Palestina: A mí Dios no me dijo nada...

" Recuerdo haber presenciado una entrevista a dos jóvenes, uno israelí y el otro, palestino. Al preguntársele al israelí cuál era el derecho que tenía, como judío, a la tierra Palestina, éste respondió muy seguro:
-Mi Dios nos la prometió.
Parecía tan natural, hasta el momento en que el palestino de ojos muy grandes y muy negros, musitó quedamente, pero no menos seguro:
-A mí, Dios no me dijo nada..."
---------------------------
De la primera parte del libro " A mí, Dios no me dijo nada..." de Nancy Lolas
Turca
Al principio, cuando escucho la palabra "turco", no tengo mucha conciencia de qué, o a quién se refiere. Percibo que es una palabra que ofende, pero no entiendo bien la razón.
La idea más cercana es la de alguien color cetrino, aceituna, ojillos atisbando angularmente con un dejo de maldad, le agrego tal vez un tocado de terciopelo rojo. Ahora, ¿turca? Aquí sí me cuesta. ¿Pelo crespo, algo gordinflona y chucherías tintineando? Algo tan ajeno. Y nada más.
A medida que pasa el tiempo el término va tomando una connotación francamente agresiva, casi grosera, que provoca una mezcla de humillación y vergüenza, como un estigma.
Familiarmente, una palabra que no se pronuncia. Como que somos culpables de algo, pero que tampoco sé de qué.
Con el tiempo me entero que cuando nuestros padres llegan a América, Palestina estaba aún bajo el dominio turco otomano y de ahí que viajan con pasaporte turco.
El ser llamados por ese apelativo -para ellos vergonzoso y detestado- constituye un insulto. Cuando algunas gentes de la época se dan cuenta que nos altera y nos duele, lo empiezan a usar realmente como un insulto.
El primer ciudadano turco que conozco -cincuenta años después, en una embajada-, es un señor de tez blanca y ojos pardos. ¡Ahora, pensando, recuerdo que durante mi niñez una vez oí decir que los turcos eran amarillos!
Refugiados
Cuando Israel invade la Franja de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este en 1967, más de 200.000 personas son expulsadas de sus casas en Palestina, y se convierten en refugiadas -algunas de ellas por segunda vez- en los países árabes vecinos.
Ese año participo en una campaña de recolección de ropas y medicamentos para estos refugiados palestinos. Lo hacemos en el Policlínico Sirio de calle Independencia donde recibimos muchas cosas, algunas buenas y otras malas. Seleccionamos lo mejor por tallas.
Como soy la menor del grupo, me encargan escribir los bultos. Irán a la Cruz Roja Internacional con sede en Ginebra. Cuando ya tenemos una cantidad lista, embalada y etiquetada, llega una orden de cambiar las etiquetas. No puede decir "refugiados palestinos", sino que debe ser "refugiados", en general. La Cruz Roja Internacional decide a qué refugiados y a qué país irán. O se hace así, o no se puede enviar nada. Sin comprender -y con mucha impotencia- reescribo todas las etiquetas.
El derecho de la sangre
-Lo mandaron sus papás para que no lo mataran los turcos. Se vino en un barco. Llegó enfermo, tenía 14 años y se mareaba.
-¿Cómo?, ¿con quién más?, ¿de dónde salió?, ¿cómo se embarcó?, ¿en qué puerto?
-No sé. Eso es lo que él contaba.
Cuando mi madre fallece, bruscamente me doy cuenta que ya no tengo quien me cuente más de esos inicios, ni a quien preguntarle. Regreso a San Felipe, mi ciudad natal, a buscarlo. No puedo vivir pensando que permanece solo en la oscuridad y el frío, tan lejos de donde nació.
Siento un cariño infinito al ver sus restos; tranquilidad y cariño. Tenía una necesidad casi física de traerlo a Santiago, cerca mío.
La semana en que él muere, yo cumplo 3 años. No me dicen nada y me sacan de la casa. Recuerdo haber estado tras un ventanal de alféizar muy ancho y cortinas tejidas a crochet, durante mucho tiempo, mirando hacia enfrente, donde está mi casa, pero ignoro dónde estoy y el porqué estoy allí.
