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Pensamiento :: 30/08/2007

El azote de la esfera intelectual

Pedro García Olivo - La Haine
Reflexiones en torno a la figura ?moderna? del Educador

(“Presentación” de la conferencia que, con título homónimo, dictaré el 9 de noviembre de este año en la Universidad del Tolima, Colombia)

Partiendo de los conceptos que organizan el Proyecto Moderno de la burguesía ilustrada (categorías filosóficas que, como nos enseñaron los autores de “Dialéctica del Iluminismo”, sirvieron a ese nuevo sujeto histórico primero para combatir el orden feudal, en el que apenas podía desplegar su voluntad de poder, y luego para justificar el orden capitalista) y arrastrando para siempre la bajeza de sus orígenes, la “ideología pedagógica occidental” trazó y difundió una figura mitificada, idealizada, casi sacralizada: la figura moderna del Educador. A partir de entonces, como anotó Jorge Larrosa, pudimos dedicarnos a la educación con el convencimiento íntimo de que trabajábamos para la “buena causa”, para la “causa noble”, la causa justa de la Humanidad.

“Poseídos por el demonio”, como gustaba de escribir, en sentido metafórico, Stephan Zweig, los poetas románticos y los escritores malditos no se dejaron engañar. Para Lautréamont, el educador es un embrutecedor y su relación con el joven sólo puede concebirse en términos que hoy, distorsionando el aporte de Sade y Sacher-Masoch, designaríamos “relación sadomasoquista”. Oscar Wilde definió al educador como “el azote de la esfera intelectual”: “así como el filántropo es el azote de la esfera ética, el azote de la esfera intelectual es el hombre ocupado siempre en la educación de los demás”.

Románticos y malditos tenían más razón de la que ellos mismos eran capaces de imaginar. Hoy, en el contexto histórico de la crisis indefectible del Proyecto Moderno, bajo las coordenadas de lo que algunos autores denominan “Segunda Modernidad”, “Modernidad Líquida” (Z. Bauman) o incluso “Posmodernidad” (Jameson, Lyotard,...), todas las ideas y todas las figuras heredadas de la Ilustración decimonónica (“Ilustración insuficiente” para Adorno, “destructiva” para Subirats, “cínica” para Sloterdijk...) son sometidas a una crítica radical. Ulrich Beck estima que vivimos rodeados de “zombies”, atrapados en categorías e instituciones “zombies”, realidades que están, a la vez, vivas y muertas. La familia, la clase, el sindicato, etc. son ejemplos de “instituciones zombies”. También la Escuela es una institución “zombi”; y la figura moderna del Educador, desde el punto de vista de la teoría crítica y de la praxis contestataria, está asimismo “más muerta que viva”, aunque vive de hecho.

Las dos tradiciones críticas más importantes de nuestro tiempo, la Escuela de Frankfurt y la Teoría Francesa, señalaron una evidencia que los ideólogos del capitalismo tardío se resisten a admitir: la afinidad y solidaridad de fondo entre las categorías y los procedimientos que fundan y definen el fascismo, el estalinismo y la “farsa sangrienta” de la democracia liberal (por usar el término que E. Ciorán tomó prestado de Anatole France). En “La cuestión del sujeto. ¿Por qué hay que estudiar el poder”, maravilloso texto menor de Michel Foucault, se abunda en la misma idea. Pues bien, esas nociones (¿podemos decir abominables?) son las que instituyen, desde el ámbito de los presupuestos epistémicos y filosóficos, la figura moderna del Educador. Pretendo señalarlas y analizarlas en mis intervenciones: un concepto “aristocrático”, “elitista” e “idealista” del hombre de saber; la suposición de que el Conocimiento irradia, sobre las masas ignorantes, desde una Luz externa, desde una Mente privilegiada; la idea de que hay algo que “reformar”, algo que “suprimir” y algo que “forjar”, en la subjetividad de los jóvenes (en “Los siete saberes necesarios para la educación del futuro”, libro calamitoso patrocinado en 1999 por la UNESCO, Edgar Morin resumía así nuestro cometido: “una reforma planetaria de las mentalidades”); la atribución, explícita o implícita, de una misión “redentora”, “salvífica”, “filantrópica”, a nuestras escuelas e instituciones de domesticación social; una concepción “metafísica” subyacente de la Verdad y el Conocer; un prejuicio “humanista” que satura de connotaciones pastorales, religiosas, afines a lo que Nietzsche denominó “ética de la doma y de la cría”, la intelección de las prácticas de transmisión cultural; etc., etc., etc.

