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Pensamiento :: 24/08/2008

La insoportable levedad de la derecha

jl Monzantg
La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, es, ante todo, un «insoportable» panfleto anticomunista que bien podría formar parte del basurero de la historia de la literatura.

Kundera es repetitivo y su novela –que a mi gusto no logra atornillarse en un ambiente literario– es aburrida y «pesada» hasta los límites del sopor. De sus poco más de trescientas páginas, le sobra, cuando menos, la mitad. En dos oportunidades, por ejemplo, sentí que la historia había terminado: cuando Kundera informó sobre la muerte de Tomás y de Teresa, y cuando Marie-Claude enterró a Franz. Pero no, Kundera quería más.

Con justa razón de su parte –nadie lo puede poner en duda, pues así asumió su experiencia vital–, pero con una literatura al servicio del ejercicio del poder, y con la pretendida generalización de toda izquierda posible, el autor quería seguir mostrando la barbarie del comunismo soviético en la Checoslovaquia de finales de los años sesenta, en Praga para más señas.

No había leído antes un libro en el que un autor gastara tanta tinta para explicar un título. La contradicción de Parménides –“la levedad es positiva, el peso es negativo”– es un recurrente. Si bien Kundera se cuida de no hacer de los buenos y los malos, serafines y monstruosidades; es cierto que, en la antinomia Tomás-Franz, los contornos aparecen muy bien dibujados.

Franz es un profesor idealista, un «entusiasta» admirador de marchas y revoluciones, y de la «Gran Marcha» hacia la izquierda, que no se compromete con nada, y que, no obstante, todo lo hace en la sola búsqueda del reconocimiento privado de Sabina, su amante, también amante de Tomás. Kundera hace de Franz un hombre ridículo, débil, y lo somete a la muerte justo cuando entendió cómo y con quién podía ser feliz: con su otra amante, la chica de los grandes anteojos.

Tomás, por su parte, es el médico que abre las puertas del infierno: la «Primavera de Praga» sobreviene justo después de un artículo suyo publicado en un semanario checo anticomunista, en 1968. En ese artículo Tomás reflexionaba sobre la no-inocencia de Edipo Rey, culpable a pesar de ser “el más inocente” entre los culpables, pues asesinó a su padre y se casó con su madre, aunque todo lo hizo sin saber sobre esos vínculos, sin conocer semejantes desacordes procedimentales de lo moral; y con Edipo compara, justamente, a los comunistas checos que facilitan la invasión soviética.

Como médico cirujano Tomás es exitoso. Exitoso, también, con sus amantes, a las que contó por más de doscientas desde que empezó en su juventud hasta antes de comenzar una vida aún más licenciosa, pues, estando más cerca de la vejez –y con más tiempo libre– aumentó considerablemente su número. Kundera construye a Tomás no como a un hombre infiel común y corriente, sino como a un «buscador» de algo más profundo; algo más allá del “sexo sin amor” que pregona a diestra y siniestra, y con lo cual se justifica frente a Teresa; algo que sólo podía hurgar haciendo «hendiduras» en el cuerpo de la mujer con ese «bisturí invisible» que parecía poseer.

Íntegro anticomunista que no se vende al sistema soviético para salvar su trabajo, para dejar a buen resguardo su verdadera pasión en la vida –y su estatus social e intelectual–, Tomás no es «mujeriego» por natural instinto de macho felizmente desaforado; es, poéticamente, un «buscador», un explorador del alma en el cuerpo de la mujer. Con este predicamento Kundera santifica a su adalid.

De un moralismo proverbial –aunque selectivo–, Kundera no deja tema abierto. Con la cualidad del escritor que no trabaja la continuidad de la historia, y que sin embargo la cubre toda, todo lo cierra, a toda situación regresa, páginas después, capítulos después. El autor se me convierte –dado el peso de su letanía– en una voz en off en medio de un musical, en medio de una fiesta; en un entremetido que destaca porque desencaja–; así entra y sale de un largo monólogo en el que, a ratos largos, muchas páginas de por medio, recuerda que de novela se trata y no de tratado filosófico sobre ética y estética, gustos y regustos, ni, menos aún, de libelo político. En esto me recuerda, en parte, al Vila-Matas de Bartleby y compañía; pero el catalán, sin duda –y dejando visto mi gusto de por medio–, lo hace bastante mejor.

Supongo que, en este caso, la diferencia que veo bien puede radicar en el propósito. La insoportable levedad es otra historia de amor en la que la intensidad del engaño de Tomás, de Franz y de Sabina, sólo se corresponde, como suele suceder, con la fuerza del amor de la mujer (Teresa y Marie Claude); una historia en la que siempre van aparejados levedad y peso, amor y engaño, y –no faltaba más, ahí su intención– capitalismo y comunismo. En ese orden, claro está, del bien y del mal nos habla Kundera: la mentira amorosa como entramado humano, necesario, en el contexto del comunismo soviético. No en balde mueren los personajes que no mantienen lucha sostenida en favor del capitalismo.

