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Pensamiento :: 24/09/2007

Tequio, gozona, guelaguetza...

Pedro García Olivo ? La Haine
La dimensión educativa de la ? vida cotidiana? indígena

1)

G. Lukács, en el prólogo a un libro de su discípula Agnes Heller, reconocida socióloga de la Escuela de Budapest, definió la vida cotidiana como “el espacio intermedio de la dominación”. Hubiera podido decir también “espacio de la dominación intermedia”. Si no lo entendimos mal, se refería al campo de la interrelación humana en el que se condensan y materializan las coacciones procedentes de los dos ámbitos del dominio: la necesidad y la servidumbre que se forjan en la fragua de lo material, de la subsistencia y del trabajo, en el nivel económico o infraestructural; y la manipulación y el control que se ejercen desde los laboratorios políticos e ideológicos, desde los aparatos culturales, en el nivel de lo espiritual o superestructural. Sería en el escenario intermedio de la “vida cotidiana” donde ese doble dominio inherente a toda sociedad de clases, esta doble coacción de lo económico y lo político-ideológico, se sintetizarían en relación humana, en interacción diaria, en hábito colectivo, uso social, disposición de la afectividad,... La vida cotidiana aparecería, pues, y así lo ha argumentado la propia Heller, como el espacio en el que el poder y la subordinación se reflejan y se refuerzan...

Como modalidad de organización igualitaria, de sociedad no-clasista, la comunidad indígena confiere a sus formas de cotidianidad una funcionalidad semejante, pero ya no al servicio del dominio, sino de la educación. La esfera cotidiana del pueblo indio es el ámbito en el que la educación comunitaria se refleja y se refuerza; cada una de sus figuras sociales, de sus maneras de interrelación, de sus dinámicas gregarias, remite a un trabajo previo de socialización y moralización por el grupo y, al mismo tiempo, lo completa, lo última, lo realiza en su expresión más acabada. Lo que en una sociedad de clases, como la occidental, sirve para la reproducción de la desigualdad y para la profundización de la opresión, en el “pueblo de indios” comunero alimenta sin descanso, reactiva, el proceso informal de auto-educación para la justicia social y para la democracia política. Usos sociales como el “tequio”, la “gozona” y la “guelaguetza”, que tan importante papel desempeñan en la vida cotidiana de las localidades indígenas, ilustran perfectamente esa dimensión “educativa” del espacio intermedio comunitario. Inducen una saturación de la comunicación cotidiana, de la interrelación social, por los valores de la solidaridad y la ayuda mutua. Es así, en definitiva, cómo se traducen, sobre el plano intermedio de la formación social, las determinaciones de un ordenamiento económico comunero y de una sociedad sin clases, por un lado, y de un sistema político democrático y un pensamiento igualitarista, por otro.

Jacobo Tomás Yescas, zapoteco de Juquila Vijanos y militante del Comité Indigna y Popular de Oaxaca “Ricardo Flores Magón” (CIPO-RFM), nos explica el sentido del tequio y la gozona:

- Acá estamos acostumbrados al tequio para realizar los trabajos del pueblo. Cuando una Autoridad llega a necesitar gente, convoca a todos los ciudadanos de la comunidad a realizar los trabajos del pueblo, ya sea limpiar caminos, desmontar lo que es de la carretera (“desmontar” decimos nosotros; porque la Autoridad que termina su año tiene su obligación ir a limpiar la carretera), y limpiar los caminos, para que él ya deja todo limpio a otra Autoridad que entre. O sea, a todo eso lo llamamos ‘tequio’.

- Es decir, que el Municipio, en lugar de contratar a alguien para que haga esas tareas...

- Sí, lo hace el pueblo...

- ¿Sin cobrar nada?

- Sí, sin cobrar nada.

- ¿Todos juntos?

- Todos juntos... Antes se hacía tequio también cuando se hacía un edificio público; por ejemplo, cuando se hizo el Palacio municipal todavía se hacía tequio... En los últimos años es poco lo que es el tequio, porque quieren quitar esa costumbre, que se haga tequio; pero la mayoría no quiere que se quite esa costumbre... Es muy difícil que se quitara, porque ya están acostumbrados a trabajar así...

