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Mundo, Pensamiento :: 15/04/2015

Tres textos de Mujeres de Galeano

Eduardo Galeano
A continuación tres textos inéditos contenidos en su último libro, 'Mujeres'

Juana

Como Teresa de Ávila, Juana Inés de la Cruz se hizo monja para evitar la jaula del matrimonio.

Pero también en el convento su talento ofendía. ¿Tenía cerebro de hombre esta cabeza de mujer? ¿Por qué escribía con letra de hombre? ¿Para qué quería pensar, si guisaba tan bien? Y ella, burlona, respondía: —¿Qué podemos saber las mujeres, sino filosofías de cocina? Como Teresa, Juana escribía, aunque ya el sacerdote Gaspar de Astete había advertido que a la doncella cristiana no le es necesario saber escribir, y le puede ser dañoso.

Como Teresa, Juana no sólo escribía, sino que, para más escándalo, escribía indudablemente bien.

En siglos diferentes, y en diferentes orillas de la misma mar, Juana, la mexicana, y Teresa, la española, defendían por hablado y por escrito a la despreciada mitad del mundo.

Como Teresa, Juana fue amenazada por la Inquisición. Y la Iglesia, su Iglesia, la persiguió, por cantar a lo humano tanto o más que a lo divino, y por obedecer poco y preguntar demasiado.

Con sangre, y no con tinta, Juana firmó su arrepentimiento. Y juró por siempre silencio. Y muda murió.

Louise

—Quiero saber lo que saben –explicó ella.

Sus compañeros de destierro le advirtieron que esos salvaje no sabían nada más que comer carne humana: —No saldrás viva.

Pero Louise Michel aprendió la lengua de los nativos de Nueva Caledonia y se metió en la selva y salió viva.

Ellos le contaron sus tristezas y le preguntaron por qué la habían mandado allí: —¿Mataste a tu marido? Y ella les contó todo lo de la Comuna: —Ah –le dijeron–. Eres una vencida. Como nosotros.

Celebración de la amistad

Juan Gelman me contó que una señora se había batido a paraguazos, en una avenida de París, contra toda una brigada de obreros municipales. Los obreros estaban cazando palomas cuando ella emergió de un increíble Ford a bigotes, un coche de museo, de aquellos que arrancaban a manivela; y blandiendo su paraguas, se lanzó al ataque.

A mandobles se abrió paso, y su paraguas justiciero rompió las redes donde las palomas habían sido atrapadas. Entonces, mientras las palomas huían en blanco alboroto, la señora la emprendió a paraguazos contra los obreros.

Los obreros no atinaron más que a protegerse, como Pudieron, con los brazos, y balbuceaban protestas que ella no oía: más respeto, señora, haga el favor, estamos trabajando, son órdenes superiores, señora, por qué no le pega al alcalde, cálmese, señora, qué bicho la picó, se ha vuelto loca esta mujer...

Cuando a la indignada señora se le cansó el brazo, y se apoyó en una pared para tomar aliento, los obreros exigieron una explicación.

Después de un largo silencio, ella dijo: —Mi hijo murió.

Los obreros dijeron que lo lamentaban mucho, pero que ellos no tenían la culpa. También dijeron que esa mañana había mucho que hacer, usted comprenda...

—Mi hijo murió –repitió ella.

Y los obreros: que sí, que sí, pero que ellos se estaban ganando el pan, que hay millones de palomas sueltas por todo París, que las jodidas palomas son la ruina de esta ciudad...

—Cretinos –los fulminó la señora.

Y lejos de los obreros, lejos de todo, dijo: —Mi hijo murió y se convirtió en paloma.

Los obreros callaron y estuvieron un largo rato pensando. Y por fin, señalando a las palomas que andaban por los cielos y los tejados y las aceras, propusieron: —Señora: ¿por qué no se lleva a su hijo y nos deja trabajar en paz? Ella se enderezó el sombrero negro: —¡Ah, no! ¡Eso sí que no! Miró a través de los obreros, como si fueran de vidrio, y muy serenamente dijo: —Yo no sé cuál de las palomas es mi hijo. Y si supiera, tampoco me lo llevaría. Porque ¿qué derecho tengo yo a separarlo de sus amigos?

Telesur

 

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