Capítulo 1 del libro de Michel Parenti 'Reflexiones sobre la Cultura', Editorial Hiru. Hondaribia, 2007, pp. 15-31. (Descargar el libro en pdf).
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LA POLÍTICA DE LA CULTURA
En las ciencias sociales académicas a los estudiantes se les enseña a pensar en la cultura como algo que representa las costumbres, los valores y las prácticas acumuladas por una sociedad, incluyendo su lenguaje, su arte, sus leyes y su religión. Tal definición suena muy bonita y neutral, pero la cultura es cualquier cosa menos neutral. Es algo más que nuestra herencia común, que el aglutinador social de nuestra sociedad. El pensador político del siglo XVIII, Edmund Burke, se refería a ella como el vínculo imponderable de consenso que mantiene unida a la sociedad. Pero la cultura además de ser un campo de consenso también lo es de conflicto. Mientras que algunos de sus atributos los comparten prácticamente todos los miembros de la sociedad, en otros no ocurre así. Muchas costumbres operan en beneficio de algunas personas en particular y en perjuicio de otras. En otras palabras, la cultura frecuentemente es algo que envuelve privilegios y desigualdades.
En el siglo XIX los alemanes acuñaron la palabra Kulturkampf, que con el tiempo pasó a la lengua inglesa, y que literalmente significa "lucha de la cultura" [Batalla Cultural].
Se refería a los conflictos entre la iglesia y el estado por el control de la educación. Hoy día en los EEUU hablamos de "guerra de culturas" para describir cómo segmentos de la cultura norteamericana se han convertido en áreas de conflicto político.
La cultura no es una fuerza abstracta que flota en el espacio y se posa sobre nosotros, aunque dadas las formas aparentemente subliminales en que nos influye, a menudo nos podría parecer algo ubicuo e incorpóreo. En resumen, nosotros recibimos nuestra cultura a través de una estructura social, de una red de relaciones sociales que implican a otros grupos primarios, tales como la familia y otras asociaciones comunitarias o, como es cada vez más frecuente, a través de instituciones formales como las escuelas, los medios de información, las agencias del gobierno, los tribunales, las corporaciones, las iglesias y el ejército. Ligadas por compra o por persuasión a los intereses de los que dominan la sociedad, tales instituciones sociales se presentan engañosamente como políticamente neutrales, especialmente por parte de los que ocupan posiciones de mando dentro de ellas o se benefician de las mismas.
Mucho de lo que llamamos "nuestra cultura común" es realmente la transmisión selectiva de los valores de la elite dominante. Una sociedad construida sobre el trabajo de esclavos, por ejemplo, rápidamente desarrolla una cultura de autojustificación de la esclavitud, con sus propias leyes racistas, su ciencia, su mitología y sus predicamentos religiosos. De igual manera una sociedad basada en las grandes corporaciones privadas desarrolla unos valores y creencias que presentan el sistema de los negocios como el modo óptimo y natural de organización social. Antonio Gramsci entendió todo esto cuando habló de hegemonía cultural, señalando que el estado es solo el "refugio externo tras el cual se encuentra un poderoso sistema de fortalezas y trincheras",1 una red de valores culturales e instituciones que normalmente no están pensadas como políticas, pero que sí lo son por su impacto.
Algunas partes de la cultura pueden ser compuestos neutrales de prácticas acumuladas, las "aglutinadoras de las relaciones sociales", pero otras partes a menudo chocan con los verdaderos intereses de la sociedad. Cuando pensamos en "nuestra cultura común", tendemos a disculpar tanto las divisiones de clase como las diferencias culturales que existen. Si la cultura define a un pueblo, a una sociedad, a una nación, ¿en qué grupo de gente y en qué subcultura dentro de esa nación estamos pensando? En los EEUU, a través de gran parte del siglo XIX, los esclavistas y los abolicionistas adoptaron valores culturales que eran marcadamente distintos unos de otros, como ocurrió con los defensores de la supremacía masculina y las sufragistas femeninas.