- ¿Y qué es la gozona?

- Para nosotros la gozona es para... Por ejemplo, tengo un vecino, ¿no?, voy un día de él a trabajar, y ya va conmigo... Así es, ya van conmigo, ya voy con ellos. Eso en la gozona... Yo mi vecino le voy a ver: “ven a trabajar conmigo porque no tengo ayuda”. Hacemos gozona... El va de conmigo dos, tres días; y ya le repongo yo luego los días que trabajó conmigo...

- De ese modo, no se contrata a ninguna persona...

- No, ya no se contrata. Somos gente de escasos recursos; entonces, ya con la gozona nos evitamos de dinero... Y así funcionamos unos con otros, cooperamos... Aquí no hay gente contratada: ya con la gozona tenemos, pues; resolvemos los trabajos...

El tequio y la gozona rigen buena parte de la vida económica y de la interacción social en las comunidades. No se trata de meros sustitutos funcionales del dinero: arrostran también una dimensión político-filosófica. Evitan las posiciones empíricas de sometimiento y de explotación de un hombre por otro -enmascaradas en la sociedad mayor por el salario, por el contrato, por la nómina,...- y colocan sin cesar en primer plano el valor de la cooperación y del trabajo comunitarios. Ahí reside su función educativa: el pueblo, que se desea siempre unido, debe subvenir a sus necesidades colectivamente, evitando segregaciones y desigualdades. Todos los ciudadanos son campesinos y hombres que saben hacer más cosas, unos mejor que otros, aparte de cultivar sus parcelas; pero no debe haber “oficios” especializados, que excluyan a un hombre de la relación cotidiana con la Madre Tierra. La especialización laboral crearía jerarquías, diferencias internas de intereses y de pensamiento, exigencias de pagos en dinero,... En esta acepción, el tequio y la gozona aparecen como vectores de la igualdad y de la cooperación entre iguales; ensanchan el ámbito de la ayuda mutua en detrimento del contrato y del salario. Expresan el aborrecimiento indígena del trabajo alienado y de la plusvalía. Al mismo tiempo, como decíamos, “forman” a los jóvenes en el sentimiento de la fraternidad comunitaria, de la equidad, de la autosuficiencia cooperativa, de la aversión al individualismo burgués... Promueve una rigurosa “educación” en valores.

Jacobo Tomás Yescas nos confirmó que, ante la exigencia de emprender una obra pública, edilicia o de comunicaciones, la autoridad municipal tradicional, con el respaldo del pueblo, descartaba inmediatamente dos opciones indignas: recurrir a una empresa constructora o contratar por su cuenta brigadas de obreros. El conjunto de los vecinos, como quiere la filosofía del tequio, se ocupaba solidariamente de las faenas. Si el proyecto exigía poca mano de obra, y no había necesidad de movilizar de una vez a toda la población, se organizaba un sistema rotativo y se trabajaba por turnos, sin privilegios ni exclusiones. Para las tareas de mantenimiento de la localidad (limpieza de caminos, reparación de carreteras,...), de vigilancia de instalaciones especiales (casa de salud, escuela,..), etc., se evitaba también el procedimiento que en México distingue a las administraciones invariablemente “corruptas”: instituir algo semejante a un ‘funcionario’, una suerte de ‘empleado’ del municipio. La flexibilidad del tequio satisfacía esas demandas... Por su parte, la gozona multiplicaba hasta el infinito las ocasiones para la reciprocidad, para el intercambio, para el trabajo gratificador entre amigos, para la comunicación y el conocimiento mutuo. Hasta ocho personas colaboraron con Felipe Francisco en la corta de su café, durante varios días, correspondiendo a la ayuda que habían recibido de él en los meses anteriores. En los casos de campesinos ancianos, viudas, discapacitados, enfermos, etc., la “gozona” permite recibir una asistencia sin desdoro: Felipe, por ejemplo, podía ayudar a su vecina anciana en el desmonte de las laderas para el cultivo del maíz o en la tarea durísima de acarrear la leña desde el bosque, y ésta le devolvía el favor con labores a su alcance, como extender el café sobre los petates para que se secara, seleccionar sus granos, envasarlo, etc.

