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Nacionales E.Herria, Pensamiento :: 02/03/2015

Sí a la toma del palacio de invierno (y cuarta parte final)

Borroka garaia da!
Tanto la independencia como el socialismo requieren de análisis estratégicos y vías en constante construcción nacional y social

 

Laclau, referente intelectual del kirchnerismo

Autor: Borroka garaia da!

Continuación de Sí a la toma del palacio de invierno (tercera parte)

Aspiramos al socialismo, pero es obvio que, aunque hay muchos elementos a impulsar desde ya, el punto de partida de ese cambio profundo debería ser un escenario táctico de avances sociales similar a los relatados anteriormente. Pretender acelerar el ritmo de cambio, saltarse etapas, solo conlleva la ruptura con la mayoría social, que es el sujeto imprescindible de cualquier transformación real. (…) Las fuerzas que debemos derrotar no son, aquí y ahora, las bayonetas de ningún ejercito sino la convicción, hoy por hoy socialmente hegemónica, de que el sistema actual es el único posible (…)

La revolución en el actual contexto geográfico, histórico y político no puede entenderse como una violenta toma del poder o como un corto e intenso periodo de transformaciones radicales, sino como un proceso sostenido de lucha ideológica y cambios que desemboque en una inversión (revolución) de los objetivos de la política y la economía: poner la economía al servicio de las necesidades de la gente y no al revés. Es un proceso inicialmente de recuperación (o instauración) de la democracia, término que etimológicamente tiene ya de por sí el revolucionario significado de poder popular. Para después, en ese escenario de democracia radical, seguir avanzando hacia el socialismo.

Como ya se ha comentado en los anteriores artículos de esta serie, un escenario táctico que no está inserto en una estrategia de ruptura (que se tiene que teorizar, desarrollar y poner en práctica desde ahora mismo) se convierte en tacticismo y le imposibilita salir del reformismo no siendo objetivos tácticos de un plan estratégico revolucionario de largo calado sino que apenas supera las fronteras de la promesa o el oportunismo sin dirección.

Debido al contexto actual y a los pasos irreversibles dados por el capital en Europa, esos escenarios tácticos de recuperación de derechos son materialmente imposibles de lograr ya, a no ser que se realicen cambios estructurales y radicales al margen de la lógica del capitalismo. Pero no solo eso, sino que no tenerlo en cuenta en vez de dar cuerpo y fuerza al sujeto de cambio, lo que produce es un asentamiento de la lógica del capital en las masas y la desaparición de la perspectiva de ruptura rompiendo de cuajo el hilo entre objetivos tácticos y estratégicos y haciendo inconexo cualquier tipo de supuestas etapas, justamente lo que se dice promover.

El camino al socialismo es uno solo. Al igual que el camino a la independencia es uno solo. Tanto la independencia como el socialismo requieren de análisis estratégicos y vías en constante construcción nacional y social sin esperar a días mágicos o trampolines que llegarían supuestamente si se cuadran diversas estrellas en el cielo. Olvidar eso es hacer inconexa la lucha y crear compartimentos estancos, que no siguen una lógica.

Es completamente falso y supone un error de trágicas consecuencias para un movimiento el pensar que un proceso revolucionario per se, es algo que deja atrás a las masas y a las mayorías sociales saltándose etápas alegremente y por ello descartar un proceso revolucionario en espera a que las condiciones caigan del cielo. Porque precisamente cualquier proceso revolucionario, nunca en la historia ha sido cosa de un día sino producto de estrategias de largo alcance. Y es que es precisamente ese proceso revolucionario el que ha sido el que ha creado mediante su dialéctica y praxis las condiciones de su triunfo, no un movimiento unilateral que de repente de la nada crea un triunfo.

Por ello lo razonable es activar una estrategia revolucionaria, que tenga como objetivo el cambio radical, y en ese camino es donde entra en juego la táctica. Algo que es muy diferente a no llevar a cabo una estrategia revolucionaria de cambio radical y perderse en la táctica. Subir pequeños escalones indefinidamente creyendo que de esta manera en algún momento dado se llegará a algún tipo de meta o trampolín contradice  a toda la historia de la clase obrera y de los pueblos. No hay más que mirar a Euskal Herria porque esa ha sido la tesis histórica del PNV, afirmando que mediante el autonomismo se llega a la independencia. Claro que en realidad ni siquiera les importa. Es lo mismo que nos ha dicho la socialdemocracia también, que mejorando el capitalismo llegaríamos al socialismo. No hay más que echar un vistazo alrededor para darse cuenta del engaño.

En resumidas cuentas. Es posible una estrategia revolucionaria de cambio radical que acumule fuerzas, encuentre mayorías y tenga una praxis diversificada y táctica a diferentes niveles paralelamente que también acumulen fuerzas en un proceso polifacético al mismo tiempo. Eso es lo que crea un ritmo y una dirección y eso es lo que aumenta el grado de conciencia. Eso es lo que une táctica y estrategia. Lo contrario es poner en hibernación el cambio real, desarmar ideológicamente a la masa crítica y entregarse a una lógica de derrota antes de presentar batalla. Que muchos piensen que el sistema actual es el único posible no se contrarresta aceptándolo sino mostrando mediante la lucha ideológica, la praxis y el ejemplo que no es así.

Las fuerzas que debemos derrotar sí son, aquí y ahora, las bayonetas del ejercito, unas bayonetas cada día mas sofisticadas que se hunden hasta en lo más recóndito del corazón de la población. El verdugo de las mil caras lleva bayonetas. De muchos tipos. Todas cortantes. La lucha por la liberación nacional y social vasca tiene que derrotarlas. A las de los estados español y francés y a las del capital. Es la lucha de clases histórica, es la lucha de los pueblos por su soberanía. Aunque se quite la mirada de las bayonetas seguirán apuntando, seguirán clavándose, seguirán impidiendo, seguirán bloqueando y destruyendo. Ganar el corazón del pueblo es fundamental , igual de fundamental que ese mismo pueblo derrote a las bayonetas. Imaginar un proceso sin confrontación, imaginar una táctica sin estrategia, imaginar una reforma sin revolución son condimentos de una misma cosa. ¿Qué cosa? Bernstein y Laclau.

Empezaba hablando de Bernstein esta serie de artículos y voy a terminar por Laclau. ¿Por qué?. Porque absolutamente todo lo que se desprende del artículo de Iker está basado en las teorías de estas dos personas. De Bernstein ya hablamos largo y tendido así que ahora toca Laclau y su “democracia radical”.

Ernesto Laclau nació en 1935 en Argentina y murió en- Sevilla el 13 de abril de 2014. Fue un teórico político encuadrado en lo que por muchos es llamado pos-marxismo, aunque realmente sus teorías no tengan apenas relación con el marxismo ya que sus postulados parten del rechazo de las bases no ya del marxismo sino de la izquierda revolucionaria en general. A partir de la caída del muro de Berlín, aunque en un proceso de crisis que ya venía de antes, la izquiera revolucionaría entró en crisis y vino todo aquello del “fin de la historia” y de las “ideologías”, en ese contexto es donde se encuadran los postulados de Laclau. Cabe reseñar que precisamente en ese contexto de los 90 la izquierda abertzale en su teoría y praxis tenía muy superada esas modas ideológicas que estaban siendo impulsadas por la escuela de Laclau.

Digamos que en esos momentos y en sus previos el proceso de involución de la izquierda internacional se aceleró brutalmente hasta degeneraciones bastante desagradables tales como el eurocomunismo, el cambio de chaqueta de infinidad de partidos comunistas por la socialdemocracia capitalista, la fragmentación sistemática, el institucionalismo ciego, la aceptación del status-quo y el pacto con el capital. Otra parte de la izquierda revolucionaria que no se dejó domar se auto-momificó, abandonó la dialéctica y fue rematada sin compasión por el capital. Nos dijeron que la historia se había acabado.

Sin embargo, no en todas las partes del mundo el proceso de erosión, pese a afectar, logró imponerse finalmente. En América, pese al posmarxismo rampante, núcleos de resistencia populares y el ejemplo de Cuba han sido los valedores que han imposibilitado una derrota total y que hoy en día algunas esperanzas vayan surgiendo en el continente frente al imperialismo.

En Europa, mientras la izquierda revolucionaria se iba evaporando o empezando a cobrar cheques de los estados y el capital, hubo una izquierda revolucionaria de un pequeño pueblo que se quedó prácticamente aislada pero que fue imposible derrotarla y suprimir su influencia no afectándole esa crisis en alto grado y dando paso junto al movimiento popular a crear el mayor movimiento antisistémico de su entorno. ¿Sabemos de quién hablamos no?

Es curioso porque durante los 90, cuando estas ideas (ideología K,etc…)  se estaban generando, la izquierda abertzale las tenía muy superadas y es ahora en el 2015 (y algunos años hacia atrás) cuando sobre todo en el ámbito académico y ahora en parte del institucional aparecen. Ciertamente una involución en nuestro contexto.

Pero para saber exactamente qué es esto de la democracia radical (yfalsificaciones de la hegemonía gramnsciana, o conceptos inventados por Laclau como “significantes flotantes o vacíos, etc..) y muchos términos y acciones que probablemente muchos desconozcan que lejos de ser una supuesta reinvención actual de la izquierda son tesis de hace varias décadas y ya demostradas inoperantes en la práctica, voy a poner un texto de Atilio A. Boron escrito en los años 90, no sin antes volver a reescribir lo que ya hice hace 3 años. El no impulso de una teoría socialista vasca de carácter revolucionario que partiendo de la experiencia de la lucha generada en décadas y la propia  historia, cultura e idiosincracia vasca vaya dibujando el plano de la democracia socialista para Euskal Herria, el creer que ese esfuerzo teórico no sea necesario en la actual fase histórica del proceso de liberación o que sea incompatible con un proceso de acumulación de fuerzas soberanistas, no incrementar la formación política. Siendo la formación política es de las armas más poderosas del pueblo,la falta de “partidos de combate” u organizaciones socialistas revolucionarias. No puede haber unidad popular si falta esa pata…. todo ello abre espacio a que no haya una remasterización afilada de la izquierda revolucionaria.

Laclau o la consolidación del capitalismo y el desarme del campo popular

- El programa “posmarxista”
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Los argumentos del posmarxismo
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Contradicción social y lucha de clases en Marx
- Subordinación, opresión, dominación
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La cuestión de la hegemonía
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¿Renovación o liquidación del marxismo?
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Crónica de una muerte anunciada
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Un juego nada inocente:construir, deconstruir y reconstruir teorías
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Liquidar la caricatura
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Una estrategia socialista… ¡para consolidar el capitalismo!
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Capitalismo, socialismo, democracia
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Excursus final: las trampas de la coyuntura y el descenso a los infiernos del “posmarxismo”

El programa “posmarxista”

En reiteradas ocasiones, Laclau y Mouffe se preocuparon por señalar la naturaleza y el contenido teórico y práctico de su programa de fundación del “posmarxismo”. Previsiblemente, el punto de partida no podía ser otro que la crisis del marxismo. Pero, contrariamente a lo que sostienen muchos de los más enconados críticos de esta tradición que establecen la fecha de su presunta muerte en algun indefinido momento de la década del setenta, para nuestros autores “esta crisis, lejos de ser un fenómeno reciente, se enraiza en una serie de problemas con los que el marxismo se veía enfrentado desde la época de la Segunda Internacional” (1987 [b]: p. viii). El problema, en consecuencia, viene de muy lejos, y al explorar los textos de Laclau y Mouffe se llega a una asombrosa conclusión: en realidad, el marxismo estuvo siempre en crisis. Como veremos más abajo, la crisis se constituye en el momento mismo en que el joven prusiano y su acaudalado y culto amigo, Friedrich Engels, ajustaban cuentas con la filosofia clásica alemana en la apacible Bruselas de 1845 y estalla en mil pedazos cuando se forma la Segunda Internacional.

