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Pensamiento :: 28/08/2006

Los apuñaladores

Leonardo Sciascia
Leonardo Sciascia, autor de reconocido talante progresista (1921-1989) nació en Racalmuto, Sicilia, y dedicó parte de su juventud a la enseñanza para convertirse más tarde en uno de los novelistas italianos más importantes de la posguerra. Su obra, así como su activismo político, estuvieron marcados por su oposición a cualquier manifestación abusiva del poder de la clase gobernante italiana, representada primero por el fascismo de Mussolini y luego por la democracia cristiana.

Aparece ahora una nueva traducción de Los apuñaladores. La Jornada reproduce un adelanto del libro en el que Sciascia parte de un episodio histórico para construir un amargo retrato del poder capitalista y de los laberintos de la corrupción que lo envuelven; además, presenta un tortuoso relato sobre la derrota de la justicia y la vulnerabilidad de la sociedad ante un Estado burgués degradado

"Una serie de hechos horribles azotaron anoche la ciudad de Palermo", dice el Giornale Officiale del 2 de octubre. A la misma hora, en varios puntos de la ciudad casi equidistantes -una estrella de trece puntos en el mapa de Palermo-, trece personas eran gravemente heridas de arma blanca, casi todas en el bajo vientre. "Las víctimas describen a los agresores con las mismas señas: todos vestían igual y tenían parecida estatura, de modo que por un momento se creyó que se trataba de una sola y misma persona.

Afortunadamente..." Afortunadamente, cerca del palacio de Resuttana, ante cuya puerta, gritando de dolor y miedo y con el vientre rajado, caía el empleado de aduanas Antonino Allitto, pasaban en ese momento el teniente Dario Ronchei y los subtenientes Paolo Pescio y Raffaele Albanese, del 51º regimiento de infantería, quienes, al acudir y ver huir al agresor, lo persiguieron. A ellos se unieron el capitán de la policía nacional Nicolò Giordano y el agente Rosario Graziano.

No perdieron de vista al hombre al que perseguían hasta que dobló la esquina del edificio Lanza, en cuyo bajo había un taller de zapatero que pese a ser casi medianoche seguía abierto y en el que aún estaban trabajando, quizá en un encargo urgente para el día siguiente, una boda, un bautizo. Confiando en la solidaridad que no podía faltarle a un perseguido de la policía, el agresor creyó poder salvarse en ese establecimiento: entró, derribó del taburete a uno de los que trabajaban en la mesa y ocupó su puesto como si estuviera trabajando él. Sólo que el agente Graziano, que entró unos segundos después, se halló ante una situación aún anormal y al instante comprendió que el hombre al que debían atrapar era el que menos asombrado se mostraba. Se abalanzó sobre él, lo inmovilizó y lo entregó al capitán Giordano y a los oficiales, que llegaban entonces. Al registrarlo le encontraron una navaja afiladísima y ensangrentada. Y poco después, en el puesto de policía, lo identificaron: Angelo D’Angelo, palermitano, treinta y ocho años, limpiabotas (oficio al que se había pasado después de trabajar como mozo de cuerda en la aduana, un oficio más duro).

Naturalmente, pese a que le encontraron encima la navaja ensangrentada, D’Angelo negó haber herido a Antonino Allitto o a quien fuera frente al palacio del príncipe de Resuttana. Es cierto, dijo, que pasaba por allí, pero si al oír los gritos de la víctima y ver acudir a la gente, él, que era inocente, huyó, fue para evitarse problemas, pues sabía que la policía del Reino de Italia tenía la sospecha de que había sido confidente de la del Reino de las Dos Sicilias. Y lo negó también al día siguiente, ante el juez; "pero al otro, el 3 de octubre, el pobre hombre, apesadumbrado por los crímenes, temblando ante la indignación general, con miedo a la reprobación de un pueblo y quizá con remordimientos de conciencia, se decidía no solamente a confesar su culpabilidad sino también a contar cómo se sucedieron los hechos y a revelar cuanto sabía de la terrible trama en la que había participado, de los horribles crímenes que habían cometido".