Al lado de la “gozona”, y dentro del conjunto de relaciones de reciprocidad y acuerdos de ayuda mutua característicos de las sociedades indígenas mesoamericanas (englobados por George M. Foster en la categoría de “contratos diádicos”), encontramos el “compadrazgo”. Surge cuando dos personas acuerdan cooperar en eventos críticos de la vida: bautismo, matrimonio, enfermedad, muerte,... E implica un compromiso por el bienestar y la seguridad del ahijado, resuelto como atención y ayuda a sus padres. En muchas etnias, los compadres no son parientes, por lo que el vínculo de colaboración, respeto e intimidad casi convierte en familiares a personas exteriores a la familia...

Todos estos “contratos diádicos” permean la cotidianidad indígena, sirviendo, según Foster, de “cemento que mantiene unida a la sociedad y lubricante que suaviza su funcionamiento.” Más allá de estas valoraciones “funcionalistas”, a nosotros nos interesa destacar el carácter socializador y moralizador de tales vínculos, que suponen un concepto no-utilitario del ser humano (aforismo tseltal: “ante cada hombre, debemos ser capaces de tomar su grandeza”) y se inscriben en una forma de racionalidad en absoluto “instrumental”, por utilizar el término de Max Weber. Nos interesa subrayar su dimensión educativa informal.

2)

Sin embargo, es la “guelaguetza” la práctica social más sorprendente y entrañable, más delicadamente ‘educativa’, de cuantas surcan este espacio, decididamente espiritual, de la vida cotidiana comunitaria. Para caracterizarla, vamos a reparar en un bonito relato del escritor oaxaqueño Abel Santiago Díaz. Trata de un profesor destinado en la comunidad de Loogobicha, bien recibido por sus habitantes alegres y sencillos, y finalmente enamorado y puesto en un apuro por las formalidades del subsiguiente compromiso matrimonial:

“No había logrado ningún ahorro. Y sus suegros, de acuerdo con la lógica y el concepto tradicional del honor, no tardarían en descubrir que ‘su hogar fue burlado’.

Cuando ella consideró que no pasaría otro mes sin que en su casa se dieran cuenta de su ‘error’, puso una disyuntiva a su prometido: una boda sencilla o una fuga vergonzosa. Ese mismo día el profesor Luis Felipe visitó a los padres de la novia para comunicarle la decisión de ambos de casarse y sus deseos de que la boda se celebrase en Loogobicha, con lo que los gastos se reducirían en su sencillez. No sin las obligadas resistencias y corteses insistencias, la novia fue dada.

El mismo domingo en que el cura del pueblo anunció desde el púlpito ‘el próximo enlace de nuestro ilustre profesor’, éste, sorprendido, vio llegar al aula de la escuela que le servía de hospedaje, uno por uno, al pueblo entero, que le llevaba todo lo necesario para la fiesta nupcial: pollos, guajolotes, maíz, fríjol, especias, cartones de cerveza, cajas de refresco, aguardiente, loza, etc. El presidente municipal y su esposa se ofrecieron como padrinos de la ceremonia, llevándole, para no recibir una negativa, los presentes obligatorios, entre los que destacaba el pago de una banda de música de viento por veinticuatro horas consecutivas. Los que no pudieron llevar obsequios por carecer de recursos, le ofrecieron su trabajo: los hombres construían gigantescos toldos de zacate y carrizo y todo lo relacionado con el trabajo pesado. Las mujeres, todo lo concerniente a la cocina.

Con grande emoción, el profesor Luis Felipe se percató de que no había gastado nada del poco dinero que logró reunir, con lo que pudo darse la satisfacción de una modesta ‘luna de miel’ de una semana.

Unas semanas después llegó hasta el aula-hogar de la feliz pareja un matrimonio con una niña en brazos. Luego de saludarlos humildemente, le expresaron el motivo de su visita:

- Queremos aprovechar las fiestas del santo patrón para bautizar a nuestra nena. Ustedes nos harán el bien de un par de gallinas, que fue nuestro presente en su compromiso...