Hay dos malentendidos que me gustaría señalar. El primero es la idea de que la cultura debe ser tratada como mutuamente exclusiva o incluso en competencia con la economía política. Un conocido mío que editaba un periódico socialista me comentó una vez: "Tú pones mas énfasis en la economía, yo lo hago en la cultura". Yo pienso que esta es una dicotomía errónea, ya que mi trabajo sobre los medios de información, la industria del entretenimiento, las instituciones sociales y la mitología política siempre ha estado profundamente referido tanto a la cultura como a la economía. De hecho uno no puede hablar inteligentemente sobre la cultura si no introduce también en algún punto la dinámica de la política económica y el poder social. Por esto es por lo que, cuando yo me refiero a la "política de la cultura", quiero decir algo más de lo que supone la última controversia respecto a la subvención federal a las artes.
El otro mito es que nuestras instituciones sociales son entidades autónomas no ligadas las unas con las otras. De hecho hay interconexión entre las subvenciones públicas y las privadas y elites corporativas que se solapan y que sirven a los consejos de gobierno de las universidades, colegios, escuelas privadas, museos, orquestas sinfónicas, a la industria de la música, escuelas de arte, bibliotecas, iglesias, periódicos, revistas, emisoras de radio y televisión, editoriales y fundaciones de caridad. Cualquiera que sea su subcultura institucional particular, generalmente comparten algún valor elitista común. Un columnista conservador llamado George Hill afirmó una vez que los radicales niegan la autonomía de la cultura. No completamente. Los radicales reconocen que pueden emerger fuerzas inesperadas y nuevos valores y prácticas culturales que se desarrollen entre la propia gente. Realmente yo me refiero a eso cuando digo que la cultura no es un producto fijo y acabado. No es que los radicales nieguen la autonomía de la cultura, es que reconocen la naturaleza condicional de esa autonomía.
Los profesionales y sus asociaciones ofrecen un ejemplo de la autonomía limitada de las prácticas culturales. Ya sean de antropólogos, politólogos, físicos, psiquiatras, médicos, abogados o bibliotecarios, sus asociaciones profesionales ponen énfasis en el compromiso de su independencia y nunca reconocen que están ligadas a la estructura social político-económica dominante. De hecho muchas de sus actividades más importantes están conformadas por intereses corporativos en un contexto social que cada vez tiene menos que ver con su propio hacer, como los médicos y enfermeras están descubriendo con sus problemas con la sanidad pública, o como los científicos que trabajan en proyectos subvencionados por las corporaciones o el Pentágono descubrieron hace mucho tiempo.
Generalmente los publicistas, eruditos y profesores pueden trabajar libremente solo en tanto se mantengan dentro de ciertos parámetros ideológicos. Cuando entran en territorio prohibido, manifestando o haciendo cosas iconoclastas, experimentan las restricciones estructurales impuestas a su subcultura profesional por la jerarquía social más elevada. Por dar un ejemplo: en 1996 Gary Webb, un periodista ganador del premio Pulitzer, hizo surgir un debate nacional con un artículo en el San José Mercury News que ligaba a la contra nicaragüense subvencionada por la CIA con el comercio de cocaína y crack en Los Angeles y otras ciudades norteamericanas2. Rápidamente Webb sufrió un implacable ataque por parte de la prensa de la corriente principal, que contó con fuentes del gobierno para dejar limpia a la CIA. La prensa le acusó de decir cosas que nunca dijo. Se cebaron con detalles menores en los que él no se había documentado completamente, mientras ignoraron la devastadora evidencia que surgió de su investigación.3 A pesar del descrédito que cayó sobre él, los artículos de Webb forzaron tanto a la CIA como al Departamento de Justicia a llevar a cabo investigaciones internas que, aunque tarde, le dieron la razón, demostrando que había relación entre la CIA y los traficantes de drogas y que el gobierno norteamericano había ignorado regularmente estas conexiones. El inspector de la CIA, el General Frederick Hitz, informó de ello al Congreso en 1998, aunque en términos bastante descafeinados. El verdadero error de Webb no fue escribir falsedades, sino querer ir demasiado lejos en la verdad. Fue amenazado, denunciado, expulsado de su profesión e imposibilitado de volver a trabajar en un periódico importante. Como él lo describió:
"Si nos hubiéramos conocido cinco años antes, no podrían haber encontrado un defensor más firme de la industria del periodismo que yo... Estaba ganando premios y dinero, dando conferencias, aparecía en televisión y formaba parte de jurados de periodismo... Y entonces escribí algunas historias que me hicieron darme cuenta de lo tristemente equivocado que estaba. La razón por la que había disfrutado de tanto prestigio durante un tiempo no había sido, como yo presumía, por mi trabajo bueno, cuidadoso y diligente... La verdad era que todos esos años yo no había escrito nada lo suficientemente importante como para ser censurado".4
Gary Webb nunca soportó haber sido traicionado por muchos de sus compañeros periodistas. Sabía que su trabajo era digno de respeto y sin embargo continuó siendo tratado como un proscrito, incluso después de que su libro hubiera sido objeto de críticas favorables, lo cual debería haber eliminado las acusaciones que se le habían hecho anteriormente.5 En diciembre de 2004 se suicidó.