Años después, al preguntarle a mi madre acerca de ese recuerdo tan lejano e inexplicable, me confiesa haberse arrepentido siempre de ocultarme su muerte, pues durante mucho tiempo pregunto por él y lo busco. Me cuenta que cuando jugaba con otros niños en la plaza de San Felipe y ellos llamaban y buscaban a sus padres, yo también corría con ellos.
Siento una gran paz al regresar con él en mi auto. Por fin juntos y poder decir:
-Voy a ver a mis padres.
Por disposiciones legales no debo trasladarlo en un auto particular. Cuando en el control me detiene un carabinero, no puedo evitar contarle:
-He regresado a buscar a mi padre. Lo llevo conmigo.
Inclinando la cabeza, observa lentamente la pequeña urna y sin pedirme ningún documento, me deja pasar.
A mi padre lo llamaban el Palestino; dícese de él que recitaba a Cervantes y que era una especie de juez familiar en toda boda, disputa, sociedad o compra.
Cuando recibo mi pasaporte y carné de identidad como miembro del Parlamento Palestino y cuando, 101 años después de su nacimiento en Beit-Jala, Palestina, recobro su nacionalidad y ciudadanía, sólo pienso en él y siento un gran orgullo por ser chilena.
Cada vez que tengo la ocasión de expresarlo, digo que el derecho de la tierra se lo arrebataron, pero que el derecho de la sangre es mío, aún si no lo hubiese querido.
Alguna vez, alguien me dice:
-No puedes sentir lo mismo que alguien como yo, nacido allí.
Claro que no puedo, pero mis raíces cruzan el planeta.
El terno
Mi suegro, al igual que mi padre, es enviado por los suyos a América. Se ríe mucho recordando:
-Me hicieron un terno igual a lo que veían en los ingleses o europeos que pasaban por allí.
-Pero, tío, ¿qué terno?, ¿con qué molde?
-¡Cómo que molde! Así no más. Lo cortó mi madre encima de una mesa.
-¿Cómo se veía?
-¡Imagínese!
Cuenta que como no puede pagar más que tercera clase y se marea con el encierro, sale a cubierta cuando el tiempo se pone malo, como dice. Muchas veces lo moja el agua de mar, sobre todo en las piernas. El terno encoge como a mitad del muslo, al igual que las mangas.
Al bajarse en Valparaíso, con su media lengua -una jerigonza para quien no ha oído antes el idioma árabe-, provoca las sonrisillas del gran mundo que viaja en barco en ese año de 1900.
Lo viene a buscar un tío llegado un poco antes. Se sigue riendo al contarlo, tanto como se reían de él algunos viajeros de la época. Dice que se doblaban en dos -muestra cómo lo hacen- al mirarlo. Su tío se lo lleva rápidamente.
Le gusta contarlo y que le escuchemos. Más aún que nos riamos.
II Extracto de libro de Nancy Lolas
Faride
Llega a Chile en 1912, dos años después de mi padre y de su esposo. Es bajita, gordita, de pelo corto y crespo. Habla con mucho acento árabe. Le gusta conversar conmigo y contarme cosas. A veces las mismas.
Me cuenta que arriba primero a Argentina, a Buenos Aires. Tiene 15 años, trae consigo a su primer hijo, Elías, de un año y la acompañan dos primas de su misma edad. Como han enviado una carta y creen que reencontrarse es tan sencillo, viajan a Mendoza donde permanecen esperando que su marido las vaya a buscar. Lo que ella ignora es que su esposo trabaja en Curanilahue y la carta ha sido enviada a San Felipe. Prácticamente son niñas aún, y es la primera vez que dejan su aldea natal. Desconocen las distancias, idiomas y otros países. Sólo saben que han cruzado el gran mar.
Viven las tres en una pieza que arriendan hasta que se les acaba el dinero que traen. Los últimos días, desesperadas, envían otra carta avisando que viajarán por su cuenta a Chile. Casi sin dinero, lo único que pueden comprar son unos trozos de carne que les asan de favor unos panaderos españoles, también inmigrantes.
