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México :: 18/12/2018

¿Reformismo o barbarie? (III)

Carlos Fazio
El papel del Estado mexicano en el régimen de la cuarta transformación

Entre el modelo neoextractivista de Davos, profundizado en México durante las administraciones de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña, que forjó megamillonarios como Carlos Slim, Alberto Baillères y Germán Larrea (cuyas fortunas sumadas equivalen según Forbes a 95.2 mil millones de dólares) y que sumió al país en una grave crisis social signada por una barbarie que derivó en catástrofe humanitaria y el extractivismo progresista con desarrollo incluyente (nacionalismo de los recursos o activismo estatal neodesarrollista), el régimen de la cuarta transformación de Andrés Manuel López Obrador parece inclinarse por éste último.

La necesidad de traer de regreso al Estado interventor con enfoque social, estableciendo un mejor equilibrio entre éste y el mercado de los grandes capitalistas (plutonomía), con la finalidad de insertar a la economía mexicana en circuitos de producción y cadenas de valor globalizados para generar una forma más incluyente de desarrollo, está marcada por la nueva política energética nacionalista −con eje en el rescate de las paraestatales Petróleos Mexicanos y Comisión Federal de Electricidad− y los megaproyectos de infraestructura del sur-sureste del país: el Tren Maya y el llamado Corredor Comercial y Ferroviario del Istmo de Tehuantepec (como en la fase imperialista del capitalismo del siglo XIX, el ferrocarril como motor de desarrollo y generador de progreso).

Los territorios son hoy el centro estratégico de la competencia mundial y las relaciones de poder. La territorialidad capitalista y la historia de la colonización −y del neocolonialismo− son a la vez la del reparto de territorios. Ello, porque el sistema-mundo capitalista es dinámico y continuamente reconfigura de manera conflictiva o violenta la distribución geográfica de los distintos procesos productivos, en función de un patrón energético y disciplinario que garantiza altas tasas de acumulación por despojo, el acceso a mercados, la disponibilidad de fuerza de trabajo y recursos naturales; lógica a la que no escapan la Península de Yucatán y el Istmo de Tehuantepec.

Desde inicios del siglo XXI esas áreas geográficas fueron escenario del Plan Puebla-Panamá (PPP/Fox, 2001), luego Iniciativa Mesoamericana (IM/Calderón, 2008) y de las zonas económicas especiales (ZEE/Peña Nieto, 2012). El PPP, la IM y las ZEE fueron diseñados en Washington en función de los objetivos geoestratégicos y de seguridad nacional de Estados Unidos y los intereses de las corporaciones del complejo militar-industrial ligadas al Pentágono y a la diplomacia de guerra de la Casa Blanca, y de aprobarse el llamado T-MEC entre México, EU y Canadá, el vasallaje del eslabón más débil de la cadena trilateral podría profundizarse.

Lo anterior guarda relación con el papel del Estado en el régimen de la cuarta transformación. Huelga decir que ganar el gobierno no modifica al Estado más que a largo plazo. Y que ese largo plazo será diseñado por la intervención de todas las fuerzas presentes (y en disputa) en la sociedad. Si llegar al gobierno indica un cambio en la correlación de fuerzas y da posibilidades de planificar el desarrollo y forjar un Estado garante de derechos sociales y económicos; de inducir políticas sociales y redistributivas de arriba hacia abajo (en vez del Estado nana neoliberal, que redistribuía hacia arriba), y de abrir más espacios a la participación democrática, también es cierto que el nuevo gobierno habrá de cargar con la inercia burocrática heredada, los intereses creados (colosales concentraciones de riquezas capaces de hacer arrodillar presidentes) y la seudocultura del gatopardismo de incontables apparátchiks (miembros de la partidocracia de siempre), amén de la resistencia organizada de la clase dominante (la insurgencia plutocrática) y sus terroristas mediáticos, opuestos a todo cambio de régimen que afecte sus intereses y que ya impulsan una restauración conservadora.

Las políticas de estatización de los bienes de la naturaleza –los hidrocarburos y las fuentes de energía para generar electricidad− podrían permitir aumentar la capacidad soberana del Estado, pero no es seguro que permita una capacidad soberana de la sociedad (que la economía sirva a la gente y no al revés). Habrá que ver, además, si la estatización se acompaña de un cambio de criterio en el terreno de la apropiación; si implicará una reconsideración ecológica real y si modifica o no el modo de producción. El extractivismo es un medio técnico para obtener un mayor excedente económico susceptible de ser redistribuido para satisfacer las necesidades urgentes de la sociedad. Avanzar hacia un régimen económico con mayor justicia y menor explotación del trabajo dependerá de cómo se utilice ese sistema técnico y de cómo se gestione la riqueza así producida. Y allí, la relación del ser humano con la naturaleza es clave.

En perspectiva, las políticas de estatización podrían limitar la intervención de megacapitales privados (de algunos plutócratas de la llamada mafia del poder) y regular la relación capital nacional-extranjero (en ese sentido se ampliaría la soberanía del Estado), pero habrá que ver si modificarán sustancialmente la relación capital-trabajo o capital-naturaleza. Es posible que se pongan algunos límites al capital, pero no al capitalismo.

La Jornada

 

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