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Educación mediática: La revolución pendiente

Vivimos instalados en el dislate. La nuestra es, supuestamente, la «sociedad de la información». Euskal Herria está ­según dicen­ a la altura de las grandes potencias en materia de ciencia y tecnología y en inversión en I+D. Nuestra juventud está superformada. Gracias a campañas como la de "Konekta zaitez" que recientemente ha lanzado el Gobierno de Gasteiz, los conectados a Internet pronto seremos el 20% de la población.

Hay, sin embargo, otros datos que empañan esa hermosa visión de la realidad. La abundante ­que no diversa­ información de la que disponemos ha incrementado la dependencia que muchas personas tienen hacia los medios audiovisuales. Una encuesta ­ya vieja­ de Ecotel y Demoscopia situaba en un 29% el número de «analfabetos funcionales» entre los telespectadores de ETB-2, porcentaje que era el más bajo de entre todas las cadenas del Estado que se citaban en el estudio. Son personas de un bajo nivel educativo y socioeconómico que, aún sabiendo leer y escribir, nunca o casi nunca lo hacen, teniendo consiguientemente serios problemas para interpretar un texto sencillo.

Más datos para la reflexión. La dependencia de la televisión en los mayores de 65 años es exagerada, con 300 minutos de consumo diario en 1994. Para dichas personas es la TV su única fuente de información política. En el caso de los trabajadores, su dependencia por la TV está también por encima de la media. Leen menos periódicos que la media de la población, con una única excepción: la prensa deportiva.

Entre la población infantil, los datos son heladores. Se calcula que un niño entre 4 y 13 años pasa en el aula unas 900 horas al año frente a las mil que lo hace ante el televisor. ¿Quién está entonces formando realmente a nuestros hijos e hijas?

La hipótesis de la sociedad de la información cae por su propio peso. Está más que demostrado que son las clases sociales más altas e instruidas las que tienen un acceso mayor y ­lo más importante­ más selectivo a ese caudal inmenso de información que nos llega por los cuatro costados. Paralelamente son las clases económicas más desfavorecidas y menos instruidas las que consumen de forma más acrítica el volumen de información que les llega. Consecuentemente y tal y como apunta J. L. Sz. Noriega, el aumento de información en vez de aproximar lo que está contribuyendo es a incrementar el distanciamiento en el conocimiento.

¿Paradójico, tal vez? En modo alguno. El sector social que teóricamente estaba llamado a ser el motor del cambio ante esta situación ­las clases populares­ está desarmado ideológicamente. Y, lo que es peor, en muchos casos, narcotizado por la pseudoinformación y/o alcoholizado por el fútbol. Es cierto que el consumo mediático en Euskal Herria es sensiblemente superior al registrado en España. Es cierto que aquí leemos más el periódico y vemos menos la TV, pero seguimos estando por debajo de lo que marcan las medias europeas.

Al margen de las cifras, lo que realmente importa es ir creando una educación crítica ante al indiscriminado consumo audiovisual. Nos asombramos ante la agresividad y beligerancia que los medios muestran cada vez que informan sobre el conflicto vasco. Pero, ¿cómo han informado sobre el conflicto de los Balcanes, el problema de la emigración masiva de ciudadanos africanos o los brotes de racismo habidos entre nosotros mismos? El problema es mucho más serio y amplio de lo que aparenta ser. Y, al mismo tiempo, más difícil de resolver.

Y todo ello sin hablar de la publicidad. Recientemente hemos asistido a una polémica absurda que deja entrever el grado de hipocresía social en que nos movemos. La autoridades británicas han retirado de la circulación el anuncio de un perfume, dado que en él aparecía una estupenda modelo ­Sophie Dahl­ desnuda y en una actitud que los censores catalogaron como «sexualmente sugerente». La imagen es fiel reflejo del mundo en que vivimos: una sociedad colonizada por el consumo, seducida por un hedonismo prefabricado; una sociedad en la que, tal y como ha escrito el citado Sz. Noriega, los valores reinantes son los fetiches universales del look, lo light, el sexo visual y el dinero. Una sociedad mediatizada por los medios en la que todo está pensado para favorecer el conformismo social. Con respecto al anuncio, sinceramente pienso que suprimirlo es una estupidez mayúscula. Hay anuncios de coches que utilizan de forma mucho más grosera la imagen de la mujer, por no hablar del de Iberdrola (¿Quién quiere una vida mejor?), auténtico ejemplo de pornografía intelectual.

Todo el entramado mediático que nos rodea está regido por un oligopolio informativo que, de forma apa- rentemente democrática, nos ha impuesto una mordaza invisible ante la que prácticamente casi nadie reacciona. Lo que prima es el konekta zaitez del Gobierno vasco, la efímera ilusión por «estar en Internet», por ser parte de los «elegidos».

La situación actual exige una reacción en varios frentes. De una parte, la creación de experiencias comunicativas alternativas al modelo socialmente imperante. Pero, fracasaríamos estrepitosamente si solamente nos quedáramos ahí. Además de todo ello, hace falta crear una educación crítica ante el consumo audiovisual, una educación que favorezca el consumo selectivo de los medios. La Unesco lo denomina «Educación en Materia de Comunicación». Lo define de la siguiente manera: «el estudio, la enseñanza y el aprendizaje de los modernos medios de comunicación y de expresión a los que se considera parte integrante de una esfera de conocimientos específica y autónoma en la teoría y en la práctica pedagógica». Es decir, no se trata de un «añadido» más, sino de lo que en el actual sistema educativo se denomina una transversal didáctica, o lo que es lo mismo, que está presente en todas y cada una de las materias que se imparten en un centro escolar.

Esa es, en mi opinión, la auténtica revolución pendiente en materia de educación mediática, crear las bases para que las generaciones venideras tengan criterios suficientes para saber qué queremos ver, oír o leer. Además, claro está, de seguir luchando contra la tiranía que a diario nos impone esa «mordaza invisible».

Txema Ramirez de la Piscina - Profesor de Periodismo en la EHU-UPV

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