Al día siguiente, volvió a repetirse lo que al maestro Luis Felipe y a su flamante esposa les pareció el día anterior ‘un incidente’. Uno de los hombres más viejos del pueblo sería el protagonista.

- El año que pasó -dijo suspendiendo bruscamente la amena charla que habían iniciado-, se me nombró mayordomo pa’ las fiestas de este año. Como ya tengo mucho licor, que jue lo que traje al fandango, se los anticipo pa’ que a’prevengan otra cosa.

El profesor Luis Felipe y su cónyuge recibieron otras visitas similares, puesto que sólo una vez al año, durante las fiestas del pueblo, era posible realizar festejos familiares de diversa índole. Molestos ya, comentaban haber sido víctimas de una burla. Pero pronto, al manifestar su disgusto al sacerdote, éste les hizo saber la verdad.

- El pueblo los ha aceptado como sus coterráneos -les dijo con fruición-, como nativos de este solar. Los ha hecho suyos. Les ha brindado familiaridad, parentesco. Han sido objeto de una guelaguetza -gracia que a muy pocos se concede-, consiste en ‘la entrega de un don gratuito, sin más efectos que la reciprocidad del que lo recibe’. Como hijos adoptivos del pueblo, han recibido el primer ‘acto de cortesía, de exquisitez y de finura’. Lo que les solicitan no es el pago, sino la aceptación de consanguinidad.

Negarse a cumplir con el compromiso moral contraído, a la reciprocidad, era fácil, pero significaba renunciar a la amistad, al cariño, a la familiaridad, a la hospitalidad permanente que el pueblo les había otorgado; al calor de un regazo del que no todos los extraños pueden disfrutar.”

Santiago Díaz se refiere aquí a un tipo particular de “guelaguetza”, que se materializa en fiestas, bodas, celebraciones, momentos especiales de alegría pero también de dolor, como las defunciones. Al lado de esta “guelaguetza” por motivos excepcionales, existe otra ‘ordinaria’, ‘cotidiana’, ‘frecuente’, que exige muy pocas condiciones para desplegarse. Puede responder a la mera “simpatía”, o al deseo de agradar al receptor. Sin embargo, en otros muchos casos, los que más nos interesan, se revela como un método para resolver problemas de los vecinos, para satisfacer necesidades ajenas, para atender carencias del otro, para eliminar esos “disturbios” que impiden la paz, la armonía, comunitaria. A través de ella, los ciudadanos pueden sortear dificultades de muy diverso orden, pueden salvar obstáculos, diluir amenazas, superar crisis,... Todo esto al margen del dinero, de espaldas al cálculo crematístico, en la prescindencia del trabajo alienado y de la plusvalía, en la proscripción de la subordinación, desterrando de la comunidad la mera eventualidad de una explotación del hombre por el hombre. Como el tequio y la gozona, la guelaguetza opera para preservar la salud de la comunidad, su dignidad. Salud y dignidad radicales: expeler el problema, resolverlo o cancelarlo, por las vías de la ayuda mutua y de la colaboración. Los ciudadanos pueden así satisfacer cooperativamente la mayor parte de sus necesidades, gracias a las apretadas redes de los “contratos diádicos”, a la infinidad de “relaciones de reciprocidad” que establecen cotidianamente con sus vecinos, absolutamente al margen de las lógicas productivistas y consumistas de la sociedad occidental, sin pagar el precio de una opresión del hombre y de un maltrato a la naturaleza.

El saludo indígena tradicional, que, como tal, como saludo en sentido estricto, se ha perdido (sustituido por fórmulas que incluyen una referencia a “Dios”, como el “Padiuxh” zapoteco, un “buenos días le dé Dios”, saludo no-indio en el decir escueto de Molina Cruz), subsiste hoy como hábito dialógico, como predisposición a la conversación, casi como “interrogatorio afectuoso”, al servicio de una expectativa de guelaguetza. Se dispara ante la mera presencia del otro, del vecino, del conocido; y se ha dicho de él que es “un diálogo completo”, tendente a recabar toda la información sobre el ‘partenaire’, toda la verdad en relación con su salud, trabajo, éxitos, fracasos, proyectos, problemas,... El saludo indio permite detectar en el interlocutor un motivo para la guelaguetza, una carencia en el hermano entrevistado que acaso se pueda subsanar, un problema que lo anda buscando y que puede exigir la atención comunitaria. Presupone en el saludador una disponibilidad, una voluntad de ayudar de acuerdo con sus posibilidades. Como los saludos cruzados a lo largo de la jornada son muchos, incontables, es también tupida la trama de guelaguetzas que en cada momento se está tejiendo.

