. La frase “sin final a la vista” apenas acierta a reflejar la situación. Podría decirse que las perspectivas de victoria –si es que por victoria se persigue la eliminación de ese país como puerto seguro de terroristas islamistas a la vez que se crea un gobierno representativo en Kabul- son más tenues hoy que en cualquier otro momento desde que el ejército estadounidense invadió el país en 200, sacando del poder a los talibán. Con el paso de los años, ha quedado demostrado que tal “progreso” era “frágil” y “reversible”, por utilizar las palabras engañosas del general David Petraeus, encargado de supervisar el “incremento” afgano de 2010-2011 bajo el presidente Obama. Por citar tan sólo un dato reciente: los talibán controlan ahora un 15% más de territorio que en 2015.

Esta estadística surgió hace unos días en el testimonio ante el Senado del comandante general estadounidense en Afganistán , John “Mick” Nicholson Jr ., que es (por ofrecer un contexto más allá del sin final a la vista) el duodécimo comandante estadounidense desde que empezó la guerra. Cuando apareció ante el Comité de Servicios Armados del Senado, exigió varios miles más de tropas a fin de romper lo que de forma optimista describió como “estancamiento”. Esas tropas, añadió, servirían fundamentalmente como asesores y entrenadores de las fuerzas afganas, facilitando lo que denominó operaciones de “mantenimiento-combate-perturbación”.

Respecto a cuánto tiempo iban a necesitar, el general se mostró bastante impreciso. Habló de la necesidad de mantener “una plataforma duradera de contraterrorismo (CT)” en Afganistán para reprimir las fuerzas terroristas y que no puedan, como él mismo dijo, golpearnos en la “patria”. En efecto, el ejército de EEUU considera como exitosa una guerra que ha empezado a tildarse de “generacional” porque, desde el 11 de septiembre de 2001, en EEUU no se ha producido ningún ataque importante que haya tenido sus raíces en Afganistán. Y esa es desde luego una de las definiciones más extrañas de éxito que cabe hacer en una guerra perpetua que carece de una sólida estrategia.

Sobre estancamientos y placas de Petri

Uno sabe que EEUU está perdiendo una guerra cuando sus oficiales echan mano de malas metáforas para describir sus progresos y perspectivas. Un caso clásico fue la infame metáfora de la “luz al final del túnel” de los años de la guerra de Vietnam. Implicaba que, aunque las perspectivas parecieran sombrías –ese “túnel” dela guerra-, se estaba en realidad progresando y la victoria (aquella “luz”) podía llegar a vislumbrarse en la distancia. Esto contrasta con la II Guerra Mundial, cuando el progreso no se medía con palabras vacías (o métricas engañosas como el número de bajas o el número de camiones) sino por masas de tierra invadidas y ciudades e islas arrancadas al enemigo. Normandía y Berlín, Iwo Jima y Okinawa son nombres de lugares que aún resuenan con el heroísmo y sacrificio de los aliados. Ese tipo de progreso podía apreciarse en un mapa y se sentía en las tripas; las metáforas eran superfluas.

Afganistán, afirman los teóricos del ejército estadounidense, es un tipo distinto de guerra, una guerra de cuarta generación que se combate en una “zona gris”; un batiburrillo de conflictos de baja intensidad y conflictos asimétricos que implican a actores no estatales, agravado por la injerencia de potencias extranjeras como Pakistán, Irán y Rusia, todas ellas mencionadas en el testimonio del general Nicholson. (No hace falta decir que EEUU no considera su presencia militar allí como extranjera). Tendríamos que excusar que un escéptico llegara a la conclusión de que, para el ejército de EEUU, guerra de cuarta generación significa en realidad un conflicto que va a durar cuatro generaciones.