Si bien una tesis tan extrema como ésta se hallaba inscripta en “estado práctico” en algunos de los artículos que Laclau y Mouffe escribieran ya en la década del setenta, es en las Nuevas Reflexiones de Laclau cuando este diagnóstico se plantea en su total radicalidad. Por eso es que a estas alturas las resonancias del pensamiento de la derecha conservadora –Popper, Hayek, y otros por el estilo– son atronadoras, especialmente cuando Laclau sostiene, en consonancia con la premisa fundamental que inspira el diagnóstico de aquéllos, que la fatal ambigüedad del marxismo “no es una desviación a partir de una fuente impoluta, sino que domina la totalidad de la obra del propio Marx” (1993, p. 246)2. ¿De qué ambigüedad se trata? De la que yuxtapone una historia concebida como “racional y objetiva” –resultante de las contradicciones entre fuerzas productivas y relaciones de producción– a una historia dominada, según Laclau, por la negatividad y la contingencia, es decir, la lucha de clases. En su respuesta a la entrevista que le hiciera la revista Strategies, Laclau sostiene que “esta dualidad domina el conjunto de la obra de Marx, y porque lo que hoy tratamos de hacer es eliminar aquélla afirmando el carácter primario y constitutivo del antagonismo, ésto implica adoptar una posición posmarxista y no pasar a ser ´más marxistas’, como tú dices” (1993, p. 192).

Erradicar esta supuesta ambigüedad es pues un objetivo esencial y para ello Laclau está dispuesto a arrojar al niño junto con el agua sucia. Lo anterior supone postular algo que en la peculiarísima lectura que nuestro autor hace de los textos de Marx se encuentra ausente o, en el mejor de los casos, pobremente formulado: el “carácter primario y constitutivo del antagonismo” (Laclau, 1993, p. 192). Por eso su propuesta es tan sencilla como intransigente: ante una falencia tan inadmisible como ésta, que escamotea nada menos que el antagonismo constitutivo de lo social, se hace necesario… ¡subvertir las categorías del marxismo clásico! El hilo de Ariadna para coronar exitosamente esta subversión –dicen Laclau y Mouffe– se encuentra en la generalización de los fenómenos de “desarrollo desigual y combinado” en el tardocapitalismo y en el surgimiento de la “hegemonía” como una nueva lógica que hace posible pensar la constitución de los fragmentos sociales dislocados y dispersos a consecuencia del carácter desigual del desarrollo. Esta operación, no obstante, estaría condenada al fracaso si previamente no se arrojaran por la borda los vicios del esencialismo filosófico –y el inefable “reduccionismo clasista” que le acompaña; se desconociera el decisivo papel desempeñado por el lenguaje en la estructuración de las relaciones sociales; o si se decidiera avanzar en esta empresa sin antes “deconstruir” la categoría del sujeto (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: pp. vii-viii).

Se comprenden así las razones por las cuales el concepto de hegemonía queda instalado en un sitial privilegiado del discurso de Laclau y Mouffe. En efecto, el mismo provee el instrumental teórico mediante el cual suturar, ficticiamente en el caso de nuestros autores, la caótica e infinita intertextualidad de discursos que constituyen lo social. La noción de hegemonía, ad usum Laclau y Mouffe, permite reconstituir, voluntarísticamente y desde el discurso, la unidad de la sociedad capitalista que se presenta, en sus múltiples reificaciones y fetichizaciones, como un kaleidoscopio en donde sus fragmentos, partes, estructuras, instituciones, organizaciones, agentes e individuos se entremezclan sólo obedeciendo el azar de la contingencia. Es por eso que la palabra “hegemonía” remite, en la teorización de Laclau y Mouffe, a un concepto no sólo distinto sino radicalmente antagónico del que fuera desarrollado por Antonio Gramsci a finales de la década del veinte. En su medular ensayo sobre el fundador del PCI, Perry Anderson reconstruyó la historia del concepto de hegemonía, desde sus oscuros orígenes en los debates de la socialdemocracia rusa hasta su florecimiento en los Cuadernos de la Cárcel del teórico italiano (1976-1977). La inserción de dicho concepto en la teoría social y política de Marx vino de alguna manera a complementar, en la esfera de las superestructuras complejas –la política y el estado, la cultura y las ideologías–, los análisis que habían quedado inconclusos en el capítulo 52 del tercer tomo de El Capital. Pero para nuestros autores, en cambio, la centralidad del concepto de “hegemonía” certificaría el carácter insalvable del hiato existente entre el marxismo clásico y el “posmarxismo”, puesto que según Laclau y Mouffe dicho concepto supuestamente remitiría a “una lógica de lo social que es incompatible” con las categorías del primero (1987[b]: p. 3 [subrayado en el original]). Así, (mal) entendida, la “hegemonía” es la construcción conceptual que habilita el tránsito del marxismo al “posmarxismo”. En sus propias palabras:

En este punto es necesario decirlo sin ambages: hoy nos encontramos ubicados en un terreno claramente posmarxista. Ni la concepción de la subjetividad y de las clases que el marxismo elaborara, ni su visión del curso histórico del desarrollo capitalista, ni, desde luego, la concepción del comunismo como sociedad transparente de la que habrían desaparecido los antagonismos, pueden seguirse manteniendo hoy (1987 [b]: p. 4).

No es un dato menor constatar que esta formulación surgida de la pluma de quienes se pretenden continuadores y reelaboradores del marxismo es más lapidaria que la que postula uno de los más conocidos exponentes del neoconservadurismo estadounidense, Irving Kristol. Para éste, la muerte del socialismo “tiene contornos trágicos” por cuanto conlleva la desaparición de un “consenso civilizado”, fundado en argumentos serios aunque inaceptables desde el punto de vista de la burguesía, en relación al funcionamiento del capitalismo liberal (1986, p. 137). Curiosamente, la condena de Laclau y Mouffe a los “errores” supuestamente incurables del marxismo es aún más terminante que la que encontramos nada menos que en la encíclica Centesimus Annus de Juan Pablo II, en donde éste reconoce –¡cosa que muy bien se cuidan de hacer nuestros autores!– las “semillas de verdad” contenidas en dicha teoría. En cambio, éstos se hallan más próximos a un coterráneo del papa Wojtila: nos referimos a Leszek Kolakowski, quien desde las posturas de una derecha reaccionaria que no pierde el tiempo con sutilezas argumentales ha fulminado al marxismo como “la mayor fantasía de nuestro siglo”, o una teoría que “en un sentido estricto fue un nonsense, y en un sentido lato un lugar común” (1981, vol. iii, pp. 523-524).

La simple comparación de estos diagnósticos tiene un propósito eminentemente pedagógico: ubicar con precisión el terreno ideológico sobre el cual se construye el gris edificio del “posmarxismo”, situado sin duda alguna a la derecha de Su Santidad y en compañía de la tardía reacción de la pequeña aristocracia polaca. Nace un interrogante: ¿es verosímil pensar que a partir de estas arcaicas bases ideológicas pueda gestarse una genuina “superación” del marxismo, suponiendo que la misma pudiese dirimirse en el terreno de las ideas y la retórica? Otro: ¿hay algunos “residuos” salvables, recuperables, del marxismo clásico? En caso afirmativo, ¿qué hacer con ellos y cuál es su destino? La respuesta de nuestros autores parece mucho menos inspirada en la tradición de la filosofía política occidental que en las metáforas del misticismo oriental. Tras las huellas de Buda, quien habría sentenciado que así como los cuatro ríos que desembocan en el Ganges pierden sus nombres en cuanto mezclan sus aguas con las del río sagrado, el futuro del arroyuelo marxista no puede ser otro que diluirse en el gran río sagrado de la “democracia radicalizada” […] “legando parte de sus conceptos, transformando o abandonando otros, y diluyéndose en la intertextualidad infinita de los discursos emancipatorios en la que la pluralidad de lo social se realiza” (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 5).

Los argumentos del posmarxismo

Llegados a este punto, parece conveniente examinar, con un poco más de detenimiento, los argumentos específicos que abonan este programa de liquidación del marxismo clásico –piadosamente denominado “deconstrucción” por Laclau y Mouffe– y su sustitución por una teoría de la “democracia radicalizada”. En esta sección analizaremos, en consecuencia, algunas de las principales justificaciones que según ellos fundamentan la necesidad de “subvertir” las categorías centrales del marxismo clásico.

Contradicción social y lucha de clases en Marx

El punto de partida de la crítica posmarxista se encuentra en la insalvable contradicción y ambigüedad que supuestamente desgarra la obra teórica de Karl Marx: por una parte, la visión brillantemente sintetizada en el “Prólogo” a la Contribución a la crítica de la economía política, y en la cual se establece que el movimiento histórico se produce como resultado de las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción; por la otra, la afirmación que hizo célebre al Manifiesto del Partido Comunista y que establece que la historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases. La tesis de Laclau y Mouffe, tan audaz como nebulosa, es que “la contradicción fuerzas productivas/relaciones de producción es una contradicción sin antagonismo”, mientras que “la lucha de clases es, por su parte, un antagonismo sin contradicción” (Laclau, 1993, p. 23).

¿Cómo comprender este verdadero acertijo, que se encuentra en la base de –digámoslo de una buena vez– la radical incomprensión que nuestros autores manifiestan en relación al marxismo clásico? A pesar de la pasión “deconstructivista” que los devora, a la hora de definir los conceptos centrales de su armazón teórica Laclau y Mouffe no aportan muchas ideas “claras y distintas”, como quería el bueno de Descartes. En todo caso, una mirada al conjunto de la obra de Laclau nos permite concluir que en su modelo teórico la contradicción no reposa en la naturaleza de las relaciones sociales –que, para evitar polémicas superfluas, digamos desde el inicio que siempre se manifiestan por medio de un lenguaje– sino que aquélla es una construcción meramente mental, una pura creación del discurso. Es por eso que al intentar reproducir como un concreto pensado el carácter contradictorio y la negatividad de lo real, la dialéctica se convierte ante los ojos de los posmarxistas en una rotunda superchería.

En efecto, aceptar que en la vida social lo real se presenta, como lo señalara Marx, como una “síntesis de múltiples determinaciones” o como la “unidad de los contrarios” es algo que sobrepasa irremediablemente los límites sumamente acotados y estériles de una tradición intelectual como la positivista, habituada a moverse en los confines estrechos y estériles de la lógica formal: existen el blanco y el negro, el día y la noche; no hay tonos grises y el crepúsculo y el alba son supersticiones propias de ignorantes (Kossik, 1967). Precisamente: esta obstinación por desconocer el carácter dialéctico de la realidad social que caracteriza al “posmarxismo” explica al menos en parte las razones por las que, al examinar el fenómeno del populismo, Laclau puede arribar a conclusiones tan espectaculares como la siguiente: “Se ve, así, por qué es posible calificar de populistas a la vez a Hitler, Mao o a Perón” (1978, p. 203). No hace falta ser un erudito en historia política comparada para apreciar el gigantesco desatino de cualquier conceptualización que coloque a Hitler, Mao y Perón en un mismo casillero teórico. Pero el pensamiento lineal y mecánico es muy mal consejero y es incapaz de dar cuenta de la historia real que, como es bien sabido, no se desenvuelve de acuerdo a sus cánones metodológicos.

Encerrado en sus propias premisas epistemológicas, la única escapatoria que le queda a Laclau para dar cuenta del carácter contradictorio de lo real –que estalla ante sus propios ojos– es postular que las contradicciones de la sociedad son meramente discursivas y que no están ancladas en la naturaleza objetiva (algo que no debe confundirse con el “objetivismo”) de las cosas. Conclusión interesante, si bien un tanto conservadora: las contradicciones del capitalismo se convierten, mediante la prestidigitación “posmarxista”, en simples problemas semánticos. Los fundamentos estructurales del conflicto social se volatilizan en la envolvente melodía del discurso, y de paso, en estos desdichados tiempos neoliberales, el capitalismo se legitima ante sus víctimas pues sus contradicciones sólo serían tales en la medida en que existan discursos que lacanianamente las hablen. La lucha de clases se convierte en un deplorable malentendu. No hay razones valederas que la justifiquen: ¡todo se reduce a un simple problema de comunicación!

