
El 2 de noviembre de 1930, en la ciudad de Addis Abeba, Etiopía fue testigo de un acontecimiento que marcaría la historia espiritual y política del continente africano: la coronación de Ras Tafari Makonnen como Su Majestad Imperial Haile Selassie I, Rey de Reyes, Señor de Señores, León Conquistador de la Tribu de Judá, Negus Negast. Aquel día, mientras el mundo se hundía en la crisis económica y moral que preludió a la II Guerra Mundial, en África nacía la esperanza de un nuevo tiempo.
La coronación de Haile Selassie I no fue solo un acto político o monárquico: fue la materialización de una profecía. Años antes, el líder panafricanista Marcus Mosiah Garvey había anunciado: "Mirad a África cuando un rey sea coronado, porque ha llegado la hora de la redención del pueblo negro." Para millones de africanos y afrodescendientes, la entronización del monarca etíope cumplió esa promesa, convirtiéndose en un signo de liberación frente a siglos de esclavitud y colonialismo.
Selassie I fue reconocido como el 225° soberano en la línea del Rey Salomón y la Reina de Saba, continuando una dinastía de tres mil años relatada en el Kebra Negast, el Libro de la Gloria de los Reyes de Etiopía. Esa genealogía no sólo reivindicaba la legitimidad espiritual del trono etíope, sino también el vínculo directo entre África y las raíces más antiguas de la fe. En ese sentido, Etiopía se erigía como guardiana de una tradición sagrada, anterior a la versión de las Escrituras modificada y difundida por el colonialismo europeo. Allí donde Occidente impuso la imagen de un dios blanco, Etiopía recordaba la divinidad negra originaria de Sion.
Su Majestad Imperial Haile Selassie I junto a la Emperatriz Menen Asfaw, de fondo dos de sus hijos.
Apenas coronado, Haile Selassie I proclamó una medida que definiría su reinado: abolir la servidumbre y declarar que no habría más ciudadanos de segunda en Etiopía. Con esa decisión, el emperador transformó la antigua estructura social en una nación de ciudadanos libres, impulsando una nueva constitución que reconocía derechos y afirmaba la dignidad del pueblo etíope. La modernización del país --iniciada por su antecesor Menelik II-- se profundizó con la apertura hacia la educación, la institucionalidad y la justicia, haciendo de Etiopía un faro de soberanía en un continente colonizado.
Único país africano jamás conquistado por Europa, Etiopía mantuvo su independencia como tierra de los dioses y símbolo de resistencia para todo el mundo negro. A través de su liderazgo, Haile Selassie I no sólo preservó esa herencia milenaria, sino que la proyectó como una visión universal de igualdad y hermandad entre los pueblos.
A noventa y cinco años de aquel 2 de noviembre, su legado sigue vivo en la memoria espiritual y política de África. Como anunció el profeta Isaías --"Etiopía extenderá sus manos hacia Dios" (Isaías 18)--, la coronación del León de Judá fue más que un hecho histórico: fue una revelación. Para nosotros, los rastafaris, Haile Selassie I no murió: sigue vivo en la conciencia de quienes luchan por la verdad, la libertad y la justicia. Su ejemplo nos recuerda que la emancipación comienza por la fe en nuestra propia dignidad y que su reinado --como él mismo profetizó-- está llamado a durar mil años.
Haile Selassie I, Defensor de la Fe, sigue siendo el espejo donde África y su diáspora se miran con orgullo. Su coronación no fue el final de una dinastía, sino el principio de una promesa eterna: la de un mundo reconciliado con su origen, guiado por la rectitud y el amor al prójimo.
Página 12