A estas alturas Kundera se me desdibuja en uno de los muchos intelectuales que, por una causa o por otra, por convicción o por negocio –o por ambos–, conscientemente o no, confunde democracia y capitalismo. Inmiscibles como son, agua y aceite son embrollados en un mismo brebaje que, tomado e indigesto, no nos puede llevar sino a la más importante de las alucinaciones de Milan Kundera: capitalismo es levedad, comunismo es pesadez. Semejante verdad de fe no puede ser sino ideología mal diseñada, mal publicitada, y he ahí su talón de Aquiles. Kundera no llena el requisito fundamental de la moderna fábrica de ideología que es el capitalismo: la propaganda hecha arte y llevada al punto de lo imperceptible, lo sublime.

Otra curiosa imagen, bastante digna de diván: Teresa, Sabina y Marie Claude; incluso Marie Ann, la hija de Marie Claude y de Franz, así como la chica de los grandes anteojos, la otra amante de Franz, todas son sombrías. Todos los personajes femeninos de primer plano, todas las mujeres de estos dos hombres son infelices al borde de la angustia y de lo trágico. En ellas recae el «peso». Cuando Sabina alcanza la «levedad», queda vacía de tanta huída de sí misma, de tanto traicionar y traicionarse.

En lo que a mí concierne, por lo menos, en toda la novela Kundera logra, sólo dos o tres veces, que sus personajes «me hablen» como personajes. Dicho de otro modo: no logro la interacción lector-personajes, pues, las más veces, estos se me desinflan como buenos actores de compañías de teatro de tercera que aún no expresan ideas ni pensamientos, que no saben pronunciar verbo cotidiano sin retórica anticomunista: a libreto bien leído llegan, apenas. Por los sentimientos no hay de qué preocuparse: el autor difícilmente les imprime semejante cualidad humana, y cuando por fin se decide a intentarlo, lo cursi es rosa. La literatura –y lo humano– como melodrama.

En su mojigatería, Kundera se supera en el capítulo dedicado a Karenin, el perro de Tomás y Teresa. Un capítulo que sobra, producto de la pérdida de la noción de cuándo debió terminar la novela; escrito para llorar la muerte de Karenin, para padecer su sufrimiento y el de Teresa; como si Kundera se sintiera deudor. Dos cosas me gustaron, sin embargo: la historia, en general, no es lineal y Tomás y Teresa no murieron en medio de este sainete que tituló “La sonrisa de Karenin”. Murieron antes, en algún momento aparentemente inconexo.

En cuanto a su posición filosófica, destaca su crítica a la “mitología del Antiguo Testamento… en la que hemos sido educados” –dice–, pese a lo cual fue galardonado con el Premio Jerusalén; y también sobresale, o simplemente a mí me llama la atención –bien por prejuicioso, por predispuesto– la cuidadosa distancia que el autor marca con Nietzsche, así como su acertado discurso en contra del antropocentrismo bíblico y cartesiano que nos hace «señores» de los animales.

Tardé más de veinte años para leer una novela que me llamó la atención desde su aparición, a mediados de los ochenta –pero que no había leído–, para darme cuenta, sin embargo, de que su reconocimiento y su buena aceptación se deben más que a su título –enigmático y bien logrado–; más que a su cualidad literaria, a su propaganda política. Dejo dicho que no cuestiono, en ningún momento, bajo ninguna circunstancia, el uso político de la literatura. Me opongo, sí, a la desfachatez, al mal gusto, a quienes venden como cándida literatura algo que es mucho más o mucho menos, según se vea.

La insoportable levedad es, sin embargo, una interesante reflexión personal, y como tal guarda aciertos y desaciertos. Pero Kundera me resulta sermoneador y, sobre todo, se presenta ante mí como disciplinado y eficaz publicista de oficio de la derecha, como también lo será –tiempo después, y de manera explícita– un Mario Vargas Llosa devenido en José María Aznar. Cada cual en lo suyo, eso sí. Si, por los signos de Plutón, Aznar o GW Bush devienen en literatos, pues que lo hagan y ojalá lo hagan bien, y que así sea; pero que no pretendan que no lo hacen en nombre de la derecha, que no insulten de nuevo, de ese modo, nuestra inteligencia. Es, tan sólo, el requerimiento mayor, lo más a que aspiramos.

La industria editorial al servicio del capitalismo; «movida» por la fábrica de ideología que es el sistema, todo en favor de Milan Kundera y de quienes a él se asemejan, pues, sin publicidad, sin el apoyo del empresariado y de la intelectualidad de derecha ligada al ejercicio del poder, este insoportable panfleto anticomunista habría sido olvidado, desde hace rato, mucho rato, en el ancho y largo cementerio de la literatura.

Monzantg es ensayista, historiador y docente de Geopolítica por la Universidad Católica Cecilio Acosta (Maracaibo, Venezuela). Autor de Las trampas de la historiografía adeca, y de otros ensayos publicados por LaHaine.Org.

 

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