Como les resulta imposible obtener noticias de Chile, contratan a un arriero para que las cruce la Cordillera. Le entregan como pago anticipado el único objeto de valor que les queda: un broche de oro recuerdo de su matrimonio. El arriero se compromete a llevarlas hasta la ciudad de Los Andes, en territorio chileno. Son tres días a lomo de mula, sin ropa adecuada ni alimentos para el niño. En las noches no duermen por el frío y el temor a que el hombre las abandone en esas montañas tan grandes y desconocidas o a que les dé muerte en ese lugar tan lejano y diferente a su patria.
Antes de llegar a Los Andes, apenas cruzan la frontera, sombrero en mano, las espera mi padre. El niño está morado. Ella piensa que se ha envenenado, pero ha sido el efecto del aire y del sol en la montaña.
Viajan a Curanilahue donde se reencuentra con su esposo y permanecen allí por varios años sin mantener contacto con mi padre. Este continúa viviendo en San Felipe en un "cité" que rentan por poco dinero varias familias paisanas. Entre todos contratan una señora que ha venido del Sur en busca de trabajo.
Cuando muchos años después, viviendo ella en Santiago, vengo de San Felipe a su casa, acostumbra rememorar historias pasadas. Que tuvo siete niños, que conocía a muy poca gente pues estaba siempre cuidando a sus hijos. Cuando el menor de ellos cae en un canal que corre al fondo del patio y se ahoga, su esposo se enferma de lo que ella llama "la enfermedad del pensamiento". Dice que se sienta por días y días, sin comer ni hablar, hasta que fallece. Luego de la muerte de su esposo e hijo menor y con seis niños pequeños, permanece sola y sin contactos.
Mientras tanto, en la casa donde vivía mi padre en San Felipe, un día se cae un pequeño y la empleada que lo recoge lo santigua en árabe. Mi padre, que presencia la escena, se asombra y le pregunta. Ella le cuenta que ha trabajado con una señora palestina que al fallecer su esposo y quedar sola con muchos niños se vio en la necesidad de despedirla. De ese modo mi padre viaja a reencontrarla por segunda vez y se vienen todos a Panquehue.
En estas visitas acostumbra decirme que yo no sabía como era mi padre, que era muy chica. Que para ella fue más que un hermano. Se habían criado juntos en Palestina jugando en un mismo patio ya que los padres de ambos eran hermanos.
La primera vez que puedo visitar aquel patio en Palestina -75 años después- con mi mente alucinada, recorro cada rincón esperando ver algún juguete o pelota; busco entre las ranuras del muro empedrado queriendo encontrar algún papelito olvidado; repaso cada muro esperando ver algún dibujo o tan sólo algunos rayados de niño. Obviamente, no hay nada. Sólo un gran pino que guarda celosamente lo que ha visto.
Cuando de niña vengo a su casa en Gran Avenida, con sus manos blanditas, suaves y llenas de cariño acostumbraba poner en mi plato los mejores trozos de fruta que ella misma mondaba.
En ese entonces me impacta -más que lo que ella me cuenta- lo grande que es Santiago y sus luces de neón. Al regresar a San Felipe -y visto desde el bus- todo es chato, plano, cuadrado y oscuro. La Gran Avenida con sus luces, bullicio, gente y calles anchas y llenas de movimiento, es el primer mundo que me asombra.
¿Volver?
Entre clase y clase de idioma árabe, don Pedro, nuestro profesor, nos cuenta de vez en cuando, algunas vivencias de su pasado en su media lengua.
En esos días lejanos me cuesta entender lo que relata, ya que me parece tan ajeno a mi realidad. Sus relatos son aterradores; les arrebatan todos sus sembrados y todo el combustible en invierno. Cuando ya no tienen nada qué entregar, les sacan los marcos de puertas y ventanas para hacer fuego. Los hombres se van de las casas y se esconden en cuevas en las montañas, ya que de otro modo el ejército otomano los lleva al frente de batalla como "carne de cañón". Aquellas familias que pueden y logran hacerlo, envían a sus hijos a América, como a él. Después no vuelve a saber nunca más de los suyos.
Ahora, a los 60 años, desea ir, pero tiene mucho temor al regreso. Duda en viajar, el miedo lo paraliza, mas, agrega que si no lo hace hoy una parte muy importante de su vida quedará truncada.
