El objeto de este artículo 1/es reflexionar sobre las implicaciones teóricas y conceptuales de los estudios y publicaciones más recientes sobre el fenómeno de la islamofobia en los países del Norte, principalmente Europa y EE UU. Nuestro planteamiento seguirá cuatro etapas:
Primero daremos un breve resumen de los desarrollos contemporáneos en el campo universitario emergente de los estudios sobre la islamofobia. En segundo lugar discutiremos los usos del término islamofobia en algunas de las contribuciones más importantes de este campo de investigación. Examinaremos así los problemas producidos por la ausencia sistemática de confrontación con las teorías críticas del racismo. En una tercera parte traduciremos las consecuencias teóricas del desafío que representa la islamofobia en un marco conceptual alternativo más capaz de analizar el racismo antimusulmanes. Examinaremos la manera como esto lleva a un conjunto de principios fundamentales de una crítica radical y marxista del racismo. Concluiremos por último con algunas sugerencias sobre la manera en cómo estas consideraciones teóricas pueden ser movilizadas hoy día en estrategias antirracistas.
I. Un concepto “que ha llegado a la madurez”
El estado actual de la investigación sobre el tema ha sido resumido de manera muy acertada por Brian Klug en un artículo que tiene el rango de revista de la literatura. Según él, con la emergencia de un número significativo de trabajos universitarios sobre la diversidad de las formas contemporáneas de discriminaciones hacia los musulmanes, es ya hora de “quitar las comillas” cuando se trata de islamofobia (Klug, 2012: 679). La razón es sencilla: desde la primera utilización del término en la literatura universitaria a finales de los años 1990 y desde su desarrollo público en el informe “Islamofobia, un desafío para todos”, publicado por el Runnymede Trust en 1997, este concepto ha “llegado a la madurez”. No solo circula ampliamente en los debates dentro y fuera del mundo académico, sino que funciona además, y de manera aún más significativa, “como un principio estructurante para la investigación y el mundo universitario” (Klug, 2012: 666).
La impresionante proliferación de artículos universitarios, intervenciones e informes, obras y volúmenes publicados en este campo confirma este hecho. La atención a este fenómeno se ha desarrollado en muchas disciplinas universitarias, produciendo una gran variedad de definiciones operativas, hipótesis y resultados, basados en marcos teóricos, epistemológicos y metodológicos diversos –se pueden citar la psicología experimental (Echebarría Echabe/Guede, 2007; Lee et al., 2009), las encuestas cuantitativas (Bleich, 2011; Clemens, 2013; Field, 2007; 2012; Zick/Küpper, 2009) y el análisis cualitativo de los discursos y de los medios de comunicación (Joseph/D’Harlingue, 2012; Richardson, 2004; Yenigun, 2004). Además, han aparecido periódicos dedicados por entero al estudio de la islamofobia, como el Islamophobia Studies Journal de UC Berkeley, o la revista en lengua alemana Jahrbuch für Islamophobieforschung, cubriendo la investigación sobre la islamofobia en Alemania, en Austria y en Suiza.
Esto no significa evidentemente que el término islamofobia ya no sea cuestionado. En polémicas políticas, y en particular en foros online, blogs o comentarios, se ridiculiza con frecuencia como una especie de pantalla de humo o de eslogan pretendidamente concebido por los islamistas y sus aliados ingenuos, ya sean de izquierdas o liberales, para desacreditar la crítica legítima del islam. De hecho, la negación de la islamofobia es una de las principales preocupaciones de los militantes e intelectuales que trabajan para alimentar sentimientos antimusulmanes. Así, los militantes y blogueros antimusulmanes como Robert Spencer y Pamela Gellar en Estados Unidos, los periodistas británicos como Kenan Malik y Polly Toynbee o los políticos de derecha como Geert Wilders en Holanda y Heinz-Christian Strache en Austria comparten todos el punto de vista, significativamente contradictorio, de que: a) la Islamofobia no existe, y b) la islamofobia es una reacción totalmente racional frente al peligro que lleva el yihadismo islamista sobre la civilización occidental (Lean, 2012). Hay por tanto muchas malas razones para criticar el concepto de islamofobia y, a la inversa, muy buenas razones para defender su utilización frente a quienes niegan la existencia misma de discriminaciones y denigraciones de los musulmanes y del islam. En efecto, los universitarios que exploran el campo de estudios sobre la islamofobia han producido, y continúan haciéndolo, una masa extremadamente importante de saberes, cuya pertinencia no se reduce al debate académico, sino que cumple por el contrario una función crucial en la refutación empíricamente fundamentada de dichos argumentos políticos.
Afirmamos sin embargo que la institucionalización del concepto de islamofobia plantea algunos problemas que los investigadores y militantes críticos y antirracistas no deberían eludir. La necesidad estratégica de combatir el discurso antimusulmanes de quienes niegan la existencia de la islamofobia no es un motivo suficiente. Si tomamos en serio (como deberíamos hacerlo) la observación de Brian Klug de que el término islamofobia funciona efectivamente como “un principio estructurante para la investigación y el mundo universitario”, entonces la decisión de adoptar y utilizar este término no puede reducirse a una simple cuestión de comodidad y de convención. Sostenemos, por el contrario, que la insistencia en la utilización del términoislamofobia ha tenido, y sigue teniendo, repercusiones en la manera como se concibe la investigación y como se llevan –o esquivan– los debates. La primera cuestión que guía nuestro trabajo es por consiguiente esta: ¿cómo opera el término islamofobia en los estudios contemporáneos sobre el tema?
