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Cuba :: 19/12/2018

Crítica de la razón defensiva

Rafael Hernández
Siete notas sobre una actualización estratégica

1. El mayor valor que Cuba produce es la Revolución

La Revolución creó un sistema que ha generado productos (de salud, educación, arte, ciencia) con un alto valor agregado y posibilidades de realización en el mercado internacional, superior al modelo primario exportador basado en materias primas, extractivismo, sol y playa, etc. Una política social sostenida generó lo que algunos llaman “capital humano”, cuyo valor no es el de mercancía o fuerza de trabajo barata, aunque ha generado divisas y contribuido a la balanza de pagos.

Naturalmente, ninguno de estos ejemplos alcanza a ilustrar la idea de que el principal producto que Cuba puede mostrar y compartir con el mundo, el más valioso y atractivo, es la Revolución misma. Este producto con marca de origen, único e irrepetible, no puede falsificarse ni replicarse, agotarse por sobreextracción ni dañar el medio ambiente, aunque sí malentenderse, subutilizarse y despilfarrarse, gracias al predominio de una cultura economicista normalizadora.

Para colocarla en el centro de la imagen país --en vez de mojitos, tabaco, sol, azúcar y otras sustancias azarosas para la salud (que otros fabrican igual o mejor), o en el mejor caso, buenos médicos, peloteros y orquestas de música bailable, se requiere poder mostrar que la Revolución no se reduce a una determinada ideología, o a una cierta ética socialmente igualitarista y dadivosa, parienta de la fe religiosa. Se exige mostrarla en su realidad palpable, como y donde se manifiesta ahora mismo, en lo que tiene de bien escaso particular y valioso para el mundo de hoy, encarnada en una sociedad diferente.

De otra manera, Revolución se reduce a fotografía, memoria, épica remota, gloria que se ha vivido, frases, iconos, que la normalizan y convierten en museo, o en el mejor caso, parque jurásico del socialismo. Como ocurre con los cuerpos celestes, que se ponen cada vez más rojos a medida que se escapan a mayor velocidad de nosotros, la realidad de la Revolución se hace más rojo brillante e irreal, mientras más lejana.

Si de estrategia se trata, este déficit tiene más implicaciones para el desarrollo del país y su posición en el sistema internacional que entrar en baja turística, tener tropiezos en el manejo del sector privado, no encontrar petróleo o adónde mandar los médicos.

2. Una política de alianzas inteligente se construye sobre convergencia de intereses y valores, no identidades ideológicas

Los americanos no entendieron la Revolución, ni antes, ni ahora. Su horror pretérito ante eventuales “otras Cubas” se cifraba en amenazas como “exportar la Revolución” (la lucha armada), o replicar el modelo cubano en otra parte. Sin “guerrillas en el poder” ni “modelos cubanos” esparcidos por la región, la Revolución, sin embargo, prevaleció.

Para lograrlo, su régimen político demostró, ante todo, gran capacidad de convocatoria nacional para participar activamente en la defensa ante el enemigo externo, sin la cual no hubiera podido resistirlo y persuadirlo de no atacar. Pero también desarrolló, como rasgo de una particular inteligencia defensiva, la de conquistar el respeto e incluso la confianza de otros que no pensaban como los revolucionarios cubanos.

Esta amplia gama de aliados incluyó, desde muy temprano, ideologías, credos religiosos, tendencias políticas, movimientos sociales, países y organizaciones en los tres continentes de la periferia capitalista, y también en Europa y Norteamérica.

Esta política de alianzas basada en realismo y perseverancia, diálogo, explicación de sus intereses y valores compartidos con otras luchas y aspiraciones —según la visión estratégica de Fidel Castro—, persuadió a otros de que no era una secta iluminada, sino estaba lista al encuentro, el entendimiento, la búsqueda de una convivencia basada en la autodeterminación, y muy especialmente, en la disposición a la concertación y el cumplimiento de los términos acordados. Cuba demostró ser, para estos actores, un aliado confiable.

Ni aun en la difícil e incierta concertación con su enemigo principal —y quizás especialmente ante ese enemigo— esa estrategia defensiva no cedió a la tentación cortoplacista de tender trampas, esconder la bola o inventar triquiñuelas para coger al otro desprevenido. Su contribución a ser percibida como un adversario capaz de cumplir sus compromisos resultó clave.

3. Una estrategia defensiva basada en acoplar principios y realismo

En lugar de victorias a bajo costo que alentaran el triunfalismo, la Revolución mostró apego a determinados principios –no simplemente ideológicos, sino políticos.

