
El 5 de octubre se conmemoró el 25º aniversario de la primera «revolución de color» del mundo, en Yugoslavia. Una campaña multifacética y generosamente financiada por la CIA, la NED y la USAID explotó a actores de la sociedad civil, en particular a grupos juveniles cercanos a la UE, para derrocar al presidente Slobodan Milosevic. Tal fue el éxito de la operación que funcionarios y medios de comunicación estadounidenses se jactaron abiertamente del papel central de Washington. Incluso se produjo un documental de gran calidad sobre la revuelta titulado, como no podía ser menos «Derrocando a un dictador ». La caída de Milosevic también sirvió de modelo para innumerables «golpes de estado blandos» posteriores, siempre financiados por Occidente, que continúan hasta el día de hoy.
Así fue como, a principios de la década de 2000, los gobiernos poco pro occidentales de toda la antigua esfera soviética fueron derrocados uno a uno mediante estrategias y tácticas idénticas a las empleadas contra Belgrado Una estratagema común consistía en que EEUU financiara, a través de ONG locales, un recuento paralelo de votos para proyectar el resultado de las elecciones con antelación y publicar los datos antes del anuncio oficial. Al igual que en Yugoslavia, las cifras del recuento paralelo de votos que diferían de los resultados oficiales fueron la chispa que encendió la «Revolución de las Rosas» de Georgia en 2003 y la «Revolución Naranja» de Ucrania en 2004
En los años posteriores, numerosos académicos, historiadores y periodistas independientes han escrito sobre esas revoluciones de colores. En cambio, la «Revolución de los Tulipanes» de Kirguistán en 2005 ha pasado prácticamente desapercibida y hoy está en gran parte olvidada. Sin embargo, sus devastadoras consecuencias aún se sienten. Bishkek, que hasta entonces había sido el estado más libre y estable de Asia Central, se vio sumida en una sucesión de crisis tras la revolución de colores, con el colapso de varios gobiernos. Solo en los últimos años, tras otro golpe de Estado anglonorteamericano en 2020, el país ha recuperado su equilibrio económico, político y social.
Antes de 2005, Kirguistán no era un candidato obvio para una revolución de color. Tras su independencia de la Unión Soviética en 1991, el país se consolidó rápidamente no solo como el más democrático y abierto de la región, sino también como un aliado fiable de EEUU. El presidente Askar Akayev, un antiguo científico sin experiencia política, gozaba de popularidad de forma natural y, además, dejó claro que sus políticas económicas se inspiraban en el capitalista Adam Smith, no en Karl Marx. En otras palabras, Bishkek estaba preparada para hacer negocios con Occidente
Akayev, además, permitió el desarrollo de una prensa relativamente libre y dio la bienvenida, cómo no, a una amplia penetración de la 'sociedad civil' extranjera. Miles de organizaciones no gubernamentales financiadas por Europa y EEUU se establecieron localmente. En cierto momento, el presidente bromeó : «Si los Países Bajos son la tierra de los tulipanes, Kirguistán es la tierra de las ONG». Sus comentarios resultaron amargamente irónicos, dado el nombre de la revolución de color que finalmente lo derrocó. Para colmo, fue precisamente su apertura a la infiltración financiera y social occidental lo que provocó su caída.
Un informe de USAID, con tono de autobombo, sobre la destitución del presidente, señala que, a partir de 1994, se canalizaron 68 millones de dólares a Kirguistán. Esta enorme suma se utilizó para capacitar a ONG con el fin de ejercer presión sobre el gobierno, financiar periódicos privados críticos con Akayev, establecer una supuesta universidad estadounidense en el país y mucho más. La Revolución de los Tulipanes constituye hoy una clara advertencia a los gobiernos de todo el mundo sobre los peligros de permitir que este tipo de entidades operen con impunidad en su territorio, y sobre la frecuencia con la que incluso líderes pro occidentales pueden sucumbir a su influencia perniciosa.
'Derrotar a los dictadores'
A pesar de la buena voluntad acumulada desde 1991, en octubre de 2003 Akayev enfureció a Washington al invitar a Moscú a abrir una base aérea cerca de Bishkek, a tan solo unas decenas de kilómetros de la vasta instalación militar de Manas , perteneciente al Imperio, una de las numerosas bases construidas por EEUU en Asia Central tras el 11-S para facilitar la "Guerra contra el Terrorismo". Tal insubordinación bastó para que el presidente fuera destituido, y los preparativos para una revolución de color, siguiendo una fórmula ya bien definida, comenzaron casi de inmediato.
Akayev era consciente de este riesgo, advirtiendo en diciembre de 2004 sobre un "peligro naranja" similar al que acababa de asolar Ucrania y que amenazaba a Kirguistán, antes de las elecciones de ese país en febrero del año siguiente. Sin embargo, los resultados fueron demasiado claros como para alegar fraude u otras irregularidades, como en anteriores revoluciones de colores. De hecho, una investigación exhaustiva de la Red Europea de Organizaciones de Observación Electoral destacó la "ausencia notable de denuncias de compra de votos, intimidación de votantes y acoso a periodistas"
El vasto ejército local de insurrectos de la sociedad civil, respaldado por Washington, comenzó a sembrar el caos de todos modos. Algunos operaban bajo la bandera de KelKel, un grupo inspirado directamente por las facciones juveniles contrarrevolucionarias patrocinadas por EEUU en Yugoslavia, Georgia y Ucrania, y entrenado por sus ex miembros. Además, como reveló el Wall Street Journal justo antes de las elecciones, una imprenta local supuestamente "independiente", que recibía fondos de Freedom House, la NED, Soros y USAID, era responsable de publicar una amplia gama de medios y panfletos de la oposición.