Desde sus primeras utilizaciones universitarias, este término ha sido objeto de críticas. Tres objeciones importantes merecen ser mencionadas brevemente:
Una crítica muy influyente fue formulada por Fred Halliday desde 1999, cuando afirmó que en la situación de entonces, el objeto de los prejuicios no era –o no tanto– el islam como religión sino “los musulmanes como pueblo” (Halliday, 1999: 898). El término islamofobia sugería una continuidad histórica con los discursos premodernos de rivalidades intercreencias, cuando en realidad estamos confrontados a un fenómeno mucho más contemporáneo y contingente (Halliday, 1999: 895). Ese término induciría pues a error y debería ser sustituido por el de “hostilidad antimusulmanes” (Halliday 1999). Este argumento fue recientemente recuperado en Alemania donde, por razones similares, la Deutsche Islam Konferenz, un organismo de Estado iniciado por el Ministerio federal de Interior, rechazó el término islamofobia en favor de un neologismo Muslimfeindlichkeit (hostilidad hacia los musulmanes) (Deutsche Islam Konferenz, 2011; cf. Shooman, 2011a).Un segundo tipo de críticas se concentró sobre todo en el término fobia. Este término haría patologizar e individualizar un fenómeno político y social (Rattanse, 2007: 108). La utilización de ese término implicaría así que la hostilidad hacia el islam y los musulmanes sería una especie de enfermedad mental que podría –de manera individual– ser tratada o sanada. En efecto, algunos enfoques en el campo de estos estudios conceptualizan literalmente la islamofobia como “caracterizada por el miedo” (Lee et al., 2009: 94; 2013; cf. Abbas, 2004: 29; Lean, 2012: 13; Sokolowsky 2009). Este tipo de crítica también ha sido retomada en los debates germanófonos, habiendo autores que prefieren utilizar el término Islamfeindlichkeit (hostilidad contra el islam) (Bühl, 2010: 287; Bielefeldt, 2010: 188) y otros que definen este fenómeno como racismo antimusulmanes (Attia. 2007: 22; Eichhof, 2010: 42; Klammer, 2013: 22).Por último, y sin que sea una sorpresa, la definición más influyente de la islamofobia, desarrollada en 1997 en el informe Runnymede, suscitó exámenes y críticas particularmente escrupulosas. En la mayor parte de los casos, estas críticas se concentran en los conceptos de visión abierta y cerrada del islam que sostiene la definición propuesta de islamofobia. La discusión más profunda del modelo Runnymede se encuentra en el libro de Chris Allen Islamophobia. El problema, en su opinión, es que al calificar de islamofobia las visiones cerradas del islam se está sugiriendo que existen visiones abiertas objetivamente correctas sobre las cuales podría y debería basarse un discurso racional sobre el islam y los musulmanes. Sin embargo, como escribe Allen (2010: 79): “Este modelo y sus diseñadores (…) refuerzan la construcción de un musulmán esencializado, y la idea de que dicho fundamento idealizado sería necesario para el combate contra la islamofobia”.
Reproduce así críticas anteriores del concepto de islamofobia. Por ejemplo, Fred Halliday insistía en que este concepto se basaba en “la idea sesgada […] de que existiría algo así como un islam contra el cual podría dirigirse la fobia” (Halliday, 1999: 898). Aunque cuesta entender cómo afectaría este argumento a todas las definiciones existentes de la islamofobia (Klug, 2012: 674), acierta cuando se dirige contra el modelo Runnymede y las definiciones elaboradas en base a una distinción entre visiones abiertas y visiones cerradas del islam que le están asociadas (cf. Abbas, 2004; Zuquete, 2008).
II. ¿”Dos cosas totalmente diferentes”?
Dicho lo anterior, querríamos concentrarnos en otro problema sobre este concepto. Según pensamos, el paradigma de la islamofobia ha engendrado una distancia problemática, y una falta de diálogo, entre los estudios sobre la islamofobia de un lado y los estudios y teorías críticas del racismo de otro. Insistiendo en la importancia, como objeto de saber determinado, de identificar e investigar sobre las prácticas discriminatorias dirigidas contra los musulmanes y el islam, hay diversas contribuciones que hacen una distinción entre la islamofobia y el racismo. Los dos fenómenos son así tratados como “dos cosas totalmente diferentes” (Allen, 2010: 110), Este se debe, pensamos, al aislamiento autoinfligido de los estudios sobre la islamofobia en relación a los debates más amplios sobre el racismo; aislamiento que lleva a dos problemas significativos, que nos gustaría discutir:
Algunas definiciones y conceptualizaciones de la islamofobia ignoran, de manera implícita o explícita, las teorías críticas marxistas, o inspiradas en el marxismo, del racismo y caen por debajo de las intuiciones que estas han desarrollado.
Cuando la islamofobia es tratada como un ejemplo, o un subconjunto, del racismo (cultural o diferencialista), se subestima el desafío que plantea a los conceptos y teorías mismas del racismo.
El primer problema puede ser ejemplificado por los trabajos más recientes de Nathan Lean y Deepa Kumar. El libro de Lean Islamophobia Industry e Islamophobia y the Politics of Empire de Kumar figuran entre las contribuciones recientes más discutidas en este campo de investigación. Pretenden llevar el debate más allá de los círculos universitarios y están escritos con fines explícitamente políticos, avanzando una firme posición antirracista (y en el caso de Kumar, revolucionaria-socialista). Al destacar las debilidades conceptuales de sus contribuciones, no pretendemos en ningún caso minimizar la importancia de la discusión contemporánea. No obstante, en relación al problema planteado hay dos puntos que merecen ser examinados.