Incluso podemos no dudar, como sí hace en cambio el presidente del tribunal que luego lo juzgó, de que D’Angelo confesara por remordimientos de conciencia: sencillamente porque antes de cometerse los crímenes -y para evitar que se cometieran-, D’Angelo quiso obtener la protección de la policía, o al menos intentó refugiarse en la cárcel. La tarde del 28 de septiembre se presentó en una comisaría y pidió, "por favor", que lo encerraran: dos personas, dijo, lo habían amenazado de muerte. El sargento Sansone le preguntó por qué. "Porque he dicho que quiero hacerme policía", contestó él. No muy convencido pero creyendo que D’Angelo temía de verdad que lo mataran y lo hubiesen amenazado por otras razones, el sargento mandó que lo esperaran y lo registraran. Le encontraron nueve tarines, en moneda antigua (aún de curso legal) y nueva: con ese dinero un tipo como D’Angelo se metería en un prostíbulo o una taberna antes que en una comisaría a pedir que lo detengan. Así que el sargento pensó que debía hacerle el favor y lo encerró.

Al día siguiente, sin embargo, se presentaron ante el inspector el hermano y la hermana de D’Angelo y explicaron que éste estaba medio loco porque su mujer (que no tenía) lo había engañado. El inspector, que no vio razón alguna para tener en prisión a un perturbado con problemas personales, entregó a D’Angelo a sus parientes, es decir, a la gente de la que había querido huir. No sabemos si sus jefes y cómplices se enteraron de que había intentado zafarse; si lo supieron y, en contra de lo normal, no lo mataron, o, peor aún, si sabiéndolo lo obligaron a cumplir el cometido por el cual le dieron los tarines que el sargento Sansone le encontró, cometieron un error fatal. Pero vayamos por partes. Estábamos con lo ocurrido el 1º de octubre.

A la misma hora en que Angelo D’Angelo llega al puesto de policía, es identificado y empiezan a interrogarlo, en otros puestos y en la comisaría central se registran denuncias de nuevas agresiones. Aparte de Antonino Allitto, al que evidentemente acuchilló D’Agelo, a lo largo de esa noche doce personas más fueron heridas de mayor o menor gravedad, y las doce declararon no haber reconocido al agresor ni haber hecho nada en su vida presente o pasada por lo que quisieran vengarse a puñaladas. Dado que son pocos los heridos de arma blanca o de fuego que confiesan el nombre del agresor o dan señas para identificarlo (esto, claro está, en Palermo y en general en Sicilia), según se desprende de los informes que la policía redactó desde entonces, que una misma noche haya trece heridos, todos cuenten lo mismo y den del hombre que los atacó, aun a grandes rasgos, la misma descripción, es algo que debió de sorprender hasta a la policía de Palermo. Porque además casi ninguno de ellos parecía habérselo buscado ni veía qué mal podía haber hecho para recibir una puñalada.

Eran todos gente de paz, tranquilísima. Sólo uno tenía un pasado menos limpio, un tal Lorenzo Albamonte, zapatero, de cuarenta y siete años; un pasado que fue expuesto ante el tribunal con pelos y señales cuando todo el mundo sabía que no guardaba relación alguna con la puñalada que le asestaron en el ombligo cuando iba por el Corso Vittorio Emanuele la tarde del 1º de octubre. Referimos a continuación el nombre, la edad, la profesión o condición de las demás víctimas y el lugar y el modo como fueron heridas, según la sucesión horaria que estableció el juez instructor y que va del atardecer a la medianoche: Gioacchino Sollima, sesenta años, empleado de la Lotería Real, y Gioacchino Mira, treinta y dos años, empleado, estaban comprando calabazas en la Vucciria, el mercado de Piazza Caracciolo, cuando un sujeto, rápido como el rayo, los apuñaló a los dos: en la región del colon a Sollima (que murió cuatro días después), en la ingle a Mira.