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Los círculos más altos de la riqueza y el poder se resisten instintivamente ante cualquier presión hacia la igualdad social, no solo respecto al estatus económico, sino también respecto a lo que se ha llamado política de identidad, que tiene que ver con el género, la raza, el estilo de vida y la orientación sexual. Pero alguna vez los líderes aprenden a hacer algún acomodo limitado al tema de la identidad, e incluso consiguen ventajas de esas reformas. Las concesiones que hacen generalmente se refieren al estilo personal y operativo, dejando los intereses institucionales completamente intactos. Eso fue lo que ocurrió cuando las mujeres se quejaron del militarismo patriarcal y el resultado no fue el final del militarismo, sino la emergencia de mujeres generales.
Al fin tenemos mujeres que son líderes políticos, ¿pero de qué calaña? Lynn Cheney, Elizabeth Dole, Margaret Thatcher, Jean Kirkpatrick y, justo cuando algunos de nosotros nos estábamos recuperando de Madeleine Albright, nos encontramos con Condolezza Rice (que además satisface otra concesión de identidad política al ser afro-norteamericana). No es accidental que este tipo de mujer conservadora tenga más probabilidad de alcanzar altos puestos de gobierno en las administraciones conservadoras. Mientras que permanecen indiferentes o incluso son hostiles al movimiento feminista, las mujeres de derechas no renuncian a sus beneficios.
En resumen, la cultura es algo cambiante y en evolución. Y una de las mayores fuerzas que conforman su desarrollo es el poder de los intereses. Estos intereses generalmente son capaces de mantener su hegemonía mientras que hacen alguna concesión marginal y limitada para seguir controlando a la sociedad.
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EXPLICACIONES CULTURALES
Enseñados a pensar en la cultura como un conjunto de antiguas prácticas y tradiciones, podemos cometer el error de pensar que no es algo fácilmente modificable. De hecho cuando las condiciones sociales y los intereses cambian, gran parte -aunque ciertamente no toda- de la cultura se modifica.
Durante casi cuatrocientos años las elites ricas de América Central fueron católicas romanas devotas, una adscripción religiosa que se decía estaba profundamente enraizada como parte de su cultura. Entonces, a finales de la década de 1970, en Nicaragua y otros lugares, después de que un creciente número de sacerdotes católicos se pusieran al lado de los pobres y propugnaran un igualitarismo radical, en lo que se llamó teología de la liberación, esas mismas elites ricas abandonaron su catolicismo y se hicieron protestantes, algo que cuadraba más con su línea reaccionaria. Cuatrocientos años de cultura católica "profundamente enraizada" se desecharon en poco tiempo cuando los intereses de clase estaban en juego.6
No solo las elites sociales, sino también el pueblo empobrecido se convirtió al fundamentalismo protestante. Por ejemplo, en Guatemala, en un intento de aplastar la insurgencia popular de las décadas de 1960 y 1970, los militares destruyeron cientos de pueblos mayas y atacaron deliberadamente la espiritualidad maya yendo contra sus lugares sagrados y sus sacerdotes. Mientras tanto, se movilizaron numerosas sectas protestantes conservadoras bien financiadas. Dividieron a los miembros de la comunidad en bandos en competencia, distanciándoles tanto de la cultura maya como de la teología de la liberación del catolicismo.