Aún así, aceptemos provisoriamente el razonamiento de nuestro autor y preguntémosnos: ¿por qué no hay antagonismo en la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción? Respuesta: porque según Laclau el antagonismo supone un ámbito externo, factual y contingente, que nada tiene que ver con aquello que en la tradición marxista constituyen las “leyes de movimiento” de la sociedad. Veamos la forma en que Laclau plantea el caso:

Mostrar que las relaciones capitalistas de producción son intrínsecamente antagónicas implicaría, por lo tanto, demostrar que el antagonismo surge lógicamente de la relación entre el comprador y el vendedor de la fuerza de trabajo. Pero esto es exactamente lo que no puede demostrarse […] sólo si el obrero resiste esa extracción (de plusvalía) la relación pasa a ser antagónica; y no hay nada en la categoría de “vendedor de la fuerza de trabajo” que sugiera que esa resistencia es una conclusión lógica (1993, p. 25).

De donde Laclau concluye que:

En la medida en que se da un antagonismo entre el obrero y el capitalista, dicho antagonismo no es inherente a la relación de producción en cuanto tal sino que se da entre la relación de producción y algo que el agente es fuera de ella –por ejemplo, una baja de salarios niega la identidad del obrero en tanto que consumidor. Hay por lo tanto una “objetividad social” –la lógica de la ganancia– que niega otra objetividad –la identidad del consumidor. Pero si una identidad es negada, esto significa que su plena constitución como objetividad es imposible (1993, p. 33).

Tan preocupado está nuestro autor por combatir al “reduccionismo clasista” y los múltiples esencialismos del vulgo-marxismo que termina cayendo en la trampa del reduccionismo discursivo. En esta renovada versión, ahora sociológica, del idealismo trascendental –ciertamente pre-marxista, y no posmarxista, al menos cronológicamente hablando– el discurso se erige en la esencia última de lo real. El mundo exterior y objetivo se constituye a partir de su transformación en objeto de un discurso lógico que le infunde su soplo vital y que, de paso, devora y disuelve la conflictividad de lo real. La explotación capitalista ya no es resultado de la ley del valor y de la extracción de la plusvalía, sino que sólo se configura si el obrero la puede representar discursivamente o si, como decía Kautsky, alguien viene “desde afuera” y le inyecta en sus venas la conciencia de clase. La apropiación capitalista de la plusvalía, como proceso objetivo, no sería así suficiente para hablar de antagonismo o lucha de clases mientras los obreros no sean conscientes de ello, se rebelen y resistan esa exacción. Conviene agregar que nuestro autor pasa completamente por alto el examen de la diversidad de formas que puede asumir la rebelión y la resistencia de los explotados, algo difícil de entender dada la centralidad que estas categorías tienen en su argumento y la rica variedad de experiencias históricas disponibles para su análisis. Por otra parte, y tal como lo vemos en la segunda cita, lo que está en juego no es la producción de la riqueza social y la distribución de sus frutos, sino una nebulosa identidad obrera como consumidor –a la Ralph Nader– que se vería frustrada por el accionar de un empresario rapaz y prepotente.

No es ocioso recordar que estos temas habían sido ya abordados en los escritos del joven Marx sobre Proudhon y, por lo tanto, difícilmente puedan ser considerados como novedosas problemáticas originadas al calor de una significativa renovación en el terreno de la teoría. En efecto, para Marx el antagonismo era el rasgo decisivo de la contradicción entre el trabajo asalariado y el capital. Pero ésto de ningún modo significaba, en su interpretación, la conformación automática de la clase obrera como un “sujeto” preconstituido, o como una esencia eterna –y prescindente de todo discurso– predestinada por un capricho de la historia a redimir a la humanidad. No consideramos necesario, a esta altura de la historia, abrumar al lector con una secuencia interminables de citas en donde Marx problematiza precisamente el dificultoso tránsito de la “clase en sí” a la “clase para sí”. Por eso nos parece necesario evitar toda confusión entre Jean Calvin, y su teoría de la predestinación, y la construcción teórica de Marx. Precisamente, por no ser una suerte de “calvinista laico” Marx decía que:

La dominación del capital ha creado a esta masa una situación, intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para sí. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política (1970, p. 158; véase también Przeworski, 1985).

Pocos años más tarde, en El dieciocho brumario, Marx completaría esta idea diciendo que las condiciones objetivas de la “clase en sí” son sólo el punto de partida de un largo y complejo proceso de formación de la clase (que nada asegura vaya a culminar exitosamente) y para lo cual se requieren además, y como mínimo, una clara conciencia de sus intereses, una organización a nivel nacional que supere la fragmentación y dispersión de las luchas locales y un instrumento político capaz de guiar esa lucha (Marx y Engels, 1966, t. i, p. 318).

Estas ideas, que se reiteran a lo largo de medio siglo en innumerables textos de Marx y Engels, socavan los fundamentos de toda crítica al supuesto “determinismo” de la teoría marxista según el cual la constitución del proletariado asume un carácter automático e inevitable. Cabe entonces preguntarse: ¿quién es el verdadero adversario contra el cual están debatiendo Laclau y Mouffe?

(…)

Subordinación, opresión, dominación

En todo caso, y retomando el hilo de nuestra argumentación, nos parece que la clave para descifrar el atolladero conceptual en que caen Laclau y Mouffe se halla en el último capítulo de Hegemonía y estrategia socialista, pues es precisamente allí donde se produce un deslizamiento de decisiva importancia teórica al aparecer como expresión de la conflictualidad de lo social el concepto de “subordinación”. Es más, cuando nuestros autores examinan las condiciones bajo las cuales la subordinación se convierte en “una relación de opresión y se torna, por tanto, la sede de un antagonismo” comienzan a advertirse con claridad algunos de los problemas teóricos que socavan el ambicioso pero gris edificio construido por Laclau y Mouffe (1987 [b]: p. 172). Llegados a este punto, los autores afirman la necesidad de distinguir entre relaciones de “subordinación”, de “opresión” y de “dominación”. Veamos esto en más detalle.

Existiría “subordinación” cuando “un agente está sometido a las decisiones de otro –un empleado respecto a un empleador, por ejemplo, en ciertas formas de organizacion familiar, la mujer respecto al hombre, etc.”. Las relaciones de “opresión”, a su vez, son un subtipo dentro de las primeras y su especificidad radica en el hecho que “se han transformado en sedes de antagonismos”. Finalmente, las relaciones de “dominación” son el conjunto de relaciones de subordinación consideradas ilegítimas desde la perspectiva de un agente social exterior a las mismas y que pueden “por tanto, coincidir o no con las relaciones de opresión actualmente existentes en una formación social determinada” (1987 [b]: p. 172).

El problema central, a juicio de Laclau y Mouffe, es determinar de qué modo las relaciones de subordinación pueden dar lugar a relaciones de opresión. Dado el carácter crucial de este pasaje conviene reproducirlo en toda su extensión:

Está claro por qué las relaciones de subordinación, consideradas en sí mismas, no pueden ser relaciones antagónicas: porque una relación de subordinación establece, simplemente, un conjunto de posiciones diferenciadas entre agentes sociales, y ya sabemos que un sistema de diferencias que construye a toda identidad social como positividad no sólo no puede ser antagónico, sino que habría reunido las condiciones ideales para la eliminación de todo antagonismo –estaríamos enfrentados con un espacio social suturado del que toda equivalencia quedaría excluida. Es sólo en la medida en que es subvertido el carácter diferencial positivo de una posición subordinada de sujeto, que el antagonismo podrá emerger. “Siervo”, “esclavo”, etc. no designan en sí mismos posiciones antagónicas; es sólo en términos de una formación discursiva distinta, tal como, por ejemplo, “derechos inherentes a todo ser humano” que la positividad diferencial de esas categorías puede ser subvertida y la subordinación construida como opresión (1987 [b]: pp. 172-173).

Este planteamiento suscita múltiples interrogantes. En primer lugar, llama poderosamente la atención el vigoroso idealismo que impregna un discurso en el cual el antagonismo y la opresión de siervos y esclavos depende de la existencia una ideología que los racionalice y que lacanianamente los “ponga en palabras”. Si esto es así, los esclavos del mundo antiguo y los siervos de la gleba medieval aparentemente deben de haber ignorado que su “subordinación” a amos y señores encubría una relación de antagonismo, hasta el afortunado momento en que un aparato discursivo (¿el cristianismo, la Ilustración?) les reveló que sus condiciones de existencia eran miserables y opresivas y que se hallaban inmersos en una situación de enfrentamiento objetivo con sus explotadores. Sin embargo, la historia no registra demasiados casos de esclavos y siervos beatíficamente satisfechos con el orden social imperante: de un modo u otro, ellos tenían algún grado de conciencia acerca de su situación y siempre hubo alguna forma de discurso que se hizo cargo de justificar su conformismo y sumisión, o bien, por el contrario, de atizar las llamas de la rebelión. La consecuencia del planteamiento de Laclau y Mouffe es que sólo hay explotación cuando existe un discurso explícito que la desnuda ante los ojos de las víctimas. Engels notaba con agudeza que las luchas campesinas en la Alemania de la época de Lutero “aparecían” como un conflicto religioso en torno a la Reforma y la sujeción a Roma, desligadas por completo de la opresión terrenal que los príncipes y la aristocracia terrateniente ejercían sobre sus súbditos. Sin embargo, continúa Engels, aquéllas eran el síntoma en donde se manifestaban precisamente esos antagonismos clasistas que la descomposición del orden feudal no hacía sino exacerbar, y si los campesinos abrazaban la causa de la rebelión lo hacían menos en virtud de las 95 tesis clavadas por el monje agustino en la puerta de la Catedral de Wittenberg que por la explotación a que eran sometidos por la nobleza alemana (1926, cap. 2).

En todo caso, si admitimos como válida la formulación de Laclau y Mouffe debemos también aceptar que antes de ese momento primigenio y enigmático signado por la aparición del discurso lo que parecería imperar en las sociedades clasistas era la serena gramática de la subordinación. ¿Cómo comprender, entonces, la milenaria historia de rebeliones, revueltas e insurrecciones protagonizadas por siervos y esclavos muchísimo antes de la aparición de sofisticados argumentos en favor de la igualdad –fundamentalmente en el Siglo de las Luces– o convocando a la subversión del orden social? Parece necesario volver a distinguir, tal como lo hiciera el joven Marx, entre las condiciones de existencia de una clase “en sí” y los discursos ideológicos que, con distintos grados de adecuación, exponen ante sus ojos el carácter objetivo de su explotación y le permiten convertirse en una clase “para sí”. Aún el lector menos informado sabe que la historia de las rebeliones populares es muchísimo más larga que la de los discursos y doctrinas socialistas y/o igualitaristas. El generalizado sentimiento –difuso y, muchas veces, apenas oscuramente presentido– de la injusticia ha acompañado la historia de la sociedad humana desde tiempos inmemoriales. Tal vez Laclau y Mouffe hubieran podido plantear mejor el problema que los ocupa si hubieran tenido en cuenta aquellas sabias palabras de Barrington Moore –un autor cuya afinidad con el pensamiento marxista es innegable– cuando dice que:

Durante las turbulencias sociales de los sesentas y comienzos de los setentas se publicó en Estados Unidos un cierto número de libros con variaciones en torno al título de ¿Por qué los hombres se rebelan? El énfasis de este capítulo será exactamente el opuesto: hablaremos de por qué los hombres y mujeres no se lanzan por el camino de la revuelta social. Dicho en términos groseros, la pregunta central será la siguiente: ¿qué debe ocurrirle a los seres humanos para que se sometan a la opresión y la degradación? (1978, p. 49).

