Incapaz de mantener una mínima consistencia en su forma de actuar, Trump ha pasado de afirmar en actos electorales, e incluso antes de tomar posesión del cargo, que sería capaz de finalizar la guerra en 24 horas a una política de bandazos que muestran su incapacidad para imponer el resultado que desea y también la desesperación de quien ya no sabe muy bien qué hacer para conseguir lo que pensaba haber logrado ya.
Trump, que no esconde que cree merecer premios de la paz y que afirma haber resuelto conflictos de 500 años -posiblemente en referencia a India y Pakistán y su conflicto por Cachemira, cuyo origen está en 1948, no en la conquista de Akbar el Grande en 1586 y que no ha desaparecido sino que ha vuelto al statu quo anterior al ataque de Pahalgam-, ha renunciado a cualquier papel de mediación y exige una resolución rápida. Al fin y al cabo, qué es un conflicto de solo once años para el hombre que ha resuelto conflictos centenarios.
Lo que la prensa ha presentado como un cambio de rumbo de Trump, al inicio aparentemente favorable a Moscú, pero que finalmente ha sabido ver que Vladimir Putin no quiere la paz, se gestó el mes pasado y dio lugar al ultimátum de 50 días dado al presidente ruso para lograr la resolución de la guerra. De lo contrario, Rusia se expondría a sanciones prohibitivas que compartiría con los principales clientes de su sector energético, India y China, países a los que añadió también a Brasil, fundamentalmente como venganza política. En realidad, el cambio de rumbo no debe sorprender y se corresponde exactamente con el plan publicado hace más de un año por el America First Policy Institute (AFPI) y cuyo coautor es el general Keith Kellogg.
Centrada entonces en el mucho más famoso Project 2025, un programa de gobierno en claves llamativamente ultraconservadoras y creado en parte para llamar la atención, la prensa prestó escasa atención a las propuestas publicadas por el AFPI que, en el caso de la guerra de Ucrania, ha resultado ser la política que está aplicándose. Como se explicaba ya por aquel entonces y se ha podido observar en la práctica estos meses, el plan Kellogg-Fleitz partía de la base de que esta mala guerra ha de terminar con rapidez. Para ello, los autores proponían un sistema de advertencias según el cual el suministro de armas a Ucrania estaría supeditado a la voluntad de Kiev de negociar la paz con Rusia y que advertía a Moscú de que el flujo militar a Ucrania aumentaría masivamente en caso de rechazo del Kremlin a ese diálogo de resolución.
A esa idea de negociación por medio de la amenaza que era originalmente la propuesta, la Casa Blanca, a instancias de su presidente, ha añadido una parte en positivo, una serie de alicientes con los que equilibrar las amenazas. De esa forma se gestó la táctica de negociación a dos bandas que ha sido el eje de la política de alicientes y amenazas con la que Trump creía estar a punto de lograr un acuerdo entre Rusia y Ucrania, dos países de una capacidad militar y económica tan disímil que no se habían sentado a negociar directamente en tres años y que en las ocasiones que se han reunido la OTAN obligó a Ucrania a no tratar ninguna cuestión política.
Aunque inicialmente más amable con el presidente ruso que con el ucraniano, Trump ha modificado su postura desde que Kiev aceptara jugar según las normas marcadas por Washington y acatara las órdenes recibidas: defender la idea de un alto el fuego impuesto a Rusia y firmar el acuerdo de extracción de minerales. De esa forma, el presidente de EEUU ha pasado de dirigirse a Moscú proponiendo incentivos y a Kiev con amenazas e incluso suspensión de la entrega de armamento a ofrecer a Ucrania el aliciente de un acuerdo económico -de tintes coloniales, pero que garantiza el interés de EEUU por el país, algo que Zelensky puede presentar, en cierta forma, como garantía de seguridad- y dirigir las amenazas solo a Rusia y a sus aliados.
Ingenuamente, Trump esperaba que los alicientes económicos de retorno de las empresas estadounidenses y la promesa de una buena relación entre los dos países fuera a ser suficiente para conseguir que una potencia mundial como Rusia aceptara unos términos que no se corresponden con la fortaleza de los dos países en el frente y que no resolvía ni la contradicción primaria entre Rusia y Ucrania, la cuestión de la seguridad, ni ninguna de los aspectos importantes de la guerra. A pesar de las buenas palabras que Trump tenía hacia Rusia, siempre fue evidente que las amenazas se dirigirían a Moscú en el irremediable momento en el que el Kremlin rechazara alguna de las propuestas de Washington.
Sin necesidad de entrar a valorar ninguno de esos aspectos desagradables de la guerra, la Casa Blanca deseaba resolver por la vía amable esta guerra cruenta, la más dura en el continente europeo desde la II Guerra Mundial y en la que se enfrentan los ejércitos de dos Estados cuyas poblaciones son conscientes de que se ha convertido en existencial. Tanto Rusia como Ucrania vieron clara la táctica y optaron por buscar la forma de adular constantemente a Trump -aunque en el caso ruso sonaba más a ironía-, siempre para conseguir que fuera la otra parte la que cargara con la culpa de la ausencia de avances, previsible teniendo en cuenta que no se dan las condiciones para un acuerdo si no es por medio de un proceso de negociación largo -no con Ucrania sino con la OTAN- y con una mediación independiente capaz de acercar posturas completamente opuestas.