Éramos amigos -Yo les prendía la luz -me cuenta Yamil, con una mezcla de orgullo y pena en su voz-. Yo era un niño y ellos, como judíos, no podían hacer nada el día sábado. Como éramos vecinos, a mis padres les daba pena verlos sentados a oscuras y me mandaban a mí, que era chico, a prenderles la luz. Éramos amigos. No había diferencia entre ellos y nosotros. Éramos todos palestinos, sólo que nosotros cristianos y ellos, judíos. Los problemas empezaron mucho después.
«¿Qué dignidad puede tener el hombre
sin patria
sin bandera
sin dirección
qué dignidad?»
-Mahmud Darwish-
Recuerdo vagamente a su mujer. De negro. Muy apagada. Podría ser bajita y muy humilde.
No sabría decir mucho más. Una sensación de desamparo muy grande.
Había visto algunas veces al cura Assadi. Moreno, creo que de ojos muy oscuros. En todo caso, su mirada muy penetrante. Me inspira cierto temor. Siempre lo veo casi en un segundo plano, a dos pasos del Arzobispo.
Pero sí que se nota. Sé que tiene una familia numerosa, que es muy pobre; que vive en Patronato; que ha nacido en Palestina y siempre se dice de él que es un patriota.
Estamos traduciendo con Tarek algunas informaciones referentes a los campos de refugiados, cuando me lo cuenta:
-"Se murió el cura Assadi. Estaba muy enfermo desde hace tiempo. Lo están velando en la Iglesia de Santa Filomena."
Pobre Tarek. Tan flaco con sus grandes ojeras. Fumando y fumando. Siempre con ese malestar producto de sus úlceras. Eternamente dispuesto a cooperar con la Causa.
Hacia allá partimos. Creo hallar la iglesia llena. Es su iglesia. Su barrio. No hay tanta gente.
Pasamos súbitamente del sol a la penumbra. Sombras oscuras murmurando interminables rezos que repican quedamente sobre las frías baldosas. Detrás de Tarek, saludando brevemente a quien él saluda, llegamos al lado del féretro. Miro rápidamente al muerto porque todos parecen tener que hacerlo cuando al volverme, mis ojos se estampan en un rectángulo de papel colorido puesto cuidadosamente encima del cajón. Una pequeña bandera: la bandera palestina.
Deteniéndome en seco observo largamente el rostro avejentado y enjuto de este hombre hasta que se me vuelve borroso.
"Nació en Palestina. Es un patriota", dicen.
El susurro de Tarek me vuelve a la realidad:
-"El pidió la bandera sobre su ataúd. Como todo combatiente".
Salimos de la iglesita con sus muros pintados. De nuevo a pleno sol, el patio parece más pobre y antiguo aún. El estrecho corredor de baldosas brillantes. Un café amargo y el barrio típico árabe de Santa Filomena con sus negocios ruidosos y ropas, colgando, de colores.
Ya no tengo deseos de traducir. De regreso a la oficina imagino los últimos instantes de vida de este anciano cura a tanta distancia del lugar de nacimiento.
Una banderita de papel. ¡Qué rabia e impotencia!
Entre mis pensamientos, la infancia en Palestina. Los naranjales. ¿Por qué nadie habla de las puestas de sol en Palestina? ¿Es que nunca se pone el sol? ¿Sentirá el padre Assadi el aire de Palestina? ¿Cómo se escucharán las olas de su mar? ¿En qué momento de su existencia tomaría conocimiento de la bandera?
Recuerdo como dibujábamos nosotros de niños la bandera chilena en el colegio. Nos enseñan.
A los palestinos se les prohibe.
Nosotros tenemos nuestra sala de muros blanquísimos. Imágenes de santos de colores. Monjas de hábitos muy negros. Con hileras de banquitos. Uno propio por cada niño. Donde escribir. Donde pintar. Donde soñar.
En noviembre pasado escucho sorprendida a Ezzat contarme cómo estudian ellos al ser expulsados de Palestina; en una carpa de Naciones Unidas; sin libros, sin lápices ni cuadernos. Sólo algunos banquitos.