Dicho de otra forma, la distinción entre subordinación y opresión/antagonismo tiene un sesgo formal que, en gran medida, obnubila y extravía el análisis concreto del funcionamiento de las relaciones de subordinación en las sociedades “realmente existentes” y no en aquellas que sólo existen en la rebuscada imaginación de los “posmarxistas”. Porque, como bien lo recuerda Moore, no existe la subordinación sin su contracara, la rebelión, aunque ésta se exprese de modo primitivo y mediatizado, desplazada hacia esferas celestiales aparentemente disociadas de la sórdida materialidad de la sociedad civil. Es precisamente el pertinaz desconocimiento de esta elemental realidad lo que lleva a nuestros autores a sostener que “Nuestra tesis es que sólo a partir del momento en que el discurso democrático está disponible para articular las diversas formas de resistencia a la subordinación, existirán las condiciones que harán posible la lucha contra los diferentes tipos de desigualdad” (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 173).

Dado que dicho discurso fue elaborado apenas a partir del siglo xviii, ¿cómo comprender el desarrollo histórico de las luchas sociales desde la Antigüedad Clásica hasta el Siglo de las Luces? ¿O será tal vez que no hubo lucha alguna contra “los diferentes tipos de desigualdad” hasta el momento en que Jean-Jacques Rousseau publicara su célebre Discours sur l’origine et les fondements de l’inegalité parmi les hommes en 1755? Las crónicas historiográficas parecerían indicar que no fue ése precisamente el caso, y que desde la más remota antigüedad hay evidencias incontrovertibles de luchas y rebeliones populares en contra de la así llamada “subordinación”.

Por otra parte, nos parece que conviene subrayar el indudable “aire de familia” que el argumento de Laclau y Mouffe guarda en relación a algunas de las expresiones más claras del funcionalismo norteamericano, en especial con la obra de Kingsley Davis y Wilbert E. Moore sobre la estratificación social y las concepciones de Talcott Parsons sobre el “sistema social”. Para los primeros, la estratificación social es un mero imperativo técnico, mediante el cual “la sociedad, como mecanismo funcionante, debe distribuir de algún modo a sus miembros en posiciones sociales e inducirlos a realizar las tareas inherentes a esas posiciones” (1974, p. 97).

No hay lugar –como tampoco lo hay en el esquema teórico de Laclau y Mouffe– para pensar en la posibilidad de que esa aparentemente inocente “distribución de tareas” pueda depender de la existencia de un sistema de relaciones sociales que establece (y no ciertamente por criterios y procedimientos democráticos, o por la eficacia persuasiva del discurso dominante sino mediante recursos opresivos y explotativos) quién produce qué, cómo y cuándo, y qué parte le corresponde del producto social3.

Las semejanzas entre la concepción de Laclau y Mouffe y la de Talcott Parsons, cuyos sesgos conservadores y apologéticos de la sociedad capitalista son suficientemente conocidos, son más pronunciadas todavía. La porfiada insistencia de nuestros autores en el sentido de que las relaciones de subordinación, en su positividad, no pueden ser antagónicas, es coincidente con la concepción parsoniana que concibe el orden social a partir de la preeminencia de un sólido consenso de valores. En la peculiar visión del sociólogo de Harvard el disenso y las contradicciones sólo pueden ser descifradas como “patologías sociales” producto de fallas en el proceso de socialización o de rupturas en las cadenas semánticas que impiden que la gente se comprenda y se lance a la arena del conflicto social.

En efecto, a la clásica pregunta hobbesiana acerca de cómo es posible el orden social, Parsons responde apuntando al sistema simbólico: el orden es posible porque existe un acuerdo sobre valores fundamentales. El conflicto, aún siendo “endémico” –como decía Parsons en una reveladora metáfora médica– es siempre marginal y para nada compromete la estructura básica del sistema. Como es bien sabido, este enfoque ha sido criticado no sólo por autores marxistas que señalaron las insanables limitaciones de una teoría que no sólo “evapora” las clases sociales, el conflicto social y los fundamentos estructurales de la vida social sino que, asimismo, postula una inadmisible fragmentación de la totalidad social en una multiplicidad de compartimientos estancos –los famosos “sub-sistemas” parsonianos: la economía, la política, la cultura, la familia, etc.– funcionando con total independencia unos de otros. La “gran teoría” de Parsons, como la denominara C. W. Mills, también fue severamente cuestionada por autores de inspiración liberal como Ralf Dahrendorf, quien desde finales de los años cincuenta identificó con notable precisión las insuperables limitaciones y el incurable irrealismo de un esquema que –en sus rasgos fundamentales, si bien expresado con un lenguaje distinto– reaparece ahora en la obra de Laclau y Mouffe4.

En síntesis, según Parsons, la sociedad (capitalista y desarrollada, se sobreentiende, pues ése y no otro es el paradigma que orienta todas sus reflexiones) se halla perfectamente integrada y sólo la presencia de un agente externo –el “villano” al cual se refiere Dahrendorf, introductor del virus de la discordia en la utópica sociedad parsoniana, o quizás el nebuloso “exterior discursivo” de Laclau y Mouffe– puede hacer que la natural y consensuada subordinación de las mayorías al dominio de la clase dirigente sea sustituida por un antagonismo. La misma crítica que a finales de los años cincuenta Dahrendorf formulara a Parsons –una sociedad fantasiosamente “sobre-integrada”, en la cual el conflicto está ausente y cuando ocasionalmente aparece es por obra de un factor externo– es pertinente para el modelo teórico desarrollado por Laclau y Mouffe. Sólo que ahora el papel del “villano”, reservado en la teorización parsoniana a ciertos grupos imperfectamente socializados como los “extremistas” de diverso signo y los enemigos de la propiedad privada y el American Way of Life, lo pasa a desempeñar en la propuesta de nuestros autores el “exterior discursivo”. Se ratifica de este modo el carácter externo y “contingente” del antagonismo y el conflicto en una formación social dominada, como afirman Laclau y Mouffe, por la lógica de la positividad (1987 [b]: pp. 172-173).

A lo anterior habría que agregar también la insistencia, de filiación claramente weberiana, en concebir la “acción social” o las relaciones sociales en un aislamiento tan espléndido como ilusorio, independizadas de sus marcos estructurales y determinaciones fundamentales. El corolario de esta verdadera “toma de partido” es que la sociedad se convierte en un mero constructo metodológico, un artefacto resultante de reintegrar arbitrariamente, por el capricho del pensamiento, un complejo entramado de categorías analíticas potencialmente combinables en una variedad infinita de formas. El “hilo de Ariadna”, al cual aluden Laclau y Mouffe, culmina previsiblemente arrojando un piadoso manto de olvido sobre el fenómeno de la explotación en las sociedades de clase –capitalistas o precapitalistas por igual–, que así desaparece como por arte de magia del paisaje social, cediendo su lugar a una aséptica “subordinación” que a todos iguala en su encubridora abstracción. La sólida naturaleza explotativa de las relaciones sociales en las sociedades clasistas se disuelve rápidamente en el aire diáfano del nuevo reduccionismo discursivo, con lo cual –¡y como si fuera un detalle intrascendente!– la crítica al capitalismo se convierte en un asunto adjetivo y ocasional y la lucha por el socialismo, cuya estrategia supuestamente debía esbozarse en la obra de nuestros autores, se volatiliza hasta atomizarse por completo en los estériles meandros de un discurso insípido sobre una insabora democracia radical. Se regresa, de este modo, a los planteamientos clásicos de Weber que, a pesar de no haber sido citado en Hegemonía y estrategia socialista (al igual que Parsons) proyecta todo el formidable peso de su teorización sobre las supuestamente novedosas reconstrucciones teóricas del “posmarxismo”.

En realidad, el ocultamiento de la opresión clasista detrás de una concepción extraordinariamente abstracta de la “acción social” es una operación que el autor de Economía y sociedad había ya concluido mucho antes que Laclau y Mouffe hubieran nacido. Es el mismo vino viejo pero volcado en los nuevos odres del “posmarxismo”: si hay explotación, ésta seguramente obedecerá a contingencias puntuales, muy probablemente transitorias que, tal como dijera Weber, nada tienen que ver con la estructuración compleja e indeterminada del capitalismo moderno. La especificidad de éste también se diluye mientras, por la vía contraria, se avala la idea de que en realidad este tardocapitalismo de finales del siglo xx es, como dice Fukuyama, la sociedad del “fin de la historia”. O, como postulaba Parsons tras las huellas de Durkheim, el punto final en el doloroso y milenario tránsito desde la horda primitiva hacia la sociedad moderna.

Del marxismo, concebido como el análisis concreto de las totalidades concretas, se pasa a una pseudototalidad indiferenciada, meramente expresiva e invertebrada, en donde la estructuración de lo social es resultado de una enigmática operacion discursiva… hecha por la potencia creadora del Lenguaje o descubierta, como en Weber, por la perspicacia de los elaboradores de heurísticos “tipos ideales”. En realidad, el “posmarxismo” de Laclau y Mouffe se parece demasiado a una tardía reelaboración de la sociología parsoniana de los años cincuenta, sólo que con una envoltura diferente. ¿Será ésta la tan mentada “superación” del marxismo de la cual hablan nuestros autores?

La cuestión de la hegemonía

A partir de los planteamientos anteriores se comprende la centralidad que asume la cuestión de la hegemonía en el modelo teórico de Laclau y Mouffe: se trata nada menos que del instrumento que les permite reconstruir a su antojo la fragmentación ilusoria de lo social, de suerte tal que un discurso sobre la sociedad sea inteligible. Tal como era de esperar habida cuenta del itinerario de sus razonamientos, la concepción de la hegemonía a la que arriban Laclau y Mouffe se instala muy lejos de las fronteras que definen y caracterizan al marxismo como una teoría claramente diferenciable y delimitable en el campo de las ciencias sociales. Esto, en sí mismo, nada tiene de malo o de censurable: otros autores han utilizado la palabra “hegemonía” en un sentido que poco o nada tiene que ver con el marxismo, dando pie a una interesante discusión teórica y a un esclarecedor cotejo de potencialidades explicativas (Keohane, 1987; Nye, 1990)5. Lo que introduce un elemento inaceptable de confusión –y recordemos con Bacon que toda ciencia progresa a partir del error y no de la confusión– es el hecho de que Laclau y Mouffe pretendan referir los frutos de su idiosincrática teorización sobre la hegemonía a un añoso tronco, el marxismo, que a estas alturas les es completamente ajeno. Vayamos al grano.

En efecto, para nuestros autores la hegemonía es una vaporosa “superficie discursiva” cuya relación con la teoría marxista se plantea en estos términos:

Nuestra conclusión básica al respecto es la siguiente: detrás del concepto de “hegemonía” se esconde algo más que un tipo de relación política complementario de las categorías básicas de la teoría marxista; con él se introduce, en efecto, una lógica de lo social que es incompatible con éstas últimas (1987 [b]: p. 3 [subrayado en el original]).

La conclusión implícita de este razonamiento –en realidad una mera ocurrencia– es que Gramsci no entendió nada, que no tuvo la menor idea de la verdadera naturaleza de la relación entre las categorías que estaba forjando –que él equivocadamente creía que pertenecían a la tradición marxista– y las que habían creado Marx y Engels, y que el conjunto de su teorización, que giraba en torno al concepto crucial de hegemonía, en realidad aludía a una lógica de lo social que era incompatible con la que postulaban Marx y Engels. No hace falta ser un “marxólogo” o “gramsciólogo” diplomado para caer en la cuenta de lo descabellado de esta interpretación.