Traumatizada por la guerra y despojada de todo lo que poseía, mucha gente abrazó la nueva religión esperando encontrar algo de comprensión sobre lo que les había ocurrido. Algunos predicadores evangélicos declararon que los guatemaltecos habían sufrido tanto en la guerra por haber vivido en pecado o haber seguido la religión equivocada. El fundamentalismo protestante "anima a la gente a aceptar su suerte en la vida sin protestar y a que se ocupe de la vida del más allá".7 Muchos guatemaltecos pobres pensaron que si seguían siendo católicos podrían ser sospechosos de simpatizar con la guerrilla, por lo que se convirtieron a las nuevas sectas protestantes. La que antes fue una población insurgente y unida estaba ahora ocupada en divisiones sectarias, pedía indulgencia por su vida «pecaminosa» y sólo se ocupaba del más allá. Si algún componente de la cultura ha probado ser útil como instrumento de control por parte de las elites sociales en América Central y en otros lugares, ése ha sido el proselitismo religioso fundamentalista.
Por supuesto que la religión es algo más que un instrumento de control de clase. No podemos reducir toda experiencia religiosa a su base social. Pero es importante señalar -y esto a menudo se olvida convenientemente- que la adscripción religiosa puede estar fuertemente conectada a las preocupaciones materiales.
Siempre que alguien ofrece interpretaciones culturales a los fenómenos sociales debemos ser cautos. Oímos que las cosas ocurren o no ocurren en alguna sociedad particular porque precisamente esa es su cultura. Así que lo que debe explicarse -la cultura- es en sí misma tratada como una explicación, una especie de causa autogenerada.
Cuando se aplican a las condiciones sociales del Tercer Mundo, las explicaciones tienden a ser proteccionistas y etnocéntricas. He oído a alguien describir la pobre actuación del ejército mexicano en las operaciones de rescate con motivo de una tormenta en Acapulco en 1997, como algo emblemático de la forma chapucera mexicana de hacer las cosas: es su cultura, ya sabes; todo es mañana, mañana, para esa gente. De hecho las actuaciones de rescate inadecuadas han sido evidentes en los EEUU y en numerosos otros países, y lo que es más, el ejército mexicano, financiado y aconsejado por los EEUU, actuó brillantemente cada vez que, haciendo aquello para lo que estaba entrenado, no rescataba a la gente, sino que la sojuzgaba promoviendo una guerra de baja intensidad, ocupando sistemáticamente sus tierras, quemando cultivos, destruyendo pueblos, torturando y ejecutando a los sospechosos de pertenecer a la guerrilla y persiguiendo a los disidentes zapatistas en Chiapas. Decir que el ejército mexicano actuó pobremente en operaciones de rescate es presumir erróneamente que el ejército está allí para servir al pueblo en vez de para controlarlo en nombre de los dueños de México. Las explicaciones culturales separadas de las realidades económico-sociales rápidamente nos conducen a esa ofuscación fácil.
Las explicaciones culturales demasiado a menudo ignoran las realidades materiales. Consideremos el intento de explicar, por parte del columnista conservador y comentarista de la PBS David Brooks, a) el crecimiento de las comunidades suburbanas distantes en EEUU, b) la tendencia de los norteamericanos a cambiar de trabajo más frecuentemente que en Europa occidental y c) su disposición a trabajar más horas, cerca de diez semanas más al año, que en otras naciones industrializadas de occidente. "¿Qué impulsa a los norteamericanos a vivir tan febrilmente, incluso contra sus propios intereses? ¿Qué fuente de energía origina todo esto?", se pregunta Brooks.8
En todo su largo artículo Brooks nunca contempla las obvias realidades político-económicas. Como se sabe comúnmente, el asentamiento en "áreas suburbanas" remotas -generalmente de renta más baja que las mejor situadas- surge principalmente por la búsqueda de casas asequibles en comunidades seguras, incluso aunque eso suponga recorrer largas e incómodas distancias para ir al trabajo. Un informe de 2005 indica que los porcentajes de pobreza en las áreas suburbanas son casi tan altos como en las urbanas.