En su descripción de la producción del discurso antimusulmanes de derecha, Lean reduce en buena medida la islamofobia a un instrumento conscientemente desarrollado y forjado por la élite de cara a reforzar su poder político. Kumar también presenta la islamofobia como la forma más reciente de construcción de un enemigo principal de Occidente, y los islamófobos de derecha como “nuevos mccarthistas”, productores de un “miedo verde” [por analogía con el término miedo rojo, el comunismo erigido en pánico moral durante los años del mccarthismo. Ndlr] (Kumar, 2012: 175). Afirma también que la islamofobia ha sido “construida conscientemente y desarrollada por la élite en el poder en momentos muy particulares” (Kumar, 2012: 3). Y, al igual que Lean, reconstruye la manera de cómo una red de neoconservadores belicosos crearon, junto a la derecha proisraelí, cristianos conservadores y antiguos musulmanes, una atmósfera de histeria en torno a la amenaza islámica en el marco de la estrategia geopolítica posguerra fría de los neoconservadores (Kumar, 2012: 113).
¿Cómo es definida, o utilizada, la islamofobia en estos trabajos? No se encuentra definición explícita en la obra de Lean. Las pocas referencias teóricas o conceptuales están tomadas del paradigma psicológico del racismo como prejuicio y estereotipo, que remonta al positivismo de Fordon Allport elaborado en los años 1950 (Lean, 2012: 82). Pero al mismo tiempo Lean afirma claramente que ve la islamofobia como un fenómeno específico, aunque compartiendo formas variadas de racismo o de lo que denomina xenofobia. Kumar por su parte introduce, desde el comienzo de su libro, el concepto de islamofobia para designar cualquier forma de miedo (y de odio) frente a la amenaza musulmana (Kumar, 2012: 3). Utiliza, de manera un poco irritante, los términos de “islamofobia”, “prejuicio antimusulmán” y “racismo antimusulmán” como sinónimos. Al contrario que Lean, se refiere explícitamente a la islamofobia como una forma de “racismo cultural contra los musulmanes”; por desgracia, no aborda las cuestiones teóricas y conceptuales que implican dicha definición.
Lean y Kumar comparten una perspectiva totalmente de agencia e intencional sobre el fenómeno. En este sentido, abordan la islamofobia como algo que agentes (relativamente poderosos) hacen (construyen, producen, generan) de cara a alcanzar algún objetivo, de acuerdo con sus intereses político-económicos. Como concepción, recuerda las primeras concepciones marxistas del racismo como instrumento al servicio de las clases dominantes con el fin de dividir a las clases dominadas. De hecho, Kumar utiliza la expresión “instrumento al servicio de la élite” para describir su comprensión de la islamofobia (Kumar, 2012: 7).
Esta visión instrumentalista fue justamente criticada y superada por quienes contribuyeron al desarrollo de la teoría crítica del racismo en los años 1980 y comienzos de los 1990 en Gran Bretaña y en Francia. Con algunas diferencias de acento, Robert Miles, Stuart Hall, Étienne Balibar, Colette Guillaumin y otros sostuvieron que era necesario ir más allá de las concepciones funcionalistas e instrumentalistas del racismo. De manera significativa, intentaron integrar el fenómeno del racismo –o, mejor dicho, de los diferentes tipos de racismos específicos históricamente– en una teoría más amplia de la ideología y de la hegemonía, basándose en gran medida en los trabajos de Antonio Gramsci y de Louis Althusser. Buscaban de esta manera integrar conceptualmente los aspectos estructurales y discursivos del racismo, esto es, cómo los estereotipos, la imágenes y las metáforas racistas –la totalidad del racismo en tanto que ideología en sentido fuerte– son reproducidas socialmente e institucionalizadas como parte de la superestructura de una formación social; se dedicaron también a determinar de qué manera esta superestructura es retroactivamente ligada a prácticas de exclusión y a comprender cómo el racismo, entendido no como un instrumento sino como una relación social, produce identidades racializadas. Apoyándose en la teoría althusseriana de ideología, Stuart Hall y sus colegas del Birmingham CCCS sostuvieron teóricamente y demostraron empíricamente que el racismo funcionaba como un sistema de interpelaciones ideológicas, produciendo lo que Stuart Hall denominó desde 1980 “modalidades [racializadas] a través de las cuales se vive la clase” (Hall, 1980: 55).
Por desgracia, estas discusiones están muy ausentes de la mayor parte de las recientes contribuciones sobre la islamofobia. Aun cuando la islamofobia es a veces descrita como una ideología, no es propiamente analizada como ideología, lo que implicaría mostrar cómo las ideas de la clase dominante se vuelven efectivamente las ideas dominantes en el contexto político y cultural actual. Aunque dicha empresa va más allá de los objetivos del libro de Lean, en cambio una marxista como Kumar –que colabora con frecuencia con la International Socialist Review y la Monthly Review– habría debido abordar este punto. Después de todo, en una perspectiva marxista, que la clase dirigente haya recurrido a diversas formas de racismo para asentar su dominación sorprende menos que el imperio de esta forma particular de racismo en el sentido común de las y los dominados, admitido por la propia Kumar (Kumar, 2012: 41 f.). Describir la islamofobia como un “instrumento al servicio de una élite” no es una gran ayuda en este contexto.