Es precisamente por eso que no se comprenden las razones por las cuales Laclau y Mouffe refieren permanentemente sus elaboraciones a un aparato teórico y conceptual como el marxismo, que postula una lógica de lo social irreconciliable con la que brota de sus peculiares reelaboraciones argumentativas. Si esto es así, el status epistemológico del famoso “posmarxismo” se reduce a un dato banal: los límites entre el marxismo y el “posmarxismo” estarían trazados por consideraciones burdamente cronológicas. Tal vez en el campo minado de las ciencias sociales ésto no suene demasiado absurdo, pero sin duda que en la física a nadie se le ocurriría aplicar a un modelo teórico el calificativo de “posteinsteiniano” por el sólo hecho de haber sido desarrollado con posterioridad a Einstein, y muy especialmente si estas contribuciones abjuran con entusiasmo de las premisas centrales de la teoría de la relatividad y postulan un modelo interpretativo antagónico al de aquél. En este caso el prefijo “pos” remitiría a un dato pueril: la mera sucesión temporal. De este modo el “pos” oculta que se trata en realidad de una ruptura y un abandono, en vez de ser la continuidad –renovada, crítica, creativa– de un proyecto teórico. Esto quedó claramente expresado en la entrevista que la revista Strategies le hiciera a Ernesto Laclau en marzo de 1988, ocasión en la cual éste reafirmó que la categoría de “hegemonía” equivale a un “punto de partida de un discurso ‘posmarxista’ en el seno del marxismo”, y que permite pensar a lo social como resultado de “la articulación contingente de elementos en torno de ciertas configuraciones sociales –bloques históricos– que no pueden ser predeterminadas por ninguna filosofía de la historia y que está esencialmente ligada a las luchas concretas de los agentes sociales” (1993, p. 194).

Estamos pues en presencia de un discurso neoestructuralista que recupera la crítica de Althusser a propósito de la “eficacia específica” de la superestructura, pero lo hace asumiendo el núcleo fundamental (y no sólo su revalorización de los elementos superestructurales) de la propuesta althusseriana sobre la ideología. Ésta es, en la interpretación del autor de La revolucion teórica de Marx, una “práctica productora de sujetos”, con lo cual se sientan las bases para una relectura en clave idealista del marxismo que se presenta, sin embargo, con los ropajes de una supuesta renovación “antirreduccionista” o, en los últimos trabajos de Laclau, como el manifiesto liminar del “posmarxismo”. En su formulación positiva, esta posición se expresa en la “reivindicación” de la temática gramsciana de la hegemonía entendida, claro está, desde la concepción althusseriana de la ideología que obliga a imaginar un Gramsci que, en realidad, sólo existe en las cabezas de Laclau y Mouffe.

En efecto, ¿de qué Gramsci se trata? De un Gramsci que, como correctamente anota Laclau, considera a la ideología no como un sistema de ideas o la falsa conciencia de los actores sino como un “todo orgánico y relacional, encarnado en aparatos e instituciones que suelda en torno a ciertos principios articulatorios básicos la unidad de un bloque histórico”, con lo cual se cierra la posibilidad de una visión “superestructuralista” de la cultura y la ideología. Donde Laclau y Mouffe se equivocan, sin embargo, es en su apreciación de que en Gramsci los sujetos políticos se difuminan en enigmáticas voluntades colectivas y en su negación del hecho de que los “elementos ideológicos articulados por la clase hegemónica” tengan una pertenencia de clase necesaria (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 78).

Es precisamente por ésto que, un par de páginas después, ambos autores muestran su desazón ante la persistencia del marxismo de Gramsci, para quien todo discurso hegemónico siempre remite –aunque sea a través de una larga cadena de mediaciones– a una clase fundamental. Este “núcleo duro” del pensamiento del fundador del PCI constituye un obstáculo insalvable para las pretensiones del posmarxismo, por cuanto el axioma idealista de la indeterminación de lo social –o mejor, de su azarosa y contingente determinación por el discurso– se estrella contra lo que con llamativa soberbia denominan una concepción “incoherente” de Antonio Gramsci, puesto que:

vemos que hay dos principios del orden social –la unicidad del principio unificante y su carácter necesario de clase– que no son el resultado contingente de la lucha hegemónica, sino el marco estructural necesario dentro del cual toda lucha hegemónica tiene lugar. Es decir, que la hegemonía de la clase no es enteramente práctica y resultante de la lucha, sino que tiene en su última instancia un fundamento ontológico. […] La lucha política sigue siendo, finalmente, un juego suma-cero entre las clases (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 80).

Sería largo tratar de dibujar el abismo insalvable que separa la concepción marxista de la hegemonía con la que caracteriza a la obra de Laclau y Mouffe6. Recordemos que para el italiano la hegemonía tenía un fundamento clasista y se arraigaba fuertemente en el suelo de la vida material. No es la religión quien hace a los hombres, ni son los discursos hegemónicos quienes crean los sujetos de la historia. Por cierto que, para Gramsci, la aparición de la hegemonía no es automática ni se deriva mecánicamente del desarrollo de las fuerzas productivas. Es bien conocido el hecho de que la constitución del proletariado en fuerza social autónoma y consciente es un proceso, largo, complicado y dialéctico. Es la práctica histórica de la lucha de clases la que permite transitar ese ancho espacio que divide la clase “en sí” de la clase “para sí”, y en esta transición no hay nada mecánico ni predestinado; y antes de la constitución autónoma del proletariado como fuerza social es impensable cualquier intento de fundar un proyecto contra-hegemónico al de la burguesía.

Contrariamente a lo que se plantea en las formulaciones “posmarxistas”, Gramsci nunca dejó de señalar el firme anclaje de la hegemonía en el reino de la producción. Con una sensibilidad que lo aleja del riesgo de cualquier reduccionismo sostenía que “si la hegemonía es ético-política no puede no ser también económica, no puede no tener su fundamento en la función decisiva que ejerce el grupo dirigente en el núcleo decisivo de la actividad económica” (1966, p. 31 [la traducción es nuestra]).

La hegemonía, diría también Gramsci en otro de sus escritos, es liderazgo político y “dirección intelectual y moral”, pero esta supremacía no es aleatoria sino que, en sus propias palabras “nace de la fábrica”. Surge en el terreno originario de la producción y es allí donde se encuentra su raíz, aun cuando para su pleno desarrollo debe necesariamente trascender las fronteras de su espacio primigenio. Y en el mundo de la producción hasta Weber coincide con Marx en afirmar que nos encontramos con las clases sociales. Es por eso que la hegemonía de una clase, y el bloque histórico que sobre ésta se pretenda fundar, se enfrenta en su materialización con límites impuestos por las condiciones económicas, sin que esto signifique, por cierto, concebir esta restricción en un sentido determinista, absoluto y exclusivo, es decir, “reduccionista”. Como vemos, la concepción gramsciana nada tiene que ver con el economicismo ni, menos aún, con el idealismo de aquellas concepciones según las cuales el discurso inventa sus propios “soportes terrenales”. No negamos que el problema de la hegemonía pueda –aún equivocadamente– plantearse en esos términos. Creemos, sin embargo, (a) que éste no es un modo adecuado de encarar el asunto, toda vez que peca de una inadmisible unilateralidad; (b) que un abordaje de este tipo se sitúa más allá de los límites del materialismo histórico y que, por consiguiente, resulta una operación imposible de fundamentar acudiendo al rico y fecundo legado gramsciano.

Esta “deconstrucción posmarxista” de la hegemonía cierra su círculo con una mistificación absoluta del concepto, y en cuanto tal sufre de los mismos defectos que el joven Marx advirtiera en el idealismo hegeliano. Por eso es que nos parece pertinente recordar sus palabras:

Hegel adjudica una existencia independiente a los predicados, a los objetos. […] El sujeto real aparece después, como resultado, en tanto que hay que partir del sujeto real y considerar su objetivación. La sustancia mística llega a ser, pues, sujeto real, y el sujeto real aparece como distinto, como un momento de la sustancia mística. Precisamente porque Hegel parte de los predicados de la determinación general en lugar de partir del ser real [sujeto], y como necesita, sin embargo, un soporte para esas determinaciones, la idea mística viene a ser el soporte (Marx, 1968: p. 33).

Para resumir, la “renovación posmarxista” de la teoría de la hegemonía tiene mucho más en común con el idealismo hegeliano que con la teoría marxista. En cuanto tal, se limita a recortar caprichosamente ciertos aspectos parciales y descontextualizados de la temática gramsciana, los cuales son reinterpretados en clave idealista para así fundamentar una concepción de lo social que se halla en las antípodas del marxismo y que, lejos de ser su superación, implica un gigantesco salto hacia atrás, a las concepciones hegelianas sobre el Estado y la política. Laclau y Mouffe están en lo cierto al propiciar, al igual que numerosos teóricos marxistas, una radical revalorizacion del crucial papel que le caben a la ideología y a la cultura, asuntos por los cuales el marxismo vulgar ha demostrado un injustificable desprecio. Sin embargo, su tentativa naufraga en los arrecifes de un “nuevo reduccionismo” cuando su crítica al esencialismo clasista y al economicismo del marxismo de la Segunda y la Tercera Internacionales remata en la exaltación de lo discursivo como un nuevo y hegeliano deus ex machina de la historia. Para su desgracia, no hay un reduccionismo “bueno” y otro “malo”; no existe el reduccionismo virtuoso –no esencialista, no economicista– capaz de conjurar los males ocasionados por su gemelo vicioso.

¿Renovación o liquidación del marxismo?

A lo largo de toda su obra, Laclau se ha reconocido “dentro” del marxismo. A esta altura de su trayectoria intelectual, y teniendo a la vista las extravagantes conclusiones a las que llega su pensamiento, es legítimo preguntarse acerca del “lugar teórico” donde efectivamente se encuentra parado. En este sentido, la crítica que formulara Agustín Cueva a los “posmarxistas” latinoamericanos conserva en el caso de Laclau toda su pertinencia. Decía aquél que con la expresión “posmarxista” se quería transmitir la equívoca impresión de un corpus teórico que era a la vez continuador y superador del legado de Marx, cuando en realidad este calificativo resume la producción de un conjunto de autores que alguna vez habían sido marxistas pero que ya no lo eran más. En este sentido, concluía Cueva, el “posmarxismo” debería en rigor denominarse “ex marxismo” (1988, p. 85).

Crónica de una muerte anunciada

Sin embargo, es obvio que Laclau no cede posiciones muy fácilmente. Pese a que sus contradicciones con el pensamiento de Marx son flagrantes y sus diferencias insalvables, persiste empecinadamente en referenciar sus construcciones conceptuales en la obra del autor de El capital. En un acto de aberrante necrofilia intelectual extiende un nuevo “certificado de defunción” del marxismo para luego afirmar, sin falsos escrúpulos ni remordimientos, que se ha quedado con los mejores despojos del difunto. Según sus propias palabras “yo no he rechazado al marxismo. Lo que ha ocurrido es muy diferente, y es que el marxismo se ha desintegrado y creo que me estoy quedando con sus mejores fragmentos” (Laclau, 1993, p. 211).