Las guerras largas y perdidas parecen promover analogías para salvar la cara y metáforas para escurrir el bulto. Para el general Nicholson, Afganistán es en realidad una “placa de Petri” que, como en un laboratorio de terror, ha cultivado no menos de 20 “cadenas de ADN” de chicos malos terroristas unidos por tres organizaciones extremistas violentas, VEOs (siglas en inglés), en la jerga militar. Para impedir una “convergencia” de todas estas ramas y grupos y evitar, supuestamente, la creación de un supervirus terrorista de algún tipo, EEUU y su coalición de 39 miembros en Afganistán, sugirió Nicholson, debían mantenerse firmes y enviar aún más tropas.

Resulta que nuestro duodécimo comandante general no es el primero en acudir a la biología y a una “placa de Petri” para explicar una guerra que no acaba. En 2010, durante el incremento afgano, el general Stanley McChrystal se refirió a la comunidad de Nawa, en la provincia de Ghazni, al sur de Afganistán, como su “placa de Petri número uno”. Como informó en aquella época el Washington Post, McChrystal “había confiado en que los anticuerpos generados allí [durante su pacificación] pudieran aprovecharse y reproducirse [por todo Afganistán]. Pero eso no ha sucedido aún”. Ni tampoco en los siete años transcurridos. El experimento de la placa de Petri de McChrystal fracasó, aunque su metáfora siga viva pero utilizada ahora de forma algo diferente, con todo el país (incluidas zonas de Pakistán”) sirviendo de “placa” y los terroristas, no las tropas estadounidenses y los amistosos afganos, multiplicándose en ella.

Puede que no sea la metáfora más deseable, pero al menos pueden entender por qué los dirigentes estadounidenses pueden preferirla a la metáfora clásica que se aplicaba a los intentos extranjeros de pacificar Afganistán allá en los antiguos días de los experimentos coloniales europeos: “la tumba de los imperios”.

Resumiendo la mezcla metafórica de Nicholson: Afganistán es una “placa de Petri” en la que las “redes” terroristas están “convergiendo” para crear un “punto muerto” que está debilitando la “plataforma duradera del CT de EEUU”, lo que podría facilitar ataques terroristas contra la “patria”. Vamos a examinar ahora todo eso pieza por pieza. ¿Es realmente la guerra afgana un punto muerto como en una partida de ajedrez? Eso apenas encaja en una situación en la que el juego final –como sugieren el Pentágono con sus opiniones generacionales y Nicholson con su petición de más tropas- apenas se vislumbra. De hecho, en un momento en el que el gobierno afgano puede estar controlando menos del 60% de su territorio y sus fuerzas de seguridad están sufriendo bajas considerables, posiblemente insostenibles, parece haber llegado el momento de otros actores, no de la coalición liderada por EEUU.

¿Qué hay sobre esa “plataforma duradera de CT”, es decir, de la presencia de esas tropas de EEUU y de la OTAN (junto con los contratistas privados militares), todos ellos mostrando un “apoyo decidido” hacia el pueblo afgano a fin de mantenernos seguros en casa? ¿Y si su presencia, de hecho, está perpetuando la misma guerra que según cuentan tratan de terminar? ¿Puede describirse realmente el actual Afganistán como un experimento sobre biología terrorista? Y si así fuera, ¿están funcionando los esfuerzos “cinéticos” dirigidos por EEUU para matar a esas redes terroristas o están creando un virus aún más repugnante?

Y, por encima de todo, ¿son esas metáforas tan sólo una forma de evitar el absurdo de sugerir que unos pocos miles (o incluso un incremento de 30.000) más de soldados estadounidenses podrían convertir una guerra perdida interminable en una guerra victoriosa casi 16 años después?

La desalentadora honestidad de los machaca-terrenos

Si quieren encontrar una desalentadora honestidad, sáltense a esos generales comandantes aficionados a las metáforas que han invertido tanto en una guerra que no pueden admitir que están perdiendo ni contemplar la retirada. A cambio, miren a los soldados de tierra, a los cabos y capitanes que hablan con franqueza, que se han encontrado frente a frente con esa guerra, personalmente y de cerca. Consideren, por ejemplo, el documental HBO de 2010, La batalla de Marjah. Hace siete años, en un esfuerzo militar mucho mayor que el que actualmente se contempla, las tropas estadounidenses se unieron a las fuerzas afganas para asegurar la ciudad de Marjah en la provincia de Helmand, en el corazón mismo del cultivo del opio en el país.