El segundo problema se refiere a las contribuciones en las cuales se interpreta la islamofobia como una variante del racismo y, más en concreto, como la forma más reciente y más virulenta del nuevo racismo culturizado. Esto incluye, una vez más, el trabajo de Deepa Kumar, pero también, por ejemplo, el de Liz Fekete y del Institute of Race Relations (IRR) en Gran Bretaña, así como importantes contribuciones al debate germanófono, como la propuesta por Iman Attia o Yasemin Shooman. Aquí el problema está en que el fenómeno del racismo antimusulmanes queda muy pronto integrado en el marco conceptual de un nuevo racismo diferencialista o cultural desarrollado en los años 1980 y comienzos de los 1990, en un contexto muy diferente de la situación actual. También aquí hay que examinar dos defectos distintos, aunque relacionados entre sí.
Es importante señalar ante todo que estos debates sobre la emergencia de nuevas formas de racismo en Europa –ya se les denomine “nuevo racismo” (Barker, 1982), “neorracismo” (Balibar, 1991), “racismo diferencialista” (Taguieff, 2001), racismo cultural (Hall, 2000: 11) o xenorracismo (A. Sivanandan, en: Fekete, 2009: 20)– hicieron su aparición en el contexto históricamente específico de los nuevos esquemas migratorios de la era poscolonial (Balibar, 1991: 21; Hall, 2000: 12). Estas nuevas formas de racismo estaban entonces dirigidas contra las categorías de migrantes o extranjeros que no estaban principalmente marcados por la raza. Este viejo nuevo racismo (old new racism) de los años 1980 y 1990 fue analizado en lo esencial como un elemento de las estrategias modernizadoras de la derecha, del neoconservadurismo thatcheriano a la nueva derecha populista. Estas teorías ofrecen algunas reseñas cruciales para el estudio de las formas contemporáneas de racismo –en primer lugar, la advertencia de Etienne Balibar de que “la cultura puede también funcionar como una naturaleza, y [que] puede funcionar en particular como una manera de encerrar a priori a individuos y a grupos en una genealogía, una determinación originalmente inmutable e intangible” (Balibar, 1991). Sin embargo, abordar la islamofobia como el ejemplo más reciente de un racismo cultural deja de lado algunos aspectos extremadamente importantes. El recurso a los valores de la Ilustración, la cooptación de una parte de los movimientos feministas y queer, y la manera que se describe parcialmente como una “crítica progresista de la religión”, hacen al racismo antimusulmanes irreductible a una estrategia de modernización derechista. La islamofobia debería ser comprendida más bien como una forma de racismo liberal (Encke, 2010) o posliberal (Pieper et al., 2011) sosteniendo una amplia alianza interclases basada en mecanismos de exclusión específicos. Volveremos a abordar el tema en las tercera y cuarta secciones de este artículo.
Por otro lado, la descripción de la islamofobia como un racismo cultural suele implicar una especie de periodización histórica, localizando la emergencia de esta forma específica de racismo en una secuencia temporal particular. Se basa en un relato de transición que va de un viejo racismo propiamente biológico, socialmente desacreditado después del Holocausto y la descolonización, a un racismo que sustituye la antigua categoría de raza por la de cultura. Sin embargo, el fenómeno del racismo contemporáneo antimusulmanes va más allá de esta periodización y cuestiona la secuencia histórica de primero biológico, después cultural, que implica este tipo de argumento. Lo que caracteriza el racismo antimusulmán es cómo la prodigiosa cantidad de metáforas, estereotipos e imágenes heredadas de la larga historia del orientalismo es rearticulada y politizada, ofreciendo así un marco ideológico en cuyo interior los sujetos contemporáneos pueden dar sentido a su presente. Pueden, en otras palabras, traducir estos archivos en modalidades a través de las cuales, parafraseando a Stuart Hall, la clase y el género son experimentados y vividos.
III. Las teorías críticas de análisis del racismo: la raza como efecto del discurso racista
Hablar de racismo antimusulmanes en lugar de islamofobia no es en absoluto una cuestión de lucha política. Se refiere a la larga duración de los racismos que han operado en la historia y siguen operando hoy en día. Como afirma Wulf D. Hund (2012), operan con y sin el concepto de razas, antes y después. Pero dado que este término no está ampliamente aceptado en este tipo de debates, debemos clarificar los conceptos que utilizamos: solo cuando tengamos una imagen apropiada de lo que entendemos por racismo podremos volcarnos de manera significativa sobre el problema del racismo antimusulmanes, y sacar de ello conclusiones políticas y prácticas. Como ya hemos indicado, afirmamos que las elaboraciones teóricas más importantes para profundizar las investigaciones críticas sobre el racismo, así como para basar teóricamente políticas antirracistas, se encuentran en los trabajos de autores como Colette Guillaumin, Robert Miles, Stuart Hall o incluso Étienne Balibar.
Debería estar claro que el concepto de raza no es una categoría científica. Por eso las investigaciones críticas sobre el racismo plantean que el racismo no se refiere a la raza como hecho natural, conectado después a valores negativos, sino que habría que entender más bien la raza como efecto discursivo y construcción social (ver Guillaumin, 1995; Hall, 1994; Balibar, 1991). De ahí se deriva que el racismo no comienza solo allí donde hay “profundas diferencias entre diversos grupos de personas (…) que son establecidas de manera absoluta (…) y utilizadas con fines de agitación, como lo muestra Immanuel Geiss en su definición clásica de racismo” (Geiss, 1988: 20; cit. N. Hund, 1999: 16).