Desposeído de su dignidad, sentado en el banquillo de los acusados, reconocido como cómplice y culpable (cómplice de los poderes establecidos y culpable de no pocos horrores que afligen nuestro presente), el Educador recupera, por fin, su dimensión “humana, lamentablemente humana”. Y es lícito plantearse, entonces, qué tipo de “educador” demandan las formaciones demofascistas contemporáneas (los regímenes posdemocráticos que se han gestado en el Centro euro-americano y se expanden en nuestros días por las periferias) para satisfacer mejor sus requerimientos de autorreproducción.

Apunto que las formas contemporáneas de control social, tendentes a globalizar la figura del policía de sí mismo, del hombre que se auto-reprime y auto-sanciona, han desechado ya el modelo del “profesor autoritario clásico” y, en su lugar, ensayan una opción distinta, una opción “alumnista”, “democrática”, “progresista”, punta de lanza del Reformismo Pedagógico occidental. Es el modelo del Educador ausente, del profesor que establece con el alumnado una relación de hibridación y transferencia de funciones, vínculo logístico que, por un lado, lo “invisibiliza” como agente de la agresión escolar y, por otro, erige al estudiante en “auto-profesor”, “profesor de sí mismo” (clases abiertas, dinámicas participativas, métodos de auto-evaluación, integración del alumnado en los órganos de gestión,...). Para no redundar en lo que Marx llamó “crítica sustancialmente acabada”, legitimadora por contraste, justificadora de lo dado, hay que desviar la mirada hacia ese educador “sensible”, “inconformista”, “transformador”, que se sirve en ocasiones de un discurso de la libertad y de la fraternidad, que abdica estratégicamente de la autoridad en el aula y todo lo confía y todo lo espera de un “artefacto pedagógico”, de un “ambiente educativo”, diseñado no obstante por él, sobre el que recae en adelante la tarea inmediatamente socializadora.

A la crítica de esa “actualización” de la figura moderna del Educador pretendo contribuir, mostrando su pertenencia a una lógica tardocapitalista de la dominación que se manifiesta en las más diversas esferas sociales: mundo del trabajo, prisiones, relaciones familiares, etc. Lógica que oculta o disfraza el ejercicio del poder, dulcifica las relaciones de explotación y convierte al objeto de la opresión en sujeto de la misma, en garante de su propia subordinación.

En un célebre pasaje “anti-humanista”, Foucault sugería que, frente a todos los que todavía nos quieren hablar del Hombre, de sus necesidades, de su condición, de sus miserias y hasta de su liberación, sólo cabe oponer ya una “sonrisa”, una “sonrisa filosófica” y, en cierto sentido, silenciosa. A mí me anima un temperamento distinto: ante el Educador, que sigue siendo el especialista en hablar del Hombre, en trabajar para el Hombre, en obtener sus medios de subsistencia y sus claves de reconocimiento social a partir de una labor infame sobre la conciencia ajena y un parloteo adormecedor en torno a la “verdadera humanidad de los seres humanos”, ante esa figura moderna de la colonización mental y de la heteronomía moral, en absoluto voy a responder con una “sonrisa”, y mucho menos con una u otra forma de “silencio”. Contra el Educador, frunciré el ceño, al modo del “filósofo del martillo”, y levantaré una voz airada. “Cum Ira et Studio”, como quería Bacon, seguiré hablando en su perjuicio.

Ira, estudio y “un alto amor a otra cosa”, a otra cosa que no se nombra. Siempre ha latido, en lo insondable de los afanes críticos, un “alto amor a otra cosa”. Ese “alto amor” late también, ciertamente, detrás de muchos comportamientos que la opinión pública occidental condena como “integristas” y hasta como “terroristas”; y hay “alto amor a otra cosa” del lado de muchas balas, no de todas las balas, pero sí del lado de las balas insurrectas. En mi caso, ese “alto amor a otra cosa”, que explica mis viajes a este Continente, y tiene en cuenta las palabras, atinadísimas, de Fals Borda en contra del eurocentrismo intelectual y a favor de la refundación de un pensamiento propio latinoamericano, de una visión “diferente” que habría de nutrirse del legado cultural de los pueblos originarios, que debería beber de la aguas de las culturas autóctonas; en este caso mío de hombre que se bate contra la educación administrada, el “alto amor” que me mueve cuenta con un objeto verdaderamente digno: la “educación comunitaria indígena”, modalidad socializadora y de transmisión cultural aplastada hoy por el imperialismo de la Escuela de planta occidental y de los Educadores al modo occidental. Alto amor a la educación informal de los pueblos indios, educación comunitaria, tradicional, educación sin escuelas y, hablando con propiedad, sin educadores.

Aldea Sesga, agosto de 2007

www.pedrogarciaolivoliteratura.com

 

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