El documental seguía a una unidad de marines estadounidenses, que luchaban valientemente para limpiar esa ciudad de talibanes siguiendo la doctrina de contrainsurgencia (COIN, por sus siglas en inglés) que experimentó entonces un resurgimiento con Petraeus y McChrystal. El objetivo era reconstruir sus instituciones e infraestructuras para que las tropas estadounidenses pudieran finalmente marcharse. Como de costumbre, los marines ganaron por goleada: limpiaron la ciudad. Pero el precio de mantenerla resultó caro, a la vez que fracasaban los esfuerzos para levantar un gobierno local afgano que les sustituyera. En la actualidad, nada menos que el 80% de la provincia de Helmand está bajo control talibán.

Las lecciones más duras del documental llegan casi como incisos visuales. Mientras los insurgentes talibán combatían con arrojo, las fuerzas del gobierno afgano, entonces como ahora, luchaban a regañadientes. Las tropas estadounidenses tenían que obligarlas a entrar en los edificios a limpiarlos. En una situación, un marine le quitó un rifle a un soldado afgano porque apuntaba con el cañón hacia fuerzas “amigas”. Fuimos testigos de cómo las tropas afganas celebraron una ceremonia poco entusiasta para honrar la bandera de su gobierno tras haber “liberado” Marjah. Mientras tanto, los rostros de los afganos de a pie ofrecían una expresión entre el estoicismo atribulado y la hostilidad apenas velada. Pocos parecían dar la bienvenida a sus liberadores extranjeros, fueran estadounidenses o afganos. (Las unidades del gobierno afgano, procedentes del norte, eran étnicamente diferentes y hablaban otra lengua.) Un afgano que trabajaba con los marines fue asesinado poco después de la retirada estadounidense.

Un cansado cabo de marines lo puso todo en perspectiva: para él, la guerra afgana era una “paja mental”. Al menos, antes o después, él se marcharía. El pueblo afgano no ha tenido esa suerte. Mezclando metáforas y guerras, se quedaron atrapados en el lodazal de su “placa de Petri”.

Vayamos ahora con otro marine machaca-terrenos de más reciente cosecha, el capitán Joshua Waddell. Condecorado veterano de guerra, escribió un artículo para la Marine Corps Gazette de este mes en el que arremete contra las “ilusiones” del ejército estadounidense. Escribe:

“Ya es hora de que nosotros, como oficiales militares profesionales, aceptemos el hecho de que perdimos la guerra en Iraq y en Afganistán. Los análisis objetivos de la eficacia del ejército estadounidense en estas guerras sólo pueden llegar a la conclusión de que fuimos incapaces de traducir las victorias tácticas en éxitos operativos y estratégicos.”

En apoyo de la conclusión de la “guerra perdida” de Waddell está el propio testimonio del general Nicholson, que citaba los mismos viejos problemas del ejército afgano: demasiados soldados “fantasma” (falsos) – otros, a menudo comandantes, pagan sus salarios- apuntando a una corrupción endémica y extendida; liderazgo desmotivado, agravado por la gran escasez de oficiales cualificados y suboficiales; y demasiados puestos de control afganos sin personal. (Esos soldados “fantasma”, tan buenos a la hora de canalizar dinero hacia sus creadores, resultan ser realmente malos respecto a la seguridad de los puestos de control.)

Viendo tan sólo lo que queremos ver

Con una evaluación tan sombría, ¿qué diferencia, podrían preguntarse, supondrían unos cuantos miles más de soldados estadounidenses, a la hora de inclinar el “estancamiento” afgano a favor de Washington? En realidad, la humilde petición del general Nicholson es sin duda sólo una cuña de apertura en la puerta trumpiana por la que es probable que entren en el futuro peticiones mucho más elevadas de tropas.