Ante lo temerario de esta afirmación cabe formular dos observaciones. Primero, sobre la “desintegración” del marxismo, asimilada por Laclau a la implosión de la URSS y al colapso del bloque de las así llamadas “democracias populares” del Este europeo. Cualquier historiador de las ideas podría rebatir su aseveración apuntando, por un lado, a la “autonomía relativa” de los sistemas de pensamiento en relación con sus fundamentos estructurales. No deja de ser paradojal que un autor como Laclau, obsesionado por la miseria del reduccionismo, caiga en un razonamiento tan groseramente reduccionista como los que ha combatido con fiereza en sus adversarios. La grandeza de la filosofía griega no se derrumbó con la decadencia de Atenas; el cristianismo sobrevivió primero a la caída del Imperio Romano, que lo había proclamado su “religión oficial”, y más tarde a la descomposición del orden feudal que había colaborado en sacralizar; y el liberalismo no sucumbió pese a las dramáticas transformaciones experimentadas por la sociedad burguesa desde la segunda mitad del siglo xvii. ¿Por qué el marxismo habría de ser la excepción? ¿Por el colapso de la Unión Soviética? No parece un argumento serio, digno de ser esgrimido por quien se autoproclama como el heredero de los mejores fragmentos de la obra de Marx. Podríamos reconocer, sin duda alguna, que el derrumbe del sistema de relaciones sociales sobre los cuales reposan los distintos productos culturales, desde el arte hasta la filosofía, modifican en parte su carácter y su función social. Pero de ahí a pregonar su “desintegración” o su desaparición hay un largo trecho. Previamente habría que demostrar, claro, que el marxismo como ciencia y como filosofía era una criatura engendrada por la revolución de Octubre y que sólo sobreviviría como un parásito cultural del régimen soviético. Por supuesto que estas elementalísimas consideraciones no fueron ni siquiera contempladas por nuestro autor.

En segunda instancia, Laclau parecería ignorar que el marxismo como corpus teórico ya ha dado muestras de su capacidad para sobreponerse a las atrocidades y bancarrota de los regímenes políticos y partidos que se fundaron en su nombre. Es más, en el plano de la teoría social se ha producido un saludable despertar del interés por las ideas de la tradición marxista, cosa que ya se ha hecho evidente especialmente en el mundo anglosajón, en partes de Europa occidental y, en menor medida, en América Latina. Esto se refleja, entre otras cosas, en el número creciente de cátedras, estudios, revistas y publicaciones dedicadas al tema, algo embarazoso para quienes, como Laclau, se empeñaron en anunciar la muerte del marxismo. En la conferencia inaugural que Eric Hobsbawm pronunciara en el encuentro internacional reunido en mayo de 1998 en París, para conmemorar el sesquicentenario de la publicación del El Manifiesto Comunista, el historiador británico sostuvo que la inusitada repercusión mundial de dicha celebración –reflejada en publicaciones masivas tan poco propensas a exaltar los méritos o la validez del marxismo como la revista New Yorker o los periódicos The New York Times o Los Angeles Times– hubiera sido simplemente impensable hace menos de diez años atrás, cuando los fragores del derrumbe del Muro de Berlín hicieron que muchos creyeran que bajo sus escombros yacía no sólo el “socialismo realmente existente” sino también el marxismo como teoría social. Laclau y Mouffe se cuentan ciertamente entre aquellos que confundieron al marxismo con el estalinismo. En todo caso, las ambigüedades y las incertidumbres generadas por tan temeraria identificación retornan por la puerta trasera del “posmarxismo” cuando Laclau no cesa de referirse obsesivamente a un objeto que, según sus propias palabras, se ha desintegrado y ya no existe. Pues, si así fuera: ¿cómo entender tamaña obstinación para pelearse con un muerto? En el Leviatán Thomas Hobbes recordaba con su habitual sarcasmo que “los hombres contienden con los vivos, no con los muertos” y que quienes incurren en tales prácticas sólo certifican con su empecinamiento la vitalidad del presunto difunto (1980, p. 80).

Por otra parte, la desafortunada frase “quedarse con los mejores fragmentos” revela elocuentemente la extraordinaria penetración del pensamiento positivista en las huestes del “posmarxismo”, y sería difícil convencer a un observador imparcial que la adhesión a una tradición epistemológica tan desacreditada en nuestros días como el positivismo pudiera ser interpretada como un signo de audaz innovación intelectual. En relación a ésto remitimos al lector a las observaciones realizadas en el capítulo anterior y en particular a los análisis de Gyorg Lukács sobre el tema (1971, p. 27).

El pensamiento fragmentador, rasgo distintivo del positivismo, es incapaz de aprehender la realidad en su totalidad, descompone sus partes y las reifica como si fueran entidades autónomas e independientes: ergo, la economía, la sociología, la antropología, la ciencia política, la geografía y la historia se constituyen como “ciencias sociales” autónomas y separadas, cada una de las cuales ofrecen sus inútiles “explicaciones” especializadas referidas a fragmentos ilusorios de lo social –la economía, la sociedad, la cultura, la política, etc.– carentes en su aislamiento de toda sustancialidad.

Un juego nada inocente:construir, deconstruir y reconstruir teorías

Seguramente, Laclau está convencido de haberse apropiado de los “mejores fragmentos” del marxismo. Pero no deja de llamar la atención el hecho de que ya sean unos cuantos los estudiosos que se declaran incapaces de descubrir cuáles son dichos fragmentos y todavía muchos más quienes confiesan su imposibilidad de establecer una correspondencia entre la construcción teórica emprendida con ellos y la tradición intelectual fundada por el filósofo de Tréveris7. Por otra parte, esta pretensión de conservar los insondables “mejores fragmentos” del marxismo es contradictoria con la aserción de Laclau de que “lo importante fue la deconstrucción del marxismo, no su mero abandono”. En ese mismo tramo de su entrevista con Strategies, Laclau sostiene (esta vez con razón) que “la relación con la tradición no debe ser de sumisión y repetición sino de transformación y crítica” (1993, p. 189).

En todo caso, dos cuestiones podrían ser planteadas en relación con estas afirmaciones. En primer lugar, ¿hasta qué punto es posible “deconstruir” teorías sociales y proceder a “reaconstruirlas” creando de este modo nuevas figuras, formas e imágenes conceptuales? Los “posmarxistas” parecerían no estar conscientes de que una operación intelectual como ésta reposa sobre una insostenible premisa positivista y mecanicista: la idea de que las teorías son simples colecciones de “partes y fragmentos” que, como las vigas, columnas, tuercas y tornillos de plástico de los juegos infantiles de construcción, pueden ser recombinados ad infinitum. ¿Es razonable pensar que de la “deconstrucción” de Hobbes resultará un Locke? ¿Podremos “deconstruir” a Rousseau para así inventar a Tocqueville? ¿Iría un Marx “deconstruido” a resucitar como un híbrido de Lacan, Derrida, Hegel, Weber y Parsons? En términos de un análisis filosófico riguroso una tal “deconstrucción” no es más que un juego de palabras, un auténtico non sense expresado, eso sí, con la jerga y la aparente profundidad del cánon estético y teórico del posmodernismo que tantos estragos ha causado en el pensamiento crítico. Quedaría por indagar la función que cumple semejante disparate. Una primera hipótesis subrayaría la importancia que tienen las “deconstrucciones” del posmodernismo para desarmar ideológicamente –por medio de engaños, confusiones premeditadas y trucos de diverso tipo– a los adversarios del capitalismo, generando de ese modo actitudes resignadas, escapistas o conformistas que refuerzan la estabilidad del sistema. Pero preferimos, por ahora, no adentrarnos en este tipo de conjeturas.

En segundo término, lo que no está claro en ninguna parte de la obra de Laclau y Mouffe es la demostración de que la tradición marxista se haya convertido en un obstáculo a la creatividad y a la inscripción de nuevos problemas, lo que deja a todo su esfuerzo por fundar el “posmarxismo” en una posición un tanto desairada. Porque, tal como anotábamos más arriba: ¿con quiénes están polemizando estos autores? La impresión que se lleva quien se proponga examinar objetiva y desapasionadamente su obra, y que a su vez reconozca la inteligencia y sistematicidad de su reflexión, no puede sino llegar a la conclusión de que nuestros autores están enzarzados en una estéril y anacrónica polémica contra las peores deformaciones del marxismo de la Segunda y la Tercera Internacionales, y muy especialmente contra las diversas manifestaciones de la vulgata estalinista. Por eso, cuando Laclau piensa en el marxismo lo imagina en los mismos términos que utilizara la tristemente célebre Academia de Ciencias de la URSS, al definirlo como:

una teoría que se basa en la gradual simplificación de la estructura de clases bajo el capitalismo y en la creciente centralidad de la clase obrera (o que propone) considerar al mundo como fundamentalmente dividido entre capitalismo y socialismo, y que el marxismo es la ideología de este último (Laclau, 1993, pp. 213-214).

La pregunta más elemental que deberíamos formular es la siguiente: ¿qué marxista se reconoce en una caricatura como ésta en contra de la cual Laclau y Mouffe levantan todo su alambicado edificio teórico? ¿Quién, salvo un burócrata de la difunta Academia de Ciencias de la URSS, podría salir a defender tamañas simplezas? Laclau y Mouffe ofenden la inteligencia de sus lectores, cuando en su afán por criticar el marxismo se convierten en el negativo de quienes con sus tristemente célebres “manuales” asolaron los países del Este en nombre del socialismo. Éstos caricaturizaron toda la historia del pensamiento político diciendo, por ejemplo, que Jean-Jacques Rousseau fue apenas un “ideólogo de la pequeña burguesía”, y que como desconocía “la existencia de la lucha de clases” debió recurrir al concepto “abstracto de pueblo” para hablar de la soberanía política. Estos distinguidos “académicos” –muchos de los cuales se convirtieron, al igual que el antiguo Secretario de Acción Ideológica del Partido Comunista de la Unión Soviética (pcus), Boris Yeltsin, en vociferantes propagandistas del neoliberalismo– caracterizaron burdamente a Maquiavelo como “uno de los primeros ideólogos de la burguesía”, y terminaron acusándolo de sostener que la “base de la naturaleza humana (es) la ambición y la codicia, y que los hombres son malos por naturaleza” (Pokrovski et al., 1966, pp. 215-222 y 144-145, respectivamente).

Laclau y Mouffe proceden de la misma manera con el marxismo: construyen una caricatura –una teoría reduccionista, esencialista, economicista, objetivista, etc.– y luego proceden alegremente a destruirla. Tenemos derecho a preguntar: ¿por qué y para qué?

(…)

Liquidar la caricatura

Por el contrario, tanto Laclau como Mouffe consideran necesario fundar el “posmarxismo”, para abandonar una vieja tradición cuyos propios manantiales habrían estado envenenados desde sus orígenes. Sin embargo, a lo largo de su extensa obra no se encuentran argumentos valederos y convincentes que respalden esta pretensión. Más allá de su rebuscada retórica lo que queda, en el fondo, es un lugar común: una crítica en bloque al marxismo tal como se reitera desde el mainstream de las ciencias sociales norteamericanas, salpicada aisladamente con alguna que otra interesante observación la que, sin embargo, no alcanza a corregir las distorsiones interpretativas que vician el conjunto de sus planteamientos.

Una muestra pequeña pero harto significativa de la ligereza con que se encara la crítica de la tradición marxista la provee, por ejemplo, la extensa cita del famoso “Prólogo” de Marx a la Contribución a la crítica de la economía política que Laclau reproduce en Nuevas Reflexiones (1993, p. 22). Este pasaje fue tomado de una traducción al español de un texto originalmente escrito en alemán y a partir del cual se “certificaría” cientifícamente el carácter determinista del marxismo con las pruebas que ofrece una palabra –bedingen– torpemente traducida, por razones varias y acerca de las cuales es preferible no abundar, como equivalente a “determinar”, bestimmen en alemán. Sin embargo, de acuerdo al Diccionario Langenscheidts Alemán-Español los verbos bedingen y bestimmen tienen significados muy diferentes. Mientras que traduce al primero como “condicionar” (admitiendo también otras acepciones como “requerir”, “presuponer”, “implicar”, etc.), el verbo bestimmen es traducido como “determinar”, “decidir”, o “disponer”. En el famoso pasaje del “Prólogo” Marx utilizó el primer vocablo, bedingen, y no el segundo, pese a lo cual la crítica tradicional del pensamiento liberal burgués –del cual el “posmarxismo” es claramente tributario– ha insistido en subrayar la afinidad del pensamiento teórico de Marx con una palabra que éste prefirió omitir utilizando otra en su lugar. Habida cuenta de la maestría con que Marx se expresaba y escribía en su lengua materna y del cuidado que ponía en el manejo de sus términos, la sustitución de un vocablo por el otro difícilmente podría ser considerada como una inocente travesura del traductor o como un desinteresado desliz de los críticos de su teoría. Que Laclau no haya reparado en un “detalle” como éste, en el contexto de acusaciones teóricas tan categóricas como las que formula, habla de una ligereza de juicio excesivamente riesgosa.