Asimismo, los cambios frecuentes de empleo y el mayor número de horas de trabajo (mayor que en Europa occidental, menor que en algunos de los lugares más pobres del mundo) son el resultado, al menos parcialmente, de un sistema político que está más dominado por las corporaciones y el dinero que en Europa, originando leyes anti-laborales, sindicatos más débiles, pérdida de antigüedad, menor seguridad en el trabajo y reducciones en salarios y beneficios laborales.9 Un creciente número de empleos en los EEUU son temporales. El mayor número de horas de trabajo y el cambio de empleo frecuente no surge por tanto de un arrebato masivo, sino que es el resultado de políticas que van en contra de los trabajadores norteamericanos, políticas que se están intentando implantar también en Europa, aunque con menos éxito.10
Inconsciente de tales realidades bien documentadas, Brooks se sumerge en una fiebre romántica intentando explicar lo que él ve como la vida inspirada y el modelo de trabajo en EEUU. Nos dice que "muchos millones de norteamericanos se lanzan a lo desconocido cada año... hacia el vacío" porque "les atraen los lugares donde las posibilidades parecen ilimitadas". ¿Posibilidades ilimitadas en suburbios alejados de renta baja? Los norteamericanos están poseídos por un "misterioso anhelo" que es "la raíz de la gran dispersión", continúa Brooks. Es el "anhelo escatológico que supone la esencia de la identidad norteamericana... Lo que sorprende de este país es la forma en que se hacen las cosas con ilusión. EEUU, después de todo, nació de un delirio de la imaginación". Los primeros colonos "construyeron imaginativamente la grandeza que inevitablemente marcaría su futuro".
Los estadounidenses estamos poseídos de una fuerza cultural inusual que Brooks llama "el hechizo del paraíso"; la tendencia a fantasear sobre la felicidad inminente. "El hechizo del paraíso es la ideología que controla la vida nacional". Es lo que nos mantiene en marcha "justo más allá del próximo reto, justo hacia el suburbio más lejano... la casa para el próximo verano o el vehículo todo terreno... la cerveza adecuada con el grupo de amigos adecuado... tras la última tecnología o tras la próxima salida de compras". Esta incansable búsqueda "es la raíz de nuestra tendencia a trabajar tan duro, consumir tan febrilmente, movernos tanto... Es la llamada que nos hace... ser la irresistible locomotora del mundo". El EEUU suburbano burgués, concluye Brooks, es realmente "un lugar trascendente insuflado con la utopía de todos los días".
Todo esto debería sonarle extraño al obrero exhausto que vive en los suburbios alejados o a la empleada de servicio que necesita tener dos trabajos mal pagados para poder sobrevivir.11 Se les puede perdonar a los escritores que a veces se enamoren de sus propias arengas delirantes, pero el lirismo equivocado de Brooks es un substituto pobre de un análisis serio.
Una explicación culturalista es más una tautología que una explicación. Nos dice que las cosas ocurren en la cultura a causa de la propia cultura. Y la cultura se manifiesta a sí misma -si hacemos caso a Brooks- a impulsos que no vienen de ninguna parte; simplemente están encarnados dentro de la psique colectiva, lo que él llama "la mentalidad distintiva norteamericana". Pero de hecho la mayoría de las prácticas culturales tiene su origen en necesidades e intereses reales.
Para demostrar este punto el antropólogo Marvin Harris consideró la adoración de los indios por las vacas. Algunos expertos occidentales argumentan que el tabú contra el sacrificio de las vacas en la India está manteniendo vivos a millones de animales inútiles. Criaturas que producen poca leche y no se pueden utilizar para carne compiten por los alimentos con los desnutridos humanos. Sin embargo los granjeros tratan a las vacas como parte de su familia, rezan por ellas cuando se ponen enfermas y llaman a un sacerdote para celebrar el nacimiento de un ternero. Mientras los campesinos pasan hambre, la "vaca sagrada" deambula suelta irrumpiendo en patios y jardines para comer e interrumpiendo el tráfico en cruces complicados.12 ¿Pero la vaca es realmente tan inútil?
Primero, señala Harris, las vacas producen bueyes, los animales de tiro que hacen posible la vida en las granjas familiares de la India. El cebú jorobado es un animal resistente capaz de aguantar las largas sequías que afligen a una gran parte del país. Raramente enferma, tiene un fuerte poder de recuperación, sobrevive con muy poco y puede trabajar hasta el día en que cae definitivamente. La vaca que produce este valioso animal tiene a su vez un enorme valor.
Segundo, aunque la producción de leche de la vaca cebú es sólo de 500 libras al año (el promedio que produce una vaca norteamericana de leche es diez veces mayor), incluso esas pequeñas cantidades de leche pueden llegar a jugar un papel crucial en la supervivencia de esas familias pobres.
