El año 1969 pasó a la historia de la oposición franquista por ser el momento en el que se decretó el Estado de excepción. Los movimientos huelguísticos, las luchas estudiantiles y la agitación social antifranquista hicieron que el régimen reaccionara con fuerza frente a un enemigo emboscado que se agrupaba en fábricas, universidades y barrios. Las profundas transformaciones económicas emprendidas en la década de los sesenta y la llegada, aunque de un modo errante, de la onda del 68 a territorio hispano hicieron que diversos movimientos de la izquierda tradicional y de la extrema izquierda fueran adquiriendo un nuevo protagonismo político. En este marco es en el que los movimientos anarquistas ganaron presencia dentro de las distintas luchas sociales. Esta reaparición, que se produjo desde 1969, fue articulada en una doble dimensión. De un lado, se vino a sobreponer a la derrota sufrida por el Movimiento Libertario Español, fuertemente dividido y debilitado por las múltiples facciones del exilio, y, por otro lado, vino a reinterpretar las tácticas y las estrategias de un movimiento libertario que entró en la década de los setenta muy descompuesto.
En los primeros setenta se produjo un momento de aceleración militante y también de aprendizaje. Una multitud de pequeños grupos que actuaban en el marco de corrientes sindicales independientes y radicales, en la universidad y en barrios se apresuraron por incorporar en sus grupos, que iban desde cristianos de base hasta partidos marxistas leninistas, pasando por grupos de corte autónomo o pequeñas agrupaciones anarquistas, líneas de acción y de pensamiento anarquista. La defensa del principio asambleario, el rechazo a las formas políticas implantadas por las organizaciones marxista-leninistas y el deseo de luchar en todos los aspectos de la vida cotidiana fueron las tres primeras intuiciones que en mayor o menor medida se integraron en el nuevo magma de grupos de corte libertario que se presentaron a principios de los años setenta. "Nosotros estábamos coordinados en Carabanchel, Tetuán, Barrio del Pilar, y aunque cada uno mantenía su autonomía, se estaba coordinado, incluso las acciones se hacían conjuntas, como un inicio de organización. Se intentaba hacer un trabajo sindical y se intentaba tirar un poco por el sindicalismo y había coordinación con otros grupos en España y, más o menos, también con el exterior, que nos mandaban cosas de grupos de Francia, y también con la CNT del exilio", recuerda un antiguo militante de los Grupos Autónomos de Madrid.
Las referencias históricas que llegaban del exilio, la onda libertaria del post-68 y la historia de movimiento libertario fueron algunos de los elementos que permitieron comenzar a recomponer esta tradición de pensamiento. Éste fue el caso de algunos grupos pioneros que se crearon a mediados de la década de los sesenta y que fueron más allá de las luchas orgánicas mantenidas por los restos de las siglas históricas. Uno de estos grupos fue el formado -entre otros- por Pedro Barrio y Juan Gómez Casas, denominado Grupo Anselmo Lorenzo, y que pusieron en circulación diferentes textos sindicales y políticos. Aunque quizás su mayor aportación fue el libro Historia del Anarcosindicalismo español, de Juan Gómez Casas, editado en la editorial Zyx, y que se convirtió en estos primeros momentos de desorientación en una verdadera biblia. Con referentes disgregados y en un proceso intenso de formación, una nueva generación de militantes de corte libertario se fue definiendo a lo largo y ancho del territorio. Estos fueron los casos de Asturias, Cataluña, Euskadi, Madrid, Andalucía o Valencia, donde comenzaron a surgir grupos que llegados de las más diversas tradiciones aportarían otros puntos de vista a la lucha libertaria, principalmente en las luchas obreras y barriales. En Madrid aparecieron los Grupos Autónomos Autogestión Obrera, en Barcelona los Grupos Obreros Autónomos, el Movimiento Comunista Libertario, la Organización Libertaria de Trabajadores o los Grupos Solidaridad Obrera que además tuvieron presencia en Madrid, Sevilla y Valencia, o en Asturias CRAS (Comunas Revolucionarias de Acción Socialista), por citar sólo algunos ejemplos. Esta realidad se replicó también en la Universidad, aunque la presencia organizada del movimiento libertario en la Universidad fue algo más dispersa. En lo que se refiere al movimiento obrero los grupos libertarios se entremezclaron y sumaron a la corriente política que asumió como principio de actuación la defensa del movimiento de asambleas de fábrica. La autonomía del movimiento obrero debía ser preservada frente a la fuerte presencia de los partidos de izquierda comunista y de extrema izquierda, que trataron de aplicar su programa político sobre las bases obreras. No obstante, en los primeros años de la década las dinámicas reivindicativas del movimiento obrero se organizaron de manera descentralizada y asamblearia, lo que conllevó que el movimiento huelguístico se basara en la democracia asamblearia y el principio unitario. Por este motivo desde 1970 hasta 1976 los códigos autogestionarios, autónomos y libertarios fueron bien acogidos por amplios sectores de un movimiento obrero que, más allá de la adscripción política de cada uno de los militantes, estaba familiarizado con las formas de la autonomía obrera y libertarias.