-"Pero, cómo ¿dónde se sentaban?"
-"En un saco, el que lo tenía."
-"¿ Y los demás?"
-"En el suelo. Los banquitos eran solamente para los más chicos. A mí me tocó banquito."
-"Pero, ¿qué escribían sin lápices, sin cuadernos?"
-" No escribíamos. Contábamos historias".
-"¿Qué historias?"
-"Bueno pues...como huimos...de noche...dejando todo. Nosotros perdimos una hermanita. Mucha gente se perdió. Muchos niños. Y así, todos tenían alguna historia que contar."
También me cuenta que luego mas tarde, a la luz de un cabo de vela, en la carpa que le ha correspondido a toda su familia, su madre lo hace repetir una y otra vez lo aprendido.
En el campamento hay algunos profesores y otros voluntarios que luego se empeñan en enseñarles a leer.
En medio del hacinamiento, el polvo y el barro; el olor de la comida que les regala N.U.; escuchando a su madre y a otras mujeres hablar de las casas que les fueron arrebatadas para entregárselas a los colonos judíos traídos de todo el mundo, ahí en ese ambiente, Ezzat aprende a leer.
Recuerda sonriendo que junto con los otros niños esperan, con el rostro pegado a las alambradas que circunbalan la carpa-colegio, el ansiado momento en que llegaba el profesor.
Todos los niños llegan antes de la hora de ingreso.
Tal vez el padre Assadi estuvo en algún lugar así. No tendría donde escribir, donde pintar, pero sí podría soñar.
Hace un rato traducíamos que la bandera palestina en Palestina se pena con cárcel. ¿Son mis pensamientos producto de la pena, lo que hace tan incongruente la frase?
Un letrero grande como el cielo.
"Se prohibe la bandera palestina en Palestina". ¿Cómo la conoce el padre Assadi? ¿Tanto como para llevársela consigo?
Tal vez a escondidas con otros niños. ¿Con quienes jugaría ese hombre de ojos tan profundos? Porque en alguna época debe haber jugado. ¿O los niños palestinos no juegan? Tal vez. No lo sé. Pero sí sé que en el momento en que nada importa, en que se deja todo, en el otro extremo del planeta, piden llevar consigo la bandera de su patria.
¡Una banderita de papel!
Ahora comprendo los brazos clamando al cielo. Hoy entiendo el mesarse los cabellos.
Tarek habla y habla. Yo inmersa en mis pensamientos. En algún momento de todo lo que dice, alcanzo a captar:
-"Murió en la miseria. Enviaba mensualmente su dinero a los campamentos de refugiados"
Tal vez era eso entonces. Tal vez provenía de algún campamento.
¿En qué momento del día, o más propio aún de la noche cuando los niños no escuchan, deciden sus padres arrancarlo de sus entrañas, para enviarlo?
-¿A dónde?
-Lo más lejos posible. ¡Significa su vida!
-¿Qué será la de ellos? ¡Cuánta pena e impotencia!
Regresamos con la única bandera de la Institución. A escondidas.
Poseedores de un tesoro: la última voluntad de un hombre.
Al entrar con ella cuidadosamente doblada en nuestros brazos, nos miran con asombro. Mientras cubrimos el féretro con la gran bandera, cesan por completo los rezos. Creo que hasta dejan de respirar.
Más tarde, caminando entre la gente hasta el lugar del sepulcro, veo a intervalos, el suave, protector y envolvente movimiento de la bandera.
¡Qué felicidad! Sentir por fin el aire, el sol, el mar, el perfume de sus naranjales. Ver su atardecer, sentir la tibieza húmeda de su tierra.
Al regreso, un joven alto, muy delgado; de ojos brillantes y penetrantes se acerca:
"Mi madre quiere hablarle"
Lo sigo lentamente. Su madre me abraza y nada más musita:
-"Gracias hija".
Nancy Lolas Silva (*)
de A mí, Dios no me dijo nada
Ediciones Mar del Plata
Santiago de Chile, 2001.
y Lolas Silva es miembro oficial del Consejo Nacional Palestino desde 1991. Fundadora de la Revista de estudios palestinos, fue presidenta de la Federación Palestina de Chile entre 1987 y 1989.