En lugar de ello, la propia construcción de “profundas diferencias” debe ser identificada como un efecto del discurso racista. La raza es el objeto del discurso racista, fuera del cual no tiene ningún sentido; es una construcción ideológica y no una categoría empírica en el seno de la sociedad. Como tal, apunta a una serie de características imaginarias ligadas a una herencia genética, por las cuales las posiciones de dominación social y de inferioridad son perpetuadas y legitimadas de facto por la referencia a la genealogía de las diferencias en el seno de las especies (Cohen, 1990: 97). Frantz Fanon lo señaló de manera punzante en 1952: “Es el racista quien produce al inferior” (cit. en Terkessidis, 2004: 96). Aunque la diferencia racista sea por ello imaginaria y construida, no por eso es menos real. En efecto, es un principio estructurante de la sociedad que tiene efectos materiales muy reales, que se sitúa en las prácticas sociales de la discriminación y que se mezcla con una comprensión de sí mismo y del mundo orientada hacia la acción por medio del “conocimiento cultural”. De hecho, la raza no tiene nada de ficticio, como justamente señala Colette Guillaumin (1995: 107): “La raza no existe. Pero en todo caso mata personas”.
Es el argumento central de las teorías críticas del racismo. Como señala John Solomos, la raza es “un producto y un efecto del racismo y no le preexiste” (Solomos, 2002: 160). En segundo lugar, el racismo estructura y regula las relaciones sociales de manera específica: en tanto que discurso ideológico, el racismo utiliza marcadores simbólicos con el fin de construir diferencias entre los grupos sociales (Hall, 1980). Por consiguiente, se atribuyen a esos grupos características específicas que se expresan sobre todo en disposiciones intelectuales, emocionales, sexuales, etc. Este proceso de producción de la diferencia fue denominado racialización por Robert Miles, aunque hoy se prefiere el término poscolonial de alterización. En términos generales, esto significa que la construcción racista de la diferencia, los marcadores específicos de la diferencia y las categorías, significantes y atribuciones racistas varían siempre según los contextos y la historia. Amalgaman así los elementos sociales, culturales y los elementos naturales. El punto nodal es que este argumento sobre el carácter construido de la raza tiene una estructura específica que debemos explicitar: mientras el discurso racista clama con que puede deducir características culturales de rasgos naturales, la legitimación de este argumento apunta en realidad justo en la dirección opuesta. El racismo comienza con la afirmación de diferencias culturales que deberían ser expresadas por rasgos corporales/naturales/biológicos o identificables a través de ellos. No es la diferencia biológica la que es culturizada, sino lo contrario, la diferencia construida culturalmente la que es biologizada, es decir, insertada en el cuerpo –en la naturaleza– de los actores sociales. Se deriva que siempre hay un nivel cultural en cada forma de racismo: históricamente, la construcción de la diferencia racista siempre ha girado en torno a la esencialización de diferencias socioculturales que expresarían supuestas características biológicas, pero solo de manera inestable. Esto nos lleva a constatar que muchas de estas diferencias culturales deben de manera tendencial estar ligadas a los marcadores corporales, las discriminaciones no se detienen cuando eso ya no está permitido. Esto se puede mostrar a través de muchos ejemplos históricos y contemporáneos en que son necesarias estrategias de visibilidad artificial. Así ocurrió con la estrella amarilla del antisemitismo. A partir de ahí, el punto nodal del racismo no es ya la noción misma de raza, sino la de raza como construcción social (racialización), aunque desarrolla diversas estrategias de legitimación para las cuales la raza es una de las opciones posibles.
Resulta de ello que podríamos preguntarnos qué tienen en común las diversas formas de expresión racistas si se piensa el racismo como una relación social: la manera en que opera en una sociedad basada en las relaciones de clases (más allá de una perspectiva funcionalista). Se puede derivar una noción general de racismo de sus efectos en el proceso de socialización en una sociedad de clases. La socialización designa el proceso de inclusión y de exclusión que el sociólogo alemán Wulf D. Hund denomina “socialización negativa” (Hund, 2006: 2010). Esto tiene dos aspectos: por una parte la delimitación (binaria) imaginaria entre NOSOTROS (US) y ELLOS (THEM) a través de la cual las divisiones sociales son resueltas en un CONJUNTO (WE). Por otra parte, esto se refiere a las prácticas de exclusión y de inclusión a un nivel material. A esto apuntamos cuando evocamos el discurso ideológico donde la ideología no funciona para declarar una falsa conciencia, sino que opera en el sentido de que la noción de ideología designa lo que produce la materialidad del discurso del aparato, de las instituciones y de la práctica (represiva) de Estado.
Aquí entra en juego la cuestión de la interseccionalidad, puesto que el racismo no puede simplemente ser definido como una función de las formas de producción capitalista, sino que debe ser analizado –al mismo tiempo– teniendo en cuenta las especificidades históricas de las sociedades capitalistas, sus modalidades y formas de articulación específicas: algunas de las características/principios estructurales particulares de este modo de producción, como la explotación capitalista, el Estado-nación moderno, los nuevos movimientos migratorios, los sistemas de frontera, las biopolíticas, etc.; en resumen, los rasgos estructurantes de la modernidad capitalista y, más en concreto, el contexto de la crisis actual del capitalismo.
IV. Racismo sin razas, racismo sin racistas
Aunque estas notas son muy generales sobre teorías críticas del racismo, no son menos importantes dada las carencias e insuficiencias analíticas y teóricas en los debates sobre el racismo antimusulmán. Pero son también importantes por las incertidumbres y vacilaciones políticas de los movimientos antirracistas cuando se trata de la cuestión del racismo antimusulmán.
Ya hemos mencionado algunos de los rasgos distintivos del racismo antimusulmanes. Están ligados a los debates sobre la inmigración, la integración y la identidad europea en la cual quedan atrapadas las estrategias culturalistas de demarcaciones y de cálculos sobre la utilidad económica de las personas y en las cuales los discursos racistas y las prácticas discriminatorias se suelen expresar a través de la lengua de la emancipación y de la Ilustración. Es importante recordar que no es solo un problema de extrema derecha. En estos discursos, los musulmanes suelen servir de código para designar la inmigración no deseada y el rechazo a la integración. Por estas razones, no hablamos de racismo antimusulmanes solo como un racismo sin razas, sino también como de un racismo sin racistas.
