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Mundo :: 19/10/2007

Sader y la responsabilidad de Aristide

José Luis Vivas
Emir Sader ensaya lo que viene a ser una apología de las tropas de ocupación, que habrían sido , según ?consenso general? como explica, responsables de los ?avances en la situación de seguridad pública? y también en la instauración de una ?cierta estabilidad institucional?

En el artículo Diario De Haití (1), el prestigioso sociólogo brasileño Emir Sader se une a un nutrido coro de voces críticas de Aristide, ex presidente de Haití derrocado en febrero de 2004 en un golpe de Estado promovido por Francia, Estados Unidos y Canadá. Sader responsabiliza a Aristide y a lo que califica de “fracaso” de su gobierno por el estado en que se encuentra hoy el país.

Según Sader, Aristide “tenía las mejores condiciones para iniciar la reconstrucción democrática del país”, entre otras cosas por la “oposición democrática” y el “apoyo internacional” con que contaba. Si se refiere a su primer gobierno, que duró 7 meses en 1991, hay que notar que tal oposición “democrática” había sido aplastada en las urnas. Bazin, ex funcionario del Banco Mundial y apoyado por Washington, había quedado en segundo lugar en las elecciones presidenciales con solamente 14% los votos. Sus credenciales democráticas quedaron evidenciadas más tarde cuando aceptó el puesto de primer ministro en el llamado gobierno interino que tomó el poder tras el golpe.

Sobre el apoyo internacional y las “mejores condiciones” de que supuestamente habría gozado el gobierno de Aristide, podríamos citar aquí las palabras de Yanique Joseph: “Lo que surgió fue un régimen asediado y luchando, sin el apoyo de una izquierda institucional fuerte, por introducir reformas populares tras casi 200 años de corrupción y dictadura firmemente establecidas, y enfrentándose a la hostilidad de los poderosos grupos dirigentes, así como a la indiferencia y el sabotaje de actores internacionales.” No parece por lo tanto haber sido una situación muy idílica para Aristide, como parecen sugerir las palabras de Sader. Las condiciones para el segundo gobierno de Aristide fueron, si cabe, aún peores.

Sader también ensaya lo que viene a ser una apología de las tropas de ocupación, que habrían sido , según “consenso general” como explica, responsables de los “avances en la situación de seguridad pública” y también en la instauración de una “cierta estabilidad institucional” . Nada se dice acerca de las acusaciones hechas en importantes informes internacionales de que esas mismas tropas habían sido uno de las principales causantes de la inseguridad pública que reinó en el país después del golpe, dando cobertura a inúmeras matanzas protagonizadas por la policía nacional haitiana y a veces participando directamente en ellas. Tampoco se mencionan las recientes declaraciones de Aderson Bussinger Carvalho, consejero de la Orden de los Abogados de Brasil, que tras visitar Haití en junio pasado declaró que “hay un estado permanente de coacción y tensión causado por la presencia de las fuerzas militares”, lo que muestra claramente los limites de tales “avances en la seguridad pública” y de la “estabilidad institucional” a la que alude Sader.

Sobre el segundo período de gobierno de Aristide, de 2001 a 2004, cuenta Sader que “Aristide fue perdiendo el control del país” porque “fueron creciendo las movilizaciones populares contra él”. Aquí Sader se hace eco del principal argumento esgrimido por los responsables de la invasión para legitimar el golpe. De nuevo se omite apuntar algún tipo de evidencia, al parecer asumiendo que se trata de un juicio poco controvertido. No obstante, si tratamos de averiguar quiénes estaban por detrás de esa oposición, nos encontramos básicamente con dos coaliciones políticas, ninguna de ellas extremadamente “popular”: Convergencia Democrática y Grupo 184, ambas generosamente financiadas por el gobierno de Estados Unidos a través del Instituto Internacional Republicano.

El Grupo 184 estaba liderado por el empresario estadounidense de padres haitianos André Apaid, dueño de varias maquiladoras y una de las mayores fortunas del país. Ya el líder de Convergencia Democrática, Evans Paul, no había logrado más que el 14% de votos como candidato a la alcaldía de la capital en 1995, a pesar de haber sido apoyado por Washington, y en las presidenciales de 2006 no pasó de los 2,5% de los votos. Comparemos la presunta popularidad de esos líderes con la de Aristide. Según la única encuesta fiable realizada durante ese período por Gallup, en marzo de 2002 el partido de Aristide era cuatro veces más popular que toda la oposición junta. Ya después del golpe, el corresponsal de la BBC en Puerto príncipe, Daniel Lak, declaraba acerca de Aristide que “la gente que le apoya son los pobres de este país. Hay 8 millones de haitianos, y probablemente el 95% de ellos son desesperadamente pobres […] Son los ricos y la pequeña clase media los que apoyan a los opositor es de Aristide, y los pobres los que en general apoyan a Aristide.”

Cabe por lo tanto cuestionar la presunta popularidad de esas “movilizaciones populares” contra Aristide. De hecho, nada indica que hayan sido más populares que las movilizaciones orquestadas contra Chávez en Venezuela y que sirvió de pretexto para el golpe fallido de 2002.