Esta sesgada interpretación de la voz en cuestión reaparece nuevamente, también en Nuevas reflexiones, en el contexto de una polémica con Norman Geras y que lleva a Laclau a cometer un nuevo error al afirmar que “el modelo base/superestructura afirma que la base no sólo limita sino que determina la superestructura, del mismo modo que los movimientos de una mano determinan los de su sombra en una pared” (1993, p. 128 [subrayado en el original]). Este pasaje da pie a dos breves observaciones: primero, tal como lo vimos más arriba, Marx empleó la palabra “condicionar” y no “determinar”. Por lo tanto, no estamos aquí en presencia de una discusión hermenéutica acerca de la “interpretación” correcta de lo que Marx realmente dijo sino de algo mucho más elemental: del pertinaz empecinamiento de sus críticos a aceptar que él dijo lo que quería decir y que al elegir el término bedingen en lugar de bestimmen Marx explícitamente rechazó el uso de una palabra que le habría impreso un giro fuertemente determinista a todo su argumento teórico. Sea por ignorancia o por un arraigado prejuicio lo cierto es que la flagrante tergiversación de lo que Marx dejó prolijamente escrito en buen alemán ha potenciado los gruesos errores interpretativos de Laclau en relación con la teoría marxista. Segundo, y esto puede ser apenas una curiosidad: ¿qué marxista digno de ese nombre utiliza en estos días un modelo determinista como el de “la mano y su sombra” que tanto inquieta el sueño de Laclau y Mouffe?

Una estrategia socialista… ¡para consolidar el capitalismo!

A todo lo anterior podría agregarse una afirmación del propio Laclau, cuando dice que hay una buena razón política para hablar de “posmarxismo”, y es la conveniencia de hacer con el marxismo lo mismo que se ha hecho con otras ideologías (como el liberalismo o el conservadurismo, por ejemplo): convertirlo en un “vago término de referencia política, cuyo contenido, límites y alcance debe ser definido en cada coyuntura”. El marxismo, pulcramente diluido, se convertiría en un “significante flotante” tan misterioso como inocuo que abriría la posibilidad de construir ingeniosos “juegos de lenguaje”, a condición, advierte Laclau con severidad, de que mediante los mismos “no se pretenda descubrir el real significado de la obra de Marx” pues éso carece de relevancia (1993, p. 213).

El próposito de esta operación es de una claridad meridiana: se trata de liquidar el marxismo –y, por extensión, el socialismo– como utopía liberadora y como proyecto de transformación social, diluyéndolo en el magma neoconservador del “fin de las ideologías”. En este sentido, las implicaciones “reaccionarias” de la obra de Laclau y Mouffe son evidentes y quedan claramente expuestas desde las páginas iniciales de su Hegemonía y estrategia socialista, cuando en el mismo “Prefacio a la edición española” se sostiene que en dicho libro se plantea una:

redefinición del proyecto socialista en términos de una radicalización de la democracia; es decir, como articulador de las luchas contra las diferentes formas de subordinación –de clase, de sexo, de raza, así como de aquellas otras a las que se oponen los movimientos ecológicos, antinucleares y antiinstitucionales. Esta democracia radicalizada y plural, que proponemos como objetivo de una nueva izquierda, se inscribe en la tradición del proyecto político “moderno” formulado a partir del Iluminismo (1987, p. ix).

Ningún socialista podría disentir de tan bellos propósitos, siempre y cuando el logro de estas metas no implique sacrificar el objetivo de superar históricamente el capitalismo, algo que ni siquiera Eduard Bernstein –”revisionista” pero socialista al fin– estuvo dispuesto a admitir. Sin embargo, ésto es precisamente lo que encontramos al final del laberíntico discurso de Laclau y Mouffe: el socialismo se ha volatilizado por completo toda vez que el objetivo supremo de la nueva izquierda es una democracia “radicalizada y plural”. De este modo se pone fin al trayecto teórico-político recorrido por nuestros autores: tras comenzar con una crítica epistemológica y abstracta a los marxismos de la Segunda y la Tercera Internacionales se concluye con una sigilosa capitulación en donde el objetivo esencial del socialismo, la sustitución de la sociedad capitalista por otra más justa, humana y liberadora, queda definitivamente silenciado en aras de una tan etérea como inverosímil profundización de la democracia. Sin decirlo, los autores comparten las tesis de Francis Fukuyama y toda la derecha moderna que consagra el capitalismo como el estadio final de la historia humana. Así, la supuesta renovación del marxismo se efectuó tan meticulosamente y con tanto ahínco que en su fervor innovador los “renovadores” terminaron pasándose al bando contrario: en su rápido desplazamiento arrojaron por la borda la crítica al capitalismo y la necesidad de superarlo, convirtiéndose objetivamente en sus sibilinos apologistas.

Lo anterior salta a la vista cuando se examina más detenidamente el significado de la “democracia radicalizada” de Laclau y Mouffe y la obra posterior de ambos autores, en donde su lisa y llana adhesión al liberalismo se manifiesta sin ninguna clase de cortapisas. El debate ya no es con “los restos del marxismo” sino en cómo situarse entre Rawls y Rorty8. En todo caso, y retomando el hilo de nuestra argumentación, nos parece cuestionable tanto desde el punto de vista de la rigurosidad intelectual como desde la coherencia política, tratar un tema como el de la radicalización de la democracia sin por lo menos proceder a reexaminar lo que Rosa Luxemburg, desde el corazón mismo de la tradición marxista, escribiera al respecto9. Una reflexión como la que hacen Laclau y Mouffe, cual si fueran Adán y Eva el primer día de la creación del mundo, poco ayuda a su autodeclarado propósito de renovar críticamente el pensamiento marxista. En segundo término, el planteamiento de nuestros autores es por lo menos vago, y por momentos peligrosamente confuso. En efecto, no se puede afirmar alegremente que “la tarea de la izquierda no puede por tanto consistir en renegar de la ideología liberal-democrática sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural” (1987 [b]: p. 199).

Laclau y Mouffe son profesores de teoría política y no pueden ignorar que la posibilidad de “profundizar y expandir” la ideología liberal-democrática no es algo que pueda hacerse mediante un ejercicio retórico o una invocación a la buena voluntad de hombres y mujeres, al margen de los condicionantes que dicha ideología tiene en funcion de su articulación –nada contingente, por cierto– con una estructura de dominio y explotación clasista, en cuyo seno dicha ideología se desarrolló y a cuyos intereses fundamentales sirvió diligentemente durante tres siglos. Aquí el “instrumentalismo” de Laclau y Mouffe es tan burdo que recuerda a esa verdadera caricatura del leninismo que los autores construyeron en su obra con el ánimo de despacharlo sin ningún tipo de reparos. Sólo que el nuevo “instrumentalismo” de Laclau y Mouffe pertenece, aparentemente, a una variedad benigna que no despierta la menor preocupación en nuestros autores. ¿Creen éstos que es tan sencillo “hacer romper al liberalismo su articulación con el individualismo posesivo” (1987 [b]: p. 199)?

Si así fuera, la historia de la democracia habría sido muchísimo más pacífica y apacible: hubiera bastado con ir de a poco debilitando los vínculos entre liberalismo y explotación clasista para que, una radiante mañana, los burgueses liberales hubiesen amanecido como demócratas radicales ad usum Laclau y Mouffe. ¿Por qué si el liberalismo tiene una historia tres veces centenaria la democracia es una frágil y reciente adquisición de algunas pocas sociedades capitalistas? ¿Será porque a nadie se le ocurrió pensar en producir esa ruptura entre liberalismo y dominación burguesa? ¿O será tal vez porque esa tarea de profundizar y expandir la democracia liberal en una dirección “radicalizada y plural” tropieza con límites estructurales y de clase que hacen que dicha empresa requiera para su materialización lo que con mucha elegancia Barrington Moore denominaba “una ruptura violenta con el pasado”, es decir, una revolución (1966)? ¿Por qué será que Laclau y Mouffe no pueden citar ni un sólo ejemplo de una democracia “radicalizada y plural” en el capitalismo contemporáneo? Respuesta: porque no existe.

Nuestros autores pueden formular estas temerarias propuestas acerca de la ilimitada elasticidad ideológica del liberalismo porque su visión “posmarxista” del mundo les impide percibir lo social como una totalidad y el “efecto embudo” de su perspectiva teórica les inhibe apreciar las conexiones existentes entre discursos, ideologías, modos de producción y estructuras de dominación. La radical e insuperable fragmentación de la realidad social tal cual ésta aparece en los meandros de su argumentación hace que todo sea posible, hasta una conversión del liberalismo y su transformación en una ideología democrática en donde por imperio de los “juegos de lenguaje” y los “significados flotantes” se disuelven todos los condicionamientos clasistas, sexistas, racistas, lingüísticos, religiosos y culturales que caracterizaron al liberalismo desde sus orígenes. Ni siquiera un conservador ilustrado como Tocqueville creía que ésto fuera posible, para no hablar de Max Weber, pero ésto no arredra la audacia de nuestros autores10.

Capitalismo, socialismo, democracia

¿Debemos, por lo tanto, rechazar la propuesta de “profundizar y extender la democracia”, tan cara a los “posmarxistas” latinoamericanos? De ninguna manera. Pero un programa de este tipo exige un planteamiento radicalmente distinto del que sugieren Laclau y Mouffe, lo que supone antes que nada una apreciación realista del significado de la democracia burguesa y una labor de implacable desmitificación, pues de lo contrario toda su bella propuesta reposaría sobre una ilusión.

En este sentido las reflexiones de Rosa Luxemburg –ya en la cárcel y siguiendo con atención los primeros pasos de la revolucion rusa– son de extraordinaria importancia porque, contrariamente a lo que proponen nuestros autores, recuperan el valor de la democracia sin legitimar el capitalismo y sin arrojar por la borda la utopía y el proyecto socialistas. Decía la revolucionaria polaca:

Lo que esto significa es lo siguiente: siempre hemos distinguido el núcleo social de la forma política de la democracia burguesa. Siempre hemos revelado el núcleo duro de desigualdad social y falta de libertades que se oculta bajo la dulce envoltura de la igualdad y las libertades formales. Pero no para rechazar estas últimas sino para impulsar a la clase trabajadora a no conformarse con la envoltura sino a conquistar el poder político; a crear una democracia socialista para reemplazar a la democracia burguesa, no a eliminar a la democracia (1970, p. 393).

El planteamiento de Rosa Luxemburg, por lo tanto, supera creativamente tanto las trampas del vulgomarxismo –que al rechazar la democracia capitalista terminaba repudiando in toto la sola idea de la democracia y justificando el despotismo político– como las del “posmarxismo”, que reniega del proyecto de Marx para disolverse y refundirse ideológicamente en el liberalismo. En consecuencia: ni desprecio ni entrega. Lo que se requiere es una auténtica aufhebung, es decir, una simultánea negación, recuperación y superación de la democracia capitalista, en donde el socialismo sea concebido como capaz de dar a luz a una forma cuantitativa y cualitativamente superior de democracia y no, como en la propuesta de Laclau y Mouffe, como la simple “dimensión social” de una democracia radicalizada incapaz de descartar las sospechas de que se trata simplemente de más de lo mismo (1987 [b]: p. 201).