Entre estos, hay dos que han marcado los límites de su concertación internacional: no precondiciones, no doble rasero. Ninguno de ellos se asocia con un credo fundamentalista, un grito de guerra o un nacionalismo radical.

Este rasgo ha tenido la ventaja de hacerla inteligible y predecible, clara en sus planteos, razonable aun para aquellos que no la comparten o incluso para los que preferirían hacerla desaparecer.

Al contrario del postulado conservador —“solo dar batalla cuando nos favorece la correlación de fuerzas”— el activismo diplomático cubano ha sido exitoso en la medida en que, desde el inicio de la Revolución, aprendió a navegar en minoría, a sortear el orden hegemonista construido por grandes potencias, a trabajar con otros para agregar minorías y construir una mayoría alternativa, a escapar del aislamiento con imaginación y elasticidad, a no confundir realismo y pragmatismo, política de principios y “ser duro como el acero”.

Ese activismo diplomático con principios, habituado a moverse tanto en el NOAL como en los pasillos del Capitolio de los EEUU, resulta un activo fundamental también para la política económica y la seguridad internacional cubanas en el momento actual.

4. Defensas asimétricas, partidas simultáneas y juego estratégico

En el tiempo, la estrategia política revolucionaria se ha materializado en defensas asimétricas y simultáneas, respuestas no convencionales o lineales, a menudo jugadas en varios tableros a la vez, y guiadas por una visión anticipada de movimientos y variantes.

Al final de la crisis de Elián, Fidel Castro confesó que su estrategia para alcanzar el triunfo —a reserva de la justicia, legitimidad, fundamentos éticos de la causa cubana— se basaba en analizar y planear de manera muy anticipada la serie de sus posibles movimientos, de una manera que recuerda a la de un maestro de ajedrez analizando su partida.

Así pensada, la inteligencia defensiva ante los EEUU ha implicado, antes y ahora, una visión que los pensadores de la geopolítica han llamado una gran estrategia (grande strategie), capaz de poner en función todos los recursos del Estado-nación, no solo los militares. En la situación de abrupta desventaja de la postguerra fría, esa gran estrategia potenció el activismo diplomático y la cooperación con resultados sorprendentes. Una segunda derivación de esa gran estrategia, para la relación con los EEUU, es que la defensa no se reduce al plano bilateral, sino se construye como parte de una visión mayor, de la que forman parte amigos, aliados, socios e interlocutores.[1]

Desde esa visión, la nueva índole de relaciones con Rusia y China, y hasta la asociación con determinados europeos, son ejemplos de defensas asimétricas y de tableros simultáneos, que tributan, en el mediano y largo plazo, al planteo estratégico con los EEUU. Estas no solo reconfiguran el mapa geoeconómico cubano, sino también inciden en el geopolítico. Desde esa visión mayor, algunos estrategas militares estadounidenses perciben como deficiente política de su seguridad nacional el receso en la normalización con Cuba, no solo por lo que esta representa en sí misma como socio para preservar la seguridad en el Caribe, sino por el creciente significado de los triángulos Moscú-Washington-Habana y Beijing-La Habana-Washington.

La tercera lección derivada de esa gran estrategia es no perder de vista el objetivo principal. ¿Le conviene al interés nacional cubano volver al boxeo con los EEUU? ¿Dejarse arrastrar al clinch con un contrincante de mayor peso? ¿O pelearle a distancia, con gran juego de piernas, escurriéndose de un posible trompón –hasta que el otro se canse o se le acabe el tiempo? Para el objetivo a largo plazo, lo conveniente es seguir en el juego de ajedrez, en uno y en varios tableros, de una partida que, por ahora, no tiene tiempo previsto para terminar.

5. No hay política exterior como la política interna

Fueron los cambios internos los que llamaron la atención sobre la Revolución cubana, a pesar del astigmatismo ideológico reinante en el mundo bipolar cuando esta nació. Fue la distorsión de lo que pasaba aquí la primera reacción a la que se tuvo que enfrentar, y la que generó las primeras embajadas de altos dirigentes a los EEUU, América Latina, África, Asia, que desembocarían en el activismo de una política exterior revolucionaria que intentaba neutralizarla. Desde entonces, la política interna ha sido un ingrediente principal de sus relaciones exteriores. También con los EEUU. Y desde entonces esas relaciones exteriores han mantenido una relación de vaso comunicante con la situación interna.