Sobre este horizonte se organizaron grupos autónomos en lugares como las Comisiones Obreras de Barcelona, que dieron como resultado los GOA (Grupos Obreros Autónomos de Barcelona) o Plataformas, o los de las Comisiones Obreras Juveniles de Madrid, de donde salieron los Grupos Autónomos de Construcción. Estos grupos catalizaron algunas luchas importantes, pero son sólo un caso concreto de lo que fueron las grandes coordinadoras autónomas que se dieron en Valladolid, Vizcaya, Vitoria o Barcelona en sectores del automóvil, el metal o el portuario. Este movimiento asambleario de amplio espectro fue el que dio cobijo a una infinidad de pequeñas organizaciones autónomas y libertarias que se fueron haciendo un hueco en sus respectivos centros de trabajo. Pero estas condiciones, propias del desborde que los movimientos huelguísticos habían provocado, no durarían eternamente. El proceso de Transición abierto desde el curso 1975-76 tuvo un apartado específico destinado a desarmar estas nuevas formas organizativas y, sobre todo, a desactivar los mecanismos que hicieron posible la proliferación de estas expresiones de lucha. Los sucesos de Vitoria en marzo de 1976 pusieron el freno armado a los movimientos asamblearios, y un año más tarde los Pactos de la Moncloa certificaron el desmantelamiento de sus más eficaces palancas reivindicativas.
El resultado efectivo de estos movimientos gubernamentales fue la sindicalización de las relaciones laborales y el consenso estricto sobre el control de los salarios. En términos generales lo que se pretendía era por un lado arrebatarle por ley la soberanía a los movimientos asamblearios y trasladarla a las nuevas estructuras sindicales y, por otro lado, limitar la capacidad reivindicativa del movimiento obrero poniendo límite a sus peticiones salariales. En definitiva un encorsetamiento que dejaba sin armas a la constelación de pequeñas organizaciones y asambleas que formaban una parte muy importante del movimiento obrero. Las opciones fueron limitadas, y desde 1975 comenzaron las reagrupaciones dentro de los movimientos de base en distintas direcciones. Algunas plataformas y coordinadoras, con suficiente legitimidad y fuerza, como sucedió en las fábricas de Vizcaya o en el Puerto de Barcelona, mantuvieron su fuerza y llegaron a afrontar los procesos de reconversión industrial en la década de los ochenta. Otras organizaciones y asambleas quedaron conformadas como un ala amplia dentro de sectores como los del automóvil como fueron Ford-Valencia, FASA-Renault en Valladolid o SEAT de Barcelona , y otras muchas pequeñas organizaciones y secciones decidieron intentar ganar una apuesta de corte global generando sindicatos de corte autónomo y libertario. Esta línea es en la que se contextualizó la reaparición de la CNT. La reconstrucción de la Confederación Nacional del Trabajo fue el último intento de algunos sectores autónomos, libertarios y consejistas por defender a sangre y fuego el proceso asambleario vivido en el quinquenio anterior. La defensa de la asamblea y la autonomía de la clase obrera fueron los verdaderos cimientos de la casa común que quiso ser la reconstrucción anarcosindicalista. Por momentos esta apuesta tuvo algunas posibilidades, todas ellas vinculadas a reconocer la diversidad que hacía de la CNT una organización de decenas de miles de militantes y con cierta presencia en según que sectores y zonas del territorio estatal. Pero este cruce de caminos no cuajó, no fue posible y quedó estrangulado antes de poder respirar. Las causas de este fracaso fueron múltiples, aunque evidentemente hacer un diagnóstico certero de lo que sucedió entonces sería el único camino para entender lo que puede ser el anarcosindicalismo en la actualidad.