Hace unos días, como modesta contribución a la jornada antifascista llevada a cabo en distintos lugares del Estado español, hemos descrito algunos rasgos que caracterizan, en nuestra opinión, el fascismo contemporáneo. Nos congratula comprobar la coincidencia de opiniones diversas sobre el asunto.
Paolo Virno en sus Tesis sobre el Nuevo Fascismo Europeo, lo describe de una forma ciertamente sugerente. Y Franco Berardi por su parte con ocasión del debate sobre la constitución europea, llamaba a luchar contra la guerra y el naziliberalismo.
Seanos disculpadas estas dos citas a la que añadiríamos la del gran Norman Mailer hablando del fascismo militar en USA. En la historia reciente de la izquierda europea cualquier referencia al fascismo ha sido frecuentemente desdeñada por quienes lo entendían fruto del subdesarrollo teórico de quienes lo utilizaban. No se trata, en todo caso, de reproducir los debates de los años 30 en torno al fascismo. Ha quedado cumplidamente demostrado, creemos, la diferencia de agentes y situaciones entre ambos períodos. Pero sí debe ser subrayada una coincidencia que no puede pasar inadvertida sin graves consecuencias para la comprensión del fenómeno fascista.
Virno lo ha llamado la condición de hermano gemelo del fascismo respecto a manifestaciones cercanas de la lucha contra la globalización neoliberal. Si esa condición no es asumida y nos conformamos con las socorridas caracterizaciones de la “guardia blanca” del capital y similares, nos veremos absolutamente incapacitados para intervenir en el medio en el que se desarrolla “el huevo de la serpiente” y quedaremos inermes cuando el proceso de fascistización social haya alcanzado un punto irreversible.
Prestar atención a estos fenómenos resulta, pues, imprescindible y además urgente. Pero esta urgencia no puede llevarnos a transitar caminos que la experiencia histórica ha demostrado no llevan a ninguna parte. La política de levantar “frentes amplios” con programas mínimos en defensa de la democracia y las libertades, en defensa de la Constitución y el Estado de Derecho u otras consignas parecidas, se ha revelado como la mejor forma de desarmar la lucha antifascista. Que está obligada a identificar los mecanismos concretos con los que, en una determinada situación de crisis, el Estado de Derecho y sus instituciones alimentan el proceso de fascistización en marcha.
En tales situaciones de crisis hay un punto de los mismos en que
el resentimiento de los de abajo contra los de arriba y sus instituciones se hace irreversible. Propuestas y consignas inequívocamente insurgentes deben surgir entonces del campo anticapitalista de forma inmediata. Si no es así, ese resentimiento social podrá ser desviado por los jefes fascistas contra chivos expiatorios (judíos, extranjeros, sindicatos y partidos, etc.) evidenciando -¡ahora sí!- Su función histórica de esbirros del capital.
Toda demora en lanzar esas consignas contra el orden capitalista-estatista, sembrará, primero la desconfianza y luego la hostilidad entre los de abajo.
En nuestra opinión, nos encontramos en vísperas de una situación como la descrita. La economía capitalista mundial no termina de ver la luz de la recuperación de este período de recesión abierto por la crisis de las economías asiáticas del 97-98. Ni la guerra permanente de Bush y su tirón de demanda que ha permitido crecimiento del PIB en USA del 7,2%, ni el mantenimiento de los altos niveles de consumo que operan como motor del crecimiento en economías como la española, parecen capaces de sacar del estancamiento al capitalismo senil que amenaza la supervivencia de la especie y de la propia biosfera.
La injusticia y la desigualdad social extrema forman parte inherente del paisaje del capitalismo contemporáneo. Se le han añadido, además, un nivel creciente de malestar difuso y generalizado y, sobre todo, un sentimiento de incertidumbre que pesa sobre el horizonte de nuestras vidas individuales y colectivas y empuja a un presente enloquecido y suicida.
La pérdida de legitimidad de las instituciones de la democracia representativa alcanza niveles espectaculares en algunos países, en paralelo al inusitado vigor que cobran las ideologías y religiones oferentes de sentido e identidad, en primer lugar el Islam.
Es verdad que funciona todo un complejo dispositivo de control que no ha suprimido sino generalizado al conjunto de la sociedad las técnicas disciplinarias del taylorismo y el fordismo. Pero tal dispositivo no es capaz de garantizar la conformidad de masas, como lo prueban los esporádicos estallidos de violencia irracional en los campos de fútbol o las prácticas suicidas de los conductores.
La angustia cotidiana, el “horror vacui” de la vida en la metrópoli se sublima con facilidad en violencia ciega. El incremento de la violencia y la represión del Estado orientados a producir junto con las instituciones de socialización y la industria del entretenimiento, subjetividades adaptadas y sumisas contribuye, por su parte, a la normalización de la violencia y a su incorporación y asunción como partes socializadas y normalizadas de conducta.
La guerra reaparece en el horizonte social como una cruel catarsis de sangre y destrucción. La guerra y el racismo. Un racismo de base no sólo étnica sino también cultural ya descrito por Foucault. Las diferencias culturales permanentemente glosadas por el discurso progresista y “constitucionalizadas” están en la base de todo un dispositivo de segmentación y segregación sustentado en un darwinismo cultural que respeta el velo en la escuela y lo explica como un rasgo de una cultura
inferior a la que acepta, siempre que respete los límites del ghetto territorial y social en el que está confinada.
El campo de concentración se revela así como el gran negativo de la ciudad y la sociedad contemporánea. Su orden y su lógica interna, su estructura social y territorial, sus jerarquías pueden ser percibidos con claridad en la morfología de la metrópolis tanto como en la estructura de las sociedades
tardo-capitalistas.
En la situación agónica del capitalismo senil, el fascismo encuentra su principio y su término, sus condiciones de alumbramiento y desarrollo y la consumación de su proyecto. La metrópolis capitalista alimenta el fascismo y el fascismo lleva a la exasperación el potencial de muerte que contiene el capitalismo.