Esto nos lleva a las estrategias de defensa de los propios racistas, que evidentemente rechazan en bloque la acusación de racismo. Escuchemos mejor al político socialdemócrata alemán Thilo Sarrazin: “Yo no soy racista. Si habéis leído mi libro, sabréis que afirma que el problema de los inmigrados musulmanes con la integración tiene que ver con su origen cultural islámico” (Sarrazin, 2010). Necla Kelek, una célebre exmusulmana alemana, emplea el mismo registro en su defensa de Sarrazin: “Sarrazin no puede ser racista –dice–, porque el islam no es una raza, sino una cultura y una religión” (cit. en Shooman, 2011b: 59).
Estos pretextos simplistas aclaran algunas cosas a través de la afirmación explícita de que el islam no es una raza, como tampoco hay otras razas. Son construcciones sociales, como lo hemos mostrado más arriba. Lo más importante sin embargo es la idea de que el racismo no puede ser reducido a la construcción de razas. Como ya hemos mostrado, el núcleo de la ideología racista se basa en la naturalización de desigualdades sociales, que se organizan principalmente en torno a los imaginarios de la diferencia cultural. Así, podemos identificar la explicación de Sarrazin del “problema que los inmigrados tienen con la integración” que sería resultado de su “origen cultural islámico” como una estrategia discursiva racista, en la que una concepción esencialista de la cultura sirve para levantar una barrera entre nosotros y ellos.
¿Pero es de verdad tan sencillo? Por desgracia no, pues incluso algunas investigaciones críticas actuales sobre el racismo siguen tergiversando el hecho de considerar el racismo antimusulmanes como racismo. Así, Ali Rattansi, en su texto introductorio al racismo, escribe: “Dado que los musulmanes incluyen todo tipo de color de piel, de etnicidad y de nacionalidades, es difícil afirmar de manera simplista que, aunque la islamofobia existe, sea una forma de racismo” (Rattansi, 2007; 109). Robert Miles y Malcom Brown también lo piensan, en términos oscuros y confusos: “Cuando los musulmanes se vuelven un grupo racializado, se suele producir una amalgama de nacionalidad (árabe o pakistaní, por ejemplo), de religión (islam) y de políticas (extremismo, fundamentalismo, terrorismo) en los discursos orientalistas, islamófobos y racistas (…). Sin embargo, como otras religiones de los Otros, el carácter pretendidamente distinto de los musulmanes no es visto como biológico o somático, así como la islamofobia no debe ser contemplada como una instancia de racismo. Sea lo que sea, interactúa en todo caso con el racismo y (…) hay así una cuasi racialización anacrónica de los musulmanes (como sarracenos, turcos o moros) en la Edad Media” (Miles; Brown, 2003: 164).
Los atolladeros de una concepción del racismo exclusivamente basada en las formas de racismo que tienen sus fuentes en la especificidad histórica colonial o vinculadas al color, oscurecen aquí nuestra perspectiva. Por eso seguimos repitiendo las conclusiones esbozadas en las consideraciones teóricas del racismo como las hemos desarrollado más arriba, ligándolas a los ejemplos concretos del racismo antimusulmanes: el racismo antimusulmanes funciona por esencialización de la diferencia cultural, esto es, por la construcción del islam como una cultura estática, homogénea y específicamente diferente. Los musulmanes y las personas consideradas como tales son de alguna manera desindividualizadas, reducidas a su pretendida pertenencia al islam. Todas las otras características sociales pasan a segundo plano. La encarnación de la diferencia puede en cierta manera ser marcada como musulmana a través de un vestido, o un velo, o un nombre, que ponen en marcha todo un arsenal de imágenes o de asociaciones que se proyecta sobre los individuos o los grupos considerados como musulmanes (Shooman, 2020: 104). Por eso las personas afectadas por el racismo antimusulmanes están constantemente emplazadas a tomar posición ante todos los acontecimientos que se consideran ligados al islam. Ya que es “su cultura”: “cada musulmán es hecho responsable por las suras en las que ni siquiera cree, por el dogmatismo ortodoxo que no conoce, por los terroristas violentos que rechaza o por el régimen brutal que causa estragos en un país del que él mismo ha huido” (Emcke, 2010). El requerimiento a declararse constantemente a favor de la democracia o de los derechos humanos y a tomar distancias con los fundamentalistas tiene una dimensión cuasi conspiratoria, en particular cuando ese requerimiento está lleno de sospechas sobre la supuesta doctrina de la taqiyya, que permitiría a los musulmanes mentir a los no musulmanes.
Este proceso de alterización, de construcción del islam y de los musulmanes como Otros, contribuye como en un juego de espejos a la comprensión que tienen de sí mismos el cristianismo o la cultura occidental seculares. Estos últimos se describen como el lugar de la Ilustración, de la democracia y de la emancipación. En este sentido, el racismo antimusulmán sirve a la vez para delimitar un afuera y para delimitar también los efectos de la integración respecto de un dentro. En este contexto, la religión representa la dimensión esencialista de la cultura: “La lectura, con frecuencia selectiva y literal del libro santo de los musulmanes, el Corán, ocasiona conclusiones sistemáticas sobre el comportamiento social de esta comunidad religiosa, clamando que sus acciones vienen determinadas principalmente por su religión” (Shooman, 2010: 108). Las referencias a citas del Corán son así utilizadas para explicar los rasgos y disposiciones de los musulmanes, independientemente del papel que juega efectivamente la religión para cada individuo y lo que la identidad musulmana pueda significar de forma individual, subjetiva y contextualmente en cada caso, y con independencia de saber si las personas concernidas se definen a sí mismas como musulmanas.