EEUU nunca ha aspirado a ejercer esa mediación -y tampoco es capaz de hacerla, ya que es parte del conflicto-, y Trump jamás ha deseado una negociación extendida en el tiempo, algo que ineludiblemente implica un grado de incertidumbre que no permite su forma de hacer negocios, que busca la rapidez y la imposición. Como demostró la negociación con Irán, en la que EEUU buscaba un resultado concreto -la aceptación iraní de la imposición estadounidense-, la paz por medio de la fuerza que pregonaba el trumpismo en campaña ha de ser tenida en cuenta de forma literal.
En estos seis meses en los que la Casa Blanca dice haber resuelto seis guerras (Israel e Irán, India y Pakistán, Serbia y Kosovo, República Democrática del Congo y Ruanda y Tailandia y Camboya), Washington ha renunciado en la práctica al poder blando para apostar claramente por el duro: las amenazas militares con la utilización de armamento de enorme calibre, y el uso de su posición de fuerza en el sector económico para conseguir que sus aliados y oponentes se plieguen a sus exigencias.
Trump ha podido imponerse de esa manera a actores geopolíticos con escasa capacidad de maniobra, no a quienes mantienen cierta autonomía o están aislados de EEUU, con los que Washington no puede utilizar ciertas herramientas. De esa forma, ha sido sencillo llegar a un acuerdo comercial con la Unión Europea, pero no con China; fue sencillo obligar a Ucrania a aceptar la idea de un alto el fuego que no ha querido, pero no a Rusia; no ha podido impedir que Yemen deje de atacar Israel, ni tampoco obligar al Kremlin a aceptar un escenario que se le hace familiar y que es el que ahora le exige poniendo una fecha límite.
El ultimátum pasó de ser de 50 días a un indeterminado "diez o doce" para finalmente concretarse en el 8 de agosto. Agotada, al menos para los estándares de Trump, la vía de los alicientes, la Casa Blanca se limita ahora a las amenazas, dirigidas explícitamente contra Rusia y cualquier país que pueda ser acusado -de forma real o imaginaria- de estar ayudando a Moscú a alargar la guerra que, en realidad, pudo haber acabado en 2022, momento en el que Occidente ordenó no detener la masacre.
"Tanto Rusia como Ucrania deben negociar un alto el fuego y una paz duradera. Es hora de llegar a un acuerdo. El presidente Trump ha dejado claro que esto debe hacerse antes del 8 de agosto", afirmó ayer al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas el enviado de Washington John Kelley. La Casa Blanca, en la que es evidente que Keith Kellogg se ha convertido en el principal asesor del equipo de política exterior en lo que respecta a Ucrania, ofrece el escenario de resolución preferido por Ucrania y sus aliados europeos: un alto el fuego que no resuelve las cuestiones políticas de la guerra, sino que lo condena a un proceso de negociación posterior y en el que la táctica de dilatación puede consolidar un conflicto eterno y el rearme del régimen de Zelensky.
Trump espera, además, un proceso de negociación del alto el fuego en el que Ucrania no tiene ningún aliciente para favorecer el diálogo. "EEUU está dispuesto a aplicar medidas adicionales para garantizar la paz", añadió Kelley. Aunque el diplomático estadounidense no precisó cuáles serían esas medidas, las declaraciones de las últimas semanas, la euforia mostrada por Kiev y el cambio en el discurso de los Republicanas en el Congreso y el Senado, cada vez más similares a la postura del beligerante Lindsey Graham indican que esas medidas se dirigirán exclusivamente a Rusia.
Putin ha sido juzgado y condenado por tener la culpa de que la negociación entre los dos países no haya conseguido más resultado que los intercambios de prisioneros y de cuerpos de soldados caídos en el frente. Con esta postura de amenazas, la Casa Blanca renuncia al que ha sido su mayor éxito: reabrir el diálogo, imposible durante tres años y un logro que, este sí, no habría sido posible si Biden siguiera siendo presidente de EEUU.
Sin consistencia en la forma de actuar, Trump no ha conseguido llegar a un proceso de negociación política en el que poder lograr una resolución definitiva al conflicto, escenario que solo busca Moscú, mucho más cerca de conseguir sus objetivos que Ucrania, que en las condiciones actuales, tendría que realizar concesiones que no tiene intención de aceptar. Las amenazas no han logrado tampoco un cambio de postura en la diplomacia de los dos países en guerra. "Pretendemos continuar con la negociación de Estambul", afirmó el embajador de Rusia en la ONU para insistir en el diálogo directo entre las partes. La respuesta ucraniana fue igualmente clara y en sintonía con la certeza de que las amenazas no van dirigidas en su contra.
"Buscamos una paz amplia, justa y duradera basada en los principios de la Carta de las Naciones Unidas y nada menos. Repetimos: es esencial un alto el fuego total, inmediato e incondicional. Es el primer paso para detener la guerra de agresión de Rusia contra Ucrania", respondió el embajador ucraniano. Su declaración es una forma de insistir en un alto el fuego que detenga los bombardeos en la retaguardia y los avances rusos en el frente, pero que perpetúe el conflicto -teóricamente en el plano diplomático, político, geopolítico y económico- hasta que la OTAN logre sus exigencias iniciales: la integración de Ucrania y su integridad territorial, motivo por el que menciona la Carta de Naciones Unidas.
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