Sader no se molesta por lo tanto en fundamentar esas acusaciones. Por otro lado, hay que reconocer que se trata de una actitud muy habitual. Aparentemente tenemos aquí un “consenso general” tan amplio sobre esas acusaciones que se supone que no necesitan pruebas ni argumentos sólidos que la corroboren. Es un fenómeno que merece un análisis más detenido.

Tomemos como ejemplo la observación hecha por Sader de que Aristide “a lo largo del segundo semestre de 2003, continuaba disponiendo de grupos populares armados por él.” Esa también es una opinión muy extendida. Pero si nos empeñamos en buscar algún tipo de evidencia que las avale podemos dar muchas vueltas sin llegar jamás a un destino. Un buen ejemplo es Alex Dupuy, autor de varios ensayos sobre la situación política del país. Su libro sobre Aristide, muy influyente, intitulado “El Profeta y el Poder: Jean-Bertrand Aristide, la Comunidad Internacional y Haití”, es quizá el que analiza esos temas más detenidamente. Dupuy, a semejanza de Sader, también acusa a Aristide de armar a sus partidarios con el objetivo de atacar e intimidar a la oposición. Al ser un estudio más pormenorizado, quizá podíamos esperar aquí la presentación de algún tipo de argumento o presentación de hechos que apoyen esas acusaciones, o al menos alguna referencia donde encontrarlos. Pero tampoco aquí se ve nada de eso. En lugar de pruebas, lo que autor ofrece esta sorprendente afirmación: “es inmaterial la cuestión de si Aristide tuvo un papel directo en la creación y dirección” de esos grupos armados. En román paladino: es irrelevante si Aristide verdaderamente tuvo alguna responsabilidad en el presunto suministro de armas del que Dupuy le acusa. Responsable o no, es el culpado.

Peter Hallward, profesor de filosofía británico, acaba de publicar un estudio minucioso del libro de Dupuy (2), en el que cuidadosamente desmantela cada una de sus tesis principales. Entre otras cosas, presenta el testimonio de dos observadores que tenían un conocimiento directo lo que estaba ocurriendo en esa época en los barrios pobres de la capital y de sus grupos armados.

El primero de ellos, Guy Delva, experimentado periodista haitiano sin afiliación, declara “desconocer la existencia de una campaña de violencia deliberada o un esfuerzo coordinado” para armar a grupos partidarios de Aristide. “No hay ninguna evidencia. Por supuesto es posible que durante 2004 algunas armas hayan sido entregues a grupos leales al régimen, después de todo se estaba llevando a cabo una insurrección armada, y es posible que el gobierno quisiera fortalecerse contra los rebeldes. Pero de hecho el gobierno contaba con pocas armas…”

El otro testimonio, ofrecido por Eléonore Senlis, que dirigía la ONG más importante de Cité Soleil durante ese período y contaba con la confianza de varios líderes de los grupos armados ubicados en Cité Soleil, corrobora lo que dice Delwa. Senlis declara que “no estaba claro en absoluto que el gobierno estuviera armando a grupos en Cité Soleil. Parece que en general estos grupos obtenían sus armas por intermedio de robos a la policía, a los guardias de seguridad, o a otros moradores. Las armas más pesadas eran siempre adquiridas, a menudo en la República Dominicana, con dinero que era robado de las tiendas o ocasionalmente donado por varias partes interesadas en calidad de “contribución a la seguridad de Cité Soleil”. Pero que yo sepa jamás hubo una distribución de armas a gran escala de parte del gobierno o de sus partidarios. […] Calculo que había a lo sumo 250 armas de fuego en poder de los grupos que actuaban en Cité Soleil durante los desórdenes de febrero de 2004, y muc ho menos en el período anterior.” Hallward apunta que se estimaban en 210.000 las armas de fuego entonces existentes en el país, al menos 170.000 de ellas en manos de familias pertenecientes a las elites. En ese contexto esas 250 armas serían como una gota de agua en un océano.

Informes de Amnistía Internacional estiman el número de asesinatos políticos en Haití durante el período 2000-2003 en 20 o 30, incluyendo a miembros de la policía y partidarios de Aristide. Comparado con los 5.000 asesinatos que se calcula ocurrieron entre 1991-1994, los 5.000 a 8.000 que se han estimado solamente en la capital durante los 22 meses de gobierno interino, y los 50.000 que se atribuyen a Duvalier, resulta difícil compartir la visión del gobierno de Aristide que nos ofrecen sus críticos. Cabe preguntarse, por lo tanto, cómo ha surgido ese “consenso general” sobre el gobierno del presidente derrocado.

A juzgar por los hechos, la estrategia militar y política de los países invasores tras el golpe, dentro y fuera de Haití, parece haber sido la siguiente. A Aristide se le considera ciertamente el enemigo más temible, el único político en Haití que debido al apoyo popular es capaz de representar una amenaza para el control del país . Dentro de Haití, la táctica empleada para combatirlo parece haber sido simplemente la represión policial y militar pura y dura contra sus partidarios. Fuera del país, todo indica que se ha optado por un esquema propagandístico que busca justificar la invasión como un mal menor que hubo que adoptar ante una situación de caos e ingobernabilidad cuyo mayor responsable hubiera sido justamente Aristide. Ese es el mensaje que se quiere vehicular.