Tercero, las vacas que son propiedad de gente pobre pueden pastar sin ser molestadas en los fértiles pastos de los ricos. Al ser sagradas nadie puede hacerles ningún mal por traspasar cualquier límite. Y sus incursiones consiguen una modesta redistribución de los valores calóricos a favor de las familias más pobres.
Cuarto, el ganado de la India produce anualmente unos 700 millones de toneladas de estiércol recuperable, la mitad del cual se utiliza como fertilizante y el resto se quema como combustible para cocinar. El excremento de vaca arde con una llama limpia, lenta y duradera que no chamusca la comida, lo que permite al ama de casa india dejar encendido el hornillo mientras atiende a otros trabajos. El excremento también se usa como material de solado, creando una superficie suave y dura fácil de mantener libre de polvo.13
Los expertos occidentales piensan que el campesino indio antes moriría de hambre que matar su vaca sagrada, pero el campesino entiende que seguramente él y su familia morirían de hambre si no tuvieran su ganado. "Siempre existe la posibilidad de que un monzón favorable pueda restaurar el vigor del animal más decrépito, y que éste pueda engordar, parir y comenzar a dar leche otra vez. Por esto es por lo que reza el campesino; algunas veces sus oraciones son escuchadas. Mientras tanto la producción de excrementos continúa. Y así uno empieza a entender poco a poco por qué esa escuálida, sucia y vieja vaca todavía parece hermosa a los ojos de su propietario".14
Lo que es más, el engorde de ganado para consumo de carne no supondría un uso más eficiente de los recursos de la India, sino que dañaría seriamente su ecosistema. Los animales consumen mucho más en términos de valor calórico de lo que luego producen como productos cárnicos. A causa del alto nivel de consumo de carne de vaca en los EEUU, el 75% de nuestros cultivos se usan para alimento de ganado y no para la gente. Cambiar sus cultivos para producir carne tendría como resultado escasez de alimentos, precios más altos y sería un desastre para millones de pobres en la India.15
En una palabra, las creencias culturales no existen en un vacío social. Los tabúes aparentemente irracionales pueden tener su origen en consideraciones racionales. El comportamiento humano es generalmente práctico, dirigido hacia las necesidades materiales, aunque esto a veces es difícil de creer.
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Notas:
1 Antonio Gramsci, Selections from the Prisión Notebooks, editado por Quinton Hoare y Geoffrey Novell-Smith (Nueva York: Internacional Publishers, 1971), p. 238.
2 Fuerzas mercenarias se dedicaron a destruir la revolución sandinista en Nicaragua, principalmente atacando objetivos civiles desprotegidos.
3 Ver Gary Webb, Dark Alliance: The CIA, the Contras, and the Crack Cocaine Explosion (Nueva York: Seven Stories Press, 1998).
4 Mencionado en LA Weekly, 16 de diciembre de 2004.
5 Ver la excelente declaración de Daniel Simon, http://www.sevenstories.com/Book/index.cfm ?GCOI = 5832210 0705890.
6 Ver "Church and Revolution in Nicaragua, An Interview with Meter Marchetti", Monthly Review, julio/agosto 1982.
7 Shannon Lockhart y Olivia Recondo, "Crisis of Identity Among Ixil Youth", Report on Guatemala (Washington, D.C.), invierno 2001.
8 David Brooks, «Our Sprawling, Supersize Utopia», New York Times Magazine, 4 de abril de 2004.
9 Para una visión realista de primera mano sobre la experiencia de los empleados de servicio, ver Barbara Ehrenreich, Nickel and Dimed: On (Not) Getting By in America (Nueva York: Henry Holt/Metropolitan, 2001)
10 Jeremy Rifkin, The European Dream (Nueva York: Tarcher/Penguin, 2004)
11 Ver Ehrenreich, Nickel and Dimed.
12 Marvin Harris, Cows, Pigs, Wars and Witches (Nueva York: Vintage, 1974), pp. 6-11.
13 Harris, Cows, Pigs, Wars and Witches, pp. 8, 11, 13.
14 Harris, Cows, Pigs, Wars and Witches, p. 14.
15 Harris, Cows, Pigs, Wars and Witches, pp. 16-17.
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