Nosotros fuimos objeto de una guelaguetza, en Juquila Vijanos. Unas muchachas nos saludaron: hablamos del tiempo, de los trabajos, de los planes para los próximos días... Como les relatamos nuestra extrañeza por el papel marginal que se concedía a la fruta en la dieta de la región, a pesar de la abundancia de plátanos, duraznos, etc., e infiriendo que acaso la echábamos de menos en nuestra alimentación cotidiana, al día siguiente nos hicieron llegar una corta de platanero, con más de veinte bananas... Para nuestra desazón, no hallamos, en los días sucesivos, el modo de corresponder, de devolver el favor: ninguna falta, ningún problema, merodeaba a aquellas muchachas. En otros lugares, y para resaltar el componente afectivo de esta práctica, se habla de “cariños” y no tanto de “guelaguetzas”. Nos cabe, pues, el ensombrecido privilegio de haber merecido un “cariño” sin la menor opción de reciprocidad...

Habituar a los jóvenes a saludar de este modo, a prodigarse cotidianamente en guelaguetzas, en cariños, es, exactamente, educarlos en la voluntad de servicio a la comunidad, en la atención a las necesidades del otro, en la ayuda desinteresada, en el compromiso colectivo en pos de la “vida buena”, la paz local, la armonía, la bonanza eco-social... La guelaguetza ‘educa’ desde el momento en que contempla al otro, al vecino, al amigo o hermano, no como competidor, ni como “recurso”, no como adversario o enemigo, ni como negocio, sino como sujeto con el que identificarse, como verdadero ‘compañero’, como donador de sentido para la interrelación cotidiana, beneficiario de una praxis estrictamente ‘moralizadora’...

3)

Los adjetivos aduladores que los teóricos occidentales de la “sociedad civil” vierten sobre la cotidianidad de las países democráticos (idolatría que en otra parte hemos rebatido) en rigor podrían aplicarse al ‘espacio intermedio’ de las comunidades indígenas. Se puede hablar de una auténtica “sociedad civil” perceptible en los pueblos indios regidos según el derecho consuetudinario porque el autogobierno campesino no deja prácticamente resquicio para la “sociedad estatal”, porque la democracia directa india disuelve el Estado en la comunidad, revierte el poder municipal en racionalidad dialógica, en consenso y acuerdo.

La literatura de la “sociedad civil” quizás constituya la última torsión, la última pirueta, del liberalismo-ambiente; una temática que, según J. Keane, está hegemonizando la producción de las ciencias sociales occidentales de los últimos veinte años. Engendro del Norte, no cesa de surtir argumentos para justificar la occidentalización del planeta, la primacía del Capitalismo a nivel ‘global’. La “sociedad civil” como reino de la libertad posible, del pluralismo, de la solidaridad, de la autonomía de los individuos, como bastión anti-autoritario, freno y compensación del despotismo, etc., se pretende propia, en exclusividad, de los regímenes democráticos liberales. Sólo bajo la democracia de Occidente florece la “sociedad civil”, que es también una condición para la salvaguarda y reforzamiento de esa democracia. El Islam, por ejemplo, según Gellner, se halla estructuralmente incapacitado para alcanzar la ‘sociedad civil’. Y el socialismo del Este fue derrotado, ¿cómo no adivinarlo?, por las fuerzas ‘emergentes’ de una “sociedad civil” que únicamente después de la transición, y ya en un contexto liberal, podrán desarrollarse plenamente... De las comunidades indígenas latinoamericanas nada se dice, nada se sabe...