Tal propaganda está naturalmente empaquetada para un público de izquierda, que es quién mayormente podría llevar a cabo movilizaciones contra la invasión. Eso explica el amplio apoyo logístico y financiero otorgado a grupos presuntamente de izquierda, dentro y fuera de Haití, como PAPDA y el vociferante Batay Ouvriye. Representantes de esos grupos han sido los más ubicuos y actuantes en reuniones internacionales. A los invasores no les molesta su retórica izquierdista, de hecho necesaria para sus fines. Lo importante es difundir la imagen de un Aristide dictatorial y sin apoyo popular que desacredite cualquier tipo de movilización en favor del retorno al orden democrático. En ese sentido el mencionado libro de Dupuy es ejemplar: comienza acreditándose ante un público de izquierda con una crítica corrosiva del neoliberalismo y la de la globalización, y luego pasa a demonizar a Aristide, que es lo que cuenta en este contexto. El texto de Sader se insiere plenamente dentro de es a línea.

Un buen ejemplo de este fenómeno es el importante informe preparado por Jubileo Sur y otras organizaciones sociales a raíz del golpe de 2004, que llevaron a cabo una visita al país como miembros de la llamada Misión de Investigación y Solidaridad con el Pueblo Haitiano. Esta misión estuvo integrada por representantes de diversos países de América Latina, África, Canadá y EE.UU., y fue presidida por Nora Cortiñas, Madre de Plaza de Mayo, y Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz y Presidente del Servicio Paz y Justicia. En el informe se hace una dura crítica a la invasión, con gran despliegue retórico del tipo “deuda histórica”, “condenados de la tierra”, etc.

La misión se lleva a cabo poco más de un año después del golpe, entre el 3 y el 9 de abril. Se entrevistaron “con el Presidente Provisional de la Nación, el Primer Ministro, el Ministro de Justicia, funcionarios del gobierno, el Comandante de las fuerzas de la MINUSTAH, representantes consejeros de la UE., el Rector y los Vice-Rectores de la Universidad Nacional de Haití”. Visitaron también “la cárcel, hospitales y centros de Derechos Humanos, sindicatos de Educadores y organizaciones campesinas y de mujeres“. Naturalmente, una misión de ese porte en una situación de extrema inseguridad, cuando se estaba llevando a cabo una terrible represión contra los partidarios de Aristide, no podría haber sido realizada sin el beneplácito y la colaboración de las fuerzas invasoras.

Las conclusiones de la Misión son las que cabría esperar según el modelo expuesto arriba. Escriben lo siguiente: “En febrero 2004 se truncó la celebración del bicentenario de su independencia política con la inauguración de un nuevo período de ocupación extranjera. Intervinieron primero las tropas de EE.UU., Francia y Canadá, fulminando un intenso proceso de movilización social y política contra el gobierno cada vez más desacreditado de Jean Bertrand Aristide y llevándole a un nuevo exilio…” La visión que el informe ofrece del golpe es por lo tanto básicamente, retórica aparte, la misma de los países invasores. También se afirma, siguiendo la línea oficial de Washington, que Aristide habría pedido la intervención de los Estados Unidos y firmado su renuncia, supuestos que habían sido puestos en entredicho.

El informe reconoce especialmente “a los y las colegas de la Plataforma de Lucha por un Desarrollo Alternativo (PAPDA), del Instituto Cultural Karl Lévèque (ICKL) y de la Plataforma de Organizaciones Haitianas de Derechos Humanos (POHDH), quienes coordinaron nuestro programa en Haití y aseguraron con su dedicación y cariño, la posibilidad de un contacto amplio y diverso con su país.”

A la luz de esto no es de extrañar que las conclusiones del informe hayan sido las que querían los países invasores. PAPDA recibía fondos del gobierno canadiense, uno de los países invasores, a través de la agencia canadiense para el desarrollo (CIDA), que ha jugado un papel clave en la ocupación del país. Lo mismo POHDH y ICKL, que recibieron financiación del gobierno de Canadá a través de la agencia Rights and Democracy, el equivalente canadiense del National Endowment for Democracy de los EE.UU. A la luz de estos hechos, es de suponer que los países invasores tuvieron un gran interés en vehicular esta versión de los hechos a la opinión pública latinoamericana. Si es así, no cabe duda de que la operación ha sido un éxito total.

Cabe indagarse, finalmente, si la misma táctica habría funcionado si se hubiese tratado de un golpe a otro gobierno latinoamericano. Es difícil imaginar a alguien como Sader refiriéndose al golpe de Estado contra Chávez, por ejemplo, en los términos que lo hace aquí, sin que hubiese perdido toda su credibilidad como intelectual de izquierda. Pero Haití, por lo visto, es diferente, por motivos sobre los que solo cabe especular.


Notas:

(1) http://www.rebelion.org/noticia.php?id=57431

(2) haitianalysis.com

La Haine

 

Enlace al artículo: https://www.lahaine.org/bB4i