El racismo antimusulmanes no tiene que ver en nada con la religiosidad personal. En este sentido, la afirmación de que el racismo no entraría en juego porque la religión es siempre una opción personal (reversible) y no una atribución esencialista, es falsa. Nasar Meer se opone a esta estrategia discursiva que diferencia la esencialización racista y la religiosidad libremente elegida de cara a deslegitimar las discriminaciones hacia los musulmanes como musulmanes, con el argumento de que “el término musulmán es utilizado como un medio para categorizar a determinados agentes y crear formaciones y definiciones sociales sobre las cuales esos mismos agentes no tienen control” (Meer, 2008: 68). Meer se refiere sobre todo a los debates británicos en torno a la ley sobre las relaciones de raza y al hecho de saber hasta qué punto la protección contra las discriminaciones racistas puede aplicarse a los musulmanes. El argumento central contra su aplicación era que “estaba basada en la dicotomía entre las identidades raciales y religiosas; puesto que la antigua era involuntaria o natural, generaba cierta protección, mientras que la nueva es voluntaria y deslegitima por tanto la protección” (Ibíd.: 63). Los musulmanes son así colectivamente aislados por prácticas discursivas de significación y prácticas materiales de exclusión a causa de la atribución de una presumida islamidad (muslimness). Por eso, Meer y otros hablan de racialización de la religión y de la cultura en el racismo antimusulmanes (ver también Meer; Modood, 2009; Rana, 2007; Shooman, 2011b). Esta naturalización de la cultura y de la religión se vuelve más evidente en el contexto de la guerra contra el terrorismo y las prácticas de identificación racial resultantes, que “perpetúan una lógica al exigir una competencia específica para saber a qué se parece un musulmán gracias a signos visuales o físicos. Esto no se basa solo en marcadores culturales superficiales, como la práctica religiosa, los vestidos, el lenguaje o la identificación. La noción de raza juega un papel en la identificación de los musulmanes” (Rana, 2007: 149)
Ya hemos mostrado sin embargo que el concepto de racialización es problemático porque implica enfoques que intentan explicar los racismos contemporáneos basados en la cultura a través de la analogía con los racismos basados en la raza. La pertinencia de una noción más amplia de racismo es aquí manifiesta, identifica la especificidad de las diferentes estrategias racistas de legitimación y las categorías de legitimación.
El racismo antimusulmanes tiene menos que ver con la racialización que con la culturización, la diabolización, la barbarización; por tanto, con la actualización de viejos modelos de exclusión racista que son más viejos que el concepto mismo de raza. Pero no deja de ser una forma de racismo, a causa de su función “en el seno del proceso de sociabilización específicamente clasista” (Hund, 2006). En tiempos en que se han desmantelado las redes de solidaridad institucional, en que se generaliza la experiencia de la precariedad y se erosiona la democracia parlamentaria, el racismo –y en particular el racismo antimusulmanes– representa un modo de estabilización de las relaciones sociales de dominación, y una manera autoritaria de hacer frente a la crisis. Contribuye, en efecto, a “un desvío de la atención sobre otras cuestiones sociales, transformando un conjunto de contradicciones en otro” (Müller-Uri, 2010; ver Elferding, 2000).
La demarcación del Otro musulmán y la construcción de una cultura y valores comunes ofrecen una oportunidad de identificación y de construcción de un nosotros colectivo incluso para aquellos que aparecen como clase social subordinada en la sociedad o son víctimas de la gestión política del Estado como clases peligrosas. Al mismo tiempo permite un desplazamiento del repudio social inducido por el proceso social de transformación a un terreno de conflicto cultural, evacuando así las cuestiones sociales del debate político: la culturalización de las crisis sociales a través del racismo antimusulmán ocasiona su despolitización.
Esto toma forma a través de la colusión de intereses de diferentes clases en una frágil alianza: para las clases subordinadas, ya que el racismo antimusulmán ofrece una posibilidad de transformar las experiencias de la precarización en “certidumbres compartidas sobre la diferencia cultural con los musulmanes”. De esta manera, “no solo están seguros de que se trata de ellos, sino también de que el sistema político funciona para defender los bienes sociales a los que tienen derecho” (Gruppe Soziale Kämpfe, 2010). Dicho capital simbólico racista se traduce en realidad en ventajas materiales muy reales –como cuando las personas que no son de origen inmigrante tienen trato preferencial en su búsqueda de apartamento o de empleo–, y al mismo tiempo ello autoriza la expansión de las medidas estatales de vigilancia, de control y de disciplina a través del consentimiento popular, que se establece en referencia al peligro del terrorismo islamista.
Para las clases medias, el racismo antimusulmán sirve para asegurar su propia posición en tiempos de crisis. “El ejemplo frecuentemente mencionado de burlarse de la mujer de la limpieza que lleva foulard [pañuelo], que se convierte en un problema cuando quien lo lleva es la médica, la abogada o la maestra, puede ser interpretado como un índice en cuanto a las posibilidades de acceso social que se negocian aquí” (Wagner, 2010: 16).