Al iniciarse la normalización, durante el corto verano de Obama, lo más complicado no fue el impacto de su discurso sobre la sociedad civil, de su semblante “buena gente” sobre unos cubanos acostumbrados a la prepotencia imperial clásica, o la lentitud de nuestros aparatos ideológicos para actualizarse al nuevo contexto. Lo más delicado fue la posible correlación entre el progreso en las relaciones bilaterales y el curso de las reformas.

Muchos problemas que integran la agenda pendiente de las reformas cubanas se ubican en áreas tangentes con la agenda estadounidense hacia Cuba. Entre estos se encuentran, por ejemplo, el trabajo no estatal y las facilidades acordadas para su desarrollo; el acceso a internet; la expresión de la opinión pública y la autonomía de los medios; la extensión de las cooperativas no agrícolas; el lugar de los emigrados y su estatuto ciudadano; la legislación pendiente sobre sistema electoral, familia, relaciones laborales, además de la actualización de la relativa a asociaciones, culto religioso; etc.

La cuestión es si, luego de tanta pausa, cuando esos cambios internos y externos ocurran, la respuesta de “a quién se los debemos”, se podría asociar —ante los ojos de la opinión pública cubana— a decisiones autónomas, no vinculadas a una cierta dinámica de las relaciones bilaterales, a riesgo de contaminar su significado y contribución al consenso.

Por otra parte, habiendo dejado atrás de manera explícita el concepto de “la culpa de nuestros problemas la tiene el bloqueo”, el manejo de una comunicación eficaz sobre la naturaleza de los cambios internos, su alcance e implicaciones políticas sí resulta clave para construir las relaciones exteriores, incluidas las que tiene o puede tener con los EEUU.

Varios factores han entorpecido esta comunicación. Las numerosas mediaciones entre el contenido real de las políticas en curso, su engarce técnico-legislativo, el modo en que estas se representan y la forma en que se interpretan han creado una brecha que las desdibuja y confunde.

La renuencia a reconocer, durante largo tiempo, que estas no son solo reformas económicas, sino políticas, además de estorbar su comprensión e implementación adentro, ha emborronado la lectura de esos cambios desde el exterior, incluso por parte de aquellos que los siguen atentamente. Como resultado, muy pocos los entienden afuera. Y algunos tampoco adentro.

6. El significado y uso de una diplomacia “pueblo a pueblo”

Ho Chi Minh hizo del concepto diplomacia pueblo a pueblo un pilar de su estrategia para enfrentar una guerra de desgaste donde los EEUU solo se ahorraron el arma nuclear. Desde su razón estratégica milenaria, los chinos enfatizan la necesidad de explicarles a los extranjeros la realidad de su país. Como ocurre con otros conceptos (sociedad civil, democracia, transición, derechos humanos), el de una diplomacia entre pueblos fue concebido por el pensamiento emancipador antes que por los redactores de la Cuban Democracy Act (Ley Torricelli, 1992). Al encriptarse en un objetivo desestabilizador —“provide assistance, through appropriate nongovernmental organizations, for the support of individuals and organizations to promote nonviolent democratic change in Cuba”— la idea misma del pueblo a pueblo cayó en el saco de las malas palabras.

Si de estrategia se trata, diferenciar entre imágenes creadas por el posicionamiento ideológico o por la ignorancia/desinformación también resulta clave. Hablando de la batalla por el regreso de Elián, Fidel reconoció la importancia de alcanzar a la opinión pública en ese país: “logramos que el pueblo norteamericano conociera nuestras razones, y fue a través de las cadenas de televisión, porque un desfile de 600 000 madres tuvo lugar en La Habana”.[2]

La superficie de contacto entre las dos sociedades hoy no es la de la batalla por Elián, hace 18 años. Solo entre 2015 y 2018, han visitado Cuba 1,5 millones de norteamericanos, sin contar a los cubanoamericanos y a los que, sin serlo, viven allá. Ese flujo de visitantes norteamericanos, a pesar de la inflexión reciente, tiende a crecer en el mediano y largo plazo.

La contraparte de ese flujo de visitantes es el reflujo cubano, compuesto por nuevos migrantes circulares con doble residencia.

Una estrategia realista requiere asumir la interacción entre las dos sociedades como un hecho que escapa a la capacidad de calibración del flujo-reflujo de que han dispuesto ambos gobiernos en el pasado.