Cuando el senador Lindsey Graham le preguntó si podría cumplir la tarea en Afganistán con 50.000 soldados, lo que cuadruplicaría las fuerzas de la coalición allí, Nicholson contestó con un “sí”; cuando se le preguntó sobre 30.000 soldados de EEUU y otros países de la OTAN, se mostró menos seguro. Con esa cifra de 50.000 ahora ya en Washington, ¿duda alguien de que Nicholson o su(s) sucesor(es), antes o después, presionarán al presidente para que lance el próximo incremento afgano? ¿De qué manera contrarrestar todos esos grupos terroristas en esa placa de Petri? (Esto, desde luego, representa el déjà vu una y otra vez, teniendo en cuenta que el incremento de Obama añadió 30.000 tropas a las 70.000 ya presentes en Afganistán y, sin embargo, no lograron resultados sostenibles.)

Que unos pocos miles más de soldados puedan revertir de algún modo la situación actual y asegurar el progreso hacia la victoria es obviamente una fantasía de primer orden que apenas documenta la realidad de estos últimos años: que Washington ha estado perdiendo la guerra en Afganistán y que va a continuar perdiéndola, sin que importe cómo se juguetee con los niveles de tropas.

Ya sean soviéticas o estadounidenses, o propaguen el comunismo o la democracia, a ojos de los afganos, las tropas extranjeras son precisamente eso: forasteras, extranjeras. Representan una presencia invasora. Para muchos afganos, los “grupos terroristas” de la placa de Petri no son sólo los talibán o las sectas islamistas de otro tipo; somos nosotros. Estamos entre esos que hay que evitar o apaciguar en la lucha por seguir vivos, junto con las fuerzas del gobierno, consideradas por algunos afganos como colaboradoras de los ocupantes (de nuevo, nosotros). En definitiva, nosotros y nuestros putativos aliados afganos estamos en esa misma placa de Petri, dando vueltas y causando daño, impulsando la misma convergencia de fuerzas terroristas que decimos pretender evitar.

Sin embargo, todas las metáforas e imágenes sugieren una cosa: que Afganistán no es real para los dirigentes estadounidenses, al igual que no lo era Vietnam para una generación anterior de ellos. No aprecian que es una cultura sofisticada con una historia larga y rica. Los mandamases sólo ven el país y su pueblo a través de la lente reductora y distorsionada de su guerra interminable, y después reducen lo poco que ven a los términos que les convienen tanto a ellos como al público en casa. ¿Punto muerto? Podemos romperlo. ¿Plataforma? Podemos reforzarla y lanzar ataques desde ella. ¿Placa de Petri? Podemos contenerla, después controlarla y finalmente erradicarla con nuestras medicinas letales. Sin embargo, lo que se niegan es a ampliar esa lente, a profundizar su visión y a ver al pueblo afgano como una sociedad ricamente compleja a la que Washington nunca dominará (y nunca debería intentarlo) ni remodelará a nuestra imagen de país.

La pregunta ahora es qué hará (¡vamos a ganar!) el presidente Trump. Si el pasado es el prólogo, terminará aprobando la petición de Nicholson, en parte porque sus principales generales, el secretario de Defensa, James Mattis, el asesor de Seguridad Nacional, H.R. McMaster, y el secretario de Seguridad Interior, John Kelly, están vinculados psíquica y profesionalmente con la guerra afgana. (Mattis supervisó esa guerra mientras servía como jefe del Mando Central de EEUU, McMaster ostentó un puesto de mando en Kabul y al hijo de Kelly le mataron cuando se hallaba patrullando.)

Sin embargo, si Trump le da a Nicholson las tropas que quiere –y luego más de lo mismo-, se limitará a hacerse eco de las fracasadas políticas de sus predecesores mientras prolonga una guerra que demostrará ser interminable mientras las fuerzas extranjeras continúen inmiscuyéndose en los asuntos afganos. Su decisión acarreará un destino anunciado en una guerra en la que el mayor enemigo de Washington ha sido siempre el autoengaño.

TomDispatch.com. Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández. Extractado por La Haine

 

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