En este caso, el socialismo se vería reducido al rango de una mera “forma superior” de democracia que, pese a todas las evidencias, nuestros autores sueñan que se puede construir dejando intactos los fundamentos de la explotación capitalista. Que la nuestra no es una lectura viciada por un prejuicio izquierdista lo prueba el hecho de que nada menos que el “ironista liberal” Richard Rorty, cuyo tránsito del trotskismo de su juventud al filo-reaganismo de su madurez sigue concitando el asombro de muchos, también se declara incapaz de distinguir, “como [Ernesto Laclau y Chantal Mouffe] querrían […] la ‘democracia radical’ respecto de la mera ‘democracia liberal’ […] No está claro que la democracia radical pueda significar otra cosa que el tipo de sociedad que Ryan describe” (Rorty, 1998: pp. 51-52). El tipo de sociedad aludida por Alan Ryan, conviene aclararlo, es el “capitalismo de bienestar con rostro humano”.

Así las cosas, no podemos hacer menos que rechazar toda tentativa de liquidar los ideales socialistas. Como ya lo hemos expuesto en otro lugar, no se trata de negar la gravedad de la crisis del marxismo (Boron, 1996, cap. 9). Pero sería insensato dejar de preguntarse si no será ésto un reflujo transitorio en lugar del ocaso definitivo del socialismo, como surge del argumento desarrollado por Laclau y Mouffe. Tal vez sea demasiado pronto para saber, aunque nos resistimos a creer que el fracaso en las primeras tentativas de construcción de la sociedad socialista pueda significar la definitiva erradicación de una de las más bellas y nobles utopías jamás gestada por la especie humana.

Tal como lo examináramos más arriba a propósito de los análisis de John E. Roemer, el fracaso del experimento soviético no significa que el proyecto socialista de construir una nueva sociedad –igualitaria, libre, emancipada, autogobernada– haya sido archivado en el limbo de la historia que pudo ser y que no fue (1994, pp. 25-26). Hay sobradas razones para creer que la euforia de la burguesía, que hoy parece inundarlo todo, habrá de ser breve, teniendo en cuenta los múltiples signos que por doquier hablan de la precariedad del “triunfo” capitalista. ¿Cómo olvidar que en los últimos noventa años los ideólogos de la burguesía anunciaron en tres oportunidades –la belle époque de comienzos de siglo, los roaring twenties y los años cincuenta– la victoria final del capitalismo? Y ya sabemos lo que ocurrió después. ¿Por qué habríamos ahora de creer que hemos llegado al “fin de la historia”?

En todo caso, una pregunta crucial queda planteada con total legitimidad: ¿podrá el marxismo hacer frente al formidable desafío de nuestro tiempo, o deberemos en cambio buscar refugio en la vaguedad y esterilidad del “posmarxismo” para hallar los valores, categorías teóricas y herramientas conceptuales que nos permitirían navegar en las aguas tormentosas del fin de siglo? Creemos que la teoría marxista contiene los elementos necesarios para resurgir con nuevos bríos de la presente crisis, a condición de que los marxistas rehusen atrincherarse en las viejas y tradicionales certidumbres y que llevados por el dogmatismo o la indolencia intelectual cierren los ojos ante las múltiples lecciones dejadas por el primer ciclo de las revoluciones socialistas y se empecinen en ignorar los nuevos e inéditos desafíos que plantea la agresiva restructuración neoliberal del capitalismo a finales del siglo xx.

Por ello, para enfrentar la crisis teórica con ciertas posibilidades de éxito será necesario someter todo a discusión, reexaminar la totalidad del corpus teórico gestado a lo largo de más de un siglo y medio haciendo honor a aquella divisa marxista que identificaba la dialéctica como una crítica despiadada de todo lo existente, incluyendo la propia teoría. Algunas de las cabezas más lúcidas del pensamiento marxista ya han puesto manos a la obra. Lo que asoma en el horizonte es un marxismo renovado, ágil, dinámico, abierto al mundo y plural, ya avizorado por las miradas penetrantes de Raymond Williams y Ralph Miliband en algunos de sus últimos escritos; un marxismo, en síntesis, con su rostro vuelto hacia el siglo xxi y abierto a todos los grandes temas de nuestra época (Williams, 1991-1992, pp. 19-34; Miliband, 1997).

Coincidimos, en este sentido, con la poética anticipación que años atrás hiciera Marcelo Cohen, con palabras que hacemos nuestras y que aluden a la persistente presencia creadora, difusa y profunda del marxismo en el mundo contemporáneo. Nos habló de sus legados, sus promesas y sus inmensas posibilidades, y lo dijo de esta manera:

Soy la voz insepulta del marxismo […] sólo algunos de mis avatares yacen bajo los escombros del Muro de Berlín. Otros retroceden ante las imágenes polacas de la Virgen. Pero espiritualmente, por así decir, ando aún por todas partes. Mi respiración empapa la vida del mundo, no sólo occidental. […] Me han usado, como a casi todo, para perpetrar pesadillas sociales y bodrios de la imaginación. Me han invocado para torturar. […] He dado palabras para nombrar lo que hoy sigue hiriendo, he nutrido el nervio, la rabia orgullosa, la agudeza crítica. […] Y he proporcionado aperturas, fantásticos relatos interpretativos, anchas alucinaciones teóricas que alimentaron la fantasía rebelde y el placer inteligente. Para los amantes del fútbol: soy un fino centrocampista que crea juego inagotable. Y nada más. Conmigo se seguirá discutiendo. No seré cemento de construcciones perversas, sino movilidad y sugerencias; presiento nuevas metamorfosis. El que quiera puede recibirme. Y el que no, que se embrome (1990, p. 24).

Excursus final: las trampas de la coyuntura y el descenso a los infiernos del “posmarxismo”

Las urgencias de la coyuntura y la necesidad de dar respuestas concretas a los desafíos que propone han tenido la virtud de contribuir a despejar el enigma que rodeaba algunos argumentos cruciales de los teóricos del “posmarxismo”. En efecto, los alcance efectivos de la fórmula de la “democracia radicalizada y plural” o la exhortación a “redefinir” el proyecto socialista en términos de la radicalización de la democracia, por ejemplo, permanecían en las brumas de un discurso hermético y solipsista que si bien suscitaba muchas dudas –algunas de las cuales fueron expuestas más arriba– tampoco ofrecía flancos demasiado descubiertos para la crítica.

Afortunadamente, un reportaje realizado a finales de 1997 en Buenos Aires permite poner punto final a esta situación (González, 1997, p. 20).

La propuesta “posmarxista” de articular las luchas en contra de todas las formas de subordinación sonaba, en principio, como muy atractiva y no podía sino suscitar las simpatías de los socialistas y del campo progresista en general. Sin embargo, había algo enigmático e inquietante en el planteamiento de nuestros autores: ¿cómo era posible teorizar sobre tantas formas de opresión –de clase, de género, de raza, religiosas, lingüísticas, amén de las luchas en defensa del medio ambiente, por la paz y el estado de derecho– haciendo total abstracción de la estructura y la dinámica del capitalismo contemporáneo y sus tendencias hacia la concentración monopólica de la riqueza y el poder, la superexplotación de las masas populares, la postergación de las regiones periféricas y la destrucción del medio ambiente? Contribuía aún más a la perplejidad de estudiosos y críticos, discípulos y colegas por igual, la llamativa ausencia de ejemplos concretos que perfilasen los rasgos distintivos de la “democracia radicalizada y plural” de Laclau y Mouffe que tantas esperanzas abría supuestamente para las víctimas de todo tipo de opresión.

Ahora, gracias a la incursión de Laclau sobre la actual coyuntura argentina, el enigma se ha develado: por una de esas crueles ironías de la historia aquel paraíso democrático y radicalizado tan pletórico de promesas que nos pintaban nuestros autores no resultó ser otro que… el capitalismo neoliberal. Sí, el mismo que en la Argentina surgiera de un plan que, según Laclau, fue “aplicado por el menemismo con un criterio estrictamente burocrático y con la pasividad del resto de la población”. De este modo, las insanables injusticias constitutivas del modelo más reaccionario en la historia del capitalismo aparecen como productos de accidentales desviaciones burocráticas o “errores de ejecución” del menemismo y, ¿por qué no?, de la resignada aquiescencia del conjunto de la población que según el filósofo “posmarxista” –impertérrito ante el espejismo de los paros nacionales, cortes de rutas, puebladas, carpas docentes e innumerables marchas de protesta– habría aceptado con ovejuna mansedumbre la medicina estabilizadora de los tecnócratas. Por eso Laclau se congratula de que “Chacho Álvarez haya dicho que los lineamientos generales del plan de estabilización no van a ser modificados por la Alianza”. Y poniendo en sintonía su discurso supuestamente “superador” del marxismo con el pensamiento único dominante concluye: “Creo que está muy bien que diga eso porque no hay una política alternativa”. Los memoriosos no dejarán de recordar que fue precisamente ése –TINA, “There Is No Alternative”– el slogan publicitario de Margaret Thatcher en sus días de gloria, consigna repetida entre nosotros ad nauseam por Bernardo Neustadt, Daniel Hadad y Mauro Viale, para no citar sino algunos de los más distinguidos “filósofos” vernáculos del neoliberalismo, inconscientes precursores del “posmarxismo” en estas dolientes regiones de la periferia.

Debido a esta capitulación ideológica Laclau no tiene dudas acerca de lo que debería hacer la Alianza para diferenciarse del gobierno menemista: “ampliar el consenso democrático alrededor del plan”. ¡Sí!, leyó bien: reforzar la legitimidad de un modelo económico que genera niveles inéditos de desempleo y pobreza mientras enriquece a un puñado de privilegiados y provoca un fenomenal endeudamiento externo, amén de muchas otras desgracias. Claro, Laclau también añade que un futuro gobierno de la Alianza debería promover la defensa de “los derechos de los ciudadanos en una pluralidad de esferas”, pese a que en aquel momento tanto el gobierno menemista como la Alianza se colocaron al lado de Su Santidad y a la derecha de Hillary Clinton en una materia tan esencial a la condición ciudadana de la mujer como el derecho a disponer libremente de su propio cuerpo. ¿Cómo reconciliar la antinomia entre derechos ciudadanos, abstractamente defendidos por Laclau y los “posmarxistas”, y la lógica de mercado en los “capitalismos realmente existentes” ante la cual se inclinan con trémula veneración los “superadores” del marxismo? Laclau nada nos dice al respecto.

Más de una vez Marx y Engels señalaron en diversos escritos que la hueca grandiosidad de la filosofía política hegeliana apenas si encubría la miserabilidad del estado prusiano. No muy distinta es la misión histórica de la “democracia radicalizada y plural” de Laclau y Mouffe: edulcorar al neoliberalismo, proclamar sibilinamente “el fin de la historia” eternizando el capitalismo y escamoteando su naturaleza explotadora y opresiva y, finalmente, endiosar a la democracia liberal. Lo que en la práctica termina haciendo el “posmarxismo”, tal como lo prueba la entrevista a Laclau, es legitimar la rendición incondicional de una cierta izquierda y la liquidación de la herencia teórica socialista. Arrojado al infierno de la coyuntura argentina, el “posmarxismo” queda despojado de toda su hueca palabrería y desnuda el carácter reaccionario de su propuesta: promover la resignación ante el capitalismo, “naturalizado” como un hecho incuestionable, y alentar el gatopardismo de una oposición como la Alianza que prefiere ser segura alternancia del menemismo a incierta alternativa popular, y que afirma querer “domesticar” al neoliberalismo para tornarlo “transparente y socialmente sensible”. La verdad siempre es concreta: el proyecto refundacional del “posmarxismo” revela, en su concreción, su verdadera naturaleza: una nueva y sofisticada estratagema al servicio del capital, concebido para desarmar ideológicamente el campo popular.

 

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