Gaetano Fazio, veintitrés años, hacendado, y Salvatore Severino, veinticinco años, empleado, iban caminando por el Corso Vittorio Emanuele cuando, a la altura de la iglesia de los jesuitas, los adelantó a toda prisa un hombre que les gritó: "Vuatri siti di lu partitu" ("Vosotros sois del partido"), lo que al pronto los sorprendió más que recibir sendas puñaladas en el abdomen*. Salvatore Orlando, cuarenta y tres años, hacendado, iba en coche por Via Castelnuovo cuando vio a un hombre haciendo eses y a pique de que lo arrollara el caballo: como le pareció borracho ordenó al cochero que disminuyera la marcha; pero entonces el otro saltó de pronto al coche y, alzando rápidamente la mano con el arma, la descargó sobre el pecho de Orlando quien, no obstante, se había protegido de forma instintiva con el brazo -resultó así herido leve- y con el pie pudo rechazar y derribar al asaltante.

Girolamo Bagnasco, veintiséis años, escultor, pasaba por la iglesia del Carmine Maggiore cuando vio a un hombre rezándole a la Virgen al pie de una hornacina exterior iluminada por una lámpara, se aproximó y lo oyó decir desconsoladamente: "Qu'nfamia mi stannu facennu!" ("¡Qué afrenta me están haciendo!"), y cuando, queriendo consolarlo, se acercó a él, el otro salió de aquel piadoso recogimiento y le asestó un par de puñaladas, "una en la cresta ilíaca izquierda, la otra en la región epigástrica". Giovanni Mazza, dieciocho años, cochero, estaba sentado frente al Collegio de Maria en Olivella cuando se le acercó un hombre pidiendo limosna con las manos cruzadas sobre el pecho y que, al llegar a cierta distancia, separó de pronto las manos y arremetió con un cuchillo; el muchacho, que automáticamente se cubrió con el brazo, recibió en la mano una herida de tan mal cariz que tres meses después los médicos seguían sin saber si dejársela lisiada o amputársela (un dilema, la verdad, para nosotros incomprensible).

Angelo Fiorentino, veintitrés años, barquero, fue abordado por un tipo que le pidió tabaco mientras le clavaba un cuchillo en el costado izquierdo; eso, en Via Butera. Salvatore Pipia, treinta y seis años, sastre, caminaba por Mura della Pace cuando lo paró un hombre que le dijo: "Vossia bavi menti?" ("Me da usted algo?"), y en el tiempo que él decía no, el otro se le echaba encima y le daba dos puñaladas en la espalda. Tommaso Paterna, veintidós años, pastelero, caminaba por Via Santa Cecilia cuando lo asaltó un individuo que él creyó que le daba un puñetazo, y al alejarse para no reñir con quien supuso borracho, descubrió que lo que le había dado era una puñalada, en el hipocondrio derecho.

Y por último, Carlo Bonini Somma, treinta y cinco años, empleado, se disponía entrar en casa del cónsul americano cuando fue herido por la espalda, en la espina dorsal, por un tipo al que sólo pudo ver huir, y de reojo. Añadamos los siguientes detalles que completan la crónica de lo ocurrido aquel día: según la sucesión horaria establecida en la instrucción, Albamonte fue herido el tercero y Allitto el noveno; y este último declaró que el desconocido que lo apuñaló se lamentaba de que le hubieran detenido a un hijo y que él se había acercado para consolarlo. El caso de Allitto (que luego confirmó la confesión de D’Angelo), al igual que el del escultor Bagnasco, demuestra con cuánta imprudencia -al menos en ciertos lugares y a ciertas horas- practican algunos la caridad cristiana.


*N. del A.: Eso significa que quien hirió a Severino y a Fazio, el único de los doce agresores que no fue identificado, no sabía que los apuñalamientos eran gratuitos, al azar: creía que atacaba a un miembro del partido "italiano", el partido antiborbónico, y que también las demás personas a las que el jefe había ordenado agredir eran enemigos de la causa. Es quizá lo que él suponía, porque en sus declaraciones D’Angelo no dijo que lo hubieran engañado a ese respecto. Y, además, pocos criminales a sueldo creerían en aquel momento que el que les mandaba matar o herir no lo hiciera movido por la venganza, el amor o el dinero. La "estrategia de la tensión" la estaban inventando entonces.

 

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