Así, el debate en torno al velo y la emancipación de las mujeres puede ser relacionado también con el ascenso de una clase media femenina a costa de la ola de trabajadores inmigrados. Mientras las y los inmigrados se limiten al trabajo precario en los sectores de salarios bajos, no había problema. Solo cuando las luchas de la inmigración reclamaban el derecho a una mayor participación en la sociedad y accedían a un posible ascenso social, su competencia fue formulada en términos racistas. Este racismo fue completado con las figuras argumentativas del racismo y del desprecio de clase del discurso neoliberal sobre la utilidad. Está dirigido contra aquellos que deberían ser excluidos del acceso a las ayudas públicas a causa de su supuesta no productividad (parados, beneficiarios de ayudas, etc.).
Las políticas sociales y migratorias pueden rehacerse de nuevo sobre estas figuras y utilizarlas para gestionar la crisis. El discurso racista de clase sobre el abandono autoriza la construcción de una comunidad de trabajadores y desplaza el discurso hacia el abuso de las ayudas públicas, argumentando que la debilidad social sería responsable de la crisis. Paralelamente, el racismo antiinmigrantes y antimusulmanes permite a estas subclases decentes integrarse por su identidad, por la reducción cultural de los problemas sociales al rechazo de integración de los inmigrados. Este doble movimiento –la delimitación respetuosa a la vez respecto de un exterior y de un interior– es un rasgo central del racismo en la modernidad capitalista.
Así, el campo discursivo abierto a través de esta relación con los discursos económicos de la utilidad y los debates culturales sobre la inmigración y la integración permite a las estrategias de las diferentes fracciones de la burguesía y a la dialéctica inclusión/exclusión configurarse y ajustarse con gran flexibilidad política. Esto favorece la distinción entre la inmigración no deseada y la que sí es deseada, y el reclutamiento de trabajadores extranjeros altamente cualificados y asimilables. Al mismo tiempo, esto traduce los conflictos sociales en conflictos culturales de rechazo de integración y de esfuerzos que atañería paralelamente a las sociedades migratorias. Ninguna metrópoli europea que se precie puede ahorrarse un barrio inmigrante y un marketing de la diversidad.
La tendencia general parece ser la del reforzamiento de las políticas de integración culturalistas, como lo demuestra el eslogan la integración mediante el esfuerzo (Friedrich, 2011). Esto es particularmente manifiesto a través de la figura del inmigrado empresario que sabe cómo movilizar sus recursos humanos en relación con el tema neoliberal del yo emprendedor. Así, el secretario de Estado austríaco, Sebastien Kurz, declaraba: “La integración pasa por el esfuerzo. No es el origen o la religión de una persona lo que cuenta, es su carácter y su voluntad de hacer esfuerzos en el trabajo y en su vida social y obtener así cierto reconocimiento” (Kurz, 2011). Lo que implica que “la situación social de algunos inmigrados (…) puede aparecer como un fracaso individual, uniendo así comportamientos racistas con interpretaciones más clásicas. El postulado es el siguiente: si todos los emigrados hicieran esfuerzos en la misma dirección para hacer lo mejor que puedan, los problemas desaparecerían” (Friedrich, 2011: 26).
Este diagnóstico individualista de los problemas está también vinculado a la culturalización racista, por la asociación de la reticencia a triunfar con una incapacidad cultural para triunfar. En este contexto, se concede un significado particular a la construcción racista del Otro musulmán, reforzado por un señalamiento cultural de este como tradicionalista, premoderno y antiindividualista y al mismo tiempo como símbolo de la no adaptación y la no sujeción a la mercantilización del yo emprendedor. La culturalización, así como la economización de los fenómenos sociales se unen en la figura del musulmán. En este sentido, el racismo antimusulmanes debería ser analizado como una dimensión central de la estructura hegemónica de las sociedades occidentales, lo que comporta implicaciones esenciales para la contraestrategia antirracista.
El desafío central para los movimientos antirracistas consiste en federar las luchas en torno a la exclusión racista y los derechos sociales. Tales pactos y alianzas no aparecen ex nihilo, deben ser producidos políticamente; lo que ocasiona inevitablemente tensiones, fricciones y conflictos, puesto que los intereses, objetivos, estrategias y tácticas no pueden ser deducidos de algunas posiciones sociales objetivas de las y los afectados (llamar a la clase obrera en cuanto tal, la que no tiene patria, difícilmente nos ayudará aquí). Ahí está la dificultad, pero también la fuerza del antirracismo político. Lo contrario del antirracismo moral, que no tiene razón de ser a partir del momento en que se concede un espacio a la polémica, al desacuerdo, a la indignación.
Existen grandes límites similares a las estrategias antirracistas que reducen el racismo a actitudes individuales, prejuicios y miedos y claman para que se puedan remediar estos elevando la conciencia. Dichos enfoques podrían apelar así fácilmente al Estado en tanto que agente antirracista.
Reconocer el peligro de una islamización de los debates es particularmente importante cuando se habla del racismo antimusulmanes. Quienes colocan su argumentación en el terreno de la exégesis coránica, para responder a las críticas del islam invocando otros versículos del Corán, son perdedores de entrada. Como ha señalado Stuart Hall, las estrategias que intentan sustituir las imágenes negativas por otras más positivas fracasan, porque “conservan las oposiciones intactas” (Hall, 2004: 163). Lo que está en juego no son “falsas imágenes que deben ser sustituidas por otras mejores, sino un conjunto de relaciones jerarquizantes; son las relaciones de poder que dependen de los intereses racistas que están en juego” (Attia, 1994: 221).
Benjamin Opratko es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Viena y Fanny Müller-Uri es investigadora sobre teorías de la desigualdad y del racismo en la Universidad de Viena
Traducción: Javier Garitazelaia para viento sur