Días antes, las autoridades locales habían cortado el suministro eléctrico a la empresa. La embajada de Kirguistán en EEUU intervino con generadores de emergencia para mantener su intensa campaña de propaganda antigubernamental. Esta incluyó un periódico de gran tirada que publicó en primera plana fotografías de una mansión palaciega supuestamente propiedad del presidente y de un niño en un callejón ruinoso, contrastando así la malversación de fondos públicos con la pobreza ciudadana. Otro ejemplo fue el manual «De la dictadura a la democracia», producido por Gene Sharp, vinculado a la CIA , considerado la biblia de los jóvenes activistas ultranacionalistas ucranianos patrocinados por EEUU, líderes de la Revolución Naranja.
Este "manual sobre cómo derrotar a los dictadores, que incluye consejos sobre huelgas de hambre y desobediencia civil", ofrece orientación sobre "resistencia no violenta, como la exhibición de banderas y colores simbólicos". Sin embargo, las protestas que estallaron inmediatamente después de las elecciones -que respondían a manuales secretos de las mismas organizaciones- fueron sumamente violentas desde el principio, con ataques con bombas , policías atacados con ladrillos y palos, e incendios y ocupación forzosa de edificios gubernamentales. El New York Times reconoció en ese momento que las transmisiones de cadenas de televisión locales financiadas por EEUU instigaron la violencia en muchas zonas de Kirguistán
La agitación se prolongó durante semanas, lo que motivó la intervención personal del Secretario General de la ONU, Kofi Annan, quien expresó su profunda alarma por "el uso de la violencia y la intimidación para resolver disputas electorales y políticas". Annan acogió con beneplácito la invitación de Akayev a entablar un diálogo con los manifestantes. Estos exigieron su renuncia inmediata, a pesar de que el Presidente ya se había comprometido a dimitir antes de las elecciones de octubre de ese año. En marzo, Akayev cedió y dimitió, siendo sustituido por Kurmanbek Bakiyev.
'Terriblemente decepcionante'
La toma del poder por parte de Bakiyev fue inicialmente presentada por periodistas, políticos y analistas occidentales como una brillante victoria del poder popular y el comienzo de una nueva era de democracia y libertad en Kirguistán. Sin embargo, cinco años después, huyó del país tras las protestas masivas contra su régimen brutal y corrupto. El punto de inflexión para la destitución de Bakiyev fue la masacre del 7 de abril de 2010, en la que las fuerzas de seguridad reprimieron a manifestantes, causando la muerte de hasta 100 personas y heridas a al menos 450 más.
Como Forbes documentó en su momento, el nivel de corrupción durante su presidencia fue «inconcebible». Bakiyev nombró a familiares cercanos para puestos clave, lo que permitió a su familia beneficiarse enormemente de la privatización, legalmente cuestionable, de industrias estatales y del suministro de combustible a la base militar de Manas, de EEUU. El hijo de Bakiyev, Maxim, quien supervisó esta última operación, fue descrito por diplomáticos estadounidenses en cables filtrados como «inteligente y corrupto». Según algunas estimaciones, las empresas que dirigía obtuvieron 1800 millones de dólares gracias a estos acuerdos, una cifra cercana al PIB total de Kirguistán en 2003.
Mientras tanto, Zhanysh, hermano de Bakiyev, dirigía con mano de hierro el aparato de seguridad de Bishkek. Se impusieron severas restricciones a las libertades políticas, y las detenciones arbitrarias, las condenas injustas, la tortura y los asesinatos de activistas de la oposición, periodistas y políticos se volvieron habituales. Por ejemplo, en marzo de 2009, Medet Sadyrkulov, exjefe de gabinete de Bakivey, murió en un supuesto accidente de tráfico. Posteriormente se reveló que había sido brutalmente asesinado por orden de Zhanysh. En diciembre de ese mismo año, el periodista disidente Gennady Pavlyuk fue asesinado y arrojado desde un apartamento del sexto piso con las manos y los pies atados.
La Revolución de los Tulipanes de Bishkek no fue un caso aislado que produjera tales horrores. Un ensayo publicado en marzo de 2013 en la prestigiosa revista Foreign Policy reconocía que los resultados de cada derrocamiento gubernamental orquestado por EEUU en los primeros años del nuevo milenio fueron «terriblemente decepcionantes» y que, en consecuencia, «nunca se materializó un cambio profundo». Esto es quedarse muy corto. La mayoría de los países afectados se sumieron en la autocracia, el caos y la pobreza como resultado de la injerencia de Washington. Por lo general, se han necesitado años para reparar el daño, si es que se ha reparado.
Aun así, a pesar de este vergonzoso legado, el apetito estadounidense por fomentar revoluciones de colores --y la disposición de ciudadanos adoctrinados, especialmente jóvenes, en todo el mundo para servir como peones en campañas de cambio de régimen en favor de Washington a cambio de visados o permisos de estudios universitarios-- permanece intacto. En septiembre, el gobierno electo de Nepal fue derrocado por activistas descontentos de la «Generación Z», con el pleno apoyo de las poderosas fuerzas armadas del país. El golpe palaciego tuvo todas las características de una revolución de color. Quién o qué reemplazará al gobierno derrocado aún está lejos de ser claro.
Como señaló un editorial del New York Times del 15 de septiembre , «los nepalíes de todos los estratos sociales estaban dispuestos a rechazar el sistema por el que habían luchado durante décadas», pero carecen de «una idea clara de lo que les depara el futuro». Actualmente, existe un extraordinario vacío político en Katmandú, que algunos sectores del país buscan aprovechar con fines perversos. Como antes, es probable que la «revolución» de Nepal dé lugar a un gobierno mucho peor que el anterior.
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