Potenciarla y aprovecharla en función de fortalecer su desarrollo y proyectar la nueva realidad de la Isla implica una reconsideración de estrategia política mayor, que abra el camino a los visitantes para acceder, sin pausa pero sin miedo, a una sociedad y una cultura esenciales, y para que integre la condición de ciudadanía cubana de los residentes fuera, también en los EEUU.

7. La estrategia defensiva en el campo de la cultura y las ideas

Desde el inicio, la política estadounidense trató de utilizar la cultura, la academia y los medios de comunicación para su guerra contra Cuba. Lo que hoy llamamos “subversión ideológica” y “guerra cultural” alcanzó su máximo apogeo en los años 60, como parte del cerco político creciente al socialismo cubano.

Graziella Pogolotti ha apuntado que el armamento ideológico y cultural no era ya una novedad cuando las guerras napoleónicas en Europa —o, podríamos agregar, cuando Julio César intentó someter a la dominación romana a las tribus de galos, británicos, visigodos que hoy llamamos franceses, ingleses y españoles.

Medir su significación real en el momento actual resulta clave para integrarlo a una estrategia defensiva eficaz.

En cuanto al impacto innegable de la cultura norteamericana en Cuba, debe recordarse que el liderazgo revolucionario surgió precisamente en una sociedad cubana expuesta por casi dos siglos, como ninguna otra latinoamericana, a esa cultura. Fue precisamente esa familiaridad la que le permitió a la Revolución, en sus inicios, utilizar la modernidad y recursos tecnológicos de origen norteamericano (la TV, la publicidad, el know how empresarial) como herramientas para diseñar un socialismo de punta, admirable en su creatividad, que no copió, pero sí aprovechó todo lo aprovechable, sin importar marca de origen. Esa familiaridad con la cultura y manera de pensar norteamericanas permitió a Fidel Castro lidiar con ellas de manera más eficaz y previsora, es deir, más estratégica, que otros líderes socialistas. Fue con esos recursos de avanzada que la revolución se alzó, y, en lugar de levantar un muro, consiguió abrirse espacios, en las peores condiciones, para construir alianzas también dentro de los países del capitalismo central y en los propios EEUU.

En el actual contexto de globalización y acercamiento entre la sociedad cubana y el exterior, la cuestión se plantea en cómo diseñar una política cultural e ideológica según una lógica no lineal de la defensa del país, que responda eficazmente a los desafíos emergentes.

Sin trasladar esquemas, otras experiencias pueden resultar útiles. Los chinos, que tienen la ventaja de ser muchos y antípodas, establecieron programas de intercambio con universidades norteamericanas, por las que han pasado decenas de miles. La mayoría de estos graduados en universidades norteamericanas no se quedó, perdió su arraigo nacional, o se convirtió en agente del capitalismo. Entre ellos, muchos dirigen hoy la nueva China. Esta no fue una consecuencia indeseada de las fuerzas del mercado, sino una política de Estado, que respondió a una concepción estratégica sobre su desarrollo.

En cuanto al papel de la cultura en sus relaciones con “América”, aun en los momentos más negativos de la imagen de esa nueva China en los EEUU, las huestes de los guerreros de terracota recorrieron los museos norteamericanos, enfatizando la conexión con una cultura ancestral, la de la Gran Muralla y las dinastías imperiales, la de una “China eterna”, inseparable de la actual.

Cuba no cuenta con guerreros de terracota, pero sí con la gran reserva de afinidades culturales que la liga a los EEUU. Medir la fuerza de esa cultura con la misma aritmética aplicable a los efectivos militares o al PIB revela escaso entendimiento e ignorancia; cuando no subestimación de su capacidad para intercambiar y asimilar, y finalmente cautivar a los que visitan la Isla.

Nota final

Si se miran bien estos siete tópicos, se verá que casi todos tienen en común la revisión crítica de la gran estrategia de la Revolución como un problema cultural, es decir, como recuperación de nuestra propia experiencia histórica y actualización de sus condicionamientos políticos internos/externos, en un contexto de cambio. Quizás más que nunca antes, la capacidad para navegar los problemas de Cuba hoy y en los próximos años se cifre en esta renovación de una cultura estratégica cubana cubana.

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[1] Los Estados amigos realmente existentes suelen ser raros. Los aliados (intereses compartidos), socios (asociados en torno a ciertos asuntos) e interlocutores (actores, incluyendo adversarios, con los que se dialoga en lugar de pelearse) son mayoría.

[2] Fidel Castro, Discurso en la Universidad de Buenos Aires, 2003.

www.temas.cult.cu

 

Enlace al artículo: https://www.lahaine.org/aN57