La contradicción es clara: los descritos como "terroristas" son los únicos que han buscado la paz. Quienes se presentan como garantes del orden son los que han traicionado los acuerdos anteriores
Exactamente un año después de aquel llamado, desde las montañas llegó un nuevo paso: la guerrilla del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), ya formalmente disuelta, anunció el retiro completo del territorio turco. En Qandil, Sabri Ok declaró que el movimiento aplicará las decisiones del XII Congreso, poniendo fin a la estructura armada y desplazando sus unidades para evitar enfrentamientos y provocaciones. Todo ello en el marco de la "Paz y sociedad democrática" impulsada por Öcalan, quien sigue preso en Imrali desde hace 26 años.
No es la primera vez que el movimiento kurdo tiende la mano. Desde hace décadas, el PKK --declarado "organización terrorista" por presión de Ankara-- ha sido el único actor que ha promovido ceses al fuego unilaterales, retiros, negociaciones y propuestas de diálogo. Cada vez, la respuesta del Estado turco ha sido el engaño y la traición. El último gran proceso de paz, entre 2013 y 2015, terminó con la destrucción de ciudades enteras como Cizre y Sur, sitiadas y arrasadas por el ejército. Esa es la memoria que hoy pesa sobre el nuevo intento: el miedo a que Ankara sólo busque cobrar el desarme sin conceder nada.
El movimiento, en cambio, exige actos políticos concretos: la liberación física de Öcalan para que pueda participar en las negociaciones; una ley transitoria que permita la integración de los militantes en la vida civil; el reconocimiento constitucional del pueblo kurdo y de las demás nacionalidades presentes en Turquía. Ante estas demandas, el gobierno responde con silencios y maniobras dilatorias. Erdogan habla del "fin del terrorismo" y presenta el retiro kurdo como una victoria, pero no toca la Constitución, mantiene las operaciones militares en Irak y Siria, y permite que los tribunales sigan encarcelando a opositores, periodistas y autoridades electas.
La "timidez" turca no es prudencia: es estrategia de poder. Detrás del inmovilismo se mueve una parte del aparato estatal y militar que teme las consecuencias de una paz real: la admisión de responsabilidades históricas, la pérdida del control político. Mientras el movimiento kurdo construye una cultura de paz y autogobierno, el Estado defiende un orden nacional basado en la negación del otro.
Ejemplo de ello es el caso de Selahattin Demirtas, histórico dirigente del Partido Democrático de los Pueblos (HDP, hoy partido DEM). Arrestado en 2016 y condenado a 42 años, pese a las sentencias del Tribunal Europeo de DDHH que ordenan su liberación, Demirtas sigue siendo rehén de un sistema judicial sometido a la política. Incluso Devlet Bahçeli, líder del Partido de Acción Nacionalista (MHP, extrema derecha) y aliado de Erdogan, hoy habla de un "bien para el país" al referirse a su posible liberación: una conversión repentina, dictada por la necesidad de dar legitimidad a un proceso que ya no controlan y por el interés político de atar el proceso de paz a la permanencia en el poder del actual gobierno. Pero mientras las sentencias europeas no se cumplan y la justicia siga bajo chantaje, toda apertura será sólo humo diplomático.
La contradicción es clara: quienes aún son descritos como "terroristas" son los únicos que han buscado la paz. Quienes se presentan como garantes del orden son los mismos que han traicionado los acuerdos anteriores, bombardeado Qandil y Rojava, y negado durante un siglo la existencia del pueblo kurdo. El capitalismo empuja a la guerra en cada rincón del mundo; el pueblo kurdo, como el movimiento zapatista, habla de paz y construye la paz.
La paz kurda no es una tregua, es una revolución. Significa reescribir Turquía sobre bases democráticas, pluralistas, ecológicas y feministas, como lo ha teorizado Öcalan. Es un proceso que también interpela a Europa, cómplice del régimen turco al mantener al PKK en la lista negra. Si la Unión Europea quiere realmente apoyar la paz, debe reconocer que la mano tendida viene del movimiento kurdo, no de quienes lo reprimen.
Las montañas del Kurdistán hoy ya no hablan de guerra, pero no han dejado de hablar de libertad. "Resolver la cuestión kurda es imposible en las actuales condiciones de detención del líder Öcalan -dijo Sabri Ok-: debe vivir y trabajar en libertad". Si el régimen turco sigue ignorando este llamado, quedará claro que no busca la paz, sino la rendición.
El movimiento kurdo, en cambio, ya ha decidido: desarmarse sin rendirse, construir la paz como acto de justicia. Y quizá, entre las cumbres del Qandil, el futuro de Medio Oriente ya se esté escribiendo con palabras nuevas: libertad, democracia, hermandad.
La Jornada