Para Gellner, la sociedad civil está constituida por “aquella serie de instituciones no-gubernamentales diversas con la suficiente fuerza para servir de contrapeso al Estado y, aunque no impidan a éste cumplir con su papel de guardián del orden y árbitro de los grandes intereses, evitar que domine y atomice al resto de la sociedad”. “Allí donde aparece la sociedad civil, en su concepción típica e ideal, constituye un emplazamiento de complejidad, opciones y dinamismo, y por tanto es el enemigo del despotismo político”, un refugio potencial de “tolerancia, no-violencia, solidaridad y justicia” (J. Keane, glosando a Gellner)... Sobre los ‘límites’ de esta “sociedad civil” no hay acuerdo entre los distintos autores interesados en la temática: para Adela Cortina, que define la sociedad civil como “la dimensión de la sociedad no sometida directamente a la coacción estatal”, ésta se hallaría compuesta por “mercados, asociaciones voluntarias y mundo de la opinión pública”. Para Walzer, ‘inspirador’ de la mencionada autora, la sociedad civil moderna es “el espacio de asociación humana sin coerción y el conjunto de la trama de relaciones que llena este espacio”: mercados, asociaciones voluntarias (‘adscriptivas’ como la familia, y de ingreso voluntario) y esfera de la opinión pública... Un “reino de la fragmentación y la lucha, pero también de solidaridades concretas y auténticas” (Walzer). Por su parte, Habermas excluye de la sociedad civil también al poder económico, de forma que ésta se caracterizaría por la proscripción de la “racionalidad estratégica” (propia del área política y económica) y la primacía de la “racionalidad comunicativa”: “un espacio público creado comunicativamente desde el diálogo de quienes defienden intereses universalizables, es decir, en el sentido del principio de la ética discursiva”.

En cualquier caso, se insiste siempre en el lado ‘saludable’, ‘benéfico’, de esta sociedad civil. Sus “bazas” radicarían en la ‘voluntariedad’, el ‘pluralismo’, su actuación como ‘escuela de civilidad’, su papel revitalizador de la ‘cultura social’, su protagonismo como bastión ‘defensivo’ frente a los riesgos de la globalización (desprotección de los individuos, abandonados por el Estado a la carencia de escrúpulos de las multinacionales y la banca mundial...), su permanente disposición anti-autoritaria y anti-despótica, sus efectos ‘profundizadores’ de la Democracia,...

En “El mito de la sociedad civil. Contribución a la crítica del las formaciones culturales dominantes. Primera parte” enunciamos las razones por las que las sociedades liberales de Occidente en absoluto cumplen los requerimientos que estos teóricos exigen para poder hablar del ‘advenimiento de la sociedad civil’, por lo que el nuevo dispositivo justificador del orden demo-burgués naufraga estrepitosamente. Aquí deseamos indicar que, por una ironía de la reflexión, ese concepto sí les cabe a las comunidades indígenas mesoamericanas, en parte debido al modo en que, por la vía de la autonomía, han sabido mantener lejos al Estado (estatal, federal) y en parte por la idoneidad democrática de sus formas de autogestión, que excluyen la posibilidad del despotismo político y de la coacción. El análisis del “espacio intermedio” indígena muestra que, en efecto, aquella ‘libertad’, ‘autonomía’, ‘tolerancia’, ‘no-violencia’, ‘solidaridad’, ‘justicia’, aquella ‘complejidad’ y aquel ‘dinamismo’, constituyen componentes esenciales de las prácticas sociales cotidianas, de las formas de interacción diarias, rasgos inherentes al tequio, a la gozona, a la guelaguetza,... Es por ello por lo que la vida cotidiana de los pueblos indios sí constituye una verdadera instancia educativa, sí ‘forma’ en la civilidad; por ello también revitaliza la ‘cultura social’. Cabría concluir que el objetivo de la educación tradicional indígena, tal y como se despliega en la cotidianidad del pueblo, de un modo informal, sin profesores, sin aulas y sin alumnos, se cifra precisamente en una salvaguarda de la comunidad como expresión de un civismo insuperable, en una defensa de los principios económicos, políticos e ideológicos que la erigen en modalidad real de “sociedad civil”.

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